El hombre. El método. La libertad final
EL HOMBRE Los daguerrotipos de Morell que suelen publicar las revistas americanas no son auté nticos. Esa carencia de genuinas efigies de hombre tan memorable y famoso, no debe ser casual. Es verosí mil suponer que Morell se negó a la placa bruñ ida; esencialmente para no dejar inú tiles rastros, de paso para alimentar su misterio... Sabemos, sin embargo, que no fue agraciado de joven y que los ojos demasiado cercanos y los labios lineales no predisponí an en su favor. Los añ os, luego, le confirieron esa peculiar majestad que tienen los canallas encanecidos, los criminales venturosos e impunes. Era un caballero antiguo del Sur, pese a la niñ ez miserable y a la vida afrentosa. No desconocí a las Escrituras y predicaba con singular convicció n. " Yo lo vi a Lazarus Morell en el pú lpito —anota el dueñ o de una casa de juego en Baton Rouge, Luisiana—, y escuché sus palabras edificantes y vi las lá grimas acudir a sus ojos. Yo sabí a que era un adú ltero, un ladró n de negros y un asesino en la faz del Señ or, pero tambié n mis ojos lloraron. "
Otro buen testimonio de esas efusiones sagradas es el que suministra el propio Morell. " Abrí al azar la Biblia, di con un conveniente versí culo de San Pablo y prediqué una hora y veinte minutos. Tampoco malgastaron ese tiempo Crenshaw y los compañ eros, porque se arrearon todos los caballos del auditorio. Los vendimos en el Estado de Arkansas, salvo un colorado muy brioso que reservé para mi uso particular. A Crenshaw le agradaba tambié n, pero yo le hice ver que no le serví a. "
EL MÉ TODO Los caballos robados en un Estado y vendidos en otro fueron apenas una digresió n en la carrera delincuente de Morell, pero prefiguraron el mé todo que ahora le aseguraba su buen lugar en una Historia Universal de la Infamia. Este mé todo es ú nico, no solamente por las circunstancias sui generis que lo determinaron, sino por la abyecció n que requiere, por su fatal manejo de la esperanza y por el desarrollo gradual, semejante a la atroz evolució n de una pesadilla. Al Capone y Bugs Moran operan con ilustres capitales y con ametralladoras serviles en una gran ciudad, pero su negocio es vulgar. Se disputan un monopolio, eso es todo... En cuanto a cifras de hombres, Morell llegó a comandar unos mil, todos juramentados. Doscientos integraban el Consejo Alto, y é ste promulgaba las ó rdenes que los restantes ochocientos cumplí an. El riesgo recaí a en los subalternos. En caso de rebelió n, eran entregados a la justicia o arrojados al rí o correntoso de aguas pesadas, con una segura piedra a los pies. Eran con frecuencia mulatos. Su facinerosa misió n era la siguiente:
Recorrí an —con algú n momentá neo lujo de anillos, para inspirar respeto— las vastas plantaciones del Sur. Elegí an un negro desdichado y le proponí an la libertad. Le decí an que huyera de su patró n, para ser vendido por ellos una segunda vez, en alguna finca distante. Le darí an entonces un porcentaje del precio de su venta y lo ayudarí an a otra evasió n. Lo conducirí an despué s a un Estado libre. Dinero y libertad, dó lares resonantes de plata con libertad, ¿ qué mejor tentació n iban a ofrecerle? El esclavo se atreví a a su primera fuga.
El natural camino era el rí o. Una canoa, la cala de un vapor, un lanchó n, una gran balsa como el cielo con una casilla en la punta o con elevadas carpas de lona; el lugar no importaba, sino el saberse en movimiento, y seguro sobre el infatigable rí o... Lo vendí an en otra plantació n. Huí a otra vez a los cañ averales o a las barrancas. Entonces los terribles bienhechores (de quienes empezaba ya a desconfiar) aducí an gastos oscuros y declaraban que tení an que venderlo una ú ltima vez. A su regreso le darí an el porcentaje de las dos ventas y la libertad. El hombre se dejaba vender, trabajaba un tiempo y desafiaba en la ú ltima fuga el riesgo de los perros de presa y de los azotes. Regresaba con sangre, con sudor, con desesperació n y con sueñ o.
LA LIBERTAD FINAL Falta considerar el aspecto jurí dico de estos hechos. El negro no era puesto a la venta por los sicarios de Morell hasta que el dueñ o primitivo no hubiera denunciado su fuga y ofrecido una recompensa a quien lo encontrara. Cualquiera entonces lo podí a retener, de suerte que su venta ulterior era un abuso de confianza, no un robo. Recurrir a la justicia civil era un gasto inú til, porque los dañ os no eran nunca pagados. Todo eso era lo má s tranquilizador, pero no para siempre. El negro podí a hablar; el negro, de puro agradecido o infeliz, era capaz de hablar. Unos jarros de whisky de centeno en el prostí bulo de El Cairo, Illinois, donde el hijo de perra nacido esclavo irí a a malgastar esos pesos fuertes que ellos no tení an por qué darle, y se le derramaba el secreto. En esos añ os, un Partido Abolicionista agitaba el Norte, una turba de locos peligrosos que negaban la propiedad y predicaban la liberació n de los negros y los incitaban a huir. Morell no iba a dejarse confundir con esos anarquistas. No era un yankee, era un hombre blanco del Sur hijo y nieto de blancos, y esperaba retirarse de los negocios y ser un caballero y tener sus leguas de algodonal y sus inclinadas filas de esclavos. Con su experiencia, no estaba para riesgos inú tiles.
El pró fugo esperaba la libertad. Entonces los mulatos nebulosos de Lazarus Morell se transmití an una orden que podí a no pasar de una señ a y lo libraban de la vista, del oí do, del tacto, del dí a, de la infamia, del tiempo, de los bienhechores, de la misericordia, del aire, de los perros, del universo, de la esperanza, del sudor y de é l mismo. Un balazo, una puñ alada baja o un golpe, y las tortugas y los barbos del Mississippi recibí an la ú ltima informació n.
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