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El Doctor de la Iglesia Jerónimo y sus socios




El Doctor de la Iglesia Jeró nimo y sus socios

hacen de «oficiales de verdugo» al servicio de Teó filo

y contra el Doctor de la Iglesia Juan

Unos cientos de monjes huyeron el añ o 401 de Egipto; algunos hacia
Constantinopla, otros, la mayorí a, a Palestina. En esta, por cierto, el Doc-
tor de la Iglesia Jeró nimo estaba librando tambié n su batalla contra los
origenistas. El gran santo y patró n de los estudiosos, inmortalizado por
Altdorfer, Durero y Leonardo, habí a contribuido mucho hasta entonces
parí defender la obra de Orí genes en el Occidente latino. Tradujo entu-
siasmado varios de sus libros, lo plagió descaradamente, como hicieron
otros muchos, y lo ensalzó como «el mayor de los maestros de la Iglesia
desde el tiempo de los apó stoles», como «genio inmortal», indigná ndose
de que Roma lo atacase una vez «no por lo novedoso de sus tesis, no por


herejí a, como pretextaban ahora los perros rabiosos que lo acosan, sino
porque no podí an soportar la fama de su elocuencia y de su saber». A fin
de cuentas, tambié n los doctores de la Iglesia Basilio, Gregorio de Na-
cianzo, Atanasio y Ambrosio se comprometieron otrora en favor de Orí -
genes. Ahora, sin embargo, cuando el viento soplaba en favor de sus
enemigos y era impugnado por el papa Anastasio, por los obispos Sim-
pliciano de Milá n y Cromado de Aquilea, y, asimismo, por los sí nodos
de Jerusalé n, Alejandrí a y Chipre, Jeró nimo, siguiendo en ello a otras pro-
minentes cabezas de la Iglesia, cambió bruscamente de bando. Con todo
impudor, renegó de su antiguo maestro, y de la noche a la mañ ana, por
así decir, se convirtió camaleó nicamente en un antiorigenista rabioso.

En un escrito a propó sito, increpa venenosamente al obispo Juan de Je-
rusalé n, que no querí a renegar de Orí genes y que, prescindiendo de ello,
estaba ya en el bando opuesto en la «guerra de los monjes». «Tú -le
apostrofa Jeró nimo-, el santo padre, el ilustre obispo, orador aclamado
que apenas te dignas dirigir una mirada a tus consiervos, aunque tambié n
ellos, al igual que tú, hayan sido redimidos por la sangre del Señ or [... ].
Tú desprecias a los seglares, a los diá conos y a los sacerdotes y te vana-
glorias de poder hacer mil clé rigos en una hora [... ].

»Tus aduladores afirman que eres má s elocuente que Dé mostenos, má s
sagaz que Crisipo, má s sabio que Plató n y tú mismo pareces creerlo así ».
Tal es la manera ultrajante, zahiriente y ofensiva que el santo Doctor de
la Iglesia tiene de luchar contra el obispo de Jerusalé n, a quien acusa
de haberle echado en contra suya el poder del Estado. «Un monje, ¡ ay!,
amenaza a otro monje con el exilio y tramita un decreto de confinamien-
to: un monje que se glorí a de sentarse en la sede que ocupó un apó stol. »12
Salta a la vista como en este caso, como en la mayorí a de los casos, la po-
lí tica, la polí tica eclesiá stica y la teologí a, está n inseparablemente entre-
tejidas. Y si en un momento dado el patriarca Teó filo intentó todaví a
mediar entre las partes litigantes, ahora cambió rá pidamente de bando.
Todaví a a finales del añ o 396 habí a intentado apaciguar a los adversarios,
pero Jeró nimo le endosó una ré plica cuyo tenor se repetirí a a lo largo
de toda la historia de la Iglesia: «Tambié n nosotros deseamos la paz, y no
só lo la deseamos, sino que la fomentamos, pero la paz de Cristo, la paz
verdadera».

Esta paz, la «paz de Cristo», la «verdadera», la «auté ntica paz» es la
que buscan esos discí pulos del Señ or siglo tras siglo: contra los cismá ti-
cos, los «herejes», los infieles, contra los enemigos exteriores e interio-
res, contra todo el que no piense como ellos. Siempre y por doquier, tam-
bié n en el mismo siglo xx, se oye ese latiguillo de la «paz auté ntica» y
es tan frecuente y tí pica en demasí a, tan embobadora de las generaciones,
tan ampulosamente hipó crita, que cabe hacer una pequeñ a digresió n al
respecto. Esa frase causa estragos en la primera y segunda guerras mun-


diales, en la guerra frí a subsiguiente, en la fase de rearme alemá n, alenta-
do por la Iglesia: valga el ejemplo del cardenal Frings, miembro de la
Unió n Cristianodemó crata (CDU), quien ante la Dieta Cató lica de Bochum,
ü ldaba la objeció n de conciencia de «sentimentalismo reprobable», de
«presunció n humanista», afirmando que «por consiguiente, segú n la con-
cepció n del papa, conducir una guerra contra la injusticia no só lo es un
derecho, sino incluso un deber (! ) de todos los Estados. La paz auté ntica
só lo (! ) puede asentarse sobre un orden divino. Cuando y donde quiera
que é ste sea atacado, las naciones deben restablecer el orden vulnerado
aunque sea por la fuerza de las armas». 13

Ergo: la paz auté ntica reina ú nicamente allí donde sus intereses, don-
de todos los intereses del papado -¡ intereses, por cierto, ubicuos! - son
preservados. ¿ No es ese el caso?, ¡ pues guerra!, sea como sea y sin dife-
rirla hasta lo ú ltimo. «¡ Por la fuerza de las armas! » Esto, só lo esto es lo
que esa ralea, es decir Jeró nimo, Agustí n e quanti viri hasta nuestros dí as,
entienden bajo la expresió n «Paz de Cristo», «paz verdadera», «orden di-
vino», a saber, su ventaja, su poder, su gloria y, fuera de ello, ¡ nada má s!

Así pues, tambié n Teó filo habí a cambiado entretanto de partido y
Jeró nimo, que seguí a escupiendo todo su veneno contra los «herejes», in-
citaba ademá s al patriarca a cortar «los brotes malignos con afilada hoz».
El santo observaba la santa persecució n y los é xitos del alejandrino y los
notificaba triunfalmente complacido por los estragos. Le felicitó por sus
ataques contra los «herejes», contra «las ví boras ahuyentadas» hasta los
má s ocultos escondrijos de Palestina. Egipto, Siria y la casi totalidad de
Italia se verí an libres del peligro de este error y todo el mundo exultaba
ante sus triunfos. 14

Como quiera que el celo persecutor de Teó filo acudí a a todas partes,
escribiendo cartas a los supremos pastores de Palestina y de Chipre, obis-
po por obispo, y a Atanasio de Roma, enviando emisarios contra los así
acosados, que no podí an ya gozar ni siquiera de la protecció n de Juan de
Jerusalé n, é stos prosiguieron su huida hacia Constantinopla y Juan Cri-
só stomo los acogió e intercedió por ellos hasta el punto que el gobierno
citó a Teó filo a responder ante un concilio en la capital. Juan debí a emitir
su juicio en é l.

Teó filo, sin embargo, se las ingenió para darle la vuelta al asunto.

Por muy bien que dominase a las masas, Juan no era en absoluto per-
sona indicada como obispo de la corte. No só lo tení a en contra suya a sus
rivales alejandrinos, sino tambié n a otros muchos prelados cató licos.
Destacaban entre ellos Severiano de Gebala, en Siria, predicador que go-
zaba de gran estima en los cí rculos cortesanos de Constantinopla, posee-
dor de extraordinarios conocimientos bí blicos, paladí n, tanto del credo
niceno como de la lucha contra los «herejes» y judí os y tambié n el obispo
Acacio de Berea (Alepo), a quien el poeta sirio Baleos cantó en cinco di-


tirambos. Añ adamos al obispo Antioco de Tolomeos (Acó de Fenicia) y a
Macario Magnes, a quien probablemente se puede identificar con el obispo
de Magnesia (en Caria o Lidia). 15

Pero era especialmente en la misma capital, rica y finamente civiliza-
da, donde Juan se hizo persona non grata. Resultaba insufrible para los
millonarios contra los que tronaba con sus pré dicas «comunistas», repro-
chá ndoles que sentí an má s aprecio por sus retretes dorados que por los
mendigos apostados ante sus villas. Ademá s de ello declinaba, precisa-
mente, las invitaciones de los proceres (aristoi). Su ascetismo intransi-
gente, causa de sus persistentes dolencias estomacales, desagradaba a las
damas de la corte, amantes de la vida placentera, y tambié n a otras, a
quienes, en privado o en pú blico, reprochaba sus intentos de rejuvenecer-
se. «¿ Por qué llevá is polvos y afeites en el rostro como las prostitutas?
[... ]» Desagradaba especialmente a la emperatriz Eudoxia, valedora del
clero, de la Iglesia y, en un principio, tambié n del propio Crisó stomo, a
quien acabó odiando. É l la habí a apostrofado de «Jezabel», tras la confis-
cació n de una finca. Motivo suficiente para que Teó filo incoase querella
criminal contra su adversario: laesa maiestas. Juan excluyó sin má s a va-
rios eclesiá sticos: a un diá cono, por adulterio, a otro, por asesinato. Su
rigor afectó incluso a algunos obispos a quienes depuso por haber obteni-
do su consagració n de manos del metropolitano de Efeso, Antonino -que
se sustrajo a toda responsabilidad suicidá ndose-, mediante el pago de ta-
sas proporcionadas a los ingresos anuales. La simoní a y la codicia flore-
cí an ya entre el clero.

Juan no gozaba de simpatí as ni siquiera entre muchos de sus propios
sacerdotes, entregados a una vida de placeres. Especial aversió n suscita-
ba entre quienes veneraban el «sineisactismo» (de syneisago = convivir),
la vinculació n con una mujer consagrada a Dios, la giné syneisaktos (la
mulier introducta,
en latí n). Esa convivencia que admití a incluso el uso,
totalmente casto, de una cama en comú n podí a ser, como tantas cosas
má s, bí blicamente documentada-por sus practicantes. Su uso se extendió
a miles de casos y perduró algunos siglos tanto en Oriente como en Occi-
dente. Crisó stomo, sin embargo, malentendió esta obstinada mortifica-
ció n y la impugnó en un doble y recio tratado afirmando que «serí a ya
mejor que no hubiese má s ví rgenes (consagradas a Dios)». 16

Por ú ltimo, se opusieron vehementemente al patriarca algunos grupos
de monjes. En tomo al abad Isaac, un sirio fundador de un convento en
Constantinopla, se formó, apenas el antioqueno ocupó la sede, un partido
monacal que lo rechazó y lo calumnió acerbamente durante añ os. El pro-
pio abad Isaac se convirtió en un apasionado partidario de Teó filo y en
afortunado acusador durante el proceso contra Juan. '7


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