La disputa de los títulos con el «Ayunador», o el «afán de la propia celebridad»
Es cierto que al principio Gregorio estimó al patriarca Juan IV de Constantinopla, ampliamente admirado por su ascesis y llamado el «Ayunador» (582-595); y llegó incluso a trabar amistad con é l. De apokrisiar habí a llegado a conocerlo y apreciarlo, como «un hombre muy modesto y querido por todos», segú n é l mismo decí a, «el cual se ocupaba de limosnas, buenas obras, oraciones y ayunos». En todo ello pudo
Gregorio estar en todo de acuerdo. Otra cosa era al tratarse de tí tulos y derechos, de privilegios o prerrogativas supuestas o reales; a propó sito, por ejemplo, del tí tulo de «patriarca ecumé nico», que Juan llevaba desde el añ o 588, pero que en Oriente era habitual desde hací a aproximadamente un siglo. Semejante agresió n a la «humildad del ministerio episcopal», semejante «apetencia de dominio» del patriarca bizantino no podí a aceptarla el verdadero episcopus universalis. Es verdad que sus predecesores, los obispos romanos, se habí an apropiado dolosamente del primado papal a travé s de los siglos, por ambició n de poder y por puro afá n de dominio, habié ndose prolongado la disputa hasta la Edad Moderna, pero desde el emperador Justiniano se le reconoció legalmente a la sede romana el primado de fe y el primer puesto. Ya su predecesor Pelagio habí a protestado contra la «necia y presuntuosa» designació n del patriarca. A Gregorio le pareció realmente «mezquina» la disputa sobre el tí tulo; pero afirmó que contra la arrogancia del patriarca no defendí a su causa sino la causa de Dios. Tambié n se denominó humildemente a sí mismo, segú n una expresió n agustiniana, que despué s se mantuvo en los documentos pontificios, servus servorum Dei, aunque escribió: «Yo soy siervo de todos los obispos, en tanto que viven episcopalmente. Mas quien por afá n de la propia celebridad y contra la ordenació n de los padres levanta su cerviz, humillará ante mí su cerviz, así lo espero de Dios, por sí mismo y no por la espada». «Combatió con humildad por el dominio universal de la Iglesia y en la Iglesia» —segú n la fó rmula de Moritz Hartmann—, al igual que su rival, el patriarca asceta Juan el «Ayunador». Gustosos discutieron. Gustosamente habí a discutido tambié n Gregorio. Y en humildad. Ya en una discusió n faná tica entre clé rigos (582) con Eutiquio, antecesor de Juan, que enseñ aba que en la «resurrecció n» los cuerpos serí an inmateriales, Gregorio lo habí a refutado y habí a conseguido que el emperador mandase quemar el libro del patriarca. (Los dos gallos de pelea quedaron despué s tan agotados, que Gregorio enfermó gravemente y Eutiquio murió. ) Y la discusió n por los tí tulos continuó todaví a bajo el sucesor de Juan agrandando el alejamiento entre ambas iglesias y las distancias entre Bizancio y Occidente. Al añ o de la muerte de Gregorio ya le reprochaba nada menos que su sucesor, el papa Sabiniano, que «preferí a su propia fama». 13
Esto se podrí a atestar ciertamente contra muchos papas, que en apariencia fueron de lo má s humilde, como Gelasio I (492-496). Como Gregorio no se sentí a digno, tampoco Gelasio dejó de proclamar la convicció n de su plena indignidad. Y al igual que Gregorio se llamaba «siervo de los siervos de Dios», así tambié n Gelasio protestaba solemnemente
ser «el má s pequeñ o de todos los hombres» (sum omnium hominum minimus); y, ello no obstante, defendió como ningú n otro papa antes que é l su rango y primací a, y no só lo frente a todos los otros sacerdotes, sino que tambié n —en su denominada doctrina de los dos poderes— frente al Cé sar, que habrí a de «doblegar piadoso su cerviz» delante de é l. ¡ Oh, qué gé nero de humildes! Ciertamente que el patriarca Juan IV afrontó sosegado el asunto, segú n parece. O no reaccionó de momento o escribió a Gregorio en un tono tan extremadamente amistoso y comprensivo que aqué l no dejó de apercibirse de ello. Pero ocasionalmente continuó reclamando aquel tí tulo «pernicioso» y «orgulloso», aquella «palabra pestilencial», contra la que tronaba Gregorio. Y el tí tulo volví a a aparecer de continuo en las actas de la Iglesia de Constantinopla; lo que irritaba especialmente al papa. Y así tocó todos los registros; escribí a una y otra vez producié ndose en amenazas imprecisas; ordenó a su apokrí siar (quien evidentemente en la disputa del tí tulo de marcas tení a una actitud distinta de la de Gregorio) que se abstuviese de la comunió n eclesial con Juan; le recriminó haber informado con falsedad a su sucesor el papa Sabiniano, y al emperador, quien por carta presionó a Gregorio a la moderació n y la paz, pero é ste proclamó paté ticamente que no temí a a nada ni a nadie «fuera del Dios omnipresente». El papa se enardecí a cada vez má s. Se dirigió al patriarca Eulogio de Alejandrí a, quien sin embargo no entendió la có lera del romano, como tampoco la entendió el patriarca Anastasio de Antioquí a, a quien tambié n habí a importunado y quien le advirtió contra el orgullo y la envidia, de modo que a Gregorio le pareció su carta «punzante como una abeja». Tambié n el general Narsé s procuró tranquilizarlo. Pero Gregorio amenazó, condenó y se explayó en insultos. Puso en la picota a Juan, que en el fondo estaba dispuesto a hacer las paces y lo denostó como imitador de Lucifer y cual precursor del Anticristo. Con acentos apocalí pticos conjuró el desencadenamiento de la peste y de la espada: «Un pueblo se alza contra otro pueblo y el orbe entero se estremece». Ciudades enteras las veí a el papa desaparecer de la superficie terrá quea y una vez má s veí a cumplirse la profecí a del tiempo final. Y todo por un tí tulo que ya se utilizaba desde hací a cien añ os, y todo por ser é l un hombre ambicioso de honor y dominio, porque ambicionaba la precedencia, el primado, que veí a amenazado. Y todo innecesariamente, lo que aú n pone má s de relieve la ironí a del asunto.
Con tal ocasió n instruyó magní ficamente al patriarca sobre la humildad. Lo acusó de «vanidad» y «necedad», reprochá ndole la dura cerviz del orgullo y la perturbació n de la paz del mundo entero. Solicitó del emperador que prohibiese el «maldito tí tulo» y obligase al patriarca «mediante las ó rdenes de mi piadosí simo señ or», atá ndolo «con las ca-
denas de la autoridad imperial». Y como el emperador no viera motivo suficiente para la rabieta de Gregorio, como tampoco lo habí an visto los patriarcas, el papa recurrió aú n a la emperatriz. Hizo patente a las dos autoridades que, pese a todo, «no se trataba de su causa sino de la causa de Dios», de la Iglesia entera, los venerables sí nodos, el Señ or Jesucristo; les declaró que el patriarca habí a pecado «contra el espí ritu del evangelio, contra el santo apó stol Pedro, contra todas las iglesias... », etcé tera. La disputa del tí tulo, sostenida casi exclusivamente por parte del papa Gregorio, se prolongó hasta despué s de muerto el patriarca Juan. El sucesor de é ste, san Kiriakó s, de quien el propio Gregorio habí a certificado reiteradamente la moderació n, el buen corazó n y una conducta intachable, no se sintió obligado a prescindir del tí tulo en cuestió n. Por lo que el papa continuó la lucha hasta su muerte. Y como los patriarcas retuvieron el tí tulo de «patriarca ecumé nico», los obispos romanos se resignaron y acabaron aceptando dicho tí tulo igualmente. 14 Todo ello nada tení a que ver con la arrogancia personal, la vanidad y el orgullo. El orgullo era algo totalmente ajeno al primer monje papa, la humildad le era innata por su origen. En julio de 592 escribí a a Pedro, rector (administrador) de Sicilia: «Me has enviado un jamelgo lastimoso y cinco hermosos asnos: el jamelgo no lo puedo cabalgar, porque da lá stima; y los hermosos asnos no puedo montarlos, justo porque son asnos». Bueno, pues el Jesú s bí blico pudo cabalgar un asno, cosa que Su Santidad parece haber olvidado. Tení a que ser ya un bello corcel. Hoy se viaja en un Mercedes 600, especialmente preparado. O se viaja en el Jumbo con alcoba especial. Pero ¿ qué tienen que ver con el Galileo? 15 Desde Gregorio I, el humilde siervo de los siervos, hasta el siglo xx es bien sabido que los papas se hicieron besar el pie. Las peculiaridades las regulaban los libros de ceremonias. Pero, como sabemos tambié n, el que se besaba realmente no era su pie, sino el pie de Dios. Por ello todos los emperadores, incluido Carlos V, ejecutaron tambié n regularmente ese feo rito en el pó rtico de la iglesia de San Pedro. 16
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