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Antíoquía y el cisma meleciano




Desde hací a mucho tiempo las divisiones escindí an la gran sede pa­triarcal de Antioquí a. La actual Antakya turca (28. 000 habitantes, de ellos 4. 000 cristianos) no deja entrever lo que fue antañ o: la capital de Si­ria, con quizá s 800. 000 habitantes, la tercera ciudad en importancia del

Imperio Romano -despué s de Roma y Alejandrí a-, la «metró poli y ojo» del Oriente cristiano.

Situada no muy lejos de la desembocadura del Oronte en el Medite­rrá neo, edificada de manera majestuosa por los ostentosos reyes sirios, famosa por sus lujosos templos, iglesias, calles porticadas, el palacio im­perial, teatros, bañ os y el estadio, centro importante del poder militar, Antioquí a desempeñ ó desde el principio un gran papel en la historia de la nueva religió n. Fue la ciudad en la que los cristianos recibieron su nom­bre (de los paganos, de los cuales tomaron todo aquello que no era de los judí os), la ciudad en la que predicó Pablo y entró ya en conflicto con Pe­dro, donde Ignacio agitó los á nimos, y donde la escuela de teologí a fun­dada por Luciano, el má rtir, impartí a sus enseñ anzas, representando el «ala izquierdista» en el conflicto cristoló gico, y marcó la historia de la Iglesia de ese siglo, aunque la mayorí a de los miembros de la escuela (incluso Juan Crisó stomo perteneció a ella) estuvieran acusados de herejí a duran­te toda su vida o parte de ella. Arrio sobre todo. Antioquí a, lugar de celebració n de numerosos sí nodos, sobre todo arrí anos, y de má s de trein­ta concilios de la antigua Iglesia, donde Juliano estuvo residiendo en los añ os 362-363 y escribe su diatriba Contra los galileas, donde Juan Cri­só stomo vio la luz del mundo y se eclipsó. Antioquí a se convirtió en uno de los principales bastiones de la expansió n del cristianismo, «la cabe­za de la Iglesia de Oriente» (Basilio) y sede de un patriarca que en el siglo iv regí a las dió cesis polí ticas de Oriente, quince provincias ecle­siá sticas con má s de doscientos obispados. Por eso valí a la pena pelear por «Dios», aunque todo se hací a sin orden ni planificació n en los tem­plos cristianos y los pobladores eran muy sensibles a las insinuaciones y volubles de opinió n. De hecho, Antioquí a estaba llena de intrigas y tu­multos, sobre todo desde que en 330 los arrí anos habí an depuesto al san­to patriarca Eustaquio, uno de los apó stoles má s apasionados de la doctrina nicena, por «herejí a», debido a su inmoralidad y a su rebeldí a contra el emperador Constantino, que le desterró hasta su muerte. Sin embargo, en la é poca del cisma meleciano, que duró 55 añ os, de 360 a 415, llegó a ha­ber tres y cuatro pretendientes que luchaban entre sí y que desgarraron en sus disputas tanto a la Iglesia oriental como a la occidental: paulinianos

(integristas de Nicea), seguidores de la doctrina de Nicea, semiarrianos y arrí anos. 53

Hasta el «cuerpo sano de la Iglesia» (Teodoreto) ya estaba dividido, y

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no solamente habí a dos partidos cató licos sino tambié n dos obispos cató ­licos. «Lo que les separaba -opina Teodoreto- era ú nica y exclusivamen­te las ganas de disputar y el amor hacia sus obispos. Ni siquiera la muerte de uno de ellos puso fin a la divisió n. »54

En el cisma meleciano, Atanasio, junto con el episcopado egipcio, el episcopado á rabe. Roma y Occidente, se decidió antes o despué s por Paulino de Antioquí a (consagrado no sin ciertas irregularidades), al que habí a nombrado obispo Lucifer de Cagliari, aquel Lucifer que má s tarde creó su propio conciliá bulo en contra de la Iglesia cató lica. Frente a ello estaba la casi totalidad de Oriente, entre ellos los «tres grandes capado-cios», los padres de la iglesia Basilio, Gregorio Nacianceno y san Grego­rio de Nisa, así como el santo obispo Melecio de Antioquí a, al que varias veces desterró durante añ os el emperador amano Valente y que tuvo como discí pulo apasionado al padre de la Iglesia Juan Crisó stomo (que tras la muerte de Melecio abandonó su partido, aunque sin unirse al de Paulino). Tambié n el padre de la Iglesia Jeró nimo se encontraba ante una disyuntiva: «No conozco a Vital, rechazo a Melecio y de Paulino no sé nada». Incluso Basilio, que llevaba las negociaciones con Roma, acabó arrepintié ndose de haber tenido relaciones con el «entronado» romano. Con ocasió n del pomposo entierro de Melecio, en mayo de 381, san Gre­gorio afirmó provocativo, en presencia del emperador: «Un adú ltero [Paulino] ha subido al lecho nupcial de la esposa de Cristo [se trata de la Iglesia antioquena ya unida a Melecio], pero la esposa ha quedado in­có lume». (Para Paulino, el «Padre», el «Hijo» y el «Espí ritu Santo» eran una sola hipó stasis, mientras que para Melecio eran tres, igual que para los tres capadocios. ) Todaví a en el Concilio de Constantinopla (381) se produjeron violentos altercados entre los «padres» debido a la sucesió n de Melecio. Paulino era entonces el ú nico obispo en Antioquí a, pero se eligió a Flaviano y Ambrosio protestó.

Ademá s de los dos ortodoxos, Melecio y Paulino, junto con la «parte sana del pueblo», en Antioquí a habí a tambié n la parte «enferma» (Teo­doreto) bajo el obispo amano radical Euzoio, que mandaba en casi todas las iglesias de la ciudad, así como toda una serie de sectas en competen­cia, masalianos, novacianos, apolinaristas, paulianos (seguidores del obispo Pablo de Samosata, que no deben confundirse con los paulinianos de Paulino) y muchas otras. El «cisma de Antioquí a» duró hasta el si­glo v y convulsionó a la ciudad con las revueltas producidas a causa de los conflictos sociales; en los añ os ochenta del siglo iv se produjeron va­rios levantamientos de la població n hambrienta y explotada: en 382-383, 384-385 y 387. Al final, gran parte del pueblo sirio se decidió a favor de los «herejes», los jacobitas: en el siglo vi (en que Antioquí a sufrió, en 526, un terremoto que al parecer costó un cuarto de milló n de vidas hu­manas) el monje y clé rigo Jacobo Baradai fundó la Iglesia monofisita si-


ria. En ví speras de las cruzadaswrtenecí an todaví a al patriarcado de An-tioquí a 152 obispados. Sin embargo, tanto las construcciones como las iglesias cristianas de la ciudad han desaparecido sin dejar rastro, lo mis­mo que sucedió en Alejandrí a. 55/

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