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INTRODUCCIÓN GENERAL 3 страница




Indudablemente, la historia en su globalidad es tambié n acció n huma-
na ú nica e irrepetible. Sin duda, la dimensió n antropoló gica subrayada
por el historicismo, la categorí a de la individualidad, tiene sus derechos
en esto como en todo: la importancia de la idiosincrasia de una persona
determinada, la relevancia del cará cter ú nico de los fenó menos. Pero
tambié n está lo general, lo comú n, lo constante, mil veces demostrado
empí ricamente, sin que por eso sea necesario creer como Hobbes, pon-
gamos por caso, o como Gobineau y como Burke, en la posibilidad de
cultivar la historia con la perfecció n y la precisió n de las ciencias natu-
rales; esa historia de la que el mismo Edmund Burke escribió, en 1790
(en sus Reflections on the Revolution in France), que estaba hecha en su
mayor parte «de la miseria que impera en el mundo por causa de la vani-
dad, la ambició n, la codicia, la venganza, la lujuria, la insumisió n, la hi-
pocresí a, y todas las demá s pasiones desatadas. [... ] Estos vicios son la
causa de aquellas tormentas. La religió n, la moral, las leyes, las prerro-
gativas, los privilegios, no son má s que pretextos». Y el mismo Kant de-
cí a no poder encontrar ninguna intenció n racional y propia en los hom-
bres y en sus juegos, refirié ndose a «la marcha absurda de los negocios
humanos» y afirmando no poder evitar «un cierto enojo cuando uno
contempla lo que sucede, por acció n y por omisió n, en el gran teatro del
mundo, y que pese a ocasionales asomos de prudencia, al fin se mezclan
en todo la necedad, la infantil vanidad, y tambié n no menos infantiles
actos de malicia y afá n destructivo; de manera que, en conclusió n, no
sabe uno qué opinar de esta especie nuestra, tan pagada de sus supues-
tas prendas». 33

Muchos sucesos abonan estas opiniones de Burke y de Kant, sobre
todo despué s de los dos siglos transcurridos. Parece como si la humani-


dad careciese de capacidad para elevarse y redimirse de la miseria mo-
ral. En efecto, lo histó rico es el infierno, y la historia la resurrecció n de
lo que no deberí a volver nunca; un espectá culo ruin, en el que los pue-
blos (perros encadenados que sueñ an con la libertad) mueren má s pron-
to bajo las consignas que é stas bajo los pueblos. De esta manera, gober-
nar, por lo general, no significa sino impedir la justicia, hacer lo menos
posible para muchos y lo má ximo para muy pocos; y el derecho tampoco
es la precondició n de la justicia, sino que sirve ú nicamente para evitarla
y prevenirla. Summa sumarum: que no se puede hablar de é tica a los
que só lo creen en la «polí tica de las realidades». Como dicen los chinos,
habí ale de ideas a un chacinero y creerá que está s hablando de cerdos.
Las ideas no son sino las bambalinas del escenario del mundo; en la es-
cena, mientras unos mueren otros rí en entre bastidores. El militarismo
es la mí stica del homicidio, la historia apenas otra cosa sino negocios, la
riqueza pocas veces otra cosa sino el residuo de los crí menes, y mientras
los unos se desmayan de hambre los otros está n hartos antes de sentarse
a la mesa. El hecho de que, cuando salgamos de este mundo, como la-
mentaba Voltaire, hayamos de dejarlo tan necio y mí sero como lo en-
contramos al nacer, parece todaví a una idea soportable ante la sospecha
de que dentro de dos mil añ os aú n será tan necio y mí sero como lo era
dos mil añ os antes de nosotros.

Tal vez fuese otro el juicio, o mejor dicho seguramente lo serí a, si
pudié ramos abarcar totalmente la historia, el conjunto del universo hu-
mano, aunque a mi modo de ver eso quizá serí a peor. Pero la verdad es
que el conocimiento completo de los hechos es utó pico, limitado nues-
tro saber histó rico, perdidas o intencionadamente destruidas muchas in-
formaciones valiosas; de la mayorí a de los acontecimientos, ademá s, ja-
má s quedó comprobante alguno. Todo cuanto sabemos, a excepció n de
algunos testigos de piedra, visibles o desenterrados por los arqueó logos,
se lo debemos a la historiografí a. Y por minú scula que sea la noticia que
ella nos da, nada má s podemos averiguar: quod non est in actis, non est
inmundo.

Como cualquier otro historiador, yo só lo contemplo una historia de
entre las incontables historias posibles, particular, peor o mejor delimi-
tada; e incluso de ese aspecto parcial no puede considerarse todo el «com-
plejo de la acció n», idea absurda, dado ademá s el volumen de los datos
existentes: teó ricamente imaginable, pero prá cticamente imposible y ni
siquiera deseable.

No. El autor que se proponga escribir La historia criminal del cristia-
nismo
se ve constreñ ido a mencionar só lo el lado negativo de esa reli-
gió n. No presentará un continuum sin fisuras, cosa tambié n imposible,
por supuesto, sino un «modelo de realidad» conforme a su propó sito, en
el que señ alará ú nicamente los hechos má s destacados y sintomá ticos
del devenir cronoló gico, los rasgos esenciales e histó ricamente relevan-
tes, los que acarrearon las consecuencias má s graves, los efectos má s ne-
gativos y terribles, cuyo peso ha excedido a fin de cuentas el de los su-


puesta o realmente positivos. Quiero mostrar asimismo la tendencia que
determina la historia, esa tendencia de fondo que ha condicionado o
marcado durante esos dos mil añ os los destinos de las generaciones y las
naciones, influidas, dominadas o combatidas por el cristianismo; señ alaré
las cabezas y las ideas rectoras de esa polí tica cristiana, sus declaracio-
nes, sus acciones, y muchos miles de hechos, hechos tí picos, no alinea-
dos intencionadamente en un contexto tendencioso, ni con intenció n
maliciosa ni calumniadora, sino presentados en su verdadero y propio
contexto.

Quien prefiera leer acerca de otros aspectos, que lea otros libros: La
fe gozosa,
por ejemplo, El Evangelio como inspiració n, ¿ Es verdad que
los cató licos no son mejores que los demá s?, ¿ Por qué amo a mi Iglesia?,
El cuerpo mí stico de Cristo, Bellezas de la Iglesia cató lica. Bajo el manto
de la Iglesia cató lica. Dios existe (Yo le he conocido). El camino del gozo
hacia Dios, La buena muerte del cató lico. Con el rosario hacia el Cielo,
SOS desde el Purgatorio, El heroí smo del matrimonio cristiano. ^

O si le parece demasiado monó tona esa selecció n, provista casi siem-
pre de Imprimatur, hay otros heroí smos, no só lo el del matrimonio cris-
tiano: Heridas del hé roe. La Cruz en el hospital de campañ a. Nuestra
guerra (Consideraciones é ticas), La conciencia é ticorreligiosa durante la
guerra mundial. La guerra mundial a la luz de los sermones de campañ a
del protestantismo alemá n. Lucha y victoria (Ideas en Viernes Santo y
Pascua como mensaje de la Patria para el Ejé rcito y la Armada), Libro
de himnos para el personal militar evangé lico. Bendiciones para el fren-
te de batalla. El pastor de almas en la guerra. Pastores en el ejé rcito de
Hitler, ¡ A las armas!. Fidelidad hasta la muerte. Caí dos en el seno del Se-
ñ or, Jó venes caí dos con honor. Bienaventurados sean los caí dos, Marí a
Auxiliadora de Occidente (Fá tima y la «Vencedora en todas las batallas de
Dios»: el combate decisivo en Rusia)
. 34a

¡ La literatura procristiana! Má s numerosa que las arenas del mar:

contra 10. 000 tí tulos apenas uno por el estilo de esta Historia criminal
del cristianismo.
Sin olvidar los millones de ejemplares que suman las in-
contables publicaciones perió dicas confesionales, y que medio mundo
anda lleno de reclutadores profesionales del cristianismo, de iglesias,
de conventos; incluso las pequeñ as pantallas está n saturadas de Cruz y de
Cristo, hasta el punto de que si Goethe viviera hoy, tendrí a motivos
para repetir aquel sarcasmo suyo: «Entre tantas cruces y cristos/al Cris-
to verdadero y a su Cruz han ocultado»; en nuestros televisores veremos
desde la ingeniosa Palabra de Dios dominical hasta las infiltraciones en
todas las emisiones imaginables de todos los espacios culturales, sin ol-
vidar la bendició n papal urbi et orbe en no sé cuá ntos idiomas. Y resulta
que verdaderamente hay entre los cristianos hombres de buena volun-
tad, como sucede en todas las religiones y en todos los partidos, lo que
no debe tomarse como dato en favor de esas religiones y partidos, por-
que si eso se admitiese, ¡ cuá ntos sinvergü enzas testimoniarí an en con-
tra! Hay incluso pastores que se inmolan voluntariamente por sus ove-


jas..., aunque los jefes de esos pastores prefieran comé rselas. Porque
todas las religiones viven, en parte, del hecho que algunos de sus cre-
yentes son mejores que ellas. Y los cristianos buenos son los má s peli-
grosos, porque tienden a confundirse con el cristianismo, o para decirlo
con las palabras de Lichtenberg, «existen muchos cristianos justos, in-
discutiblemente, só lo que no es menos cierto que sus obras in corpore y
como tales nunca han servido para gran cosa». 35

Juicios semejantes y expresados en té rminos bastante má s contun-
dentes los hallamos en personajes tan diferentes entre ellos como Gior"
dañ o Bruno, Bayie, Voltaire, Diderot y Helvecio, Goethe, Schiller y
Schopenhauer, Heine y Feuerbach, Shelley y Bakunin, Marx, Mark
Twain o Nietzsche. O como Hebbel, quien vio que «el cristianismo trajo
al mundo escasas bendiciones y muchas desgracias», observació n en la
que, dice, «coinciden muchas de las cabezas mejores y má s nobles».
Y halla las causas no en la Iglesia cristiana, como la mayorí a de los crí ti-
cos, sino «en la religió n cristiana», esa «peste de la Humanidad», «ger-
men de toda discordia»: «Odio y aborrezco el cristianismo»; y quiere
plantear «a la altanerí a cristiana una ú nica pregunta: ¿ có mo se explica-
rí a que todo el que alguna vez fue importante en este mundo pensó del
cristianismo lo mismo que pienso yo? ». 36

Que los cristianos, repitiendo la expresió n de Lichtenberg, in corpo-
re
y en sus obras como tales nunca han servido para gran cosa, y que te-
nemos pleno derecho a compartir el desprecio de Hebbel hacia el cris-
tianismo; es lo que se propone demostrar esta historia de «los crí menes
del cristianismo».

¿ En qué se basa mi trabajo?

Lo mismo que la mayorí a de los estudios histó ricos, se basa en las
fuentes, en la «tradició n», en la historiografí a contemporá nea. Es decir,
sobre todo en textos. Se funda en la bibliografí a histó rica secundaria
y sus ciencias auxiliares, la numismá tica, la herá ldica, la sigilografí a y
otras, sin olvidar la utilidad de ciertas disciplinas parciales y estudios ve-
cinos, en particular, como es ló gico, la historia de la Iglesia con sus mú l-
tiples apartados que se entrecruzan: la historia de las misiones, la de la
fe, la de las doctrinas teoló gicas y los dogmas, las vidas de má rtires y
otros religiosos, la historia del papado e incluso la historia de las «devo-
ciones». Hay que tener en cuenta, asimismo, a la arqueologí a, la histo-
ria econó mica y social, la historia del derecho comú n y constitucional, la
historia militar y de la guerra, la geografí a y la estadí stica. Un espectro
tan amplio de disciplinas, en muchas de las cuales las investigaciones se
hallan ademá s tan avanzadas que incluso los especialistas tienen dificul-
tad en seguirlas, só lo puede explotarse de manera parcial, incompleta.

Sin embargo, hay una cuestió n má s importante que la de las bases de
mi trabajo, bastante obvias por otra parte. Esa cuestió n es: ¿ có mo veo
yo la historia? ¿ Y có mo la describiré? Porque las diferencias de plantea-


miento metodoló gico suelen determinar desde el primer momento los
puntos de vista y las valoraciones. Un teó rico de la ciencia como Wolfgang
Stegmü ller ha llegado a afirmar que «el mé todo elegido determina en
grado decisivo la perspectiva teoré tica resultante de la investigació n». 37

Nadie creerá que el autor de una Historia criminal del cristianismo
vaya a tomar de la Revelació n, ni de Roma, los principios de su historio-
grafí a, ni siquiera de una noció n protestante de la Iglesia, por espiritua-
lizada que nos la presenten, ni de ninguna interpretació n teoló gica de la
historia por «progresista» que se pretenda. Esos saltos mistificantes de
fronteras, hacia las categorí as de la perspectiva sobrenatural, ese pasar
de la historia a la «intrahistoria» y de las esferas terrestres a las celestes,
quedan reservados a los apó stoles del delirio histó rico-salví fico, a los
numerosos lacayos de la Iglesia condicionados desde el seno materno y
la familia, pasando por el bautismo (es decir, en el fondo, por un azar
geográ fico) y hasta llegar a los honores, a los premios, a las cá tedras, a
las prebendas, aunque en el fondo, segú n me ha demostrado la expe-
riencia, sean unos «creyentes» tanto má s escé pticos cuanto má s inte-
ligentes.

Pero ¿ qué diré de mi propia objetividad? ¿ Acaso no soy parcial tam-
bié n? ¿ No hablo desde mis propios prejuicios?

¡ Naturalmente! Como cualquier hijo de vecino. Porque todos somos
subjetivos, todos estamos condicionados por mú ltiples influencias, indi-
viduales y sociales, por nuestro origen, nuestra educació n, nuestro am-
biente social, nuestra é poca, las experiencias de nuestra vida, los intere-
ses que nos llevan a explorar estas o aquellas á reas del conocimiento, por
nuestra religió n o irreligió n; en fin, por una multiplicidad de influjos va-
riados y toda una red de ví nculos determinantes.

Si todos estamos condicionados, lo mismo cabe decir del historiador.
El primero en admitirlo, para lo tocante a la ciencia histó rica, fue Chia-
denius. Así que yo tambié n tengo mi «punto de mira», segú n la termi-
nologí a un poco obsoleta de Chiadenius, o mi «posicionamiento», de
acuerdo con la noció n clá sica introducida por Kari Mannheim en la so-
ciologí a de la ciencia; sin duda, estoy tambié n determinado por un cier-
to clima de opinió n contemporá neo, por mis estudios y por los demá s
conocimientos que he ido adquiriendo. Admito que antes de ponerme a
escribir habí a tomado ya ciertas decisiones; só lo un inconsciente podrí a
abordar una tarea así desde una pretensió n de completa imparcialidad.
Pero, prescindiendo de que una investigació n iniciada desde esa ó pti-
ca apenas conseguirí a interesar a nadie, ni siquiera el má s ignorante po-
drí a seguir sié ndolo por tiempo indefinido, porque no tardarí a en formar-
se algunas «opiniones previas», de cualquier signo que fuesen. 38

Uno de mis crí ticos me acusaba de «parcialidad» por exponer en el
pró logo de un trabajo mí o ciertas tesis que, a su entender, debí an figu-
rar al final. Prescindiendo de que yo, como la mayorí a de los autores,
suelo escribir el pró logo cuando la obra está terminada, cuando empie-
zo un libro, naturalmente, y tambié n como la mayorí a de los autores,


tengo una idea bastante aproximada de lo que voy a poner en é l. Esto lo
sabe cualquiera que haya escrito aunque só lo sea una carta. Hay que se-
ñ alar que la investigació n y la descripció n, en historia, no só lo viven de
coincidencias, como dice Droysen, sino que las buscan deliberadamen-
te. Es preciso «saber lo que se busca, porque só lo así lo encuentra uno;

las cosas hablan con tal de que uno sepa preguntarles». 39

Despué s de estudiar la historia, y en particular la del cristianismo,
durante muchos lustros, y a medida que uno va conocié ndola mejor, se
forma una cierta Filosofí a de la historia (Voltaire fue el primero que uti-
lizó ese té rmino), una cierta opinió n del cristianismo, no peor, porque
no podí a serlo, y repito que no soy el ú nico que piensa así. Pero cuando
expongo sin rodeos mi subjetividad, mi «punto de mira» y mi «posicio-
namiento», me parece que demuestro mi respeto al lector mejor que los
escribas mendaces que quieren vincular su creencia en milagros y profe-
cí as, en transubstanciaciones y resurrecciones de entre los muertos, en
cielos, infiernos y otros prodigios, con la pretensió n de objetividad, de
veracidad y de rigor cientí fico.

¿ Acaso no soy yo, con mi parcialidad confesa, menos parcial que
ellos? ¿ Es que mi experiencia, mi formació n, no me autorizan a formar-
me una opinió n má s independiente acerca del cristianismo? Al fin y al
cabo yo abandoné el cristianismo, pese a haberme formado en un hogar
proiundamente religioso, tan pronto como aqué l dejó de parecerme
verdadero, con lo que no dejaba de privarme de ciertas oportunidades
que, de otro modo, quizá habrí an estado a mi alcance. ¡ Siempre me sor-
prende comprobar có mo el partido cristiano niega seriedad a las inter-
pretaciones de la historia sovié tica ofrecidas por historiadores sovié ti-
cos, mientras toma muy en serio las interpretaciones cristianas de los
teó logos cristianos!

Admitá moslo: todos somos «parciales», y el que pretenda negarlo
miente. No es nuestra parcialidad lo que importa, sino el confesarla, sin
fingir «objetividades» imposibles ni elevar pretensiones de «verdades
eternas». Lo que importa es la cantidad y la calidad de las pruebas que
aduzcamos para documentar nuestra «parcialidad», si las fuentes utili-
zadas son relevantes, si el instrumental metodoló gico, el nivel de argu-
mentació n y la capacidad crí tica son adecuados. Lo decisivo, en fin, es la
superioridad palmaria de una «parcialidad» sobre otra.

¡ Todos somos parciales! Todo historiador tiene sus determinantes
vivenciales y psí quicas, sus opiniones previamente formadas. La situa-
ció n de cada uno está socialmente determinada, en funció n de la clase y
del grupo. Todos tenemos nuestras simpatí as y nuestras antipatí as, co-
nocemos nuestras hipó tesis favoritas y nuestros sistemas de valores.
Cada cual juzga de manera personal, especulativa, condicionado por su
propio horizonte mental a la hora de plantearse los problemas, y en el
trasfondo de sus trabajos pueden hallarse siempre «explí citas, o implí ci-
tas como sucede má s a menudo [... ] convicciones de alcance muy gene-
ral acerca de la Filosofí a de la historia» (W. J. Mommsen). 40


Esto es particularmente cierto en el caso de los historiadores que
má s se empeñ an en negarlo, porque son los que má s mienten..., y luego
se echan mutuamente los perros del cristianismo; qué ridí culo, cuando
leemos que los cató licos acusan de «parcialidad» a los protestantes, los
protestantes a los cató licos, cuando miles de teó logos de las má s varia-
das confesiones se lanzan mutuamente tan socorrido reproche. Por
ejemplo, cuando el jesuí ta Bacht quiere ver en el protestante Friedrich
Loofs «un exceso de celo reformado en contra de la condició n moná sti-
ca como tal», motivo por el cual «sus opiniones son demasiado unilate-
rales». ¿ Y có mo no iba a opinar con parcialidad el jesuí ta Bacht cuando
se refiere a un reformado, é l, que pertenece a una orden cuyos miem-
bros tienen la obligació n de creer que lo blanco es negro y lo negro blan-
co, si así lo manda la Iglesia? 41

Lo mismo que a Bacht, a todos los teó logos cató licos el há bito de la
obediencia incondicional se les impone a travé s del bautismo, el dogma,
la cá tedra, la licencia eclesiá stica para imprimir y otras muchas obliga-
ciones y cortapisas. Y así viven añ o tras añ o, disfrutando de un sueldo
seguro, a cambio de propugnar una determinada opinió n, una doctrina
concreta, una interpretació n determinada de la historia, fuertemente
impregnada de teologí a. De la que pocos se atreven a renegar, porque
las consecuencias pueden ser terribles. En Italia, una vez firmado el
Concordato de 1929 con Mussolini, los clé rigos que colgaban la sotana
no podí an enseñ ar en ningú n centro ni desempeñ ar cargo pú blico alguno.
Todos y cada uno de estos casos eran tratados durante lustros «como si
hubiesen asesinado a alguien, con el objeto de conseguir que los rene-
gados sean arrojados a la calle sin contemplaciones y se mueran de ham-
bre» (Tondi, S. J. ). Es bien significativo que el cardenal Faulhaber, de
Munich, recomendase expresamente ese artí culo 5 del Concordato ita-
liano a la atenció n de Adolf Hitler, como hizo el 24 de abril de 1933, es
decir, sin pé rdida de tiempo. Pero los lacayos de la Iglesia no dimiten; al
contrario, cuanto mayor sea su inteligencia y má s profundo su conoci-
miento de la historia, má s prefieren seguir fingiendo; no tanto para en-
gañ arse a sí mismos, sino para seguir cultivando el engañ o de los demá s.
Por ejemplo, acusando de parcialidad a los adversarios de su confesió n
y fingiendo creer que, en cambio, los cató licos se encuentran a salvo de
tal defecto; como si existiese, de dos mil añ os acá, otra parcialidad má s
pé rfida que la cató lica. Precisamente por eso, ellos se certifican siem-
pre a sí mismos el má s invariable respeto a la verdad cientí fica y a la
objetividad. 42

Mientras tanto, la consideració n de la historia como ciencia, como
saber objetivante, y la posibilidad de la objetividad en el terreno cientí -
fico (que es un problema de «teorí a de la historia») está siendo puesta
en duda o negada tajantemente por los mismos historiadores, y digo
má s, por los «especialistas». En nuestra sociedad, el que no figura en la
nó mina de la industria cientí fico-histó rica establecida, en el muy ilustre
gremio de la interpretació n universitariamente homologada, siempre en


cabeza de las investigaciones, lo que equivale a decir siempre atento a la
pró xima vuelta de la tortilla del poder, simplemente no existe. Al me-
nos de momento..., porque a veces se cambian las tornas. He leí do a de-
masiados historiadores como para respetarlos mucho; por el mismo mo-
tivo, a algunos, pocos, los respeto tanto má s. En la mayorí a de los casos,
sin embargo, la lectura de libros de historia puede ser tan ú til como la
lectura del vuelo de los pá jaros que hací an los antiguos augures. No en
vano un hombre tan notable en su especialidad como el francé s Fernand
Braudel nos previene contra «1'art pour 1'art» en los dominios de la his-
toria. Y segú n William O. Aydelotte, un experto inglé s, el criterio del
consenso en el seno del grupo erudito «con frecuencia conduce a un do-
minio insuficiente del oficio», ya que el historiador podrí a caer bajo el
dominio de «influencias externas» y tal vez acabarí a por decir «no lo que
refleja sus verdaderas convicciones u opiniones, sino lo que cree que pue-
de agradar a su pú blico». 43

Cuan revelador el hecho de que cada generació n de historiadores se
dedique a reescribir la misma historia, a revisar esa antigua periodifi-
cació n y esos personajes tradicionales, exactamente como hizo la genera-
ció n anterior de sabios con las obras de sus predecesores, ¿ y sin duda para
verse a su vez puesta en tela de juicio por la siguiente? Porque, ¿ se sigue
discutiendo de un asunto cuando é ste ha quedado bien resuelto? Parafra-
sear un relato, ¿ aporta algo nuevo al mismo? ¿ Es eso investigació n, pro-
greso y profundizació n del saber? En historiadores del pasado encuentro
a menudo cosas mejores, y a veces mucho mejores, que en los modernos.

Naturalmente, los historiadores han buscado explicaciones para esa
«reinterpretació n de la historia» (Acham), para sus «innovaciones his-
toriográ ficas» (Rü sen), explicaciones seductoras muchas veces, pero
que no quitan el hecho de que la generació n de historiadores que les
suceda volverá a escribir la historia a su vez. Entre los unos y los otros
surgen nuevos criterios, ideas predominantes, modos de expresió n,
mé todos y «modelos», apreciaciones y depreciaciones dictadas por las
modas, claves que adquieren o pierden vigencia segú n el interé s de la
é poca. Durante el siglo xix predominó la «historia de acontecimientos»,
hoy los estudios se vuelven má s hacia la «historia cuantitativa». Tam-
bié n hay posiciones mediadoras. De vez en cuando alguien recupera las
té cnicas antiguas, si es que en realidad no las hemos conservado siem-
pre, de la «histoire é vé nementielle» narrativa que, siguiendo una tradi-
ció n que se remonta a la Antigü edad y que contempla la historia como
una disciplina principalmente literaria, habí a sido desplazada en casi to-
das partes, con la posible excepció n de Inglaterra, por la «histoire struc-
turelle», la reflexió n analí tica, el discurso crí tico, la fijació n de los con-
ceptos con todo el rigor posible. Y así se ha producido recientemente en
todo el mundo un renacimiento de la antigua historia narrativa, o una
especie de reequilibrio. Otros siglos verá n otras maneras de ver las co-
sas, otros criterios de plausibilidad, otras disputas metodoló gicas, nue-
vas formas mixtas y nuevos mediadores. 44


Podremos preguntarnos de dó nde sacan los historiadores la suficien-
cia para «sonreí rse hoy de ciertas manifestaciones [... ] de ingenuidad
histó rica del siglo XIX» (Koselleck), olvidando que los historiadores del
siglo XXI tendrá n ocasió n de sonreí rse al contemplar el estado de los co-
•nocimientos y de las opiniones de muchos historiadores del XX, y que a
su vez muchos del XXII se sonreirá n de los del XXI..., siempre suponien-
do, naturalmente, que esos siglos llegue a verlos la humanidad. ¿ No será
una constante de todas las é pocas eso de reí rse los unos de los otros en-
tre historiadores, y no será n locos los que así se empeñ an en afirmar que
ellos han descubierto las leyes inmutables de la ciencia histó rica, o por
lo menos las má s probables, o que han andado cerca de ellas? 45

Algunos objetarí an que en esto de reescribir, parafrasear y reorien-
tar continuamente la historia hay que ver la prueba de su propio afá n de
verdad y de exactitud cientí fica, de la incesante bú squeda de mayor ob-
jetividad, de mayor precisió n, teniendo en cuenta por otra parte la exis-
tencia de unas mejores condiciones de trabajo, de un instrumental má s
poderoso, de nuevas té cnicas de investigació n y nuevos mé todos de in-
terpretació n, de sondeos má s profundos, mejores posibilidades de veri-
ficació n, nuevas concepciones teoré ticas y metodoló gicas, planteamien-
tos mejor delimitados, o ampliados, o má s exactos de los problemas, sin
mencionar las localizaciones de nuevas fuentes.

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