La pena de muerte y la «guerra santa i»
Junto a las grandes matanzas propias de las guerras, naturalmente la
pena de muerte se aplicaba con gran profusió n; sin embargo, las senten-
cias (a ejecutar mediante lapidació n por lo general, en casos excepcio-
nales por cremació n en la hoguera) no estaban confiadas a ninguna ins-
tancia concreta. 16
Legalizada por el có digo mosaico y justificada por razones de reli-
gió n, la pena de muerte sancionaba infinidad de infracciones. No só lo
debe morir el asesino, sino tambié n el que roba a otro, y el que maltrata
a su padre o a su madre, o aunque só lo los maldiga. La misma pena re-
cae sobre el adulterio (para la adú ltera y para su amante), sobre las rela-
ciones sexuales durante la menstruació n, sobre la prostitució n de la hija
de un sacerdote, sobre la prometida que no hubiese gritado al ser viola-
da; í tem má s, sobre el incesto, la homosexualidad, la zoofilia (ejecutá n-
dose tambié n al animal en cuestió n): «La mujer que pecare con cual-
quier bestia, sea muerta juntamente con la bestia» (Lv. 10 y 16). Por lo
general, la mujer, frivola e irresponsable, era tenida en poco, segú n de-
muestra la frecuente menció n: «mujeres, esclavos y niñ os», como seres
pertenecientes a una misma categorí a; a menudo eran difamadas, cubier-
tas de sarcasmos, postergadas, desterradas de la vida pú blica y relegadas
a la maternidad como sentido ú nico de su vida, todo lo cual fue recogido
má s tarde por el cristianismo. Pena de muerte, por supuesto, para quien
rindiese culto a otro dios, lo mismo que para quien blasfemase, o no cum-
pliese con el precepto de la circuncisió n, o practicase la hechicerí a, o la
adivinació n, o se atreviese a profanar el monte Sinaí. Pena de muerte
para quien se acercase al Arca de la Alianza, para el sumo sacerdote que
no vistiese correctamente sus paramentos en el Templo, para quien tra-
bajase en sá bado, consumiese pan á cimo durante la passah, omitiese
presentar las ofrendas, comiese de la carne del sacrificio pasados tres
dí as, quebrantase a sabiendas los ritos, desobedeciese a sacerdotes o
jueces, y cientos de supuestos má s. 17
La pena de muerte, impuesta muchas veces por infracciones meno-
res o por puro capricho, se revestí a de un sentido religioso, pues lo mis-i^
mo que mentí an y engañ aban en nombre de Yahvé (como fue engañ ado
Judá por Tamar, Esaú por Rebeca, Faraó n por la comadrona hebrea,,
Labá n por Jacob, que significa «el astuto», y que a su vez engañ ó a
otros, y no poco, pese a estar conceptuado como «de buenas costum-
bres»), tambié n mataban segú n el espí ritu de Yahvé. Má s aú n, el propio
Yahvé devora, escupe fuego, enví a maremotos, y mata, pero no a indi-
viduos, sino a grupos enteros: a todos los primogé nitos de los egipcios, a
los rebeldes y libidinosos durante la travesí a del desierto, a los tres mil
adoradores del becerro de oro: «Así habla el Señ or Dios de Israel: que
cada uno ciñ a la espada [... ] y dé muerte a su hermano, a su amigo y a su
pró jimo». Yahvé extermina a la familia del sumo sacerdote Eli, y lo mis-
mo las casas de los reyes Jeroboam, Baisa, Acab; destruye ciudades en- ^
teras como Sodoma y Gomorra «por el fuego y el azufre que llovieron
del cielo», a toda la humanidad por medio del diluvio. «La Biblia contie-
ne el relato de las grandes acciones, de las mirabilia realizadas por Dios
en el Cosmos y en la historia», como ha escrito el cató lico Danié lou. 18
Y puesto que eso hace el Señ or, al tiempo que arenga una y otra vez
a Israel: «De hoy en adelante pondré temor y espanto ante tí entre todas
las naciones que moran bajo el cielo»; y truena: «Perseguiré is a vuestros
enemigos, y caerá n delante de vosotros; cinco de los vuestros persegui-
rá n a diez extrañ os, y cien de vosotros a diez mil: vuestros enemigos cae-
rá n en vuestra presencia al filo de la espada», se deduce forzosamente
que tales acciones no son en modo alguno criminales, sino justas y, en
esencia, religiosas; la guerra misma es un acto de devoció n, algo sagra-
do (qiddes milhama significaba consagrar para la batalla), y el campa-
mento el primer santuario en el má s propio sentido de la palabra: «Las
guerras se conducí an casi siempre como guerras santas. [... } Toda guerra
es asunto de la directa incumbencia de Yahvé » (Gross). Los é xitos en el
combate se atribuyen exclusivamente a ese poder superior. Todas las
victorias son victorias de Yahvé, las guerras son guerras de Yahvé, los
enemigos lo son de Yahvé, los homicidas son «el pueblo de Yahvé », y el
botí n, ló gicamente, tambié n le corresponde a é l. Todos los espadones
deben ser ritualmente puros y confiar en Dios, todos son «bendecidos»
y lo mismo sus armas. Antes de la matanza se practican ofrendas. Existe
un clero influyente y bien organizado. Importancia particular reviste la
consulta antes de la batalla; el Arca de la Alianza garantiza la presencia
de la divinidad y acompañ a a los combatientes. El sacerdote los arenga,
Í es da á nimos, les quita el miedo: «Porque el Señ or, vuestro Dios, os
acompañ a... »; «el Señ or es mi estandarte». 19
¡ Cuá ntas de estas cosas retornan en el cristianismo! Para que nada
falte, los que aborrecen a Yahvé deben caer, a fin de que viva el pueblo
«de la Alianza», el medio elegido para la salvació n del mundo. Aú n en
tiempos de Moisé s, los israelitas acabaron con los importantes reinos
de Sebó n y de Og, al norte de Moab. Liquidaron a Sehó n, el rey de los
amorreos, y «fue pasado a cuchillo por los hijos de Israel» y «se apode-
raron de sus mujeres y niñ os, y de todos los ganados, y de todos los mue-
bles; saquearon cuanto pudieron haber a las manos». De similar manera
fue derrotado Og, rey de Basan, y «mataron, pues, tambié n a este rey,
con sus hijos y a toda su gente, sin dejar hombre con vida, y se apodera-
ron de su tierra», «devastando a un mismo tiempo todas sus ciudades;
no hubo població n que se nos escapara; nos apoderamos de sesenta ciu-
dades [... ] y exterminamos aquella gente [... ] con hombres, mujeres y
niñ os; y cogimos los ganados y los despojos de las ciudades». Y las Sa-
gradas Escrituras nos cuentan de la victoria sobre los madianitas:
«Como los hubiesen vencido, mataron a todos los varones, y a sus re-
yes [... ] y se apoderaron de sus mujeres y niñ os, y de todos los ganados,
y de todos los muebles [... ]. Ciudades, aldeas y castillos, todo lo devoró
el fuego».
Pero ni siquiera esto bastaba a Moisé s, personaje a quien un opú scu-
lo de 1598, De los tres grandes embusteros, achacaba «los mayores y má s
flagrantes crí menes» {summa et gravissime Mosis crimina), pues «enoja-
do contra los jefes del ejé rcito» preguntó có mo habí an dejado con vida a
las mujeres y a los niñ os: «Matad, pues, todos cuantos varones hubiere,
aun a los niñ os, y degollad a las mujeres que han conocido varó n; reser-
vaos solamente a las niñ as y a todas las doncellas. [... ] Y se halló que el
botí n cogido por el ejé rcito era de seiscientas y setenta y cinco mil ove-
jas, setenta y dos mil bueyes; asnos, setenta y un mil; y de treinta y dos
mil personas ví rgenes del sexo femenino»; muertes y rapiñ as tremendas
que, ademá s, eran contrarias a los mandamientos quinto y sé ptimo del
propio Moisé s. 20
De esta manera, entre 1250 y 1225 el «pueblo de Dios» asoló la ma-
yor parte de Canaá n, dedicado al exterminio (espoleado generalmente
por gritos de guerra religiosos por el estilo de «espada de Dios por Ge-
deó n»): mata, erradica «audazmente» a los malos, secuestra a las mu-
jeres y a los niñ os, en el mejor de los casos, aunque eso sí, no olvida
nunca el ganado. En una palabra, perpetran las atrocidades má s horri-
bles y se alaban por ello, y queman ciudades y aldeas hasta no dejar pie-
dra sobre piedra. Hoy dí a, cuando se excavan los antiguos poblamientos
cananeos, es frecuente hallar un grueso estrato de cenizas que confirma
la destrucció n por el fuego. Una de las ciudades palestinas má s impor-
tantes del eneolí tico tardí o, Asdod o Tell-Isdud, emplazada sobre la
ruta internacional del mar {ví a maris) y que llegarí a a ser la capital de
la Pentá polis filistea, desapareció destruida por el fuego en el siglo XIII
a. de C., lo mismo que su vecina Tell-Mor, seguramente. Y tambié n
pereció en llamas Hazor, una de las plazas fortificadas má s importantes
de Canaá n, entre los lagos de Hule y de Genezaret, al igual que Laquis,
hoy Tell Ed-Duwer, punto de importancia estraté gica y entonces una de
las ciudades amuralladas má s fuertes de Palestina, y Debir (Tell Bet
Mirsim), Eglon (Tell El Hesi) y otras muchas. Cierto que no es posible
demostrar sin lugar a dudas que todas estas destrucciones fuesen obra
de los israelitas, pero «it is true that there is ethnic intolerance all
through Israel's history» (Parkes). 21
A veces el exterminio se extendí a a tribus enteras, y es que era co-
mú n el lanzar contra el enemigo la forma má s severa de la guerra decre-
tada por el Señ or, el anatema (en hebreo herá m, que era la negació n
propiamente dicha de la vida, y cuya palabra deriva de una raí z que sig-
nifica «sagrado» para los semitas occidentales), ofrecido a Yahvé como
una especie de inmensa hecatombe o «sacrificio ritual». No por casuali-
dad se han comparado las descripciones bí blicas del «asentamiento» con
las posteriores campañ as del Islam (ni con mucho tan sangrientas como
aqué llas), cuando se dice que los conquistadores debí an sentirse verda-
deramente «depositarios de la palabra de Dios» y protagonistas de una
guerra santa. «Só lo é stas, no las profanas, terminan con el anatema
que supone el exterminio de todos los vivientes en nombre de Yahvé »
(Gamm). Precisamente, «la destrucció n de raí z [... ] só lo encuentra
explicació n en el fanatismo religioso de los israelitas». La «insurrecció n»
obedecí a a una «determinació n primariamente sociorreligiosa» (Corn-
feld/Botterweck). Son los casos en que el Señ or manda expresamente:
«Porque en las ciudades que se te dará n no dejará s un alma viviente,
sino que a todos sin distinció n los pasará s a cuchillo; es a saber, al heteo
y al amorreo, y al cananeo y al fereceo, y al heveo y al jebuseo, como el
Señ or tu Dios te tiene mandado, para que no os enseñ en a cometer to-
das las abominaciones que han usado ellos con sus dioses, y ofendá is a
Dios vuestro Señ or». 22
Semejantes excesos de la fe tení an su origen, en primer lugar, en el
nacionalismo de aquel pueblo antiguo, sin duda uno de los má s extre-
mistas que se hayan conocido, unido a la rigurosidad de un monoteí smo
desconocido en aquellas regiones. Ambos elementos se potenciaban
mutuamente en la pretensió n de ser el pueblo elegido, jamá s abandona-
da por «el pueblo de Dios» ni siquiera durante las tribulaciones de la
diá spora, juzgada por su intolerancia, desde los tiempos má s antiguos,
como odium generis humani, aborrecimiento al gé nero humano o, como
escribió Tá cito, «adversus omnes alios hostile odium»; é ste, sin embar-
go, alaba la «pertinaz superstició n» de los judí os (pervicacia superstitio-
nis) y en sus Historias comenta que son un gé nero de personas odioso a
ojos de los dioses (genus hominum... invisum deis), un pueblo abomina-
ble {taeterrima gens), de costumbres «perniciosas y sucias», «absurdas y
ruines». La segunda condició n del fanatismo religioso judí o fue la con-
vicció n de que todos los «infieles» eran gente de costumbres corrom-
pidas, consecuencia é sta de su propia «idolatrí a»: los supuestos vicios
sexuales largamente detallados en el texto bí blico, las «abominaciones»
tremendas que hací an «impuras» las tierras, las «costumbres inmundas»
de los paganos, tales que «la tierra en que moran los escupe» y «cual-
quier persona que incurriere en alguna de estas abominaciones, será ex-
terminada de su pueblo. [... ] Yo soy el Señ or Dios vuestro». 23
Y pese a que los paganos siempre se mostraron dispuestos a recono-
cer al dios de los judí os, y pese a que, o precisamente porque, en lí neas
generales, conducí an sus guerras con menor crueldad, los israelitas de la
é poca predaví dica perpetraron los crí menes má s terribles, y celebraron
el genocidio como acció n agradable a los ojos del Señ or, casi como sí m-
bolo de la fe. Y esa «guerra santa», entonces y má s tarde llevada a cabo
con especial vehemencia, sin admitir ni negociaciones, ni pactos, sino
só lo el exterminio del enemigo, del incircunciso (o del no bautizado, del
«hereje», del «infiel»), es «un rasgo tí picamente israelita» (Ringgren).
Segú n la mayorí a de los aspectos, la descripció n veterotestamentaria del
libro de los Jueces, fechada entre 1200 y 1050, es decir, siglo y medio
despué s del «asentamiento», es una fuente de informació n si no del todo
fiable, sí bastante vá lida; y en ella apenas se menciona otra cosa que
«guerras santas». É stas empezaban siempre con bendiciones, despué s
de un perí odo de continencia sexual, y terminaban por lo general con la
liquidació n total del enemigo, hombres, mujeres y niñ os. «Las ruinas
de muchas aldeas y ciudades, repetidamente destruidas durante los si-
glos xn y XI, proporcionan el má s grá fico de los comentarios arqueoló -
gicos» (Cornfeld/Botterweck). 24
Tambié n el libro de Josué, correspondiente al mismo trasfondo his-
tó rico y, en general, vinculado estrechamente con el de los Jueces, des-
cribe la conquista de la tierra prometida como una «guerra santa de
Yahvé », llevada a cabo con una brutalidad insuperable. El Arca del
Alianza, garantí a de la presencia divina, acompañ aba a las masacres.
Con su ayuda, cruzaron el rí o Jordá n, y fue paseada durante siete dí as
alrededor de Jericó, mientras siete sacerdotes tocaban las trompetas
«ininterrumpidamente», despué s de lo cual se ejecutó el anatema «y pa-
saron a cuchillo a todos cuantos habí a en ella [en Jericó ], hombres y mu-
jeres, niñ os y viejos; matando hasta los bueyes, y las ovejas, y los as-
nos». De igual manera procedieron Josué y «los hijos de Israel» con to-
das las demá s poblaciones que redujeron a escombros y cenizas, como
Hai, Maceda, Lebna, Laquis, Egló n, Hebró n, Dabir, Asor, o Gabaó n,
donde, durante los combates, el sol «permaneció inmó vil en medio del
cielo casi todo un dí a» (si bien hoy, segú n la interpretació n cató lica de
monseñ or Rathgeber, este «relato increí ble de la Biblia» significa, sen-
cillamente, que el sol desapareció tapado por negras nubes). Y la «pala-
bra de Dios» repite con fatigante monotoní a: «Acabando con cuanto
habí a», «quitando la vida a todos sus habitantes», «acabando a filo de
espada con cuanto habí a», «de tal suerte los destrozó, que no dejó alma
viviente de ellos»; pero, eso sí, «repartieron entre sí todos los despojos
y los ganados de estas ciudades, despué s de haber quitado la vida a todos
los habitantes». 25
Es posible que el asentamiento de los israelitas no se realizase só lo
mediante campañ as de exterminio. Podemos imaginar que tambié n uti-
lizarí an la infiltració n lenta y que, poco a poco, se irí an confundiendo
con los autó ctonos. El mismo Yahvé mostraba, en principio, un talante
pací fico: «En el caso de acercarse a sitiar una ciudad, ante todas las co-
sas le ofrecerá s la paz; si la aceptase y te abriese las puertas, todo el pue-
blo que hubiere en ella será salvo y te quedará sujeto, y será tributario
tuyo», aunque en caso contrario, naturalmente, las Sagradas Escrituras
ordenan: «Pasará s a cuchillo a todos los varones de armas tomar que
hay en ella». De tal manera que apenas hubo paz en Palestina, utilizá n-
dose todos los recursos bé licos entonces conocidos: el espionaje, la em-
boscada, las maniobras y asaltos de noche, el minado de las murallas, la
penetració n a travé s de galerí as subterrá neas, el empleo de má quinas
balí sticas y otros muchos. (Sin embargo, durante mucho tiempo los is-
raelitas no tuvieron carros de combate ni caballerí a. Aquellos antiguos
nó madas no sabí an servirse de los caballos, que no fueron usados hasta
la entrada de Absaló n en Jerusalé n; por eso, Josué hizo que les cortaran
los tendones y mandó quemar los carros. Incluso David, que tambié n
ordenaba inutilizar los caballos de sus enemigos, tení a los asnos y los
mulos por ú nica montura. )26
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