No se luchó por la fe, sino por el poder y por Alejandría
El exacerbado interé s hacia la fe no era en realidad má s que el anverso de la cuestió n. Desde un principio, en esa disputa secular se trataba menos de diferencias dogmá ticas que del nú cleo de una tí pica polí tica clerical. «El pretexto era la salvació n de las almas -admití a incluso Gregorio Naciance-no, hijo de obispo, y santo obispo a su vez, que evitaba inmiscuirse en cuestiones mundanas y que a menudo eludí a sus cargos eclesiá sticos mediante la huida-, y el motivo era el ansia de dominio, por no hablar de los tributos y los impuestos. » Las ambiciones jerá rquicas de poder y las disputas por las sedes episcopales, en cuyo curso se olvidaban con frecuencia las rivalidades teoló gicas, dieron duració n y vehemencia a aquellas enemistades. No só lo excitó a la Iglesia sino que, al menos en Oriente, tambié n al estado. No só lo los padres conciliares se enzarzaban a veces en peleas hasta que hablaba el Espí ritu Santo, sino que tambié n los laicos se batí an de manera sangrienta en pú blico. Cualquier disputa producida allí entre el clero, amano y monofisita, el iconoclasmo, desborda los lí mites de una mera querella entre frailes y conmociona durante siglos toda la vida polí tica y social. Esto hace afirmar, de manera lapidaria, a Helvetius: ^«¿ Cuá l es la consecuencia de la intolerancia religiosa? La ruina de las naciones»7iY Vó ltaire llega a asegurar que(«Si se cuentan los asesinatos perpetrados por el fanatismo desde las reyertas entre Atanasio y Arrio hasta nuestros dí as, se verá que estas disputas han contribuido al despoblamiento de la Tierra má s que los enfrentamientos bé licos [... ]», lo que sin duda ha sido muy a menudo consecuencia de la complicidad entre el trono y el altar. 18 Sin embargo, lo mismo que las polí ticas del Estado y de la Iglesia estaban í ntimamente entrelazadas, tambié n lo estaban esta ú ltima y la teologí a. Por supuesto, no existí a ninguna doctrina oficial acerca de la Trinidad, sino ú nicamente tradiciones diversas. Las decisiones vinculantes
«só lo se tomaron en el curso ya del conflicto» (Brox). A pesar de ello, cada una de las partes, en especial el santo Atanasio, gustaba de llamar cuestió n de fe a sus ansias de prestigio y poder, pues así podí an presentarse y justificarse constantemente acusaciones. Atanasio teologiza de inmediato cualquier í mpetu polí tico y trata de herejes a sus rivales. De la polí tica se hace teologí a y de é sta, polí tica. «Su terminologí a no es nunca lo suficientemente clara, la cuestió n es siempre la misma» (Loofs). «Con Atanasio no se trata nunca de fó rmulas» (Gentz). Lo que má s bien caracteriza al «padre de la ortodoxia» es que deja su postura dogmá tica sumamente confusa, utilizando é l mismo hasta la dé cada de 350, para designar la «fe verdadera», aquellos tó picos que má s tarde se emplearí an para estigmatizar la «herejí a» amana o semiarriana: que é l, el defensor de Nicea y del homoú sios, rechazó durante mucho tiempo la teorí a de las hipó sta-sis, retrasando con ello la unió n, y que é l, el baluarte de la ortodoxia, incluso despejó el camino para una «doctrina heré tica», el monofí sismo. Por esa razó n, los cató licos de los siglos v y vi tuvieron que «retocar» los tratados dogmá ticos de su doctor de la Iglesia. Sin embargo, durante mucho tiempo los arrí anos propusieron una fó rmula de profesió n que coincidí a literalmente con la utilizada a menudo por Atanasio, pero que luego apareció como «herejí a amana», puesto que dijera lo que dijese el adversario, siempre era malo de antemano, maligno y diabó lico, y cualquier enemigo personal era un «amano». 19
Todo este estado de cosas se vio facilitado por el hecho de que desde hací a tiempo imperaba una total confusió n en los conceptos teoló gicos, y los arrí anos volvieron a escindirse. Incluso Constantino II, que paulatinamente les habí a ido favoreciendo de forma cada vez má s radical —«a todos los obispos corruptos del Imperio» (Stratmann, cató lico), «a las caricaturas del obispo cristiano» (Ehrhard, cató lico)-, se hartó tanto de la disputa sobre la «naturaleza» de Cristo que acabó por prohibirla. Los teó logos de la é poca postconstantiniana compararon esta guerra de religió n, cada vez má s ininteligible, con una batalla naval en medio de la niebla, un combate nocturno en el que es imposible distinguir al amigo del enemigo, pero en el que se golpea con sañ a, cambiando a menudo de bando, con preferencia, por supuesto, hacia el lado del má s fuerte, en el que está n permitidos todos los medios, se odia intensamente, se traman intrigas y se provocan envidias. 20 Incluso el padre de la Iglesia Jeró nimo afirmó en su momento que no lograba encontrar paz y tranquilidad ni en un pequeñ o rincó n del desierto, pues todos los dí as los monjes le pedí an cuentas de su fe. «Declaro lo que desean, pero no les es suficiente. Suscribo lo que me proponen y no lo creen [... ]. ¡ Es má s sencillo vivir entre las bestias salvajes que entre tales cristianos! ». 21 Numerosos aspectos de la cronologí a de la disputa amana siguen sien- do objeto de controversia, dudá ndose incluso de la autenticidad de muchos documentos. No obstante, el punto de partida directo fue la revuelta provocada por un debate acerca de la Trinidad alrededor del añ o 318 en Alejandrí a, una ciudad en la que se luchaba por algo má s que por la fe. 22 Alejandrí a, fundada en el ^101110^0 332-331 por Alejandro Magno, la ciudad del poeta Calimaco, del geó grafo Erató stenes, del gramá tico Aristó fanes de Bizancio y de Aristarco de Samotracia, la ciudad de Plotino y má s tarde de Hipacia, fue la principal metró poli de Oriente, una ciudad cosmopolita de casi un milló n de habitantes, cuyo lujo só lo rivalizaba con el de Roma. Alejandrí a estaba trazada con amplias miras, era rica y una importante plaza comercial, con una flota pesquera que obtení a capturas nada despreciables y destacaba por su monopolio en la industria del papiro, que suministraba a todo el mundo. Alejandrí a, el lugar donde se tradujo al griego el Antiguo Testamento (los Setenta), era tambié n la sede de un patriarcado -no es verdad que lo fundara san Marcos; el primer obispo del que existe constancia histó rica es Demetrio I-, y fue, dentro del conjunto de la Iglesia, incluyendo la de Occidente, la mayor y má s poderosa de todas las sedes episcopales. Estaban bajo su jurisdicció n los dos Egiptos, Tebas, Pentá polis y Libia. Esta posició n tení a que mantenerse, consolidarse y ampliarse. Los jerarcas alejandrinos, llamados «papas» y que pronto se volvieron inmensamente ricos, pretendieron durante los siglos iv y v hacerse a, todo trance con el dominio de la totalidad de las dió cesis orientales. Su teologí a se oponí a ademá s a la de Antioquí a, a lo que vino a unirse tambié n la lucha por el rango entre ambos patriarcas, ganando siempre aquel a quien apoyaran el emperador y la sede eclesiá stica e imperial de Cons-tantinopla. En constante lucha contra los competidores eclesiá sticos y el Estado, surgió aquí por primera vez un aparato polí tico de la Iglesia, similar al que má s tarde habrí a en Roma. A tenor de é ste actuaron entonces los obispos de las sedes secundarias, que pagaban todo cambio de curso con la pé rdida de sus sillones episcopales, o bien los ganaban. No se conservó ninguna de las innumerables iglesias paleocristianas de Alejandrí a. 23
Alrededor del añ o 318, el patriarca Alejandro habrí a preferido acallar la candente cuestió n sobre la ousí a, la naturaleza del «Hijo». Hubo una é poca en que estuvo personalmente vinculado al orador Arrio (hacia 260-336), denunciado por los melecianos y que desde 313 era presbí tero de la iglesia de Baucali, la má s prestigiosa de la ciudad y centro de un numeroso grupo de seguidores formado por jó venes mujeres y trabajadores de los diques. Pero Arrio, que era un erudito amable y conciliador y que probablemente compuso las primeras canciones populares de la é poca cristiana, hoy totalmente olvidadas, habí a renunciado a la sede episcopal en favor de Alejandro, y en la contienda participó menos a tí tulo personal que como exponente de la escuela de teó logos de Antioquí a, que ni habí a fundado ni dirigí a. Por otro lado, el obispo Alejandro habí a defendi-
do con anterioridad, cosa que tambié n le reprochaban los arrí anos, ideas y doctrinas similares a las que ahora perseguí a; afirmaba que Arrio se pasaba «el dí a y la noche en improperios contra Cristo y contra nosotros», y escribí a de é l y sus seguidores: «Cuando no es porque han de acudir a los tribunales por las acusaciones de mujeres licenciosas a las que han enredado en sus errores, es porque dan una mala reputació n al cristianismo por las jovencitas que se les unen y que deambulan por las calles sin el menor recato [... ] ¡ Oh, esta triste ofuscació n, esta locura sin medida, este fatuo afá n de gloria y esta convicció n satá nica, que se ha asentado en sus almas impí as como un tumor empedernido! ». Despué s de dos debates pú blicos, en un sí nodo que reunió a 100 obispos, san Alejandro excomulgó y exilió a Arrio y a todos sus seguidores -decisió n a la que sin duda contribuyó la lucha de la alta sede contra los privilegios de sus presbí teros- y advirtió por todas partes contra las intrigas del «here-siarca». Informó tambié n al obispo romano Silvestre (314-335), y mediante dos encí clicas, en 319 probablemente y en 324, apeló a «todos los otros amados y venerables servidores de Dios», «a todos los obispos bienamados por Dios de todos los lugares». Esto dio lugar a que se tomaran medidas y contramedidas. Unos prí ncipes de la Iglesia anatematizaron a Arrio mientras que otros le expresaron su reconocimiento. Entre estos ú ltimos estaba el importante intercesor ante la corte, el influyente obispo Eusebio, pastor supremo de Nicomedia, la ciudad de residencia del emperador, que acogió a su amigo desterrado, y el obispo Eusebio de Cesá rea, famoso ya como exé geta bí blico e historiador. Dos sí nodos que resolvieron a favor de Arrio hicieron posible su rehabilitació n y regreso. El partido amano de Alejandrí a fue adquiriendo cada vez má s fuerza, llegá ndose a nombrar un contraobispo. Alejandro se defendió en vano, se lamentó sobre la «guarida de ladrones» de los arrí anos y llegó a temer por su propia vida. Se sucedieron los disturbios, que se extendieron por todo Egipto, y finalmente la Iglesia de Oriente se escindió. 24
Nuevas conferencias episcopales, como el sí nodo de Antioquí a del añ o 324, volvieron a condenar a Arrio, llegá ndose a escribir a los «obispos de Italia, que dependen de la gran Roma», aunque sin considerar por ello al poder romano como soberano o que hubiera llegado a desempeñ ar algú n papel de relevancia. Y en el añ o 325 se celebró el concilio en la residencia de verano del emperador. 25
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