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Despreciador de la cultura y profeta de la destrucción del mundo




 

La investigació n moderna atribuye a este papa unos estudios regulares y una instrucció n muy só lida, «una formació n cultural y moral en grado eminente» (RAC XII 1983). Faltan, sin embargo, datos precisos sobre la cultura cientí fica de Gregorio. En aquella bendita é poca cristiana no existió de hecho. «La crí tica y el juicio se apagan —escribí a a mediados del siglo xix Ferdinand Gregorovius—. Ya no nos llegan noticias de escuelas de retó rica, de dialé ctica y jurisprudencia en Roma. » En vez de eso descubre que se ha hecho «má s sitio que nunca al entusiasmo mí stico y al culto material». Y en é poca mucho má s reciente tambié n Jeffrey Richards comprueba: «La formació n filosó fica y cientí fica habí a desaparecido hací a ya mucho tiempo». Probablemente Gregorio só lo habí a estudiado derecho romano, habiendo alcanzado tambié n un ú ltimo resto de formació n clá sica. 80

Pero recientemente muchos propenden a presentar a esta lumbrera de la Iglesia con el esplendor con que ya lo hizo Juan el Diá cono, quien a finales del siglo ix escribió por encargo papal una Vita Greogorii Magni en cuatro libros y en un estilo pomposamente panegirista, presentando a Gregorio como maestro de gramá tica, retó rica y dialé ctica y a Roma bajo su é gida como un «templo de la sabidurí a, sustentado en las siete artes». 81

Sus escritos, sin embargo, apenas si está n marcados por la cultura antigua, que é l rechaza expresamente. Sorprendentemente faltan las citas de los clá sicos. Las formas mundanas «engañ an», dice Gregorio, só lo manejan palabras hueras y maquilladas, fachadas magní ficas sin ningú n contenido real; en mayor o menor grado eso ocurre con frecuencia. Comoquiera que sea, por entonces apenas habí a alguien en Roma que supiese griego. Y los bió grafos papales del Lí ber Pontificalis muestran lo mal que se escribí a el latí n. Tambié n el lenguaje personal de Gregorio anuncia la decadencia de la latinidad. Su estilo resulta a menudo fatigoso, monó tono y vulgar y las tautologí as se amontonan. Apenas le preocupan la sintaxis y la gramá tica y hasta alardea —siendo é ste un tó pico monacal— de despreciar las reglas gramaticales, a las que no está atado el Espí ritu Santo. Abiertamente se ufana de ello, pues serí a indigno por completo «someter las palabras del orá culo divino a las reglas de Donato» (ut verba caelestis oraculi restringamm sub regulis Donad).


Para Gregorio la ú nica filosofí a relevante está en la Biblia, «his su-preme authority» (Evans). Y toda la sabidurí a del mundo, «la ciencia, la belleza de la literatura, las artes liberales», son cosas todas que en el fondo só lo sirven para la inteligencia «de la misma Escritura»; es decir, para una vida de arrepentimiento y penitencia constante. Mas todo aquello que no aprovecha directamente a la religió n lo rechaza Gregorio, lo elimina por completo, sin una formació n ni teoló gica ni filosó fica.

No se excluye que el papa, uno de los cuatro «grandes» padres de la Iglesia latina y patró n de las personas cultas, mandase quemar la biblioteca imperial del Palatino (donde continuaron residiendo los emperadores occidentales, sus herederos germá nicos y los gobernantes bizantinos) así como la del Capitolio. En cualquier caso el escolá stico inglé s Juan de Salisbury, obispo de Chartres, afirma que el papa habí a hecho destruir en las bibliotecas romanas manuscritos de autores clá sicos. 82

En el marco de su tiempo Gregorio no fue grande; quizá un pequeñ o gran monje faná tico. Fervorosamente contribuyó a propagar la ascesis y la huida del mundo. Y, a lo que parece, sufrió personalmente como consecuencia de su ayuno riguroso una afecció n cró nica del estó mago hasta el final. Luego se le sumó el mal de gota, del que se lamenta a menudo. Ocasionalmente padeció dificultades respiratorias y desvanecimientos. Segú n Pedro de Rosa fue tambié n «un má rtir de la podagra», que el cronista del lado oscuro del papado —¡ cual si hubiera otro esencial y absolutamente luminoso! — atribuye al vino, que el gran asceta se hací a llevar desde Alejandrí a. Otro historiador moderno de los papas piensa, sin embargo, que «lo que el cuerpo perdí a lo ganaba el espí ritu» (Gontard), en abierto contraste con la opinió n general de mens sana in corpore sano. Pero con el cuerpo devaluado degeneró tambié n el espí ritu a lo largo de todo un milenio cristiano, especialmente en comparació n con el clasicismo de griegos y romanos.

Gregorio expresa a menudo con fuerza el desprecio a esa formació n. Y como romano rechazaba especialmente la cultura griega. En todos los añ os que pasó en Constantinopla como representante oficial del papa nunca estudió griego, como tampoco lo habí a hecho su predecesor, el ex apokrisiar y papa asesino Vigilio. Gregorio no aprendió ni a leer ni a escribir griego, y hay indicios de que consideraba como inferior esa lengua. Se opuso ademá s frontalmente a una sabidurí a mundana, y de manera especial a que los clé rigos se ocupasen en las «artes liberales». Hacia el añ o 600 sermoneó duramente en una carta al obispo galo Desiderio de Vienne, porque enseñ aba gramá tica y literatura clá sicas. Lleno de vergü enza, disgusto y «gran repugnancia», le atribuye una «grave iniquidad», una ocupació n blasfema a todas luces, cual si la misma boca no «pudiera cantar las alabanzas de Jú piter y las alabanzas de Cristo». 83


 

Y ¿ có mo podí a pensar y juzgar de otra manera, có mo podí a estimar la cultura, alguien que estaba obsesionado con el inminente fin del mundo? Incluso Jeffrey Richards, que no deja de elogiar a Gregorio, escribe que é se fue un factor «que dominó todos los aspectos de su pensamiento en cuestiones sociales, polí ticas, teoló gicas y eclesiá sticas». Las catá strofes de inundaciones y pestes, la caí da del imperio y de Roma, la invasió n de los longobardos con sus secuelas de ciudades asoladas, burgos desaparecidos, iglesias destruidas y tierras esquilmadas, a las que se sumó la propia miseria de un enfermo casi permanente que habí a de guardar largos perí odos de cama, todo ello reforzó su creencia en el inminente fin del mundo, que la Biblia y los antiguos padres de la Iglesia habí an a menudo profetizado como inmediato y que el obispo Hipó lito de Roma habí a vaticinado para el añ o 500.

Casi se percibe la fiebre del tiempo final de Jesú s, los apó stoles y todos los primeros cristianos, que en conjunto y separadamente se equivocaron, sin que ello perjudicase al cristianismo. Que el papa Gregorio fuera personalmente de esa opinió n cabe dudarlo má s bien. Pese a lo cual declara una y otra vez que el mundo está viejo y caduco, que corre ya al encuentro de la muerte, que nosotros vemos ya «como todo lo del mundo se hunde» y «que el fin del mundo presente ya está cerca». «Mirad por ello el dí a del justo juez que llega con corazones vigilantes y prevenid su terror con la penitencia. Lavad con lá grimas todas las manchas de los pecados. Aplacad la có lera, que amenaza con un castigo eterno... » Sobre todo en sus sermones, describe «con un lenguaje estre-mecedor» la catá strofe que no se dio (Fischer). 84

Quienquiera que lea los escritos de Gregorio —quien todaví a los lea— sin padecer la ceguera eclesiá stica será del mismo parecer que Johannes Haller: «Ignorantes y supersticiosos, sin espí ritu y sin gusto nos hacen sentir de una manera penosa en qué estado de postració n habí a caí do la cultura de Roma desde el tiempo de las guerras de Justiniano... Incluso su escrito relativamente mejor, la Regula Pastoralis, en el fondo no es má s que una colecció n de lugares comunes». 85

 

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