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Hagia Sophia arrasada a fuego: El final de Juan y de los johannitas




Mientras Juan era llevado, aquella noche de junio del añ o 404, a un
barco, le prepararon ademá s unos fuegos de artificio especiales: desde el
mar pudo ver como se consumí a en llamas Hagia Sophia, el templo de la
sabidurí a divina, y con é l el suntuoso palacio senatorial. (El origen del
incendio, que se inició en el trono obispal de la catedral y la convirtió en
un montó n de escombros y cenizas, sigue sin esclarecerse hasta hoy. Las
facciones se acusaban mutuamente. ) Por cierto que Hagia Sophia, en cu-
yos anexos habitaba el patriarca, fue destruida nuevamente por la rebe-
lió n Nika del añ o 523, pero tras cada reconstrucció n se convertí a má s y
má s «en el centro mí stico del Imperio y de la Iglesia», en «morada predi-
lecta de Dios», repleta de maravillas artí sticas y de reliquias, pero dotada
asimismo de «cuantiosos bienes y posesiones para el mantenimiento del
santuario y de su clero» (Beck). 22

El mismo añ o del destierro de Juan, el patriarca Teó filo redactó una
nueva homilí a pascual contra Orí genes, «quien con argumentos insinuan-
tes habí a seducido los oí dos de los candidos y los cré dulos», exigiendo
en este tono: «Quienes deseen, pues, celebrar la fiesta del Señ or, deben
despreciar las quimeras origenistas», y concluyendo impú dicamente con
la consabida hipocresí a: «Reguemos por nuestros enemigos, seamos bue-


nos con quienes nos persiguen». Es má s, dos añ os má s tarde, cuando el
desterrado Juan se arrastraba hacia su muerte, el alejandrino lanzó toda-
ví a un libelo contra é l en el que su ya desahuciado rival aparecí a como
poseí do por los malos espí ritus, como un apestado, como ateo. Judas y
Satá n, como un tirano demente que entregó su alma al demonio, como
enemigo del gé nero humano, cuyos crí menes superaban incluso a los de
los forajidos de los caminos. De «monstruoso» calificaron los cristianos
de entonces al panfleto y tambié n de deleznable a causa de sus reiteradas
execraciones. 23

San Jeró nimo, sin embargo, halló magní ficos aquellos rabiosos im-
properios contra san Juan -no en vano se vanagloriaba (en una epí stola á
Teó filo) «de haberse nutrido de leche cató lica desde su misma cuna»- y
no só lo eso sino que tradujo aquellas sucias difamaciones. Pues el «papa
Teó filo» -halagadora confesió n- habí a mostrado con plena libertad que
Orí genes era un hereje. É l mismo se ocupó en Roma de la difusió n de
aquellos odiosos exabruptos alejandrinos y en carta adjunta a Teó filo ala-
baba a é ste y a sí mismo: «Tu escrito, como podemos constatar orgullo-
sos, aprovechará a todas las Iglesias [... ]. Recibe, pues, tu libro que es
tambié n el mí o o, má s exactamente, el nuestro». 24

La mejor prueba, sin embargo, de que la teologí a no era sino tapadera
de la polí tica de la Iglesia y Orí genes un puro pretexto en la lucha contra
Juan Crisó stomo, lo muestra la propia conducta de Teó filo. Apenas ha-
bí a deshancado a su antagonista, olvidó su antipatí a hacia Orí genes, con-
tra quien, durante añ os, lanzó venenosas acusaciones de herejí a. «Con
frecuencia se le veí a enfrascado en la lectura de Orí genes y cuando algu-
no mostraba su asombro, solí a responder: " Las obras de Orí genes son
como un prado en el que hay bellas flores y algo de cizañ a. Es cuestió n
de saber escoger". »25

Al exilio de Juan le siguió la damnatio memoriae, el tachado de su
nombre de los dí pticos, de los libros eclesiá sticos oficiales de Alejandrí a,
Antioquí a y Constantinopla (con ello se imitaba presumiblemente un uso
oficial del Estado). Tres añ os adicionales de destierro, su deportació n de
acá para allá hasta el ú ltimo rincó n del imperio, una dolencia estomacal
cró nica, accesos de fiebre frecuentes, ataques de salteadores, todo ello
-aunque tambié n recibiese apoyos, ayuda, visitas y bastante dinero- aca-
bó con su vida el catorce de septiembre de 407, en Komana (Tokat), don-
de otrora resaltaba magní ficamente un famoso templo de la diosa Anai-
tis, con millones de sacerdotes y hierodulas. En su escrito, redactado en
el exilio, a Olimpia, santa de las iglesias griega y latina, Crisó stomo re-
conocí a que no habí a nada a quien temiese tanto como a los obispos, ex-
ceptuando unos cuantos. 26

Acá y allá y no só lo en la capital, dio comienzo una á spera persecu-
ció n dejohannitas. Fueron incontables los encarcelamientos, las torturas,


los destierros, las multas de hasta 200 libras de oro. En el otoñ o del
añ o 403, tras la deposició n de Juan, se contaron por cientos los monjes
que sucumbieron a manos de los fieles. Muchos huyeron a Italia, «trage-
dia de tonos tanto má s siniestros cuanto que fueron puestos en escena por
obispos cató licos» (el benedictino Haacke). 27

En su apremio, el patriarca perseguido (el obispo de Cesá rea de Capa-
docia azuzó contra é l a toda un horda de monjes) habí a apelado, sin reco-
nocer primado alguno de Roma, en sendas cartas de igual tenor al obispo
de aqué lla y a los de Milá n y Aquilea. Pero tres dí as antes habí a compa-
recido ya ante el papa un mensajero que Teó filo habí a despachado con
urgencia. Posteriormente llegó un segundo mensaje del alejandrino, un am-
plio escrito de autojustificació n y que contení a frases alusivas a Crisó sto-
mo como estas: «Ha asesinado a los servidores de los santos», «es un ateo,
apestado, sarnoso (contaminatus), un demente, un tirano rabioso que en
su demencia se glorí a de haber vendido su alma al demomo con tal de
adulterar (adulterandum)».

Inocencio I manifestó en sendas cartas del mismo tenor que desea-
ba mantener buenas relaciones con ambos partidos. Ante el emperador
Honorio sugirió un concilio ecumé nico, pero una delegació n de cinco
miembros del soberano y del papa (entre ellos los obispos Emilio de
Benevento, cabeza de la misma. Veneno de Milá n y Cromacio de Aqui-
lea) fue sometida a vejaciones en Atenas en el mismo viaje de ida, y
tambié n en Constantinopla. Y no só lo no obtuvieron audiencia ante el
emperador Arcadio, sino que fue encarcelada e internada en algunas
fortificaciones costeras. Y tras un intento de soborno que debí a inducir-
los a abandonar a su suerte a Juan Crisó stomo y a romper toda relació n
con su sucesor Á tico, fue expulsada. De vuelta en casa despué s de cua-
tro meses informó sobre las «fechorí as babiló nicas». Y en cuanto al
propio exiliado, que clamaba su desdicha y habí a pedido al papa que lo
auxiliase «lo antes posible», a la vez que conjuraba «la horrible tor-
menta desencadenada en la Iglesia», «ese caos», Inocencio I se limitó a
enviarle una carta de consuelo en la que le exhortaba a la paciencia y la
resignació n ante los designios de la divina voluntad y le ensalzaba las
ventajas de una buena conciencia. La actitud del papa era tal que hubo
de ser falseada, considerá ndosele despué s como autor de un escrito de
gran entereza al emperador (con supuesta respuesta de é ste en la que le
pedí a disculpas). 28

Treinta añ os má s tarde, a finales de enero del añ o 438, Teodosio n man-
dó trasladar los restos de Crisó stomo a la iglesia de los apó stoles de Cons-
tantinopla, desde donde fueron a parar a San Pedro de Roma en 1204.
Ello sucedió tras la sangrienta conquista de la ciudad por los cristianos
latinos. Y allí reposan aú n, bajo una gran estatua erigida en su memoria. 29

La vida de un obispo corrí a entonces muchos má s riesgos por cuenta


de los propios cristianos -el destino de Juan no es el ú nico ejemplo que
lo ilustra- que los que habí a corrido jamá s por cuenta de los paganos.
Nada menos que cuatro obispos de una ciudad frigia fueron sucesiva-
mente asesinados por sus propios fieles.

Y cuando, tras degradarlo y expropiarlo, el emperador Teodosio nom-
bró a la fuerza al poeta y prefecto de Constantinopla, Flavio Ciro -un
hombre tan popular que la muchedumbre del hipó dromo lo vitoreaba
má s aú n que al propio emperador-, obispo de aquel contumaz municipio
frigio (pese a que abrigaba la sospecha de que era pagano), no tení a, pre-
sumiblemente, otra razó n que la de pensar en la suerte corrida por sus
cuatro inmediatos antecesores. Ciro, sin embargo, se ganó en un voleo el
corazó n de su violenta grey, gracias a la extrema brevedad de sus sermo-
nes -su sermó n inaugural consistió en una ú nica frase- y el añ o 451,
cuando el clima de la corte se hizo má s bonancible, dejó de lado su digni-
dad espiritual. 30

El Doctor de la Iglesia Juan Crisó stomo resultó aniquilado y el pa-
triarca de Alejandrí a Teó filo, vencedor. Su sucesor y sobrino, el Doctor
de la Iglesia Cirilo, se opuso abiertamente a toda pretensió n de rehabili-
tar al santo Crisó stomo y «todaví a por mucho tiempo» (Biblioteca patrí s-
tica) siguió convencido de su culpa. Lo comparó con Judas y se negó a
que apareciese en los dí pticos alejandrinos, en las listas de nombres de
santos difuntos que se leí an en'el momento de la Eucaristí a. Hubo que es-
perar hasta el añ o 428 para que atendiese, aunque fuese a regañ adientes,
a los ruegos del nuevo primado de Constantinopla, Nestorio, e incluyese
el nombre de Juan en los dí pticos de Alejandrí a. «No quiero hablar de
Juan -apostrofó en su momento Nestorio a su adversario Cirilo-, cuyas
cenizas veneras ahora a regañ adientes. » Posteriormente Cirilo derrocó a
este nuevo patriarca de Constantinopla usando mé todos muy similares a los
que habí a visto practicar a su tí o. 31

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