Otras difamaciones de Atanasio, falsificaciones y la muerte de Arrio
Lo mismo que al emperador, Atanasio, por supuesto, tambié n atacó y difamó a Arrio. Habla constantemente del «desvarí o de Arrio», de su «aberració n», de sus «discursos deplorables y ateos», de sus «actitudes desabridas y rebosantes de ateí smo». Arrio es «el mentiroso», «el impí o», el precursor del «Anticristo». E igualmente se enfurece contra todos los otros «farsantes del desvarí o amano», los «malintencionados», los «pendencieros», los «enemigos de Cristo», «los impí os que han caí do en la irreflexió n», «en la trampa del diablo». Todo lo que dicen los arrí anos es «palabrerí a sin sentido», «artificio», «simple alucinació n y devaneo». Les achaca «hipocresí a y fanfarronerí a», «futilidades necias y sin sentido», un «abismo de irreflexió n» y constantemente «ateí smo». «Pues les está n vedadas las Santas Escrituras, ya que desde todas partes se les declara culpables como insensatos y enemigos de Cristo. » Afirma «que los arrí anos, con su herejí a, luchan contra nosotros só lo aparentemente, pero en realidad llevan la lucha contra la misma divinidad». «Usted sabe -escribí a en 1737 Federico II de Prusia al emisario sajó n Von Suhm-, que la acusació n de ateí smo es el ú ltimo refugio de todos los difamadores. »38 Sin embargo, Atanasio tambié n vilipendiaba despiadadamente, tachá ndoles de «arrí anos», a todos sus adversarios personales e incluso, lo que histó ricamente es falso, a toda la teologí a antioquena. Al que se le opone «le declara sin piedad, en tono de má xima indignació n, como hereje notorio» (Domes). El santo padre de la Iglesia, que se vanagloria diciendo «los cristianos somos nosotros y sabemos apreciar el mensaje de alegrí a del Redentor», manifiesta acerca de los cristianos de fe distinta: «Son el vó mito y las heces de los herejes»; acosa diciendo «que su doctrina induce al vó mito», que esa doctrina «la llevan en su bolsillo como inmundicia
y que la escupen como una serpiente su veneno». Los arrí anos incluso superan «la traició n de los judí os con su difamació n de Cristo». No puede decirse nada peor. Y «de este modo los desgraciados deambulan como escarabajos [! ] y buscan con su padre, el diablo [! ], pretextos para su " ateí smo», tomando prestado para ello «los libelos» de los judí os, y «de los paganos el ateí smo». 39 ^ Atanasio «no es simplemente el animoso defensor de la ortodoxia [... 1 el abogado literario de la fe de Nicea que má s é xitos cosechó », no, «Atanasio justifica al cristianismo» incluso «frente al paganismo y el judaismo [... ] de un modo fundamentado y afortunado». Es decir, el defensor de la verafides, la «gran potencia espiritual de la vida eclesiá stica de su tiempo» (Lippl), ensucia tambié n a judí os y a paganos, lo mismo que a todo lo que no le conviene. La «demencia» de los arrí anos es «judí a», «judaismo bajo el nombre de cristianismo», «absurdidad de los judí os actuales». Los arrí anos hacen lo mismo que «los judí os», que «intentaron matar al Señ or», que «perdieron el juicio», que son «todaví a peores que el diablo». Y los paganos hablan igualmente «con lengua difamatoria», se les «ha eclipsado la mente», son «necios», «borrachos y ciegos», llenos de «ignorancia», «necedad», «fetichismo», «idolatrí a», «ausencia de Dios», «ateí smo», «mentira», deben «fracasar», etcé tera, etcé tera. 40
Ya conocemos este celo y esta rabia cristianos contra cualquier otra fe, que se han mantenido a lo largo de los tiempos. El hecho de que Atanasio no só lo carece de escrú pulos sino que posiblemente incluso se cree mucho de lo que predica, no hace má s que empeorar las cosas, hacerlas má s peligrosas y fomentar el fanatismo, la intolerancia, la obstinació n y la vanidad de quien no duda nunca de sí, quizá s ni siquiera de su causa, de su «derecho». La escandalosa elecció n del santo dio lugar a la instauració n de un antiobispo y en muchos lugares a que se produjeran tales tumultos callejeros que el emperador Constantino, en el añ o 332, se quejó por escrito a los cató licos de Alejandrí a, impresionado por el penoso espectá culo de los hijos de Dios, diciendo que no eran ni un á pice mejores que los paganos. Un emisario de Atanasio, el presbí tero Macario, destrozó en una iglesia meleciana el silló n episcopal y volcó el altar, rompiendo con ello el cá liz de la Santa Cena. Y el propio Atanasio continuó con «su propia polí tica de pacificació n» (Voelkl), de apaleamientos, encarcelamientos y expulsiones de los melecianos. (Unas epí stolas en papiro descubiertas recientemente demuestran que estas acusaciones está n justificadas. ) Juan Arcaf, el sucesor de Melecio, afirmó incluso que por orden de Atanasio se habí a atado al obispo Arsenio a una columna y se le habí a quemado vivo. El santo tuvo que responder por ello ante la corte y en dos sí nodos. Con el emperador salió bien librado, pero no compareció ante un sí nodo convocado en la primavera del añ o 334 en Cesá rea, Palestina. Sin
embargo, en el sí nodo imperial del verano de 335, en Tiro, donde se incriminaron los antecedentes de su elecció n, los injustos impuestos de su gigantesca provincia eclesiá stica, el menosprecio hacia el sí nodo de Cesá rea, mú ltiples actos de violencia, lascivia y muchas otras cosas, mostrá ndose incluso una mano cortada del «asesinado» Arsenio, hizo acto de presencia con numerosos prelados y con aquel a quien se daba por muerto (que pudo asimismo mostrar su mano ilesa). No obstante, los obispos contrarios le tacharon de «hechicero», hablaron de «engañ o» y se dispusieron a «hacerle pedazos y matarle de forma cruel» (Teodoreto).
La comisió n investigadora sinodal -que no dirigió el enviado imperial Dionisio, como afirma Atanasio, al menos para evitar lo peor, sino que la vigiló sin participar probablemente en ella- en realidad «se esforzó mucho», segú n afirma un teó logo actual, por arrojar algo de luz en este oscuro asunto. En las actas aparecen afirmaciones que no concuer-dan con la acusatoria. «Aunque con ello se destruyó la leyenda del acto violento durante el servicio religioso, se confirmó el hecho de la entrada de Macario, el derribo del altar y la rotura del cá liz» (Schneemelcher). Atanasio abandonó en secreto la ciudad para evitar tener que someterse. Sin embargo, los arrí anos o (y) los eusebianos defendieron siempre como justa su destitució n en Tiro, producida el 10 de septiembre y confirmada por Constantino; hasta la muerte de este ú ltimo, dicha destitució n fue la base jurí dica de su actuació n frente a los jerarcas. Sin embargo, el obispo de la corte, Eusebio, uno de los enemigos mortales de Atanasio, logró aumentar su influencia sobre el emperador, y en particular sobre su hermanastra Constancia, una cristiana convencida y seguidora de Arrio. Eusebio fue deshancando sistemá ticamente a sus contrincantes, de modo que los arrí anos (muchos de los cuales, sobre todo los de mayor influencia, aunque no defendí an la doctrina original de Arrio tampoco comulgaban con la fó rmula de Nicea) fueron ganando terreno y los obispos de los cató licos hubieron de exiliarse, incluso Atanasio, a quien al final hubo que amenazar con una huelga de los trabajadores del puerto, lo que suponí a el corte de los suministros de grano de Egipto. El 7 de noviembre, una semana despué s de su llegada a Constantinopla, Constantino, cuyas simpatí as hacia los cató licos se habí an ido enfriando, le relegó sin darle audiencia, desatendiendo incluso las peticiones de san Antonio, y le envió al otro extremo del Imperio Romano, a Tré veris (elegí a siempre lugares de recreo como destierro para los clé rigos). 41 Ordenó al obispo de la capital que admitiera de nuevo a Arrio en comunió n. Sin embargo, desde 336 la sede patriarcal de Constantinopla la ocupaba Pablo, un í ntimo amigo de Atanasio y no menos brutal que é l. Y precisamente allí, en Constantinopla, en el añ o 336, inmediatamente despué s de ser readmitido en la Iglesia, Arrio murió de manera sú bita y misteriosa en la calle, al parecer cuando iba a tomar la comunió n, o qui-
zas en el camino de regreso; para los cató licos fue un castigo divino, para los arrí anos un asesinato. En un relato lleno de detalles, Atanasio explica veinte añ os despué s que Arrio habí a expirado en respuesta a las oraciones del obispo del lugar: que reventó en unos lavabos pú blicos y que desapareció entre el estié rcol..., una «odiosa leyenda» (Kü hner), una «historia falaz» (Kraft), «que desde entonces permanece arraigada en la polé mica popular, pero que al lector crí tico se le revela como el informe de t una muerte por envenenamiento» (Lietzmann). 42 Quien de este modo lanza literalmente al lodo a un enemigo es capaz de todo, no só lo como polí tico de la Iglesia sino tambié n como escritor religioso. Aunque expertos como Schwartz atestiguan su «incapacidad estilí stica» y Duchesne apunta de forma poco afable que «le era suficiente con saber escribir [... ]», el «padre de la ortodoxia», conocido tambié n como «padre de la teologí a cientí fica» (Dittrich), el padre de la Iglesia honrado con el atributo de «el Grande», poseí a indudablemente un talento cuasiliterario: fue un falsario ante el Señ or. No se limitó a adornar su Vita Antonii (que desempeñ ó un papel importante en la conversió n de Agustí n, fue arquetipo de las vidas de santos griegas y latinas y durante siglos inspiró la vida moná stica de Oriente y Occidente) con milagros cada vez má s disparatados, sino que falsificó tambié n documentos en el peor de los estilos, por así decirlo. ¿ Sorprende a alguien, pues, que asimismo bajo el nombre de este famoso falsificador se falsificaran «innumerables» escritos? (El teó logo Von Campenhausen prefiere decir: «puestos bajo la protecció n de su nombre». )43
«¡ Deja a los vivos un recuerdo que sea digno de tu vida, nobilí simo padre! », incitó san Basilio en cierta ocasió n a san Atanasio. 44 Y dejó falsificaciones para difamar a Arrio por un lado y por el otro para su propia justificació n. Una larga epí stola, en forma de carta del emperador Constantino dirigida a Arrio y los arrí anos, procede de nuestro padre de la Iglesia, al menos en su mayor parte. En ella cubre a Arrio -intelectualmente superior a é l- con toda una serie de impertinentes inventivas: «soga de ahorcado», «triste figura», «impí o, maligno, pé rfido», «embustero», «chiflado», etcé tera. Y en otra carta escrita por Atanasio quince añ os despué s, tras la muerte de Constantino y redactada en su nombre, querí a ver condenados a muerte a todos aquellos que conservaran siquiera fuese un escrito de Arrio, sin apelació n ni clemencia. 45 El padre de la Iglesia falsificó por dos veces un escrito de Constantino al Concilio de Tiro (335), que destituí a legí timamente a Atanasio. El hecho de que el primer soberano cristiano, muy apreciado por todos los creyentes, fuera su adversario, debió de tomarlo a mal el patriarca y considerarlo como un oprobio. Así, en la supuesta carta dirigida por Constantino al concilio, moderó con cuidado el juicio del soberano y lo
presentó ante todos como consecuencia de calumnias polí ticas. En esta primera versió n, contenida en su Apologí a contra Arí anos, una amplia colecció n de documentos con numerosas explicaciones, apenas pudo ir má s lejos: diez añ os despué s de la muerte de Constantino, la posició n polí tica de é ste en la Iglesia gozaba todaví a de aceptació n general. Sin embargo, en el posterior Synodicum, cuando ya no habí a testigos que pudieran recriminar a Atanasio la mentira, modifica por completo esa carta y hace que el emperador afirme: «Vimos a aquel hombre tan abatido y humillado que se apoderó de nosotros una indecible compasió n, pues sabí amos que era ese Atanasio cuya santa mirada [! ] es capaz de hacer que incluso los paganos reverencien al Dios del universo». El santo falsario hace que el emperador siga afirmando solemnemente que malos hombres le habí an difamado, a é l, Atanasio, pero que se habí an refutado todas aquellas mentiras «y que despué s de que se le encontrara inocente en todos aquellos asuntos, nos le enviamos colmado de honores a su propia patria, devolvié ndole en paz a los pueblos ortodoxos que é l dirige». 46 En realidad Atanasio, que como siempre no se amedrentaba «ante ninguna falsificació n» (Klein), no consiguió llegar a Alejandrí a hasta el advenimiento del nuevo soberano despué s de la muerte de Constantino, el 23 de noviembre de 337. 47
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