El Concilio de Nicea y la profesión de fe «constantíniana»
Constantino habí a recomendado el lugar por la bonanza de su clima y habí a prometido una estancia agradable. El fue quien convocó el conci-
lio, y no el «papa». Tambié n é l lo abrió el 20 de mayo y ocupó la presidencia. El emperador corrió con los gastos de los participantes, sobre cuyo nú mero los datos oscilan entre 220 y 318 (¡ por los 318 hijos de Abraham! ), que ademá s viajaron con el correo estatal (lo mismo que habí a sucedido en el sí nodo de Arles), junto con el personal, varias veces superior; de Occidente acudieron só lo cinco prelados. Faltó Silvestre, el pastor supremo de Roma. Se hizo representar por dos presbí teros, Ví ctor y Vicente, y -no ú nicamente por esa razó n- no desempeñ ó «ninguna funció n de primer orden» (Wojtowytsch). Pero el emperador se presentó ante los obispos «como un á ngel de Dios descendiendo del cielo, resplandeciente en sus brillantes vestiduras, deslumbrante de luz, con el ardiente fulgor de la pú rpura y adornado con el claro destello de oro y costosas piedras preciosas» (Eusebio). Los propios señ ores del clero eran custodiados por guardianes y alabarderos «con las afiladas espadas desenvainadas». Por decreto del soberano se les «ofreció todos los dí as una manutenció n opulenta». Segú n relata Eusebio, en un banquete «unos se sentaban a la mesa en los mismos almohadones que el emperador, mientras que otros lo hací an a ambos lados. Se podrí a haber pensado o imaginado fá cilmente que era una imagen del reino de Cristo, que só lo era un sueñ o y no realidad». En lo referente a los aspectos dogmá ticos -no se levantaron ningú n tipo de actas- la gran mayorí a de estos siervos de Dios mostraron un interé s má s bien escaso o nulo, algo que al propio anfitrió n poco le preocupaba. Un añ o antes, en octubre de 324, a travé s del obispo Hosio de Có rdoba habí a comunicado a los representantes de la disputa «que no se trata má s que de una bagatela», de «ganas de polemizar en un ocio inú til». «¡ Vuestro asunto no justifica en ningú n caso tales lamentos! »26 El obispo Eusebio, el «padre de la historia de la Iglesia», no desempeñ ó en Nicea un papel muy glorioso. Al presentarse como acusado, acabó doblegá ndose ante el partido contrario, el de Alejandro y Atanasio. Sin embargo, gracias a sus dotes diplomá ticas, a su oratoria y a su servilismo, consiguió los favores del emperador, al que desde ese momento asesoró en cuestiones de teologí a y en polí tica de la Iglesia. 27 Aunque quizá s Constantino no dirigiera las sesiones -un problema sobre el que se ha discutido mucho-, lo que sí hizo fue determinar su curso y tomar las decisiones; para ello se aseguró de tener la mayorí a, e incluso impuso la fó rmula decisoria, es decir, presentando las propuestas y hacié ndolas despué s prevalecer; esto no solamente era un mé todo que los participantes no defendí an, sino que la Iglesia de Oriente, en el sí nodo de Antioquí a del añ o 268, lo habí a condenado como «heré tico». Esa fó rmula era el concepto algo cambiante (que significa igual, idé ntico, pero tambié n similar, del griego hornos) del homoú sios, de la homousí a, la igualdad de las naturalezas del «Padre» y del «Hijo», «un signo de antagonis-
mo frente a la ciencia, que pensaba por los derroteros de Orí genes» (Gentz). En la Biblia no se hace ni una sola menció n al respecto. Esa consigna -que como es notorio el propio emperador habí a formulado- se oponí a a las creencias de la mayorí a del episcopado oriental, aunque procediera de la teologí a gnó stica. Tambié n la habí an utilizado ya los mo-narquianos, otros «herejes» (antitrinitarios). Sin embargo, el joven Ata-nasio, que acompañ aba como diá cono al obispo Alejandro, «no la habí a empleado en sus primeros escritos como lema de su teologí a» (Schnee-melcher) y «necesitó 25 añ os para poder tomarle afició n» (Kraft). Si bien ya en el concilio «se manifestó en contra del arrianismo», no lo plasmó por escrito hasta un cuarto de siglo despué s. Nunca se dieron razones ni se explicó con má s detalles aquella decisió n de fe. El emperador, al que como es innegable interesaba la unidad y que consideraba la disputa de los clé rigos tan só lo como una intransigencia, prohibió toda discusió n teoló gica y exigió simplemente el acatamiento de la fó rmula; los «santos padres» (Atanasio), cuya presencia deparaba presuntamente al dictador una felicidad «que excedí a a cualquier otra» y a los que por espacio de un trimestre habí a colmado de atenciones, agasajado y cubierto de honores, obedecieron; y hoy millones de cristianos siguen creyendo en la-fides Ni-caena, la confesió n de fe de Nicea, que deberí a llamarse con mayor razó n, segú n ironiza Johannes Haller, de Constantino, la obra de un laico que ni siquiera estaba bautizado. «Creemos en un solo Dios, el Padre todopoderoso [... ] y en un solo Señ or, Jesucristo [... ] verdadero Dios del verdadero Dios, engendrado, no creado, de la misma naturaleza {homoú -sios) que el Padre [... ]. Y en el Espí ritu Santo [... ]». 28 En Occidente, algunos decenios má s tarde apenas se conocí a todaví a la confesió n de fe de Nicea y en los cí rculos ortodoxos era objeto de discusió n. Incluso el padre de la Iglesia Hilario se opuso en un principio a esa fe de bautismo, si bien má s tarde regresó a ella. Sin embargo, el santo obispo Zenó n de Verona, un apasionado enemigo de los infieles y de los arrí anos, se burlaba de un credo que funcionaba con fó rmulas, que era un tractatus y una ley. En las postrimerí as del ¡ yiglo iv, en los sermones de Gaudencio de Brescia o de Má ximo de Turí n, no se menciona todaví a «Nicea. en ningú n momento» (Sieben, jesuí ta). Hasta Lulero, en 1521, admite odiar «la palabra homoú sios», aunque en 1539, en su obra Acerca de los concilios y de las Iglesias, la acepta. Tiene razó n Goethe al afirmar que «el dogma de la divinidad de Cristo decretado por el concilio de Nicea [... ] fue muy ú til, incluso una necesidad, para el despotismo». 29
El comportamiento de Constantino no fue en modo alguno un hecho aislado. Desde entonces, los emperadores, y no los papas, fueron los que tomaron las decisiones acerca de la Iglesia. Durante todo el siglo iv, los obispos de Roma no desempeñ aron ningú n papel decisivo en los sí nodos ni fueron autoridades determinantes. Desde Constantino imperó el «poder
sinodal imperial». El historiador de la Iglesia Só crates escribe desapasionadamente, a mediados del siglo v: «Desde que los emperadores comenzaron a ser cristianos, las cuestiones de la Iglesia dependen de ellos y los concilios má s importantes se celebraban, y se celebran, a su arbitrio». Myron Wojtowytsch comenta de manera escueta en 1981: «Esa afirmació n no era en modo alguno exagerada». El historiador de los papas añ ade: «Incluso el contenido de las decisiones respondí a, en la mayorí a de los casos, a los deseos del gobernante de tumo». Y: «Por parte de la Iglesia, la participació n del poder mundano en las cuestiones del sí nodo se consideró en general como plenamente justificada». 30 La confesió n de fe de los arrí anos, que contrapusieron el homoiusios (de naturaleza semejante) al homoú sios, le fue arrancada de las manos al orador, en Nicea, haciendo trizas el documento antes de que hubiera acabado de leerlo. «En seguida fue rechazada por todos y tachada de erró nea y falsaria. Se produjo un gran tumulto [... ]» (Teodoreto). En las reuniones sacras, hablando por boca de Eusebio, partí cipe en ellas, reinaban «por doquier enconadas disputas», como sucedí a tambié n a menudo en los concilios. El emperador arrojaba directamente al fuego, sin siquiera leerlos, los escritos de quejas y de querellas de los obispos. Todos aquellos que compartieron «de buena voluntad la mejor opinió n» recibieron «sus má ximas alabanzas [... ]. Pero, por el contrario, rechazó con horror a los indisciplinados». Arrio volvió a ser condenado y, tras la deserció n de todos sus seguidores, excepto dos de ellos, los obispos Segundo de Ptole-maida y Teonas de Marmarica, desterrado junto con é stos a las Galias, ordená ndose la quema de sus libros y amenazando con la pena de muerte a quien los poseyera. Sin embargo, ya que al cabo de unos meses Eusebio de Nicomedia, el má s importante de los partidarios de Arrio, y Teognis de Nicea revocaron su firma y acogieron a los arrí anos, tambié n la «có lera divina» se desató contra ellos; se les arrestó y se les envió asimismo al exilio de las Galias. No obstante, dos añ os despué s los desterrados pudieron volver a sus sedes episcopales. Un posterior sí nodo celebrado en Nicea a finales del otoñ o de 327 rehabilitó tambié n pú blicamente a Arrio, el «hombre del corazó n de hierro» (Constantino); una ambigua declaració n del «hereje» le fue suficiente a Constantino. Sin embargo, el clé rigo esperó en vano su restauració n en el cargo. El nuevo patriarca de Alejandrí a se opuso a la exigencia del emperador de volver a instalarle en su antiguo puesto. 31
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