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El alboroto de los monjes y el cambio de bando de Teófilo




A finales del siglo iv habí a ya decenas de miles de monjes en Oriente y
particularmente en Egipto, tierra de ascetas por antonomasia. Su avance
triunfal arrancaba de sus innumerables monasterios y eremiterios a tra-
vé s del Sinaí, Palestina, Siria, Asia Menor y las provincias occidentales
del imperio. En Oriente, desde luego, ejercí an ya una considerable in-
fluencia en la sociedad, tanto sobre el pueblo como sobre los estratos do-
minantes. Habí a colonias de eremitas que atraí an a personas venidas desde
muy lejos para «edificarse» en ellas. Los aspectos excé ntricos, las mortifi-
caciones, las vigilias de los «atletas de Cristo», causaban asombro y se
les veneraba de modo rayano en la superstició n, casi como a seres supra-
terrenales. 9

Por una parte esta gente se ornaba con los mé ritos de una caridad de
la que daban fe su hospitalidad, la concesió n de albergue apropiado a los
forasteros en sus asilos y el cuidado prestado a pobres y enfermos así como
la asistencia a prisioneros y esclavos. Añ á dase cierta actividad «cultural»
má s o menos asidua: la confecció n de libros, por ejemplo, y la creació n
de bibliotecas, sin que, como ya mostró Hamack, estuviesen especial-
mente pertrechados en el plano teoló gico. Por otra parte, ya el emperador
Valente hubo de intervenir legalmente el añ o 370 contra los «amantes de
la holgazanerí a» en las comunidades monacales (monazontes) ordenando


que «se les sacase de sus escondrijos por disposició n oficial y se les orde-
nase regresar a su ciudad originaria para reasumir allí sus tareas». Pues
los monjes, esos «cristianos perfectos» tení an una profesió n «cuyo de-
sempeñ o era, como ningú n otro, compatible con cualquier grado de es-
tolidez, holgazanerí a e ignorancia» (E. Stein). Y pese a la prohibició n
del emperador Teodosio I, pronto se les vio vagabundeando por doquier,
agolpá ndose especialmente en las ciudades, de modo que en algunos dis-
tritos como el de Ennató n, en Alejandrí a, llegaron a existir unos seiscien-
tos monasterios de monjes y monjas «poblados como colmenas» (Severo
de Aschmunein). Tanto el «ortodoxo» Crisó stomo, como el «heré tico»
Nestorio criticaban aquel vagabundeo por las ciudades y el ú ltimo llegó a
excomulgarlos por ello. Pero si bien un obispo podí a contar firmemente
con el apoyo de aqué llos, su violencia, llegado el caso, no conocí a lí mi-
tes. Pues a lo largo de todas las é pocas, hasta el mismo siglo xx -el ejem-
plo má s craso es el Estado ustascha croata en el que desempeñ aron la
funció n de dirigentes de auté nticas bandas asesinas y de comandantes
de campos de concentració n-, los poderosos del clero y del Estado ins-
trumentalizaron abusivamente a los monjes, echá ndose de ver que ellos
aceptaban gustosos aquella manipulació n. Desempeñ aron un papel des-
collante en la aniquilació n del paganismo, en el saqueo y arrasamiento de
sus templos, pero con cierta frecuencia, tambié n en las luchas intestinas
de la Iglesia. Su existencia «marcada por el espí ritu» se tomaba «vida de
desenfreno» (Camelot, O. P). Se desplazan hacia las ciudades, originan
tumultos, se entrometen en disputas teoló gicas, en asuntos internos de la
Iglesia, se insolentan contra los abades, como en la Gran Laura, contra
Sabas o contra Georgios. Con tanta má s frecuencia atacan a los obispos.
En Constantinopla, por ejemplo, a los dignatarios eclesiá sticos Pablo, Gre-
gorio de Nacianzo y a Juan Crisó stomo, cuyo deseo le hace hablar así a
menudo: «Bastarí a que no hubiese monasterios y en las ciudades impera-
rí a tal armoní a legal (eunomia) que nadie tendrí a ya que huir nunca a los
monasterios». Pero tambié n vemos a bandas de monjes luchar, dirigidos
por el siniestro abad Shenute, santo de la iglesia copla, por el santo Doc-
tor de la Iglesia Cirilo, o por su tí o Teó filo. «No en vano se dirigí an los
papas y patriarcas, una y otra vez, a los cí rculos monacales. Bien sabí an
ellos cuan fá cil les resultarí a ejercer una eficaz presió n sobre las decisio-
nes del gobierno valié ndose de la multitud. » En su mayorí a eran de un
«primitivismo chocante», que só lo hallaba «sosiego» usando el argumen-
to de la «violencia fí sica». Pues tení an tantas menos contemplaciones en
su lucha cuanto que, siendo «pneumá ticos», se creí an «especialmente ins-
pirados por el Espí ritu Santo» (Bacht, S. J. ). 10

En Oriente se produjo -algo significativo y fatal al mismo tiempo- un
cambio de bando por parte del obispo alejandrino, quien necesitaba de
aquellos camorristas religiosos para lograr sus objetivos. Entre los mon-


jes de Nitria, una depresió n del desierto libio donde, segú n Paladio,
viví an 5. 000 de ellos, menudeaban los origenistas. Los del desierto de
Escitia eran, muy probablemente, antropomorfistas en su mayorí a. Ten-
dí an gustosos a entender de forma literal el antropomorfismo bí blico. Teó -
filo, afecto a la fracció n origenista por su relació n de estrecha confianza
con el presbí tero Isidoro, origenista acé rrimo, se alió en un principio con
los monjes de Nitria. Promocionó a sus dirigentes, los cuatro «hermanos
largos», exceptuando al mayor, Ammó n, un asceta faná tico que, segú n se
decí a, se quemaba alternativamente ya é ste, ya aquel miembro, con un hie-
rro candente, y que rehuí a hoscamente todo contacto con el patriarca. A
Dió scoro, sin embargo, que tambié n se le resistí a, lo hizo obispo de Her-
mopolis Parva. A Eutimio y a Eusebio los convirtió en sacerdotes y ad-
ministradores del patrimonio eclesiá stico de Alejandrí a hasta que la crasa
codicia del patriarca los empujó nuevamente al desierto.

Todaví a en su encí clica para la Pascua del añ o 399, Teó filo atacó furi-
bundo a los antropomorfistas, que se imaginaban a Dios en figura fí sica-
mente humana. A raí z de ello, é stos acudieron engrandes tropeles hacia
Alejandrí a desde los monasterios de Pacomio, en el Alto Egipto, sem-
brando el pá nico por toda la ciudad y amenazando matar al patriarca si
no se retractaba. Teó filo, apasionado lector de Orí genes, pero compara-
do, por otra parte, al faraó n a causa de su afá n de dominio y de su amor a
la ostentació n, y tildado ademá s de «adorador del dinero», de «dictador de
Egipto», cambió ahora de trinchera, precisamente cuando la opinió n ge-
neral se iba volviendo contra Orí genes. Declaró que tambié n é l lo aborre-
cí a y que habí a decretado su damnatio tiempo ha. Se convirtió en un
inflamado defensor de los antropomorfistas y halagó a los iracundos ma-
nifestantes monacales: «Vié ndoos a vosotros, me parece contemplar el
rostro de Dios». Comenzó a «limpiar» Egipto de origenistas y, yendo má s
allá, puso en marcha una campañ a de propaganda antiorigenista de gran
estilo, una «auté ntica cruzada» (Grü tzmacher). Paladí n del origenismo
hasta el mismo añ o 399, ahora, un añ o má s tarde, anatematizó en un sí -
nodo de Alejandrí a sus controvertidas doctrinas y tambié n a sus adeptos,
en especial a los «hermanos largos», exceptuando a Dió scoro. Tambié n
las cartas pascuales de los añ os siguientes le sirvieron de pretexto para
una feroz polé mica en la que prevení a contra las «blasfemias», la «locu-
ra», el «criminal error de Orí genes, esta hidra de las herejí as», que equi-
paraba Satá n al mismo hijo de Dios. Orí genes, afirmaba Teó filo, era un
idó latra, habí a «escarnecido a Cristo y enaltecido al demonio», habí a es-
crito «innumerables libros de vacua locuacidad, llenos de vanas palabras
y de cuestiones farragosas [... ], mezclando su propio hedor al aroma de
las divinas enseñ anzas». Y a este respecto serví a un ragout tan repugnan-
te de textos de Orí genes, mezclados muy a propó sito, que tení a que re-
volver los estó magos de los «ortodoxos».


En carta circular a los obispos afirmaba que los «falsos monjes», ca-
paces en su insania de «perpetrar lo peor», atentaban contra su vida.
«Han sobornado con dinero a gente de baja estofa para provocar un bañ o
de sangre. Só lo la gracia de Dios ha impedido hasta ahora mayores des-
gracias. Nos, lo hemos soportado todo con humilde paciencia [... ]». En
realidad fue é l mismo quien acudió presuroso al desierto de Nitria acom-
pañ ado de soldados para perseguir a los origenistas, incluidos los cuatro
«hermanos largos». A uno de sus portavoces, el anciano Ammó n, lo ame-
nazó con estrangularlo con su manto y lo golpeó hasta que sangró por la
nariz. Tambié n excluyó de la Iglesia al presbí tero Isidoro, un origenista
casi octogenario, a quien pocos añ os antes querí a elevar al patriarcado de
la capital. Eso despué s de intentar sobornarlo y forzarlo a una declara-
ció n falsa (debí a testimoniar, faltando a la verdad, que una difunta habí a
dejado sus bienes a la hermana del patriarca). Ademá s lo calumnió gra-
vemente acusá ndolo de prá cticas «sodomí ticas» con un grumete (¡ eso
18 añ os antes! ). Finalmente, é l mismo asaltó en medio de la noche y al
frente de una tropa de choque semibeoda -entre ellos sus esclavos negros
etí opes- un monasterio al que saqueó y prendió fuego. El incendio arrasó
todo el edificio con su biblioteca y causó la muerte de un joven, quemá n-
dose, incluso, «los santí simos misterios» (El benedictino Baur). La de-
manda judicial de los maltratados monjes abarcaba setenta puntos. El
papa Anastasio I (399-401), calificó, sin embargo, a Teó filo de «hombre
santo y honorable» (vir sanctus et honorabilis), y en carta dirigida al pa-
triarca Juan de Jerusalé n reconocí a su desconocimiento teoló gico confe-
sando que hasta hací a poco ¡ ni siquiera sabí a quié n era Orí genes ni qué
obras habí a escrito\n

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