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Desde las insignias imperiales hasta la grasa de oso, o «Al principio está la piedad natural [..]»




Las reliquias no só lo se necesitaban para la «gloria de los altares».
Los cadá veres santos protegí an tambié n contra todo tipo de diabluras y
defendí an contra infinidad de males. Por eso, los gobernantes, las comu-
nas y los particulares deseaban tenerlos.

Los emperadores cristianos tení an un gran interé s en el asunto. Cons-
tancio, el hijo de Constantino, hizo trasladar en el añ o 357 hasta la capital
del Imperio romano de Oriente tres santos, o mejor dicho, sus huesos com-
pletos, pertenecientes al parecer a los santos André s, Lucas y Timoteo.
Eudoxia Atenea, la esposa de Teodosio II, el ejecutor «de todos los pre-
ceptos del cristianismo», llevó a Constantinopla en el añ o 438, de regreso
de una peregrinació n a Jerusalé n, las reliquias de san Esteban y las cade-
nas de san Pedro. Despué s de que el rey Segismundo de Borgoñ a hubiera
«consumido» las reliquias obtenidas en su viaje a Roma, envió a su diá -
cono Juliá n al papa Sí maco (498-514) -tristemente cé lebre por sus luchas
callejeras, sus batallas eclesiá sticas y las falsificaciones que llevan su nom-
bre- para obtener otras nuevas. Tambié n el rey Gildeberto fue favorecido
varias veces con tesoros de reliquias por parte del papa Pelagio I (556-561),
al que se consideraba có mplice en la muerte de su antecesor, el papa Vi-
gilio. Y cuando el emperador Justiniano quiso levantar en Constantinopla
una iglesia en honor del santo apó stol, pidió al papa Hormisdas las co-
rrespondientes reliquias pues merecí a «recibir tambié n las mismas reli-
quias que todo el mundo poseí a». Deseaba «sanctuaria beatorum Petri et
Pauli»,
algo de las cadenas del santo apó stol y «si fuera posible», algunos
trozos de la parrilla de san Lorenzo. 149

Los gobernantes estaban con frecuencia presentes a la llegada de las
reliquias, aumentando este interé s todaví a má s en los siglos posteriores.
Las reliquias pertenecí an al tesoro nacional y fueron un sí mbolo de ejer-
cicio del poder «oficial» hasta la Alta Edad Media. El delirio piadoso (o
la hipocresí a) de los gobernantes, sus ansias de poder, llegó al punto de
dotar de reliquias a las iglesias sepulcrales de los reyes, a ligar a ellas las


insignias imperiales y a crear «santos del Imperio», patroni peculiares de
los reyes. Las reliquias desempeñ aron tambié n un papel en la conclusió n
de los tratados, se hicieron juramentos en su presencia y sobre todo se las
llevó en la guerra. El rey Enrique I (919-936) no retrocedí a ante una cam-
: pañ a con tal de robar una de las diversas «lanzas sagradas». 150

Precisamente durante la invasió n de los bá rbaros, cuando se iba redu-
ciendo el poder del Imperio y se hundió el de Occidente, cuando las ciu-
dades quedaron a merced de sí mismas, las comunas buscaron protectores
! religiosos. En cierto sentido, tambié n aquí saltaron a la brecha los cadá -
veres santos, los cuerpos y los huesos de los má rtires y todo tipo de pie-
zas, en especial en las ciudades má s amenazadas. Los grandes santos de
peregrinaje, los apó stoles y los má rtires en Roma, san Fé lix en Ñ ola o
san Vicente en Zaragoza actuaron asimismo como patrones de las ciuda-
des, igual que Sergio en Rusafa, Teodoro en Ucaita, Tomá s en Edesa, De-
metrio en Tesaló nica o el obispo Jacobo en Nisibis, el «protector y gene-
ral» (Teodoreto). 151

En casos de guerra o de pestes, eran siempre de gran ayuda los cadá -
veres santos, los esqueletos santos y las reliquias santas. Los ciudadanos
de Reims recorrieron la ciudad en solemne procesió n durante una epide-
mia del añ o 543, llevando una losa de la tumba de san Remigio. 152

Pero no só lo los prí ncipes y las ciudades estaban contagiados por la
costumbre, sino que tambié n la mayorí a de los cristianos. Habí a infinidad
de personas que guardaban en su hogar los restos de má rtires (o lo que
consideraban como tales), pero sobre todo cenizas y «reliquias de sangre»,
o sea pañ os empapados en sangre, en Egipto a veces hasta cadá veres en-
teros, que llevaban sus reliquias a todos lados o que las utilizaban de vez
en cuando. De ese modo creí an poder alejar de sí toda clase de infortu-
nios y atraer en beneficio propio aquella «fuerza» (dynamis), la interce-
sió n para el má s allá. (Hasta el siglo xm la posesió n privada de reliquias
estaba permitida sin ningú n control por parte de la Iglesia. )153

Uno de los primeros ejemplos documentados de esta creencia lo pro-
porciona la rica viuda cartaginense Lucila, a comienzos del siglo iv. Antes
de comulgar besaba siempre huesos de má rtires (ossa\ aunque no se su-
piera a ciencia cierta si eran tales. El rey Chilperico buscaba protegerse de
un modo distinto. Cuando entró en Parí s en 583 hizo llevar primero los
restos de numerosos santos con objeto de frustrar un anatema. Los huesos
de los má rtires no se limitaban a servir en esta vida sino que tambié n eran
ú tiles en la otra. Otra superstició n o creencia cristiana -que vienen a ser lo
mismo- era llevarse reliquias a la tumba «para contrarrestar así las tinie-
blas de los infiernos» (obispo Má ximo de Turí n). Kó tting, experto en pe-
regrinajes y reliquias, considera que tal «florecimiento» lleva un fondo reli-
gioso auté ntico «de la sana adoració n cristiana a las reliquias». Aunque todo
a su alrededor esté podrido, los apologistas ven siempre ú til el «fondo». 154


A finales del siglo iv llegó a Oriente la piadosa costumbre de exhu-
mar y trocear estos cadá veres para multiplicar y distribuir las fuerzas mi-
lagrosas de los má rtires. Aunque los emperadores paganos y cristianos
habí an garantizado por ley la inviolabilidad de las tumbas y habí an refor-
zado las medidas para hacerlo realidad, la Iglesia cristiana no desistió por
ello. El Padre de la Iglesia Teodoreto, el primer teó logo del culto cristia-
no a las reliquias, escribí a que el má s pequeñ o trozo de una reliquia tení a
el mismo efecto que é sta completa. ¡ Cuerpo dividido, gracias indivisas!
Comenzó así un brioso negocio, trueque y venta, se regateaba con reli-
quias auté nticas y, má s a menudo, con falsas, y en ocasiones circulaban
como restos de má rtires santos tambié n dientes de topo, huesos de rató n
o grasa de oso. Al final las transacciones adquirieron tal envergadura que
el emperador Teodosio promulgó en 386 una ley contra la venta a cual-
quier precio y el comercio de las reliquias. Con todo, é ste continuó flore-
ciendo, sobre todo porque no só lo se dividí an los cadá veres (reliquiae de
corpore)
sino otros restos y vestigios santos como las herramientas del
martirio, la presunta cruz de Jesú s, cadenas, parrillas, ropa, ya que en ellos,
como enseñ aba el papa Gregorio I Magno, habí a la misma «fuerza». El
negocio prosperó así desde el siglo iv hasta la Reforma «puesto que una
reliquia milagrosa rendí a mucho» (Schiesinger), culminando las ventas
en el siglo ix, y má s todaví a en los siglos xn y xm, con las cruzadas, el
saqueo de Constantinopla, y cuando el clero intentó eliminar a los costo-
sos intermediarios cuando má s rentable era el asunto. Pero la adoració n
de las reliquias es «una sencilla necesidad humana de respeto ante la per-
sona de los seres santos». «Al principio está la piedad natural frente a los
restos [... I» (Lexikonfü r Theologie und Kirche)^5               \

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