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«Pensar distinto de la mayoría.. casi un crimen merecedor de la muerte»




 

Pronto este papa, como la mayor parte de sus predecesores y sobre todo de los que le siguieron, intervino duramente contra quienes pensaban de distinta forma, contra todos los no cató licos. Su gran objetivo fue la propagatio fidei, la extensió n planificada del poder papal, casi a cualquier precio.

Por ese motivo se interfirió en los asuntos de Inglaterra y en el reino franco-merovingio, a cuyos reyes en vano procuró ganá rselos para una reforma eclesiá stica. Recomendó como medios coercitivos la tortura y la cá rcel, y ocasionalmente tambié n la transformació n pací fica de los lugares de culto paganos o las costumbres gentiles, «a fin de que la gente concurriera así con toda confianza a los lugares habituales», siempre de conformidad con las circunstancias. Tambié n aconsejó, en ocasiones, prometer a los convertidos una rebaja de los impuestos y «convertir» a los obstinados con impuestos má s elevados. A los sardos, que todaví a persistí an en su paganismo, debí a su obispo cristianizarlos por la fuerza ¡ cual si fuesen esclavos!

Mas no só lo propagó Gregorio la conversió n de los paganos en Cerdeñ a, Sicilia, Có rcega y otros

 

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 lugares, sino que tambié n combatió incansablemente la «herejí a». Intervino asimismo con gran celo en la guerra contra los herejes dentro del cristianismo y en la guerra misionera para la expansió n de la fe hacia fuera, tambié n llamada gustosamente «defensa de la Iglesia romana» o «la cura pastoral del papa». 30

Ni siquiera los que simplemente estaban fuera o discrepaban podí an estar tranquilos. «Pensar de distinta manera que la mayorí a, llevar una forma de vida diferente de la que llevaba la gente en general, significó cada vez má s un cuestionamiento directo de las doctrinas y prá cticas del comú n de la gente, constituyendo ya casi un crimen merecedor de la muerte» (Herrmann). 31

El propio cisma istrio de los Tres Capí tulos no tení a nada que ver a los ojos del papa con la verdadera fe, con la religió n auté ntica. Para é l tales cató licos eran pura y simplemente hombres obstinados, rebeldes y querellantes sin má s. Se tambaleaban «en la ceguera de su ignorancia», pensando ú nicamente en vivir a su antojo y placer contra la disciplina eclesiá stica. «No entienden ni lo que defienden ni lo que siguen. » Así que el papa romano envió tropas a Grado con todas las facultades imaginables. Mas pronto prefirió el emperador la denominada paz religiosa y rehusó el apoyo de Gregorio contra el arzobispo Severo de Aquileya, a quien el santo padre querí a atraer a Roma. A regañ adientes se plegó. Pero tan pronto como hubo muerto Maurikios y Fokas ocupó su lugar de forma bastante cruenta, el papa aprovechó el cambio de situació n. Escribió al exarca Esmaragdos, que en el í nterin se habí a recuperado de su locura, y al que Fokas habí a restablecido en Ravenna; durante su primer perí odo ministerial é ste ya habí a conducido por la fuerza hasta dicha ciudad (588) al arzobispo Severo con tres de sus obispos, retenié ndolos allí durante un añ o y obligá ndole a renunciar a su cargo. En la carta decí a Gregorio: «Nos esperamos que el celo que Vos demostrasteis en este asunto se haya desplegado en todo su ardor y esté is preparado para castigar y expulsar a los enemigos de Dios... ». 32

Gregorio fue sin duda un papa de mú ltiples recursos, y lo que no conseguí a por la fuerza lo obtení a con dinero. Así, a los cismá ticos is-trios, que habí an vuelto a la Iglesia romana, los envió a Sicilia con una pensió n papal. Tal hizo, por ejemplo, con Fé lix el Diá cono y con un cierto religioso llamado Juan. «Porque Nos sabemos ser agradecidos —segú n escribí a una vez el hombre generoso al duque Arigis con el ruego de que aportase braceros y bueyes para un transporte de maderas— y prestamos contraservicios a los hijos que nos demuestran una disposició n amistosa. » Quien regresa vuelve al redil, y quien es ú til y se muestra sumiso es bueno. Gregorio fue un propagandista convencido de la virtud de la humildad. Y humilde, por supuesto, lo es ú nicamente quien está donde está el papa y le obedece con la mayor sumisió n.

Por el contrario, en el sentir de Gregorio un «hereje» en manera


alguna podí a ser humilde. La «herejí a» era a priori lo contrario, era divisió n de corazones, la ruina de las almas, un servicio a Baal y al diablo; era una apostasí a, rebelió n y orgullo. «Pues el lugar de los herejes es el mismo orgullo..., el lugar de los impí os es el orgullo, como a la inversa la humildad es el lugar del bueno. »33

La tolerancia frente a los «herejes» fue impensable desde los comienzos, desde la é poca neotestamentaria. Los «herejes» fueron combatidos ya en la Iglesia primitiva como «anticristos», cual «primogé nitos de Sataná s», «animales en forma humana», «bestias», «diablos», «reses de matadero para el infierno», etc. Todo ello era, efectivamente, tradició n vieja y aceptada en aquella Iglesia, que un digno predecesor de Gregorio, el papa Gelasio I (492-496), habí a resumido en esta frase: «La tolerancia frente a los herejes es má s perniciosa que las destrucciones má s terribles de las provincias por los bá rbaros». 34

En Á frica, donde tras la aniquilació n total de los vá ndalos arrí anos prevalecí a de nuevo la casa imperial cató lica, al papa le molestaban los maniqueos, algunos restos de arrí anos y en buena medida tambié n los donatistas. Pues, una vez má s, como en tiempos de Agustí n, el do-natismo era el paladí n de los empobrecidos. Mas pronto forzó Gregorio la represió n de los «herejes». En una carta al prefecto africano Pantaleó n Anno (593), se muestra sumamente sorprendido de que el Estado no proceda ené rgicamente contra los sectarios. Má s tarde protestó tambié n enviando a tres obispos como delegados a Constantinopla, incluso ante el emperador Maurikios, por la violació n de las leyes imperiales en Á frica. Y exigió asimismo una intervenció n vigorosa, que evidentemente tuvo é xito, aunque el episcopado cató lico de Á frica no se dejó manejar demasiado por el papa Gregorio I. Pero lo cierto es que en la segunda mitad de su pontificado ya no se habla de los donatistas para nada. 35

El «gran» papa odiaba cuanto no fuese cató lico; de otro modo no habrí a sido «grande». No só lo lo arrancaba de cuajo, tambié n lo difamaba. Así, en Roma dos casas arrianas de oració n, dos iglesias cerradas de un pueblo que ya no existí a, las abrió y convirtió en iglesias cató licas: una en honor de san Severino en la Ví a Merulana, y otra en honor de santa Á gata dei Goti en la Subura, que durante casi un siglo habí a sido el centro eclesial de los godos que viví an en Roma. Luego de borradas las ú ltimas huellas de la «herejí a» y consumada la consagració n del templo —el informe es del «gran» papa—, el diablo, al que no se le vio pero al que se pudo sentir claramente, habrí a salido corriendo entre las piernas de los fieles. Y a lo largo de tres noches estuvo lanzando gruñ idos horribles en el entramado del techo, hasta que por fin descendió sobre el altar una nube de olor agradable... 36

Para Gregorio los paganos no tení an ni derechos divinos ni humanos. Y revolvié ndolo todo —como ha venido hacié ndose en sus cí rculos


 

hasta el dí a de hoy— ¡ presentó a los paganos como perseguidores de los cató licos! Cierto que no abogó sin má s por la violencia, por los azotes, torturas y cá rceles a cualquier precio para los gentiles, que segú n é l «viven como animales salvajes». Nada de eso; magná nimo y bondadoso como era, alentó con toda cordialidad a terminar con los arrendatarios paganos de las tierras eclesiá sticas mediante imposiciones econó micas. Al campesino obcecado y cabeza dura que se negaba en redondo «a volver al Señ or Dios» habí a que «cargarle con tantos impuestos, que ese castigo lo empuje a entrar a la mayor rapidez posible en el recto camino». 37

Y si nada de ello aprovechaba, y aun con la má s insoportable presió n tributaria alguien se resistí a a entrar en «el camino recto», el santo padre se mostraba algo má s duro. Ordenaba entonces una prisió n rigorosa y, tratá ndose de esclavos, hasta la tortura, que ya Agustí n, el predicador de la «. mansuetudo catholica», de la mansedumbre eclesial, permití a. Y no só lo la permití a con los esclavos sino tambié n con todos los cismá ticos (donatistas). El há bil pensador nú mida retuerce los vocablos y llama emendatio a la tortura ¡ cual si se tratase de una especie de cura y preparació n bautismal, de una bagatela comparada con el infierno!

Gregorio, obligado de mil maneras al venerable modelo, cristianizó pues los tristes restos del paganismo sardo a la luz del doctor Agustí n. El añ o 599 exhortaba por carta «con el mayor fervor» al arzobispo Januario de Calaris, metropolitano de Cerdeñ a, «a la vigilancia pastoral frente a los idó latras». Recomendaba primero la conversió n mediante «una exhortació n convincente» (y no sin evocar «el juicio divino»), para escribir a continuació n con toda claridad: «Mas si Vos encontrá is que no está n dispuestos a cambiar su forma de vida, deseamos que los apresé is con todo celo. Si son esclavos, castigadlos con azotes y tormentos procurando su correcció n. Mas si son personas libres, deben ser conducidas al arrepentimiento mediante una prisió n severa, como conviene, a fin de que quienes desprecian escuchar las palabras de redenció n, que los salvan del peligro de la muerte, en todo caso puedan ser devueltos por los tormentos corporales a la fe sana deseada». En una segunda misiva exhorta al obispo «con mayor apremio» aú n y le recomienda encarecidamente que vigile sobre los «herejes», debiendo inflamarlos en «celo ardiente», azotando a los esclavos y encarcelando a los que son libres. 38

A travé s de los tormentos corporales se consigue una sana mentalidad cató lica.

Por lo demá s, el papa se procuró esclavos de Cerdeñ a. Parece ser que habí a allí material especialmente ú til y aprovechable; así que envió a la isla a su notario Bonifacio, quien no dejó de solicitar epistolarmente la colaboració n amistosa del defensor imperial y con el fin asimismo de obtener buenos ejemplares. 39


 

Por entonces todaví a existí an paganos en muchas regiones, que no só lo en Cerdefla, donde el propio arzobispo Januario los toleraba entre sus arrendatarios. Habí a paganos en Có rcega, en Sicilia, en Campania, y no digamos en Galia e incluso en Gran Bretañ a. Y por doquier impulsó Gregorio su desaparició n; para ello no só lo puso en marcha a su clero:

tambié n a la nobleza, los terratenientes y, naturalmente, tambié n el brazo civil. Por doquier hubo de golpear é ste en unió n del brazo eclesiá stico. Así, en 593 ordenó al pretor de Sicilia que prestase toda su ayuda al obispo de Tyndaris en su labor de aniquilació n de los paganos. Y cuando en 598 ordenó a Agnelo de Terracina que buscase a los adoradores de los á rboles y los castigase de suerte que no pasase el paganismo a otros, requirió asimismo la asistencia de Mauro, el comandante militar del lugar. Y por supuesto que todo ello ocurrió —para decirlo con palabras de Juan el Diá cono— «mediante la aplicació n de la legí tima autoridad». 40

Tambié n al exarca del norte de Á frica, Gennadio, lo elogia repetidas veces Gregorio por sus muchas guerras contra los paganos, siguiendo una vez má s tranquilamente las huellas de san Agustí n. (Uno de los monasterios gregorianos en Sicilia se llamó «Monasterio de los Preto-rianos». ) En cambio no tuvo el papa la menor comprensió n para la prá ctica liberal del gobernador (praeses) de Cerdena, que tambié n actuaba desde una evidente y angustiosa necesidad financiera, como era la de procurarse apremiantemente su suffragium, y segú n el uso habitual hubo de extorsionar al pueblo para obtener el dinero, que le costaba la consecució n del puesto. Pero a Gregorio debieron de erizá rsele hasta los ú ltimos pelos, cuando en 595 informó a la emperatriz Constantina que el gobernador no só lo se habí a dejado comprar la autorizació n de los sacrificios a los í dolos, sino que habí a obtenido un impuesto sacrificial hasta de los paganos bautizados.

El papa Gregorio aceptó y hasta sancionó abiertamente la guerra de religió n, la guerra ofensiva, para someter a los gentiles. En flagrante contraste con Jesú s, autorizó la espada y la lucha como instrumentos misioneros. Primero la guerra, despué s el cristianismo. Primero habí a que someter por la fuerza sin má s y despué s procurar en forma má s o menos suave la conversió n. Una norma que el historiador cató lico Friedrich Heer define como «la polí tica cristiana de conquista y expansió n hasta las ví speras de la primera guerra mundial». A este respecto Gregorio trabajaba —como vemos en una carta suya al emperador— con la vieja idea ambrosiana de que «la paz de la res publica depende de la paz de la Iglesia universal». Consecuentemente mantuvo sus comandantes militares y hasta su propia soldadesca, que repetidas veces se impuso victoriosa.

Todo ello parecí a caer por su propio peso; en apariencia era el resultado má s natural del mundo. «De la ausencia del poder imperial se derivaron para el papado unos cometidos polí ticos de defensa


 y administració n de Roma»; y así los papas «sin quererlo propiamente, poco a poco se convirtieron en los señ ores indiscutibles de la capital» (Richards). Tambié n a los ojos del historiador cató lico de los papas lodo esto discurrió «de un modo absolutamente natural»; «como por sí mismo» el papa Gregorio fue «el baluarte y caudillo», el «có nsul de Dios», que tomó en sus manos «de una manera autó noma la historia de Italia, la historia de " su paí s" ». Gregorio protestó contra la proyectada reducció n de las fuerzas de ocupació n de Roma y procuró reforzar la guarnició n. Má s aú n, el sucesor del Hijo del hombre pobre no se avergonzó de enviar personalmente tropas de refuerzo, exhortarlas al cumplimiento de sus deberes, darles instrucciones pormenorizadas y transmitirles naturalmente informes sobre el enemigo. Destacó a un tribuno a Ná poles y el dux Leoncio al castillo de Nepe, exigiendo siempre obediencia a sus ó rdenes. ¿ Acaso no hablaba por su propia boca «el Señ or»? ¿ Aquel pobre predicador ambulante y pacifista que fue Jesú s de Nazaret? 41

 

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