«.. Inflamado del fuego de la fe», o «Nunca me haré católico»
No habí a transcurrido aú n un añ o de la muerte de Leovigildo, cuando su hijo Recaredo (586-601), medio godo como Hermenegildo, se convirtió al catolicismo, y ciertamente que lo de menos por motivos religiosos. Má s bien quiso tener como aliada a la Iglesia má s fuerte con vistas a su polí tica interior y exterior; a la unidad estable del Estado, que su padre habí a creado, quiso darle ademá s una unidad religiosa estable. Y, naturalmente, el Recaredo cató lico fue distinto por completo, «un varó n piadoso y totalmente distinto de su padre», segú n asegura el obispo Isidoro. El rey Recaredo fue «un hombre de paz y de fe». «Pues en seguida de comenzar su reinado abrazó la fe cató lica y dispuso que todo el pueblo godo se sacudiese la epidemia de la inveterada herejí a... Declaró abiertamente que las tres personas en Dios eran una sola cosa, que el Hijo habí a sido engendrado " consubstantialiter" por el Padre... » ¡ Oh, el «hombre de la paz», «de la fe», «el piadoso prí ncipe»! San Isidoro sabe ademá s que «era manso y humilde y de una gran bondad de corazó n. Tan generoso era y tan manso..., que a menudo condonaba al pueblo los impuestos vencidos». «A muchos otorgó bienes y los elevó de categorí a y dignidad. Distribuí a su dinero entre los pobres y sus tesoros entre los necesitados... » Sí, todo en pro del bien general, y por supuesto en pro sobre todo del clero. Porque, como era de esperar, devolvió a la Iglesia lo que le pertenecí a: «los bienes eclesiá sticos, que la criminal avaricia de su padre habí a entregado al fisco... ». Pero, en otro orden de cosas no dio nada y retuvo cuanto el viejo gobernante habí a quitado y depredado, cuanto «su padre habí a conquistado lo retuvo en su reino... ». No basta con tan nobles acciones: «Tambié n llevó a cabo guerras gloriosas contra pueblos enemigos, y su fe le dio fuerza para ello»; una fuerza tal que «el hombre de la paz» en una ocasió n hizo «degollar a millares de enemigos en el campo de batalla», millares de francos y por lo mismo cató licos. ¡ Efectivamente, la fuerza «de la fe»! «Asimismo empuñ ó a menudo la espada contra los ataques de los romanos —cató licos por supuesto— y contra las incursiones de los vascos. Y así no só lo hizo la guerra, sino que como los corredores en el estadio pareció educar a su pueblo mediante el ejercicio para dar la respuesta adecuada... »22 ¿ No es é sa una fe soberana?, ¿ una religió n soberana?, ¿ y una manera grandiosa de escribir la historia de la Iglesia? El desbordamiento de un obispo, de un santo y de un doctor de la Iglesia; una mezcla ú nica de desvergü enza, contradicció n e hipocresí a. Todo en una sola palabra: ¡ cató lico!
El arrianismo quebró entonces en todo el reino, aunque no sin enconadas resistencias y sublevaciones de obispos y condes, especialmente en Septimania y en el antiguo territorio suevo.
Cierto que una parte del episcopado arriano se pasó de inmediato a Recaredo. Pero el pueblo, cuya conversió n reclamaba asimismo el rey, se mostró vacilante. Y en Narbonne hubo una grave revuelta bajo el obispo arriano Athaloc y los dos ricos condes Granista y Wildigern, en cuya ayuda acudieron incluso los francos, aunque naturalmente y segú n la vieja costumbre só lo para «pescar en aguas revueltas» (Dannenbauer); aunque esta vez inú tilmente. Al cabecilla de otra conjura, el conde Segga, aliado del obispo arriano de Mé rida, Sunna, lo envió Recaredo al destierro el añ o 588 habié ndole cortado antes ambas manos. 23 A comienzos de 589 la sublevació n se recrudeció hasta en la capital. Gosvintha, la viuda de Leovigildo, y Uldida, el obispo arriano de Toledo, que a toda prisa se habí an hecho cató licos, volvieron al arrianismo. Uldida, como muchos otros obispos arrí anos, fue desterrado; y la anciana reina viuda «murió » poco despué s, probablemente de muerte no natural. Una conspiració n al añ o siguiente, que habí a de poner al general Argimundo en el puesto de Recaredo, terminó con una ejecució n, mientras que al tal Argimundo, azotado, tonsurado y mutilado se le arrastraba por Toledo de la cola de un asno. 24 Finalmente, los godos que —como escribe el obispo Isidoro— tan sedientos habí an bebido y tan largamente habí an retenido el «pernicioso veneno de la herejí a», «pensaron en la salvació n de su alma, se liberaron de la creencia erró nea tan profundamente arraigada y por la gracia de Cristo llegaron a la ú nica fe beatificante, que es la fe cató lica». ¡ Aleluya! " En el Concilio III de Toledo, celebrado en mayo de 589, y a cuya digna preparació n precedió un ayuno de tres dí as, ordenado por el rey, una parte de los arrí anos se pasó al campo del vencedor. El rey declaró el catolicismo religió n oficial del Estado y empezó por desarraigar el arrianismo en forma rá pida y completa: destruyendo su organizació n eclesial, excluyendo a los arrianos de todos los cargos pú blicos y quemando sus libros sagrados. No sin motivo pudo declarar Recaredo: «Tambié n yo estoy abrasado por el fuego de la fe, como veis por mis actos... ». Pero el historiador madrileñ o Antonio Ballesteros y Beretta afirma: «Con la conversió n del rey Recaredo tuvieron fin las persecuciones, y para la Iglesia españ ola empezó uno de sus perí odos má s brillantes». En realidad, Recaredo y los obispos persiguieron a los arrí anos tan a fondo, que despué s de su reinado ya no se oye nada de los arrí anos en Españ a. 26 Y los obispos, cuya cabeza no fue otro que Leandro de Sevilla, «alma de aquella asamblea» (Ballesteros) y que en el concilio habló «de triumpho ecciesiae ob conversionem Gothorum» (del triunfo de la Iglesia por la conversió n de los godos), se vieron naturalmente alentados por Recaredo, que se veí a a sí mismo como un «rey apó stol». Ellos le
reconocieron su «servicio apostó lico», su «ministerio apostó lico» y, con espí ritu verdaderamente cató lico, lo celebraron como «nuevo Constantino» y como «el rey má s santo», considerá ndolo igual al emperador y «lleno del Espí ritu divino». El arrianismo fue condenado en el concilio, al que asistió una pequeñ a parte de prelados heré ticos, cuatro visigodos y cuatro suevos, junto con otros sacerdotes y los nobles visigodos convertidos al catolicismo. Tambié n el judaí smo se vio expuesto a graves presiones, se reforzó la esclavitud en favor de las posesiones de la Iglesia y se echaron los cimientos de una iglesia estatal en Españ a, que abrazaba a casi todos los sú bditos. El rey visigodo, consagrado en adelante por el arzobispo de Toledo, era tenido por «el ungido del Señ or». Y tras la tolerancia del gobierno arriano en Españ a, e) catolicismo iba a llenar de terror y crueldad el siglo siguiente. 27 Pero el metropolitano de Sevilla, san Leandro, sin duda el polí tico eclesiá stico má s influyente de la é poca en Españ a, facilitó las relaciones entre rey y papa. Con suma reverencia le escribí a el convertido hispá nico, só lo tres añ os despué s de la elecció n de Gregorio I. Y é ste se sintió lleno de reconocimientos por los «servicios» del rey, como todos los papas continuaron sus altos có mplices en la cercana pení nsula ibé rica, hasta el mismo Pí o XII y el general Franco. Gregorio I envió reliquias preciosas, le pareció que las propias empresas de conversió n casi desaparecí an frente a los logros grandiosos de Recaredo y lo exaltó en estos té rminos: «No puedo expresar con palabras, hijo excelentí simo, mi gran gozo por la obra que llevas a cabo y por la vida que llevas». Con las obligadas reliquias llegaron a la corte real españ ola las no menos obligadas enseñ anzas y las adecuadas instrucciones de gobierno. Y Recaredo, que envió al papa un cá liz precioso para la iglesia de San Pedro, cultivó los contactos, entre otras buenas razones por su conflicto con los bizantinos. 28 «Fue muy amante de la paz, y si hizo algunas guerras, fue casi exclusivamente para que su pueblo no olvidase el manejo de las armas», escribe un moderno historiador cató lico de Recaredo, que evidentemente só lo llevó a cabo sus numerosas guerras (contra francos, burgundios, bizantinos, vascos) como una especie de deporte de entrenamiento para su pueblo. Y un coetá neo del rey, san Isidoro de Sevilla, lo vio a su vez como «lumbrera del siglo», y exalta a Recaredo, que no só lo hizo tonsurar, azotar, mutilar y matar a sus enemigos sino que tambié n enseñ ó a su pueblo las artes homicidas, asegurá ndose así «los godos su libertad má s por la lucha que mediante negociaciones pací ficas... En las artes bé licas son muy expertos, y no só lo combaten con lanzas de choque, sino que lo hacen tambié n a caballo con lanzas arrojadizas. Por otra parte, no tan só lo son duchos en la lucha a caballo, tambié n saben com-
batir a pie... Gustan mucho de ejercitarse en el lanzamiento de la jabalina y en el simulacro de combate, organizando a diario juegos guerreros. El ú nico ejercicio bé lico que todaví a les faltaba era la guerra naval. Pero despué s de que el prí ncipe Sisebuto fuera llamado al trono por gracia del cielo, por los esfuerzos de é ste llegaron a ser tan há biles en el arte de la guerra, que se prepararon para la guerra tanto en tierra como en el agua, y hasta los soldados romanos les sirvieron sometidos, al igual que les fueron obedientes otros muchos pueblos y Españ a entera [... ]. Todos los pueblos de Europa temblaban ante ellos... ». 29
Exactamente eso es el catolicismo —¡ proclamado aquí por un santo y por un doctor de la Iglesia! —, tal cual se ha dejado sentir, o mejor se ha desbocado, en dos milenios de la historia universal: de una parte, el Sermó n de la Montañ a, el amor a los enemigos, la paz, la alegrí a; de otra, las lanzas de choque, el combate a pie, la lucha a caballo, la guerra naval... ¡ Y que todos los pueblos tiemblen! Al mismo tiempo que a una con los obispos acabó Recaredo con el arrianismo en Españ a, tambié n convirtió la Iglesia en instrumento de opresió n, como nunca antes habí a ocurrido en la historia de los godos. Desapareció toda oposició n cristiana, a los arrí anos se les prohibió todo cargo pú blico, todos los bienes eclesiá sticos arrí anos pasaron a los obispados cató licos y al clero convertido se le impuso el celibato. Tambié n se llegó a las conversiones por la fuerza. Una parte del episcopado arriano, como el obispo Uldida o el obstinado prelado de Mé rida, Sunna, encontró la muerte en el destierro. «Catholicus nunquam ero», parece que contestó Sunna a las exigencias de conversió n por parte de Recaredo. «Nunca me haré cató lico, sino que en el culto en el que he vivido quiero vivir tambié n en el futuro ¡ y moriré gustoso por la fe en la que me he mantenido desde mi juventud! » Fueron muchos, sin embargo, los obispos arrí anos que abrazaron el catolicismo, como en tiempos de Leovigildo muchos clé rigos cató licos, como el obispo Vicente de Cesaraugusta, se habí an pasado a la Iglesia nacional arriana. Entonces empezó la alianza del Estado con la Iglesia cató lica, empezó lo que el obispo Juan de Biclaro llama la «renovario», la actitud del «christianissimus imperator». Segú n la vieja tradició n cató lica, Recaredo mandó quemar de inmediato en Toledo, en la plaza pú blica y sin dejar una, todas las Biblias y escritos doctrinales arrí anos. «Ni siquiera un texto gó tico quedó en Españ a» (Thompson). 30 Pero eso no era má s que el espí ritu de la é poca, y por entero segú n la voluntad del santo padre. CAPÍ TULO 7 EL PAPA GREGORIO I (590-604)
«En su Lí ber Regulae Pastoralis habí a expuesto Gregorio el ideal de un pastor de almas. No es decir demasiado que en todo su ministerio realizó personalmente ese ideal. » franz xa VER sappelt, HISTORIADOR CATÓ LICO DE LOS PAPAS'
«Justo y amoroso fue Gregorio, tanto con los pobres y los econó micamente dé biles, como con los esclavos, los heré ticos y los judí os. » F. M. stratmann, TEÓ LOGO CATÓ LICO2
«La historia de la Iglesia no ha producido muchos personajes, que hayan llevado con el mismo derecho el sobrenombre de Grande. » heinrich KRAFT3
«Los campos principales de su actividad fueron el judaí smo, el paganismo y el cisma. Los tres grupos los afrontó Gregorio, aplicando violencia, predicació n o soborno, y en ocasiones las tres cosas a la vez. »
jeffrey richards"
«... Y a travé s de la nube de incienso de una veneració n devota irradió su imagen con el dorado resplandor de la aureola de santo en un engrandecimiento sobrenatural-., sin haber sido un gran gobernante ni una gran personalidad [... ]. Sin duda Gregorio fue un papa religioso, aunque religioso só lo en el sentido de su tiempo. Lo que significa una concepció n extema del cristianismo, repulsiva para nuestro sentimiento, como lo prueban suficientemente las reglas de conducta que quiso aplicar a la conversió n de judí os y paganos. Ni fue lo peor el que aconsejase proceder contra los recalcitrantes con azotes, torturas y cá rcel, sino que con un cinismo ingenuo recomendó incluso el agravamiento de los impuestos como un medio de conversió n: a los que se convirtiesen habí a que aliviarles las gabelas establecidas, y a los renuentes habí a que ablandarlos con la presió n tributaria. » johannes hallers
«La expresió n de su rostro era amable; tení a unas bellas manos, con dedos largos y ahuesados, muy adecuados para la escritura. » juan EL DIÁ CONO6 «Gregorio carecí a de formació n filosó fica y teoló gica. [... ]. Se descubre aquí con una desnudez cruel la profunda postració n que el derrumbamiento de Italia supuso para la vida del espí ritu. La pobreza de espí ritu, la falta de ideas propias y la pé rdida del gusto triunfan aquí como pocas veces. » heinrich DANNENBAUER7
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