Главная | Обратная связь | Поможем написать вашу работу!
МегаЛекции

INTRODUCCIÓN GENERAL 4 страница




Sin embargo, lo que demuestran en realidad las obras de los historia-
dores es que el centro de gravedad de sus intereses só lo se desplaza, por
lo comú n, cuando se desplazan los intereses de la actualidad, sus ideolo-
gí as, sus conceptos; que la historiografí a se halla mediatizada en cierta
medida por presupuestos extracientí ficos, del entorno metacientí fico, por
los poderes imperantes, por la praxis polí tica, que está sometida al influjo
determinante de la voluntad estatal, que obedece a las disposiciones y a
las intenciones de los dictadores y que, por consiguiente, como enseñ a el
presentismo desarrollado sobre todo por los historiadores norteamericanos
(contra el positivismo), no es má s que la proyecció n sobre el pasado de los
intereses del presente; esto se manifiesta en todo el mundo, y precisamen-
te en nuestro siglo má s que en ningú n otro. Y lo mismo debió suceder du-
rante el siglo pasado, mutatis mutandis. ¡ De qué sirven las mejores teorí as
sobre la objetividad de la ciencia histó rica, cuando la realidad de esa mis-
ma ciencia niega tales teorí as a cada paso! Tal contradicció n casi nos re-
cuerda la que existe entre las pré dicas del cristianismo y sus prá cticas.

Tampoco las polé micas metodoló gicas, como la famosa disputa me-
todoló gica del siglo xix, suelen ser objetivas, sino discusiones de orden
polí tico, procesos de transmutació n de los valores sociales. Donde apa-
rentemente se habla de ciencia, de investigació n, de reflexió n teó rica,
en realidad advertiremos la influencia de las realidades pre y extracien-
tí ficas, la polí tica cotidiana, las realidades de la vida social, la subjetivi-
dad, los egoí smos. 46

Al problema de la subjetividad se le suma otro má s especial y delica-
do que guarda relació n con el mismo. La dificultad no proviene del he-


cho de que las fuentes se hallen a menudo incompletas, de que las data-
ciones son inseguras, por no hablar de las considerables diferencias que
se registran entre disciplinas distintas como la arqueologí a, la lingü í stica
y la historia; la cuestió n a que nos referimos es que la historia está hecha
de textos, que toda historiografí a es lenguaje, y lenguaje de historiador
por má s señ as.

Segú n Louis Halphen (1946), serí a suficiente «dejarse llevar por los
documentos de una manera determinada, en la misma sucesió n en que
se nos han ofrecido uno tras otro, para ver establecido, de modo casi au-
tomá tico, el encadenamiento de los hechos». Pero, por desgracia, los
hechos «historiográ ficos» no son lo mismo que los hechos «histó ricos»,
las palabras no son la realidad, no sonfaits bruts, y lamentablemente no
existe «una divisoria exacta entre historia y mitologí a [... ], ninguna
frontera claramente delimitada entre hechos y teorí as» (Sir Isaiah Ber-
lí n), sino que las unas y los otros «está n entretejidos, de tal manera que
serí a inú til el pretender separarlos» (Aron). Y efectivamente, tambié n
los hechos histó ricos pueden ser vistos y valorados de diferentes mane-
ras, iluminados bajo un determinado prisma, u oscurecidos, deforma-
dos, tergiversados, falseados, o pueden ofrecer de por sí diferentes nive-
les de interpretació n, habiendo nacido ya como «construcciones cientí fi-
cas» (Bobinska), como una «construcció n del historiador» (Schaff). En
una palabra, que la vida histó rica no se puede captar adecuadamente
mediante la simple reproducció n; escribir historia siempre es entretejer
hechos, hipó tesis, teorí as. «Todo hecho es ya teorí a», segú n la aguda
definició n de Goethe. 47

Por cuanto la historia es pasado, nunca nos vemos inmediatamente
confrontados con un acontecimiento histó rico, con el hecho desnudo
como tal, con «lo que propiamente fue», segú n Ranke; lo que desde lue-
go parece má s modesto que el propó sito originario. El historiador con-
servador, que comparaba su oficio con el del sacerdote (¡ vaya por Dios! )
y se extendí a é l mismo certificados de imparcialidad y má xima objetivi-
dad, aseguraba querer «borrar su subjetividad» y «hablar só lo de cosas
tales, que dejen ver las fuerzas poderosas», atribuyendo a la historia
«verdadera» la misió n, má s allá de los pros y los contras partidistas, de
«ver, de iluminar [... ] para luego dar cuenta de lo visto». 48

Esta fe inconmovible del objetivismo, llamada «ocularismo» por el
conde Paú l York Wartenburg y satirizada como proposició n de una «ob-
jetividad del eunuco» por Droysen («só lo los inconscientes pueden ser
objetivos»), es ilusoria. Porque no existe verdad objetiva en historiogra-
fí a, ni la historia tal como ocurrió; «só lo puede haber interpretaciones
histó ricas, y de é sas ninguna es definitiva» (Popper). Pensemos que el his-
toriador só lo tiene en sus manos descripciones de los «sucesos» o de los
«hechos», y eso desde las «fuentes» mismas, es decir, los soportes prima-
rios de la informació n, las epigrafí as, los documentos. 49

Pero esas descripciones, a su vez, son obra de unos autores que utili-
zaban para su trabajo recursos retó ricos y narrativos, pues en todas las


é pocas se ha suscitado y se sigue suscitando la necesidad de explicar los
hechos en un orden determinado, y eso es un acto no tanto cientí fico
como literario. Los autores de las descripciones, de buena o de mala fe,
omiten tal cosa, callan tal otra; a ellos, naturalmente, tambié n les mue-
ven unos intereses, una mayor o menor parcialidad, a partir de la cual
los comprobantes originales, digamos que correctos (teniendo en cuen-
ta que toda traducció n es, en mayor o menor medida, interpretació n)
han sido coloreados de una manera determinada, situados en un cierto
contexto; de manera má s o menos consciente, la visió n del mundo que
tengan esos autores habrá servido de hilo conductor a su interpretació n.
Al problema de los textos se suma con frecuencia el de la tradició n, o el
fenó meno, no tan raro como se cree, de las falsificaciones y las interpo-
laciones. Y tampoco los historiadores modernos se apartan un á pice de
esa lí nea cuando manejan los documentos y seleccionan é ste, omiten el
otro, subrayan, explican, dilucidan, fieles a su propia Weltanschauung.

La existencia de los corifeos no contribuye a reforzar nuestra fe en la
objetividad de su oficio, que digamos. Theodor Mommsen (Premio No-
bel en 1902) dejó escrito que la fantasí a «es madre de toda Historia lo
mismo que de toda poesí a»; Bertrand Russell puso a una de sus obras el
tí tulo de History as an Art; A. L. Rowse, destacado historiador inglé s
de nuestro siglo, dice que la historia está mucho má s cerca de la poesí a de
lo que comú nmente se cree: «In truth, I think, it is in essence the same»
(«En verdad creo que es en esencia lo mismo»). Segú n Geoffrey El-
ton (1970), es sobre todo «narració n»: «A story, a story ofthe changí ng
fortunes of men, and political history therefore comes first because,
abo ve all the forms of historical study, it wants to, e ven needs to, tell a
story» («Narració n de la suerte cambiante de los hombres, y por eso la
historia polí tica es la primera, por encima de todas las formas de los es-
tudios histó ricos, porque quiere, má s aú n, necesita narrar»). Tambié n
Hayden White ha afirmado recientemente que los textos histó ricos no
son sino «productos del arte literario» (literary artifacts). Conocedores
del tema como Koselleck y Jauss coinciden en afirmar que la facticidad y
la ficció n se entretejen. Quizá haya sido H. Strasburger el autor de la
definició n má s acertada (1966), la misma que admitió expresamente
F. G, Maier en 1984: «La historia es una disciplina mixta que participa
de la ciencia y del arte», añ adiendo «hasta hoy mismo», aunque ya Ran-
ke habí a dicho, en 1824, que la misió n del historiador era «tanto litera-
ria como erudita», y que la historia misma era «arte y ciencia al mismo
tiempo». 50

Si tenemos presente que todas las operaciones no objetivas, «no na-
turalistas», de los historiadores posteriores utilizan como material las
exposiciones, los patrones interpretativos, las tipificaciones de los histo-
riadores preté ritos, que actuaron a su vez de la misma manera, má s o
menos, porque no hay otra, y que incluso nuestras «fuentes» tienen un
origen similar, que han atravesado otras mediaciones y otras interpreta-
ciones, que son ya selecció n, hí bridos de hechos histó ricos y texto, y eso


en el mejor de los casos, es decir, «literatura» que no significa sino cons-
tructo
o «tradició n», si lo vemos daro, parecerá evidente que toda histo-
riografí a se escribe sobre el trasfondo de nuestra personal visió n del
mundo. 51

Es verdad que muchos eruditos carecen de tal visió n del mundo y
por ello suelen considerarse, ya que no señ aladamente progresistas, sí al
menos señ aladamente imparciales, honestos y verí dicos. Son los adali-
des de la «ciencia pura», los representantes de una supuesta postura de
neutralidad o indiferencia en cuanto a las valoraciones. Rechazan toda
referencia a un punto de vista determinado, toda subjetividad, como pe-
cados anticientí ficos o verdaderas blasfemias contra el postulado de ob-
jetividad que propugnan, contra ese sine ira etstudio que tienen por sa-
crosanto y que, como ironiza Heinrich von Treitschke, «nadie respeta
menos que el propio hablante». Tenemos, pues, «que lo que llaman
ciencia pura, es decir, el registro de los sistemas y de las hipó tesis, de
las explicaciones y las observaciones, todo ello viene lleno, o mejor di-
cho, saturado hasta la saciedad de los má s ancestrales mitologismos sen-
sibles y ultrasensibles», como anotó Charles Pé guy con clarividencia
poco habitual, aunque hablando, como es ló gico, desde su propia posi-
ció n de cató lico. 52

Pues bien, la ficció n de la ingenuidad teó rico-cientí fica y la oculta-
ció n de las premisas ideoló gicas de la presentació n histó rica pueden ser-
vir para disimular muchas cosas, una inercia mental propia de la espe-
cialidad, por ejemplo, una estrechez de perspectivas, o la pusilanimidad
que precisamente hace estragos en los cí rculos de expertos, en el «pe-
queñ o museo de los elegidos» (Von Sybel), un relativismo é tico y un es-
capismo que huye cobardemente de las decisiones tajantes en materia
de principios..., lo que no deja de ser tambié n una decisió n, ¡ la de decla-
rarse irresponsable en nombre de la responsabilidad cientí fica! Porque
una ciencia que no quiere formular valoraciones, con ello, quié ralo o
no, se hace aliada del status quo, apoya a los que dominan y perjudica a
los dominados. Su objetividad es só lo aparente y en la prá ctica no signi-
fica otra cosa sino amor a la propia tranquilidad, apego a la seguridad y
a la carrera. No discuto que un planteamiento histó rico valorativo pu-
diera ser rechazado o descartado desde una determinada convicció n
cientí fica. Pero sé que la repugnancia del historiador ante la interpreta-
ció n de la historia, su miedo a admitir lo que ocurre en realidad, «no es
má s que otro ejemplo de la conocida " trahison des cleros", la negativa
del especialista a vivir lo que predica» (Barraclough). 53

Sin duda existe má s de un mé todo y má s de dos para cultivar la histo-
ria. O mejor dicho, existe una multiplicidad de mé todos, como demues-
tra la historiografí a norteamericana, sin que ninguno de ellos pueda pre-
tender la exclusiva. Pero, aunque haya muchas formas diversas del sa-
ber y de la ciencia, aquí só lo nos importan dos posturas: la que cultiva la
ciencia por sí misma, por considerarla como lo má s elevado, lo ú ltimo,
como una especie de religió n y que, como é sta, serí a capaz de pasar por


encima de los cadá veres (y lo hace); y aquella ciencia que sin considerar-
se ni lo má s alto ni lo definitivo, se pone al servicio de los hombres, del
mundo y de la vida, y en particular asocia la historiografí a con «el deber
de la pedagogí a polí tica», como ha dicho Theodor Mommsen, que no
tuvo reparos en afirmar que la historia era el «juicio contra los muertos»
y que a la vista de su «brutalidad desnuda», de su «barbarie supina», in-
vitaba a abandonar «la fe infantil en cuanto a que la civilizació n consiga
erradicar la bestialidad de la naturaleza humana». 54

Las expresiones má s conocidas de estas dos posturas frente a la cien-
cia podemos hallarlas en el siglo XIX: de un lado, el optimismo cientifis-
ta, tanto para las ciencias naturales como para las histó ricas, el positivis-
mo y el objetivismo; del otro, el pesimismo radical de Nietzsche, quien
vio en las ciencias naturales de su é poca «algo terrible y peligroso», y las
denunció como manifestació n de aquella «estolidez funestí sima» sus-
ceptible de acarrear quizá, algú n dí a, la ruina general. Similar es su va-
loració n de la ciencia histó rica imperante, que exige sea reemplazada
por una historia «al servicio de la vida», una historia que ofrezca «ejem-
plo, enseñ anza, consolació n», pero sobre todo una «Historia crí tica»,
que juzgue el pasado, que «indague sin contemplaciones y que conde-
ne», porque «todo pasado [... ] es digno de ser condenado». 55

En un polo opuesto podrí amos situar quizá a Max Weber, defensor
de una separació n rigurosa entre ciencia y juicios de valor, ya que segú n
su concepto de la ciencia, é sta no debe ser sino investigació n empí rica e
inventario analí tico, ajena por definició n a toda clase de valores, senti-
dos o finalidades; aunque tambié n Weber distingue entre juicio de valor
y (el té rmino neokantiano de) referencia valorativa, é sta sí aceptada,
entendiendo que los conocimientos cientí ficos han de estar al servicio de
unas decisiones tomadas en funció n de determinados valores, no sin in-
currir con ello en flagrantes contradicciones. 56

Pero nuestra vida no transcurre exenta de valores, sino llena de ellos, y
las ciencias en tanto que parte de la vida, si se pretenden libres de valores
incurren en hipocresí a. Todos hemos de comparar, calibrar, decidir cada
dí a; ¿ por qué iba a librarse de esa ley la ciencia, que no es nada que esté
fuera de nuestra vida, ni mucho menos por encima, y que figura entre las
cosas que pueden amenazarnos o contribuir al progreso de la humanidad y
del mundo? He tenido en mis manos obras de historiadores que vení an de-
dicadas a la esposa, fallecida en un bombardeo, o tal vez a dos o tres hijos
caí dos en los frentes, y sin embargo, a veces, esas personas quieren seguir
escribiendo «ciencia pura» como si no hubiese pasado nada. Allá ellos.
Yo pienso de otra manera. Pues, aunque existiese, que yo digo que no
puede existir, la investigació n histó rica totalmente apolí tica, ajena a toda
clase de juicios de valor, tal investigació n no servirí a para nada, sino para
socavar los fundamentos é ticos y abrir paso a la inhumanidad. Ademá s no
serí a verdadera «investigació n», porque no se dedicarí a a revelar las rela-
ciones entre las cosas; como mucho podrí a ser mero trabajo previo, mera
acumulació n de materiales, segú n ha señ alado Friedrich Meinecke. 57


Ahora bien, ¿ hasta qué punto coincide la realidad de la historia con
mi exposició n? No entro aquí en el problema de la teorí a del conoci-
miento (así como el de la estructura de nuestro aparato de percepció n).
He preguntado hasta qué punto, y no si coincide o no coincide. Pues
cuando Wittgenstein dice de un axioma matemá tico que «no es axioma
porque nos parezca evidente, sino porque admitimos la evidencia como
prueba de verdad», y Einstein afirma que «las leyes de la matemá tica,
en la medida en que se refieren a la realidad, no está n demostradas,
y en la medida en que está n demostradas no se refieren a la realidad»,
¿ con cuá nta mayor desconfianza no tendremos que considerar la histo-
riografí a? 58

Todo historiador escribe dentro de un determinado sistema de refe-
rencia polí tico y social, y eso se refleja de manera inconfundible en sus
puntos de vista, e incluso en los mecanismos previos de selecció n que
utiliza. Pues no hay ninguno que no «saque las cosas de su contexto», ya
que no es posible hacerse con el objeto real, que es el pasado, con sus
cadenas de acontecimientos sumamente complicadas y ademá s no direc-
tamente accesibles para nosotros, con ese tejido gigantesco de ideas y de
acciones, con esa multiplicidad de sucesos similares o contradictorios,
de procesos, de relaciones: ¿ quié n serí a capaz de reproducir objetiva-
mente todo eso como quien saca un retrato al natural? Y no só lo hay
que seleccionar, sino que ademá s es preciso interpretar, ya que no só lo
importa el tema histó rico elegido sino tambié n la manera de presentarlo
(y no me refiero aquí a los aspectos formales, no porque no sean esen-
ciales, sino porque son tan amplios y complicados que su discusió n aquí
llevarí a demasiado lejos esta digresió n): los medios lingü í sticos emplea-
dos por el historiador en su exposició n, el modelo narrativo, el gé nero
literario, el «tipo de representació n», o dicho llanamente: su manera de
«deformar», «alienar» y «violentar» el asunto, no necesariamente de mala
fe, sino muchas veces con las mejores intenciones.

Como cualquiera que se dedique a escribir historia, en consecuen-
cia, yo he seleccionado, por principio, he «sacado de contexto»..., el
má s absurdo de los reproches, dado que no puede hacerse de otra mane-
ra. Como cualquiera, he tenido que seleccionar dentro de mi tema.
Como cualquiera, cuando presento a esos criminales coronados, no co-
ronados o autocoronados, los obispos y papas, los generales y otros pro-
tagonistas de los negocios y de la historia (porque los negocios acaban
por hacer historia), no reproduzco todos los detalles de sus biografí as,
las incidencias individuales, los problemas personales, las aventuras
amorosas (todo lo cual, sin embargo, no deja de tener su importancia) o
las alteraciones de la bilis, aunque su influencia sobre el acontecer ma-
croscó pico haya sido mayor de lo que se suele creer. Porque comú n-
mente, tales detalles no son conocidos, y aunque lo fuesen difí cilmente
podrí amos calibrar en qué medida influyeron en la historia universal.
En esto, como en otros muchos aspectos, quedan todaví a oportunidades
magní ficas para toda clase de tesinas y tesis, e incluso cabrí a inaugurar


una rama cientí fica nueva: junto a la medicina forense tendrí amos una
medicina histó rica (a no confundir con la historia de la Medicina, esta-
blecida desde hace bastante tiempo ya, y con no poco é xito por cierto),
divisible en toda una serie de apartados y temas como: «Historia siste-
má tica de la digestió n de las cabezas coronadas y ungidas y su influencia
sobre el Occidente cristiano, desde la querella de las investiduras hasta
la guerra de los Treinta Añ os. Con un í ndice suplementario sobre las di-
gestiones, los digestivos y los digestorios de todos los papas y antipapas
de ese perí odo».

Es posible que buena parte de la exposició n anterior haya parecido
demasiado teó rica (el caso es que no se puede escribir historia si no es a
partir de una teorizació n), o incluso demasiado escé ptica. Sin embargo,
hay motivos para el escepticismo, y no son pocos, aunque no vamos a
llegar hasta el punto de capitular y decir que no creemos en nada.

Por otra parte, la fe cada vez menor, y no sin causa, en la posibilidad
de alcanzar la objetividad histó rica, no debe minar en ningú n caso «la
é tica cientí fica del historiador», ni conducir a la «decadencia de la racio-
nalidad» (Junker/Reisinger). 59 Má s perjudica a esa é tica, me parece, la
pretensió n de objetividad, porque tal pretensió n necesariamente hipó -
crita só lo tiende a preservar «el fundamento de la ciencia histó rica», que
no es otro sino el cará cter cientí fico de esa disciplina, reiteradamente
puesto en duda por muchos. A mí, en cambio, apenas me interesa esta
cuestió n; la verdad, o mejor dicho la probabilidad, me preocupa má s que
las ciencias que en nombre de la ciencia niegan la verdad. Ademá s prefie-
ro por principio la vida a la ciencia, sobre todo cuando é sta empieza a
evidenciarse como una amenaza contra la vida en el má s amplio sentido.
A esto se suele objetar que no es «la ciencia» la culpable, sino algunos
cientí ficos (lo malo es que son muchos, a lo peor casi todos), argumento
bastante similar al que afirma que no hay que echar a la cuenta del cris-
tianismo los pecados de la cristiandad.

Todo esto no significa que yo sea partidario del subjetivismo puro,
que no existe, como no existe la objetividad pura. Naturalmente, no
niego la utilidad de las escalas de valores, de las referencias verifica-
bles, de las experiencias comunicables y reproducibles, del saber inter-
subjetivo y de los ví nculos intersubjetivos. ¡ Pero sí niego las interpreta-
ciones intersubjetivas! Un filó sofo de la historia como Benedetto Croce
sabí a muy bien por qué admití a los juicios subjetivos en la contempla-
ció n histó rica: «por una razó n irrebatible», y es que «no hay manera de
excluirlos». 60

Cuando decimos que en historia no sirve la rigidez ló gica del silogis-
mo, no afirmamos que no se deba razonar, ni que se deba razonar iló gi-
camente. Aunque muchas cosas, o todas, como quieren los escé pticos
má s radicales, sean controvertibles, existe una posibilidad de acercar-
se má s o menos a unos hechos histó ricos, y de aducir mejores o peores
razones que justifiquen una determinada manera de contemplarlos (o no
justifiquen, si son tan malas). Para citar la definició n negativa de William

44


O. Aydelotte: «La afirmació n de que todos los juicios son inseguros no
implica que todos sean inseguros en igual medida». 61

A esto me atengo, así como a la convicció n de que pese a toda la
complejidad, al caos y a la confusió n de la historia, es posible extraer al-
gunas conclusiones generales, y destacar lo esencial, lo tí pico, lo decisi-
vo. En una palabra, que es posible generalizar lo que suele ser discuti-
do, negado o menospreciado por considerarlo demasiado especulativo o
no demostrable; sin embargo, el historiador que no se limita a cultivar
su disciplina por curiosidad de visitante museí stico bien tiene que gene-
ralizar alguna vez, si pretende decir algo que valga la pena. Naturalmen-
te, sin avanzar un paso má s allá de lo que le consientan los datos que
tenga a su disposició n. 62

Para que tales generalizaciones tengan fuerza concluyente, yo utili-
zo, entre otros mé todos, el de la cuantificació n, consistente en recopilar
gran nú mero de casos, variantes, datos comparables, siempre que sean
relevantes y representativos. Escribir historia quiere decir destacar ras-
gos principales. Procedo por acumulació n de material informativo.
Ambas cosas, la generalizació n y la cuantificació n, van necesariamen-
te unidas.

Escasa capacidad de convicció n tendrí a mi tesis del cará cter criminal
del cristianismo si para demostrarla me limitase a ofrecer algunos ejem-
plos. Pero, tratá ndose de una obra de varios tomos, nadie dirá que esos
ejemplos sean aislados o poco concluyentes. Pienso, como Ciceró n, que
«la ley principal de la historiografí a es que nadie se atreva a escribir cosa
alguna que sea falsa». Pero donde Ciceró n continú a («En segundo lu-
gar, que nadie se atreva a dejar de escribir lo que sea verdadero, ya que
darí a lugar a sospechar que le mueve una parcialidad favorable o una
enemistad»), 63 yo digo que en mi caso no hace falta que nadie se moleste
en sospechar. Porque escribo «por enemistad»; la historia de aquellos a
quienes describo me hizo enemigo de ellos. Y no me considerarí a refuta-
do por haber omitido lo que tambié n era verdadero, sino ú nicamente
cuando alguien demostrase que he escrito algo falso.

Ahora bien, y para aludir brevemente a la estructura de la obra,
como todo esto se escribió con el propó sito justificable de prestar un ser-
vicio a aquellas personas que dispongan de poco o ningú n tiempo que
dedicar a la investigació n personal acerca del cristianismo, he procurado
exponer con la mayor claridad posible, en los diversos tomos y capí tu^
los, todos estos hechos y acontecimientos, junto con los paralelismos y
las relaciones causales que he creí do advertir, y las conclusiones que ex-
traigo de ellos: por orden cronoló gico a menudo, con cierta sistematiza-
ció n, tratando de destacar expresamente los aspectos má s importantes,
con cesuras o divisiones intencionadas entre distintas temá ticas o entre
distintos perí odos, resumiendo en algunos puntos, introduciendo en
otros una ojeada panorá mica, retrotrayé ndome a un pasaje anterior,
añ adiendo digresiones. En fin, todo lo que suele hacerse para facilitar la
lectura y la visió n general del asunto.

45


Criticar es fá cil, segú n una opinió n corriente; lo dicen sobre todo
quienes por oportunismo, por indolencia o por incapacidad jamá s han
intentado criticar nada en serio. No faltan los que opinan que eso de cri-
ticar está muy mal..., sobre todo cuando los criticados son ellos, aunque
esto ú ltimo no lo confesarí an jamá s. Muy al contrario, afirman siempre
que no tienen nada en contra de la crí tica, que todas las crí ticas son bien
recibidas pero, eso sí, siempre y cuando sean crí ticas positivas, construc-
tivas, y no crí ticas negativas y deleté reas. Entendié ndose siempre que la
crí tica constructiva es aquella que no profundiza demasiado, o mejor
aú n si só lo es crí tica en apariencia, procedente de aquellos que, en el
fondo, está n de acuerdo con nosotros. En cambio, se juzga «negativo»,
«esté ril», «condenable», el ataque que apunta a los fundamentos con in-
tenció n de destruirlos. Cuanto má s convincente sea dicho ataque, má s
se expondrá su autor a verse denigrado..., o silenciado.

Los cí rculos clericales son los má s sensibles a la crí tica. Precisamente
los mismos que dicen «no juzgues, y no será s juzgado», pero consignan
al infierno cuanto no les interesa, los mismos cuya Iglesia gusta de pre-
sentarse como la principal instancia moral del mundo, tal como viene
haciendo desde hace siglos y seguirá haciendo todaví a, é sos son los que
má s se indignan cuando ven que alguien quiere tomarles la medida y
juzgarlos a ellos; y cuanto má s agudo sea el juicio y má s aplastante el ve-
redicto, má s grande es su ira y su furor. Só lo que esa ira y ese furor (a di-
ferencia de las pasiones que conmueven a los demá s mortales) son santa
ira y santo furor, «furor ordenado», có mo no, que segú n Bernard Há -
ring, gran entendido en moral, es «una fuerza indudablemente ú til que
ayuda a superar los obstá culos que se oponen al bien, a conseguir nues-
tro objetivo, ciertamente elevado pero difí cil. El enamorado que no es
capaz de enojarse no tiene sangre en las venas [! ]; pero si amamos el bien
enardecidamente, con todas nuestras energí as aní micas y corporales, no
será n menores nuestras energí as en el momento en que debamos oponer-
nos al mal. Porque no es lo propio del cristiano soportar los males con pa-
sividad, sino alzarse contra ellos con valor y haciendo acopio de todas tó s
fuerzas. Y entre é stas figura tambié n la capacidad de enojarse». 64

Поделиться:





Воспользуйтесь поиском по сайту:



©2015 - 2024 megalektsii.ru Все авторские права принадлежат авторам лекционных материалов. Обратная связь с нами...