El Santo Padre recomienda los ataques por la espalda, la toma de rehenes y el pillaje
Entre el exarca de Ravenna y el papa no hubo buenas relaciones. Italia, y muy especialmente el caos territorial de su parte media, era un foco de pequeñ as guerras casi continuas. Por ello querí a el exarca proteger el corredor de tierra entre Ravenna y Roma, y el propio papa pretendí a proteger Roma; mas ya no habí a tropas suficientes para ello. La guarnició n romana, considerablemente mermada por la peste y sin recibir su soldada, estaba al borde de un amotinamiento. Gregorio asumió entonces el mando. Se puso al frente de la ciudad interviniendo de forma determinante en todas las acciones militares, desde el nombramiento de los oficiales hasta las operaciones de los generales o la negociació n de las condiciones de armisticio. Cuidó de que nadie eludiese el servicio de las armas so pretexto del servicio a la Iglesia. Má s aú n, reclutó gente en los monasterios para que custodiasen los muros de la ciudad, aunque evitó poner soldados en los monasterios de monjas. Proyectó incluso instalaciones militares para Campania, Có rcega y Cerdeñ a. Se preocupó de reforzar los puntos dé biles de los enclaves imperiales con tropas de refuerzo y fortificaciones. Nombró un comandante para Ná poles y para Nepe, a cuya població n amenazó (con acentos bí blicos): «Quien se oponga a sus justas ó rdenes será considerado como rebelde contra Nos, y quien le obedezca a Nos obedece». El papa Gregorio procuró tambié n actuar en coordinació n con los tres generales, que protegí an la frontera del ducado: Velox, Vitaliano y al duque Maurisio de Perusa. (É ste se pasó má s tarde al bando del longobardo Airulfo, y así pudo continuar gobernando en su nombre la ciudad de Perusa. En la contraofensiva del exarca volvió de nuevo al servicio del emperador. ¡ Habí a comprendido la esencia de la polí tica! Cierto que, tras la reconquista de Perusa en 593 por el rey longobardo Agilulfo el duque Maurisio ya no pudo poner a prueba su capacidad maniobrera, y perdió la cabeza. ) Tambié n el papa Gregorio, cuya ascensió n al trono pontificio coincidió con el cambio de rey entre los longobardos, se manejó con é stos segú n el estado de cosas. Lo que ciertamente no era fá cil, por el mero hecho de que hubo de actuar con tres grupos religiosos. Ante todo el má ximo problema de la «herejí a» de los arrí anos, que era la fe del rey; despué s, los restos de paganismo, centrados a lo que parece principalmente en el ducado de Benevento, donde ya no habí a dió cesis cató licas; y, finalmente, los cismá ticos, pues los longobardos cató licos apoyaban al bando de los Tres Capí tulos, como casi todos los obispos de Lombardí a, con los que por lo mismo Gregorio estuvo siempre en pie de guerra. 62
Frente a los longobardos, que vagan por los escritos de Gregorio como saqueadores, incendiarios y asesinos, desarrolló una doble estrategia rica en variaciones. Mediante la guerra y la misió n intentó someter a los enemigos del paí s en cuyos territorios la Iglesia habí a perdido todos sus ingresos, actuando unas veces contra ellos y otras de comú n acuerdo. Cuando en 591 aguardaba un ataque de Ariulfo de Spoleto, un pagano, sobre Roma o Ravenna, el papa Gregorio no predicó el amor cristiano a los enemigos. Má s bien anunció al magister militum (comandante en jefe) Velox un refuerzo desde Roma y animó a los tres generales a que atacasen por la espalda al duque. He aquí lo que escribí a a Velox a fines de septiembre de 591: «Cuando tengá is noticias de hacia dó nde avanza Ariulfo, si contra aquí o contra Ravenna, como hombres valientes tené is que caer sobre su espalda... ». Detuvo en efecto los ataques de Ariulfo; pero al añ o siguiente se repitió la situació n, y entonces (julio de 592) ordenó de nuevo Gregorio un ataque por la retaguardia, precisamente el 29, dí a del má rtir Pedro. El papa «grande», el santo y doctor de la Iglesia, aconsejó ademá s incursiones de saqueo sobre el territorio del duque así como la toma de rehenes. Los militares debí an mirar por su honor; pero sin omitir nada —y en ello insistió repetidas veces— «que consideré is ventajoso para el imperio», «que representa una ventaja para el Estado». Notificaba ademá s la ú ltima posició n del ejé rcito longobardo y ordenaba expresamente saquear las posiciones enemigas. 63 Gregorio tambié n promovió sin duda acuerdos con los longobardos y en ocasiones se asoció efectivamente con ellos, cuando llegaron a ser militarmente má s fuertes y se convirtieron en los verdaderos señ ores del paí s, reportando ú nicamente bienes con los esclavos muertos y huidos. Tras el armisticio concluyó tambié n por su propia cuenta un tratado de paz, en su provecho ciertamente, aunque a costa de Ravenna y del imperio. Pero un doble asedio de Roma en dos añ os bastó para hacerle ver la conveniencia de una pausa de respiro con vistas a la mejora de las estructuras del mando militar y del armamento, pues si le dolí an las 500 libras en oro, pagadas por la retirada del ejé rcito enemigo, má s debieron de dolerle las fuertes mermas del negocio por los añ os de guerra. Así pudo decirle al rey longobardo una vez establecida la paz: «De no
haberla firmado, lo que no quiso Dios, no habrí a habido má s que un derramamiento de sangre de los pobres campesinos, cuyo trabajo redunda en beneficio de nosotros dos, para vergü enza y ruina de ambas partes». Queda sin aclarar si le preocupaba má s la sangre de los campesinos o el provecho que redundaba de su trabajo. En todo caso negoció en ocasiones tanto con el duque Ariulfo como con el rey Agilulfo, a la vez que contactaba con los funcionarios imperiales y con el propio emperador, quien por lo demá s reaccionó de forma muy desabrida, condenó ené rgicamente la conducta de Gregorio y le tildó de ingenuo. Má s aú n, en Ravenna, donde residí a el exarca Romanos, se desató una dura campañ a de carteles contra el papa, hasta tal extremo que é ste condenó a sus autores. Só lo cuando en 596-597 murió repentinamente Romanos, sucedí endole Galicino, amigo de Gregorio, pudo tras consultar al papa reanudar y concluir las negociaciones de paz con Agilulfo. Tanto el rey como el exarca firmaron a los dos añ os, pero al papa, que albergaba muchas sospechas y que examinaba una vez má s su delicada situació n, se negó a suscribir personalmente el documento, aunque permitió que otros lo hicieran en su nombre. 64
Gregorio incluso tuvo é xito con la reina cató lica (cismá tica) Theudelinde, viuda del rey Authari y una de las no escasas damas sensibles a la influencia de la Iglesia, desposadas con prí ncipes paganos. El hombre de confianza del papa cerca de aquella princesa bá vara, con la que pronto Gregorio estableció una correspondencia intensa, fue el diá cono ortodoxo Constancio de Milá n, ademá s del monje Secundo, el influyente consejero de la reina. En la primavera de 593, y probablemente no sin ayuda romana, fue nombrado obispo de Milá n. Gregorio, sabedor de que Theudelinde «estaba pronta y dispuesta a toda obra buena» (Paulo el Diá cono), inició ese mismo añ o la correspondencia con ella. Su primera carta ella ni siquiera la recibió, pues Constancio, incauto todaví a, se la devolvió al papa, quien la retocó. Tambié n le envió en unas ampollas aceite sacado de las lá mparas de las tumbas de los má rtires romanos, una astilla de la cruz de Cristo, sangre del Salvador en gran cantidad, así como cuatro de sus obras rebosantes de milagros, con regalos tambié n al final para los hijos del rey. En 603 Theudelinde hizo bautizar a su hijo Adaload, como ya antes habí a hecho bautizar en el rito cató lico a su hija Gundiperga. Padrino del heredero del trono fue Secundo, «el siervo de Cristo» (Pablo el Diá cono). 65 Sin Theudelinde dirigida por el papa no se habrí a llevado a cabo el bautismo del prí ncipe heredero, como tampoco muchas obras de piedad malvada. «Por medio de dicha reina la Iglesia del Señ or obtuvo muchos favores», escribe Paulo el Diá cono. Y, finalmente, tambié n el rey Agilulfo —que hacia 595 hizo ejecutar a los duques levantiscos de Verona. Bé rgamo y Paví a— se aproximó al catolicismo o al menos toleró los esfuerzos misioneros de su esposa y de sus consejeros, lo cual preparó la conversió n progresiva de los longobardos. Las posesiones de la Iglesia, expropiadas al tiempo de la conquista del paí s, le fueron devueltas y hasta incrementadas por donaciones regias; tal sucedió por ejemplo con la aldea de Bobbio má s cuatro millas en los alrededores, que transfirió a san Columbano, y edificó un monasterio, un futuro centro de lucha contra el arrianismo y el paganismo. " El «dios» romano se mostró en toda su mezquindad mojigata a propó sito de una rebelió n en Bizancio.
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