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A veces con el emperador y a veces contra él




 

Durante los asaltos de la invasió n de los pueblos nó rdicos Roma se habí a refugiado bajo la protecció n de los emperadores orientales; pero bajo el poderoso godo Teoderico en ocasiones tambié n actuó violentamente contra Bizancio. Incluso, durante la guerra de los godos hizo a veces causa comú n con los «herejes», a quienes muchos temí an menos que al «cesaropapismo». A su vez. bajo los reyes godos los paladines de la fe cató lica no tocaron las Iglesias arrianas, mientras que sí demolieron ya las sinagogas de los judí os.


Tras la aniquilació n de los ostrogodos y el sometimiento de Italia al gobernador bizantino, el comandante en jefe de las tropas (pronto denominado «exarca») con Ravenna como la nueva residencia, en Roma se empezó por bailar al son de la flauta (y de la fé rula) de los señ ores de Oriente. Los «libertadores» bizantinos recabaron en Italia las mismas sumas de dinero que antes habí a impuesto el rey godo. Ademá s saquearon y se enriquecieron por su cuenta. Só lo cuando, a la muerte de Justiniano (565), el emperador oriental sufrió nuevos recortes de poder y sobre todo pé rdidas territoriales, se preparó en Occidente otro cambio de frente: la colaboració n con los germanos, que lejos de «asentarse en consideraciones pastorales», como dice el mentado Manual de Historia de la Iglesia, obedeció a motivos polí ticos, como pronto se echará de ver con claridad siempre mayor.

Saltaba a los ojos, en efecto, el desgaste y agotamiento de Bizancio. Por el este amenazaban los persas. En Italia los longobardos separaban Roma de Ravenna. En los Balcanes empezaba el avance de eslavos, serbios y croatas; en Españ a se alzaba el reino visigodo. A todo ello se añ adí an los intentos autonomistas incluso dentro de la federació n imperial, por obra de los exarcados de Ravenna y de Cartago, o debidos a grandes grupos marginales, como podí an ser nestorianos, mono-fisitas y coptos. Tambié n se desmoronaban las estructuras sociales y econó micas. En una palabra, el imperio de Oriente no era ya lo que habí a sido; y así, con Gregorio I el papado empieza a distanciarse de Bizancio. 5f1

El santo padre actuaba unas veces a una con el Estado, y otras en contra del mismo. Si en el empeñ o por someter a su fé rula a los obispos de Iliria se sirvió del brazo civil, en un empeñ o similar contra los arzobispados recalcitrantes del norte de Italia, de Ravenna, Aquileya y Milá n, actuó contra el imperio. Los obispos de la dió cesis de Aquileya solicitaron entonces ayuda del emperador Maurikios contra el papa, pues temí an perder la independencia que habí an obtenido desde la disputa de los Tres Capí tulos. (Aproximadamente cien añ os despué s estallarí a el cisma. )57

Ahora bien, las tá cticas de Gregorio no apuntaban ciertamente en la direcció n de Maurikios (582-602) y su reorganizació n de Italia. Desde aproximadamente el 584 el emperador gobernó allí a travé s de su representante en Ravenna. El primer patricias et exarchus (Italiae), conocido con certeza, fue Esmaragdos, un general há bil, pero alienado durante mucho tiempo y al que los romanos sustituyeron (589). Los exarcas, supremos gobernadores civiles y militares del exarcado, só lo controlaron tras la invasió n longobarda los territorios costeros bizantinos, que ademá s de Ravenna y la Pentá polis incluí an las islas venecianas, la regió n pró xima a Genova, Roma, Ñ apó les y Amaifi, denominada Ducatus


 

(por el tí tulo de dux, caudillo, que llevaba el supremo gobernador militar).

Pero mientras Maurikios pretendí a reconquistar Italia, mientras sus planes iban incluso má s allá del programa de reconquista de Justiniano I, y mientras en el misal romano continuaba la oració n «para que Dios someta todos los pueblos bá rbaros al emperador», Gregorio se aproximaba a los nuevos gobernantes y, de manera provisional, se asoció con los longobardos; pero al mismo tiempo pretendí a ser leal al emperador, con el que tuvo varios choques, y proclamaba su doctrina de la autoridad pontificia, a la que todos debí an someterse y no só lo el emperador. Precisamente cuando en 595 marchaban sus primeros misioneros hacia el oeste, declaraba tambié n que los francos en razó n de su ortodoxia estaban por encima de las demá s naciones y (con la vista puesta en el rey Childeberto II, a quien habí a enviado la llave de la confesió n de san Pedro) razonaba: «Así como la dignidad real supera a la de cualquier otro hombre, así el reino franco está por encima de todos los otros pueblos». 58

En Italia, donde se expandí an los longobardos, el poder del emperador era escaso. Y cuanto má s mermaba, má s crecí a el del papa. En Roma daba ó rdenes a los funcionarios supremos del emperador, y eso tanto en el plano civil como en el polí tico y el militar; al menos ejercí a una especie de derecho de supervisió n sobre las funciones administrativas de aqué llos, y le correspondí a el recurso al emperador. Podemos así considerar a Gregorio como el fundador del poder temporal del papado. Sin existir todaví a un Estado de la Iglesia habí a ya una especie de Estado, o al menos un importante factor de poder. Los obispos de Gregorio elegí an, a una con los grandes terratenientes, a los gobernadores provinciales y definí an sus competencias, especialmente la potestad judicial. El papa tení a ademá s influencia sobre el comercio y controlaba, en unió n del senado, las medidas y pesas. Y a é l le pertenecí an —siendo esto tal vez lo que má s incrementó su poder— enormes extensiones territoriales, grandes fincas agrarias por toda Italia y fuera de ella. 59

Pese a todo, Gregorio seguí a siendo, como sus predecesores, el sú bdito del emperador, que era su superior. La persona y el gobierno imperiales se consideraban sagrados. El monarca de Bizancio combatí a tambié n las «herejí as», promulgaba edictos eclesiá sticos y convocaba los concilios. En una carta de junio de 595 llama Gregorio al soberano su «piadosí simo señ or», mientras que se autoconfiesa «pecador indigno» y «hombre pecador». Prestó «obediencia» a las «serení simas ó rdenes» de Maurikios, con quien de apokrisiar mantuvo en general buenas relaciones (y con la emperatriz incluso cordiales), para regocijarse tambié n despué s de su muerte y mostrarse «obediente» al asesino.


Tambié n como papa mantuvo Gregorio conciencia de su subordinació n, sobre todo cuando la Iglesia de Roma no era independiente y el emperador continuaba siendo su señ or. En la elecció n del candidato a ocupar la sede romana el emperador tení a el derecho de confirmació n, y só lo podí an sentarse en la misma los clé rigos gratos a Bizancio. Y así, tras la elecció n de cada nuevo papa, el clero y el pueblo de Roma tení an que solicitar, y «solicitar con lá grimas», que el soberano «escuchase propicio el llanto de sus esclavos y mediante su mandamiento hiciera realidad cumplida los deseos de los solicitantes en el asunto de la ordenació n del elegido». Tambié n en otras sedes episcopales importantes de Italia reivindicaba en ocasiones el emperador ese derecho. Y papa y clero tení an que obedecer.

Incluso tratá ndose de asuntos puramente eclesiá sticos, y siendo Gregorio de opinió n totalmente distinta, podí a é ste mostrarse dispuesto a contraer ciertos compromisos o a obedecer sin má s: tal sucedió con la orden de que no se molestase a los cató licos cismá ticos, que mantení an los Tres Capí tulos. Y cuando el emperador quiso deponer al arzobispo Juan de Prima Justiniana, metropolitano de Dacia y delegado apostó lico —que probablemente estaba loco—, es verdad que el papa, como de costumbre, hizo algunas objeciones; pero sin volver a oponerse a la decisió n suprema. Si al prí ncipe le correspondí a mandar lo que quisiera, «nuestro piadosí simo señ or tiene la potestad para hacer lo que sea de su agrado». Si la actuació n imperial era conforme al derecho canó nico, el papa gustaba de refrendarla; pero en caso contrario «nos sometemos a ella, en la medida en que podemos hacerlo sin cometer pecado». 60

Cierto que la autoconciencia de Gregorio se abre paso de cuando en cuando, y en una ocasió n por ejemplo habla de «mi tierra» refirié ndose a Italia. Tambié n alude al hecho de que la Sagrada Escritura llama «a los sacerdotes a veces dioses y a veces á ngeles». Má s aú n, en su carta má s airada recuerda ufano el ejemplo del emperador Constantino, quien segú n parece quemó un escrito de acusació n contra algunos obispos con estas palabras: «Vosotros sois dioses e instituidos por Dios. Id y resolved entre vosotros vuestros asuntos, pues no es decente que nosotros convoquemos ante nuestro tribunal a los dioses».

En lí neas generales Gregorio maniobró con habilidad frente a su señ or, y en caso de conflicto nunca le atacó directamente a é l o al Estado, sino «al mundo pecador». Y, naturalmente, por eso mismo no discute jamá s la autoridad suprema de soberano, por eso só lo apoyá ndose en Bizancio podí a afirmarse frente a los longobardos. Y así navega entre el este y el oeste, siempre atento a su mayor provecho. Mientras da la impresió n de servir lealmente al soberano, y se presenta como sú bdito fiel del emperador de Oriente, puede en ocasiones arreglarse con los


 

enemigos del imperio, puede declarar que los funcionarios del emperador son peores que los longobardos y puede lamentar la «maldad» de los bizantinos, «sus extorsiones y astucia redomada» que «hunden» el paí s, y puede incluso saludar la caí da del emperador como una liberació n. 61

 

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