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Colaboración y celo por las conversiones




 

El papa Gregorio I (590-604) hace esta descripció n: «Pronto el pueblo feroz de los longobardos se arrancó de su lugar de residencia como se saca una espada de la vaina, cayendo sobre nuestra cerviz, y el pueblo que viví a en nuestra tierra como una cosecha apretada fue segado y se agostó. Las ciudades se despoblaron, las plazas fuertes fueron destruidas, las iglesias incendiadas, los monasterios de hombres y mujeres arrasados; se abandonaron los campos, y nadie se ocupa de ellos; las tierras llanas está n baldí as y desoladas pues ya no viven en ellas sus dueñ os, amontoná ndose los animales salvajes allí donde antes habitaba el pueblo». 5

Ahora bien, eso podrí a llevar má s agua a los molinos de la propaganda gregoriana y del sentimiento de ruina —o presunció n de tal sentimiento— de la que debe de haber correspondido a la realidad de las cosas. En efecto, no fue tanto «el pueblo, el segado y agostado», cuanto los dueñ os de las tierras, los grandes terratenientes. Ni fueron todos los que huyeron, ni siquiera todos los sacerdotes. En Treviso el obispo Fé lix salió al encuentro del rey Alboí n y le entregó el lugar; cosa que só lo redundó en su provecho.

Hubo casos diferentes. El obispo Catego de Amiternum só lo huyó a Roma despué s de conquistada su ciudad de residencia. Pero regresó, probablemente colaboró con los bizantinos, se vio implicado en una conjuració n y acabó siendo ejecutado por orden del duque longobardo Umbolo. Y, sin embargo, tambié n hubo contactos má s amables con los enemigos del imperio, aunque no ciertamente para el santo padre, quien por «numerosos informes» tuvo que saber que los clé rigos conviví an con mujeres «extranjeras», longobardas sin duda. "

Mas por mucho que Gregorio I se lamentase de los longobardos, por muy «salvajes» que fuesen para é l, por «terribles y abominables» herejes que fuesen, e incluso paganos que adoraban a dioses animales, no quiso aniquilarlos. De haberlo querido —segú n sus propias afirmaciones— «aquella nació n no tendrí a hoy ni rey ni duques o condes, y habrí an sido entregados a una ruina inevitable». ¿ Fue só lo el temor a Dios de Gregorio, su cristianismo, lo que le alejó del genocidio, segú n escribe al emperador? En cualquier caso sus predecesores habí an sostenido innumerables guerras, y algunos incluso habí an alentado la aniquilació n de vá ndalos y godos. Ni el propio Gregorio fue melindroso, cuando se trataba de verter sangre. 7


Pero no hay duda de que no querí a aniquilar sino «convertir» a los longobardos, porque esto só lo ventajas podrí a proporcionarle. Desempeñ ó por ello un papel ambiguo, y hasta su bió grafo Jeffrey Richards, que casi siempre toma partido en favor suyo, admite: «Su implicació n cada vez mayor en todos los campos de este problema contribuyó notablemente al incremento del poder civil y de la influencia del papado». 8

Poco a poco se establecieron acuerdos, por obra sobre todo —como habitualmente ocurre en los desbordamientos— de los cí rculos clericales. Someterse y entrar por el aro es algo que les es propio: lo habí an demostrado precisamente con los godos y los bizantinos y lo demostrarí an a lo largo de los siglos, bastante má s allá de lo que afirmaba el primado alemá n, el prí ncipe y arzobispo de Bresiau, cardenal Bertram, quien en 1933 justificaba el giro evidente del alto clero con frases tan descaradas como é stas: «Una vez má s se ha demostrado que nuestra Iglesia no está atada a ningú n sistema polí tico, a ninguna forma de gobierno profano, a ninguna formació n partidista. La Iglesia tiene metas má s altas... ». Ciertamente que sí, y su meta suprema es el oportunismo de una forma u otra; su meta suprema es sobrevivir, alcanzar el poder y aumentarlo como hizo precisamente entonces. «Pues muchos obispos se apresuraron a entenderse con los longobardos, consiguiendo mantener la sucesió n regular y la continuidad en el ministerio episcopal en muchas dió cesis del norte de Italia» (Richards). 9

Los longobardos dejaron a los cató licos sus catedrales, incluso en la ciudad residencial de Paví a, a cuyos habitantes no se les tocó un pelo despué s de un asedio de tres añ os; tambié n en otras ciudades confirmaron sus posesiones a la Iglesia cató lica y hasta hicieron donaciones nada baladí es a los prelados hostiles. El rey Alboí n envió al obispo Fé lix de Treviso un salvoconducto en favor de «todos los bienes de su iglesia» (Paulo el Diá cono). Sin embargo, los cató licos reaccionaron a veces como los monjes de Bobbio, quienes naturalmente aceptaron las pruebas de simpatí a de los reyes arrí anos, pero ni siquiera respondí an al saludo de los «herejes». Y mientras que los longobardos no se preocuparon mí nimamente por una conversió n de los cató licos, no ocurrió lo mismo a la inversa.

Cuando Alboí n, el má s famoso prí ncipe longobardo, desposó a la princesa franca Clodosvinta, que era cató lica, inmediatamente se dirigió a ella Nicecio de Tré veris: «Me admiro de que Alboí n no piense ni se preocupe del reino de Dios y de la salvació n de su alma, sino que honra y se siente satisfecho con quienes llevan su alma al infierno en vez de conducirle por el camino de la salvació n... Señ ora, yo os conjuro por ello con el temor al dí a del juicio final, a que leá is esta carta con discernimiento y la comenté is con é l a menudo y de forma inteligente». El santo obispo no deja de convencer a la reina para que importune a su marido


con cuestiones dogmá ticas. Condena para ello con todas sus fuerzas el arrianismo y, aun siendo un varó n «de grandes gestas maravillosas» (Gregorio de Tours), esgrime los «milagros» de los santos cató licos en pro de la ortodoxia de su fe, así como la bendició n que el catolicismo supuso para Clodoveo. «Y vos sabé is, en efecto, todo lo que despué s de su bautismo llevó a cabo contra los herejes Alarico y el rey Gundobad; ni tampoco ignorá is cuá ntos dones de la gracia de Dios pudieron obtener é l y sus hijos en este mundo... Vigilad, vigilad, pues tené is un Dios clemente. Yo os ruego que obré is de tal modo que fortalezcá is el pueblo de los longobardos contra sus enemigos y nosotros podremos alegrarnos por la salvació n del alma de vuestro esposo y de la de vos misma. »" '

Nicecio no tuvo é xito. Y así, cuando en 584 una parte de los duques nombró rey al hijo de Klef, Authari, tambié n é l era arriano, ya el catolicismo avanzaba por doquier. Y, finalmente, los longobardos se hicieron cató licos como los francos, entre los cuales tras la muerte de Clota-rio I (561), ú ltimo hijo de Clodoveo, se abrí a la é poca de los nietos y los biznietos. "

 


CAPÍ TULO 5

 

LOS Ú LTIMOS MEROVINGIOS

 

«... junto a los mismos altares de las iglesias se mató a los sacerdotes del Señ or con sus ayudantes. Despué s de que todos hubieran sido abatidos, hasta que no quedó varó n alguno, prendieron fuego a la ciudad entera con las iglesias y demá s edificios, no dejando má s que el suelo desnudo. »

gregorio DE tours, OBISPO'

 

«Nadie gobierna má s que los obispos, nuestra gloria ya no existe... »

chilperico I, REY2


Mientras que la diferencia entre francos y galorromanos desaparecí a poco a poco, aunque no la diferente legislació n, las fronteras exteriores del reino merovingio permanecieron tal cual, y eso hasta el final del perí odo merovingio. Cierto que hubo complicaciones polí ticas, como no faltaron tampoco algunos ataques de los avaros contra Turingia y de los visigodos contra Francia meridional, así como algunas algaradas francas e incursiones de rapiñ a má s allá de las fronteras. Pero el objetivo principal no fue ya la expansió n hacia fuera, ni la ampliació n del conjunto del reino, ni el sometimiento y la explotació n de vecinos extrañ os y lejanos. Fueron los reyes, una vez má s cuatro, y sus numerosos sucesores los que pretendieron agrandar sus posesiones y territorios a costa de los territorios de los demá s, y de manera casi ininterrumpida perjudicarles y debilitarlos de ese modo. En una palabra, cada uno buscaba la supremací a.

Ello hizo que a finales del siglo vi y comienzos del vil casi todos los prí ncipes merovingios muriesen de muerte precoz y violenta, que las brutalidades y atropellos a gran escala se dieran de continuo en el reino. que estallasen incesantemente guerras civiles y de pillaje, que se redujeran a cenizas muchos lugares, quedasen asoladas zonas enteras y se cometiesen innumerables saqueos, mutilaciones y asesinatos, a los que se sumaron pestes y hambres. Los campesinos se ocultaban en los bosques y robaban por su propia cuenta. En medio de aquel desenfreno y atolladero todos los medios eran buenos para los combatientes, si contaban con alguna perspectiva de é xito. 3

 

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