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La invasión




 

Instalá ndose en Italia como una delgada capa dominante en ciudades y burgos, los longobardos fundaron el ú ltimo reino germá nico en lo que habí a sido suelo del antiguo imperium romanum. Só lo una dé cada antes, y a lo largo de una cruzada que habí a durado veinte añ os, los ostrogodos arrí anos casi habí an sido exterminados en una guerra cruel, convirtiendo el paí s en una ruina humeante y en un desierto. Fue la obra comú n del emperador y del papa, siendo é ste el principal beneficiado. Pero los longobardos, a quienes la destrucció n de los ostrogodos habí a dejado el camino expedito, no llegaron como foederati sino cual conquistadores brutales a la regió n sometida al imperio romano de Oriente, armados con lanzas tan monstruosas que, como escribe todaví a impresionado Montgomery, vizconde del Alamsin, «se podí a levantar al adversario atravesado, cuando todaví a se retorcí a de dolor en la punta de


la lanza». Cuanto los bizantinos, depredadores de la peor ralea, habí an robado a los ostrogodos, les volví an a robar pieza por pieza los longobardos, dejando una vez má s la tierra quemada, las ciudades despobladas y arruinados los monasterios y las iglesias que los cristianos habí an levantado sobre las ruinas de los templos paganos.

Casi sin esfuerzo cayó Italia en manos del rey Alboí n. Estaba exhausta por la larga guerra de los godos y dividida por la Disputa de los tres capí tulos. La peste dominante y el hambre hicieron el resto. Pero es evidente que a quienes má s tomó por sorpresa el ataque fue a los bizantinos. Justino II, sobrino de Justiniano, no reaccionó (enloqueció en 574). Un ejé rcito de mercenarios enviado al añ o siguiente fue exterminado. Y los emperadores siguientes reprimieron una serie de crisis en Oriente y en los Balcanes.

Los longobardos empezaron por conquistar varias ciudades venecianas y lombardas al norte del Po. En septiembre de 569 se establecieron en Milá n, que se les rindió sin lucha armada. No hubo disturbios ni violencias, reclamando simplemente los impuestos habituales. Hasta 571 conquistaron el valle del Po y avanzaron con nuevas molestias para el paí s y la gente hacia Umbrí a y Toscana. Só lo en 572, y tras un asedio de tres añ os, se adueñ aron de Paví a, por la que se combatió con denuedo convirtié ndola en su capital. Sus gobernantes residieron en el palacio real de los ostrogodos.

El victorioso Alboí n fue envenenado aquel mismo verano por su escudero Helmiquio, influido por Rosamunda, esposa del rey y su supuesta amante. Al padre de é sta, Kunimundo, prí ncipe de los gé pidos, lo habí a eliminado en combate el longobardo. Y en la muerte por envenenamiento tal vez jugó su papel el oro de los bizantinos. El asesino y la reina huyeron con el tesoro real al amparo de aqué llos a Ravenna, donde a su vez parece que fueron envenenados.

Só lo dos añ os despué s tambié n fue eliminado Klef, sucesor de Alboí n (y como é l probablemente tambié n arriano), quien por su parte habí a liquidado a una serie de romanos prominentes. Diez añ os estuvieron entonces los longobardos sin rey. Segú n parece 36 duques (segú n las ciudades ya cobradas) ejercieron la tutorí a sobre el hijo menor de Klef, el pequeñ o Authari, que en 584 fue proclamado rey y probablemente eliminado despué s. Los longobardos demostraron gran habilidad en ese terreno: ya en 512 habí a sido asesinado el rey Tato, y en 551 corrió la misma suerte el rey Hildiques. 3

Ante la incursió n de los nuevos depredadores, los antiguos se retiraron a la lí nea Padua-Mantua, con vistas a proteger Ravenna, residencia de su gobernador. Por ello apenas si los invasores encontraron resistencia. Avanzaron desde el norte hacia la regió n de Suburbicaria fundando hacia 570 los poderosos ducados de Spoleto y Benevento y haciendo


incursiones de castigo que llegaron hasta Calabria. Hacia 605 habí an conquistado la mayor parte de Italia. Ú nicamente el ducado de Roma y los enclaves costeros de Venecia, Ravenna, Ñ apó les, Reggio, Tarento y otros. Comunicados entre sí tan só lo por ví a marí tima, continuaban sometidos al emperador de oriente, Y de primeras tambié n Sicilia, Cerdeñ a y Có rcega se vieron libres de los longobardos, que nada sabí an de navegació n. Pero tras su «conquista del paí s» no cesaron las luchas realizando incursiones sobre los territorios que continuaban siendo bizantinos. Junto a la caza tal vez sus preferencias estaban en el robo, el botí n y las incursiones depredadoras.

En su ofensiva ocasionalmente colgaron a algunos monjes, degollaron a algunos sacerdotes y saquearon algunas iglesias, siempre segú n el obispo Gregorio de Tours y segú n el papa Gregorio I, quien afirma que en una matanza habí an sido «eliminados 400 prisioneros, 40 campesinos en una segunda y un grupo de monjes Valerianos en una tercera». Pero en el fondo es muy poco lo que sabemos a ciencia cierta sobre dicha invasió n. Un tercio del suelo fue expropiado, arrebatá ndoselo sobre todo a los odiados grandes terratenientes. Probablemente muchos de ellos fueron muertos o reducidos a la condició n de semilibres econó micamente dependientes y sujetos a tributació n. Con lo cual los bienes cambiaron de dueñ o persistiendo el estado de servidumbre. Muchas personas fueron hechas prisioneras, reducidas a esclavitud, vendidas a mercaderes de esclavos francos y muchas fueron expulsadas. Tambié n se rebelaron los que estaban oprimidos de antes, pequeñ os artesanos autó ctonos y campesinos, que denunciaron y ejercieron la justicia de linchamiento contra quienes les habí an chupado la sangre. Fueron miles los que perdieron de la noche a la mañ ana cuanto poseí an.

Por lo demá s, los ricos frecuentemente se habí an retirado, no pocas veces má s allá de los Alpes, y entre ellos se contaron tambié n los obispos má s conocidos, que confiaban en la huida má s que en los señ ores. Paulino, patriarca de Aquileya, huyó con todos sus tesoros a la isla de Grado; Honorato, arzobispo de Milá n, asimismo con sus caudales y la mayor parte de su clé rigos, se refugió en la ciudad fortificada de Genova; el obispo Fabio de Firmum escapó con el tesoro de la iglesia a la ciudad de Ancona, y Festo, obispo de Capua, buscó el amparo del papa, muriendo al poco tiempo.

Tambié n los monjes de Monte Cassino huyeron a Roma, y los clé rigos de Venafrum a Ñ apó les habiendo vendido los cá lices y objetos sagrados de su iglesia a un judí o; otros huyeron prefiriendo vivir en el exilio de forma decorosa. Sicilia era el refugio má s seguro y allí desembarcaron especialmente grandes muchedumbres de sacerdotes y allí se vendieron a bajo precio muchos objetos sagrados. Desaparecieron obispados enteros de la Iglesia cató lica —42 al menos—, aunque no a


causa de la persecució n, sino por la pé rdida de sus bienes, por hambres y epidemias. 4

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