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El asentamiento y el «buen Dios»




Israel

El paí s en donde surgió el cristianismo, una estrecha franja costera al
este del Mediterrá neo, en los confines occidentales de Asia, es un puen-
te entre el Asia Menor y el norte de Á frica, en particular Egipto. En este
«rincó n de las tormentas» entre ambos continentes rivalizaron las mayo-
res potencias de la Antigü edad. En é poca pre-israelita le llamaban Ca-
naá n (bajo este nombre aparece noventa y ocho veces en la Biblia), to-
pó nimo que seguramente deriva del acadio «kinnahu» que designaba a
la pú rpura, importante mercancí a de aquellos tiempos. Desde la con-
quista de Israel por los romanos bajo el emperador Adriano, en la se-
gunda guerra judí a, llevó el nombre de Palestina, ya que aqué llos pre-
tendí an borrar hasta el recuerdo del judaismo. En la Biblia no figura esa
denominació n; só lo en la Vulgata, es decir, en su traducció n al latí n apa-
rece la palabra palaestini, aunque se designa con é sta a los filisteos. A
veces, los romanos, y tambié n algunos autores bí blicos, aplicaron a toda
Palestina el nombre de su regió n meridional, Judea, de donde deriva el
nombre de judí os. Al principio, los ú nicos en utilizar ese nombre fueron
los no judí os, ya que aqué llos preferí an llamarse el pueblo de Israel. 6

En cambio, es relativamente rara la denominació n «la tierra de Is-
rael»; mucho má s a menudo encontramos la expresió n «tierra de Judá »
referida, como queda dicho, a toda Palestina, que en su é poca de mayor
expansió n tendrí a una superficie no superior a la de Sicilia. A todo
cuanto usurparon como «herencia» de disposició n divina le dieron tam-
bié n el nombre de «Tierra de Promisió n», como dice todaví a la Epí stola
a los Hebreos, o «Tierra Santa», siguiendo la costumbre segú n la cual, la
palabra santa tiende a cubrir con un manto deslumbrador los territorios,
las intenciones y los personajes má s oscuros. En el Talmud leemos, sen-
cillamente, «la tierra», lo que ha sido celebrado por Daniel Rops con in-
voluntaria ironí a: «¡ La tierra por antonomasia, la tierra de Dios! ». 7

El asentamiento y el «buen Dios»

Los israelitas, pueblo nó mada, pastores de ganado segú n algunos
investigadores, ocuparon parte de la tierra de Canaá n quizá en el si-


glo XIV a. de C., y con toda seguridad en el XIII, donde se fundieron con
otros invasores anteriores, los hebreos; proceso que intuimos pací fico a
medias, y en todo caso difí cil, histó ricamente llamado asentamiento y
que sigue siendo un problema muy discutido. No obstante, es indudable
que hay que buscar sus orí genes en el debilitamiento de la autoridad
egipcia. Las doce tribus, que hasta entonces habí an vivido separadas,
cada una por su cuenta, formarí an una «anfictioní a» de fuerte matiz reli-
gioso, una especie de Estado teocrá tico cuyos centros serí an los santua-
rios o lugares de peregrinació n. Con el tiempo, estas tribus se unieron
alrededor del culto a Yahvé, pues no fue una unidad natural o consan-
guí nea, sino que se basaba en la «alianza» con este dios. Ciertamente,
adoraban ademá s a otras divinidades y espí ritus, como El, de origen se-
mí tico, una deidad dotada de un miembro particularmente voluminoso,
que luego acabó confundié ndose con Yahvé. Conocieron tambié n el
culto a los astros, a las fuerzas de la naturaleza, a las divinidades domé s-
ticas {teraphim), a ciertos animales (el becerro, la serpiente), a lugares
sagrados como á rboles, fuentes y rocas.

Poco a poco, los israelitas fueron destruyendo la nutrida red de las
ciudades-Estado cananeas de la ú ltima Edad del Bronce, que se exten-
dí an en las comarcas de Palestina y Siria y eran defendidas por ejé rcitos
en parte mercenarios, de un nivel cultural bastante superior; en suma,
un paí s por el que, como sabemos, corrí an la leche y la miel: «Y os di tie-
rras que vosotros no habí ais labrado, y ciudades que no habí ais edifica-
do, para que habitaseis en ellas, y os di viñ as y olivares que no habí ais
plantado». Todo esto puso Yahvé en sus manos. Y junto a las constantes
matanzas de cananeos (en el Antiguo Testamento llamados tambié n
«amorró os» e «hititas», y descritos como totalmente degenerados), los
israelitas lucharon contra amonitas y moabitas; de estos ú ltimos vencie-
ron en cierta ocasió n, segú n la Biblia, a «unos 10. 000 hombres, robustos
y valerosos». Y pelearon siempre contra los filisteos, de los que Samgar
mató é l solo a 600, segú n se afirma, «con una reja de arado», a lo que
apostilla el traductor Lutero que aqué l fue el «libertador de Israel». Pre-
cisamente, la enemistad contra los filisteos, quienes, procedentes segu-
ramente de las islas del Egeo, dominaban cinco ciudades costeras
(Gaza, Astod, Ekron, Ascaló n y Gath), sirvió para dar forma al delirio
nacionalista judí o y forjar la unió n de las tribus, antes mal avenidas. Los
israelitas guerrearon contra los tiskal, los midianitas, los á rameos y,
có mo no, tambié n contra ellos mismos, hasta el punto que Bethel ( = la
casa de Dios), pongamos por caso, fue destruida cuatro veces entre los
añ os 1200 y 1000 a. de C. 8

Ahora bien, esas batallas no eran «profanas», aventuras de vagabun-
dos sanguinarios, salteadores de caminos ni bandidos de la estepa, como
los llama una cró nica contemporá nea de Tell-el-Amarna, sino obra de
«un reino sacerdotal y nació n santa» (Ex. 19, 6), de pastores de cará c-
ter puro, en los que «ardí a el Espí ritu divino» (Noth), a las ó rdenes de
«caudillos carismá ticos» (Wü rthwein). A la cabeza de todos ellos com-


batí a Yahvé, el que no perdona a nadie su castigo, cuya nariz exhala
humo y cuya boca escupe «fuego devorador», el que «arroja llamas»,
hace llover azufre, enví a serpientes encendidas y la peste, el «Señ or de
los Ejé rcitos», de las «huestes de Israel», el «guerrero justo», el «hé roe
terrible», el «dios terrible», el «dios celoso, que castiga en los hijos la
maldad de los padres hasta la tercera y la cuarta generació n de los que le
aborrecen». Cierto que alguna vez Yahvé «usa de misericordia» y reali-
za acciones «salví ficas». Pero si alguna vez se preocupa por los paganos,
ello só lo sucede en la medida que «los gentiles eran judí os en potencia»
(Fairweather). Por lo demá s, de é l só lo emanan «tribulaciones», «des-
trucció n», no poca «ruina sú bita», por ser «para los habitantes de toda la
tierra». Cuando hace acto de presencia, el mundo tiembla, se estreme-
cen las montañ as y los enemigos caen como moscas. La regla de oro
para el trato con una ciudad enemiga: «Cuando gracias a Yahvé, tu Se- V"
ñ or, haya caí do en tus manos, pasará s por la espada a todos los hombres '" \
que en ella habiten, y será n tuyas las mujeres y los niñ os así como las
bestias y todo cuanto hubiere en ella». Evidentemente, tan misericor-
dioso trato só lo está reservado a los enemigos lejanos; a los má s pró xi-
mos: «Ni uno solo debe quedar con vida». 9

Pero ese Dios, obsesionado por su absolutismo como ningú n otro en
toda la historia de las religiones, y de una crueldad asimismo inigualada,
es el mismo Dios de la historia del cristianismo. Todaví a hoy pretende que
la humanidad crea en é l, que le rece, que entregue la vida por é l. Es un
Dios tan singularmente sanguinario que «absorbió lo demoní aco». Porque, ^
«siendo é l mismo el demonio má s poderoso, no necesitó Israel demonios de
ninguna otra especie» (Volz). Es un Dios que hierve de celos y de afá n
de venganza, que no admite ninguna tolerancia, que prohibe del modo má s
estricto las demá s creencias e incluso el trato con los infieles, los goyim,
por antonomasia calificados de rasha, gente sin dios. Contra é stos recla-
ma «espadas bien afiladas» para ejercer el «exterminio»..., «por sus erro-
res, ¡ aleluya! ». «Cuando el Señ or Dios tuyo te introdujere en la tierra que -^
vas a poseer, y destruyere a tu vista muchas naciones [... ] has de acabar
con ellas sin dejar alma viviente. No contraerá s amistad con ellas, ni las
tendrá s lá stima; no emparentará s con las tales, dando tus hijas a sus hijos,
ni tomando sus hijas para tus hijos [... ]. Exterminará s todos los pueblos
que tu Señ or Dios pondrá en tus manos. No se apiaden de ellos tus ojos. »10

Nada complace tanto a ese Dios como la venganza y la ruina. Se em-
briaga de sangre. Desde el «asentamiento», los libros histó ricos del An-
tiguo Testamento «no son sino larga cró nica de matanzas siempre reno-
vadas, sin motivo y sin misericordia» (Brock): «Ved có mo Yo soy el solo
y ú nico Dios, y có mo no hay otro fuera de Mí [... ]. Vivo Yo para siem-
pre, que si aguzare mi espada y la hiciere como el rayo, y empuñ are mi
mano la justicia, tomaré venganza de mis enemigos [... ]. Embriagaré de
sangre suya mis saetas, de la sangre de los muertos y de los prisioneros,
que a manera de esclavos van con la cabeza rapada; en sus propias car-
nes cebarse ha mi espada». n


El 7 de febrero de 1980, el teó logo judí o Pinchas Lapide inauguraba
en la Universidad de Munich unas sesiones de la «Sociedad para la cola-
boració n judeo-cristiana» con una conferencia sobre «Lo especí fico del
judaismo»; en ella habí a la afirmació n siguiente: que si fuese preciso re-
sumir la fe de Israel en una sola frase, de manera telegrá fica, la misma
tendrí a que ser «la sed de unidad». Prescindiendo de que la sed de uni-
dad, como nos enseñ a la historia, suele acarrear consecuencias catastró -
ficas, ¿ no serí a má s justo hablar de sed de sangre? Pero Lapide, como
casi todos los teó logos, en realidad no piensa en la historia bí blica, sino
en la teologí a, y por eso deduce como «primera consecuencia del mono-
teí smo judí o» la existencia de una «é tica unitaria», ¡ y afirma que el valor
má s elevado de dicha fe serí a el respeto a la vida humana!, «porque,
para salvar una vida, y aunque fuese la propia, no só lo pueden, sino que
deben quebrarse temporalmente casi todos los mandamientos... ». Sin
embargo, ¿ no nos enseñ a la historia bí blica de Israel (y no pocos episo-
dios de la contemporá nea) que, en efecto, los mandamientos se quie-
bran a menudo, aunque no para salvar vidas, sino para destruirlas? Lo
que no obsta para que Lapide llegue a esta segunda conclusió n: que el mo-
noteí smo judí o implica «la igualdad de todos los hijos de Dios» y «el mis-
mo derecho de todos los mortales a la salvació n», en concordancia con
el «mensaje gozoso del monte Sinaí, que ahoga en germen toda preten-
sió n de pueblo elegido.. -». 12

Sin embargo, en la Biblia, tal como nosotros la conocemos, predo-
mina un tono muy diferente. Ese Dios de la Biblia es incluso peor que su
pueblo. No exige respeto a la vida humana, ni reconoce la igualdad en-
tre todos, ni el derecho de todos a la salvació n por igual, sino todo lo
contrario. Una y otra vez protesta contra el que no se hayan ejecutado
sus ó rdenes de exterminio, de que se haya confraternizado excesivamen-
te con los infieles. «Tampoco exterminaron las naciones que les habí a
mandado el Señ or, antes se mezclaron con los gentiles, y aprendieron
sus obras, y dieron culto a sus í dolos, y fue para ellos un tropiezo... »
Porque ese Dios quiere ser un Dios exclusivo, que no consiente a su lado
ninguna otra cosa, «always at war with other gods» (Dewick). Los riva-
les deben desaparecer. Se anuncia la guerra total de religió n..., tabula
rasa!
«Asolad todos los lugares en donde las gentes, que habé is de con-
quistar, adoraron a sus dioses... Destruid sus altares y quebrad sus esta-
tuas; entregad al fuego sus bosques profanos; desmenuzad los í dolos y
borrad sus nombres de aquellos lugares. » Ó rdenes tantí simas veces reite-
radas por «el buen Dios» en el Antiguo Testamento. Y si alguno se niega,
o incluso propone servir a dioses ajenos, aunque sea el hermano, el hijo o
la hija, «o tu mujer, que es la prenda de tu corazó n», debe morir, y «tú
será s el primero en alzar la mano contra é l.. . ». 13

La traició n contra Yahvé, muchas veces visto en la figura del «espo-
so» (aunque no de diosas, por supuesto, ni siquiera de una sola diosa,
sino del pueblo de Israel) merece con frecuencia el nombre de «fornica-
ció n», lo que ha de entenderse al pie de la letra: la madre se «prostitu-


ye», los hijos son unos «bastardos», las hijas unas «rameras», las novias
«unas adú lteras», los hombres siguen a las «fornicarias», a las «prostitu-
tas del templo», «la nació n abandona al Señ or por amor a la fornica-
ció n», ha aceptado «el salario de la inmundicia»; a veces «la palabra de
Dios» no titubea en describir la «Tierra de Promisió n», la «Tierra San-
ta», como una especie de paraí so del leocinio. Ejemplar, así, la conduc-
ta del profeta Oseas, el que engañ ó a su mujer en los ritos cananeos de la
fecundidad, lo que sin duda no dejarí a de servirle de inspiració n; pero
tambié n Jeremí as compara la idolatrí a de Israel con el comportamiento
de las bestias en celo: «Reconoce lo que has hecho, dromedaria desati-
nada, que vas girando por los caminos cual asna silvestre, acostumbrada
al desierto, que en el ardor de su apetito va buscando con el olfato aque-
llo que desea... ». 14

En el caso de que este pueblo desobedezca, Yahvé le anuncia horro-
res inenarrables, castigos de «hambre y [... ] un ardor que os abrasará los
ojos y consumirá vuestras vidas [... ] y enviaré contra vosotros las fieras
del campo, para que os devoren a vosotros y a vuestros ganados». Y si-
gue amenazando: «Maldito será s en la ciudad y maldito en el campo [... ]
y enviará el Señ or sobre tí hambre y necesidad [... ] y hará el Señ or que
se te pegue la peste, hasta que acabe contigo, en la tierra en cuya pose-
sió n entrares [... ] te herirá el Señ or con las ú lceras y las plagas de Egip-
to, y en el sieso, y tambié n con sarna y comezó n, de tal manera que no
tengas cura [... ] te herirá el Señ or con ú lceras maligní simas en las rodi-
llas y en las pantorrillas, y de un mal incurable desde la planta del pie
hasta la coronilla [... ] el Señ or acrecentará tus plagas y las de tu descen-
dencia, enfermedades malignas e incurables», 15 y así sucesivamente.

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