El «Latrocinio de Éfeso» del año 449
El sí nodo imperial de É feso, convocado por el emperador para el 1 de
agosto no se constituyó hasta el 8 de este mismo mes de 449, contando
con unos ciento treinta obispos. Las sesiones se celebraron nuevamente
en la iglesia de Marí a, lugar del triunfo cirí lico. Atenié ndose a la orden
imperial, ejercí a la presidencia el alejandrino Dió scoro, quien, segú n la
acrisolada prá ctica, acudió con 20 obispos-vasallos. El papa Leó n habí a
mantenido inicialmente buenas relaciones con é l y le habí a expresado su
respeto y afecto juntamente con la esperanza de que continuase el buen y
pró spero acuerdo entre Roma y Alejandrí a: «Deseamos -le escribió el
21 de julio de 445- poner cimientos má s firmes a tus inicios para que no
falte nada a tu perfecció n, pues, como hemos podido comprobar, te acom-
pañ a el mé rito de la gracia espiritual». Sin embargo, cuando la gracia es-
piritual se fue al diablo, lo calificó, sarcá stico, de «nuevo faraó n», como
habí an llamado a Cirilo. La naturaleza ú nica de Cristo, la rehabilitació n
de Eutiques -en revancha por su condena el añ o anterior-, la deposi-
ció n de Flaviano y la puesta fuera de juego de todos los «nestorianos»,
era ya cosa decidida. Dos comisionados imperiales, el comes del sagrado
consistorio, Elpidio, y el tribuno Eulogio, que se presentaron con un rí gi-
do itinerario del curso previsto para el concilio y fuerte despliegue mili-
tar, lo controlaban todo. A Teodoreto de Ciro, la potencia teoló gica má s
brillante de los adversarios, le habí a sido absolutamente vetada la partici-
pació n. Y los padres conciliares del sí nodo diocesano del añ o anterior,
juntamente con otros muchos obispos de toda especie, hasta un total
de 42, no obtuvieron derecho al voto. Dió scoro mismo se presentó con
sus monjes y tambié n con su guardia personal armada y camuflada como
grupo de «enfermeros» (parabolanen) «dispuestos a cualquier violencia»
(Caspar). Precavidamente habí a traí do consigo al archimandrita sirio Bar-
sumas (Bar Sauma), un conocido antinestoriano a quien un escrito impe-
rial acreditó, en premio a su virtud y su ortodoxia, como representante de
los abades orientales en el concilio. Barsumas, que sin ser obispo y con-
tra toda tradició n, obtuvo asiento y voto en el concilio, era amigo de Eu-
tiques. Ambos iban acompañ ados de un considerable tropel -en el caso
de Barsumas eran, al parecer, mil- de robustos monjes armados de po-
rras. En todo caso, aquellas hordas de monjes mostraron ser sumamente
ú tiles en las distintas fases del concilio. 127
Mucho menos ú tiles resultaron, sin duda, los tres legados de Leó n I
(desconocedores del griego y supeditados al traductor, el obispo Floren-
cio de Sardes), el obispo Julio de Puteoli, el diá cono Hilario, má s tarde
papa, y el secretario Dulcicio. El cuarto legado, el má s importante al pa-
recer, era el sacerdote Renato, que murió en Dé los durante el viaje. Los
enviados de Leó n habí an traí do cartas para diversos proceres de Constan-
tinopla, entre ellas una para el emperador, a quien intentaba disuadir de la
celebració n del concilio. La correspondencia de Leó n incluí a, por ú ltimo,
la Epí stola dogmá tica ad Flavianum, el llamado Tomus Leonis, una de-
claració n dogmá tica del pontí fice, que, en acres palabras, propugnaba la
distinció n perdurable de naturalezas en el Verbo encarnado: «unidad de
la persona» y «dualidad de las naturalezas»: con ello, el papa entraba en
contradicció n con el Doctor de la Iglesia Cirilo, que habí a hablado a me-
nudo de «dos naturalezas», antes de la unió n y de «una naturaleza», tras
ella e incluso, y de forma expresa, «de una naturaleza del logos encama-
do» (mí a physis tou logou sesarkomene), doctrina que habí a sido conde-
nada como heré tica por el obispo de Roma, Dá maso (en 377 y en 382) y
tambié n por el Concilio de Constantinopla (en 381). 128
El Tomus Leonis -en el que el «hereje» Nestorio, que lo estudió en su
exilio, veí a confirmada su propia doctrina- fue, por cierto, depositado,
segú n cuenta una leyenda posterior, sobre la tumba de san Pedro y con-
cluido allí de forma milagrosa. Sin embargo, en el concilio que condenó
la doctrina de las dos naturalezas de Cristo «despué s de la encarnació n»,
ni siquiera fue leí do. En el mismo comienzo, Dió scoro atajó rotundamen-
te una iniciativa de los legados papales en ese sentido y Juvenal le apoyó.
Se amenazó con el destierro a todo el que «hablase de dos naturalezas
despué s de la encamació n de Cristo». Se reputaba la doctrina nestoriana
como algo peor que si procediese del demonio. Los á nimos se inclinaron
totalmente a favor de Dió scoro y de Alejandrí a. «¡ Viva para siempre Ci-
rilo! ¡ Prevalezca Alejandrí a, la ciudad de la ortodoxia! », gritaban los pa-
dres conciliares. Y tambié n: «Todo el orbe ha reconocido tu fe, oh Cirilo,
hombre sin par en el mundo». 129
La gente de Leó n hizo un papel nada airoso. Despué s de su primera
intervenció n, que no obtuvo precisamente una acogida muy amistosa, ni
siquiera pudieron tomar la palabra durante bastante tiempo. Cuando, en
seguimiento de Juvenal, cuatro quintas partes de los conciliares -113 de
unos 140 participantes- certificaron, segú n lo previsto en el programa, la
ortodoxia de Eutiques, el obispo Julio de Puteoli se abstuvo. ¡ Una serie
de malentendidos hizo que los mismos legados pontificios apoyasen tam-
bié n el voto contra Flaviano! Só lo cuando tras su condena (y la de Euse-
bio de Dorilea, litigante obstinado y antiguo abogado en Alejandrí a, cuyas
intervenciones eran interrumpidas con gritos de energú meno) Flaviano
hizo valer su protesta en alta voz cuestionando la competencia de Dió s-
coro, se atrevió el delegado Hilario a lanzar un breve veto lanzando en el
justo momento un contradicitur a la asamblea: punto culminante en la in-
tervenció n de los delegados papales.
No obstante, las disposiciones del Espí ritu Santo, adoptaron formas bien
chocantes. Se produjeron un estruendo y un barullo enormes. A una señ a
de Dió scoro dirigida a los prepotentes militares se abrieron las puertas
por las que irrumpieron soldados con la espada desenvainada, su guardia
personal, los parabolanos alejandrinos, monjes enfurecidos y la vocin-
glera multitud. Las paredes de la iglesia de Marí a retumbaron a los gritos
de: «¡ Quien hable de dos naturalezas, sea anatema! », «¡ Afuera Eusebio!,
¡ Quemadlo!, ¡ Quemadlo vivo!, ¡ Hay que cortarlo a trozos! ». A trozos,
porque é l «escindí a a Cristo». Es digno de hacer notar al respecto que en
relació n con las «exclamaciones» y «aclamaciones» de los conciliares de
la Iglesia antigua «se pretendí a advertir un influjo tanto má s operante del
Espí ritu Santo cuanto má s uná nimes y ruidosos eran los gritos. El abad
Barsumas amenazaba a Flaviano, que querí a huir hacia el altar, gritando:
«¡ Matadlo a golpes! ». El arzobispo de Constantinopla -quien posterior-
mente pudo todaví a (gracias a un correo secreto a travé s del legado Hi-
lario) apelar a la «sede del Prí ncipe de los Apó stoles»: «La necesidad
impone que yo informe debidamente a Su Santidad (sancü tatem vestram)»,
comienza su escrito pidié ndole pronta ayuda en pro de «la amenazada fe
de los padres»-, este prí ncipe de la Iglesia constantinopolitana, insisti-
mos, intentó por lo pronto buscar su seguridad refugiá ndose en el altar,
siendo alcanzado, al parecer, por el arzobispo Dió scoro que lo derribó y
lo trató a patadas, provocando de inmediato que otros conciliares, parti-
cularmente monjes, se le uniesen espontá neamente. El maltrecho Flavia-
no -las circunstancias y fecha de su muerte son controvertidas- sucum-
bió, tal vez, a sus heridas pocos dí as despué s, camino de su destierro en
Hipaipa (Lidia). (Eso en caso de que hubiera sido herido, lo que se ha
cuestionado por parte cató lica, y no fuese eliminado por Santa Pulquerí a
-algo que Chadwick trata de probar- a quien beneficiaba su muerte. ) En
el concilio siguiente, en Calcedonia, se dijo tambié n que Dió scoro asesi-
nó a Flaviano o bien que lo estranguló Barsumas. Como quiera que sea:
los padres conciliares proclamaron ahora (en Calcedonia) a Flaviano como
santo y má rtir, siendo así que é l mismo fue, tal vez, ví ctima de una santa
(su festividad es el 18 de febrero). Y auno domini 1984 F. van der Meer
nos alecciona así en su introducció n a La Iglesia Antigua: «El panorama
de la antigua Iglesia resulta tan encantador para el cristiano de hoy por-
que é ste halla en é l una Iglesia indivisa: se expresa, cierto, en dos len-
guas, pero es una Iglesia ú nica, segura de sí misma, impá vida y, por ello
mismo, convincente».
El legado papal, por su parte, el diá cono Hilario, se despidió un tanto
precipitadamente abandonando todo su equipaje (ó mnibus suis), fun-
dando má s tarde en Roma, en signo de acció n de gracias por su mila-
grosa salvació n, una capilla bajo la advocació n del apó stol Juan, patrono
de Efeso, capilla que todaví a se puede contemplar hoy en el laterano:
«Liberatori suo beato Johanni evangelistae Hilarus episcopus famulus
Christi». '30
Tambié n Eusebio de Dorilea -depuesto y convicto de hereje- se esca-
bulló y envió sus sú plicas a Leó n: «La ú nica ayuda que le queda aparte
del Señ or». 131
Y el obispo Teodoreto, que tambié n perdió su sede en É feso, hizo lle-
gar a Roma tres cartas de tono sumamente adulador: una epí stola de un
servilismo rastrero para el propio papa, otra para el archidiá cono Hilario,
sucesor de Leó n, y otra dirigida al mismo presbí tero Renato, ya fallecido,
a quien rogaba: «Persuade al má s santo de los arzobispos (el romano) para
que haga uso de su poder apostó lico», encomiando al respecto a aquella
santí sima sede, «sobre todo», por «haber quedado (siempre) al abrigo de
todo hedor heré tico». 132
El sí nodo imperial de É feso constituí a un tremendo triunfo de los mo-
nofisitas y de Dió scoro, quien llevó las riendas del concilio con má s fir-
meza aú n que su predecesor, san Cirilo, con ocasió n del otro Concilio de
É feso, apenas dos decenios antes. Al contrario que Cirilo, Dió scoro no
necesitaba ya el apoyo del obispo de Roma, a quien mantení a a raya,
convirtié ndose ahora -con la ayuda del emperador, que confirmó las re-
soluciones sinodales- en «señ or efectivo de la Iglesia» (Aland). Ciento
trece de los «padres» presentes habí an declarado a Eutiques ortodoxo y
lo habí an rehabilitado, deponiendo en cambio a Flaviano. Con ello elimi-
naron de un manotazo la «Unió n» del añ o 433. El papa Leó n, desde lue-
go, anatematizó a Dió scoro; tildó su proceder no de «juicio», sino de
«vesania»; el concilio de «nonjudicium sed latrocinium», de «sí nodo ban-
didesco», de asamblea en la que «so capa de la religió n ventiló intereses
privados» (privatae causae), afirmació n que valdrí a asimismo para toda
la historia de la Iglesia e incluso para cada creyente particular. Por lo de-
má s, no só lo el patriarca de Constantinopla, tambié n el de Antioquí a,
Domnos II (442-449), juntamente con Eusebio y el obispo Ibas de Edesa
(rehabilitado, por cierto, en Calcedonia y vuelto a condenar cien añ os má s
tarde en la «Cuestió n de los Tres Capí tulos» el añ o 553), en una palabra,
todos los prelados antioquenos prominentes fueron depuestos, condena-
dos y subsiguientemente desterrados. Las sedes de las Iglesias orientales
má s ilustres fueron ocupadas por partidarios de Dió scoro, quien tambié n
excomulgó al papa Leó n I, si bien con el ú nico apoyo de diez obispos
egipcios. En suma, una victoria que apenas tení a par en la historia ante-
rior de Alejandrí a. 133
El papa dirigió a la sazó n un escrito, con el correo del 13 de octubre
de 449, a su «clemente majestad», al «má s cristiano y venerable de los
emperadores», a Teodosio, afirmando por lo pronto audazmente que todo
habrí a tenido un desenlace muy distinto si se hubiesen seguido sus direc-
tivas. Si no se hubiese estorbado la lectura de su carta al «santo sí nodo»
(que tambié n le merecí a el calificativo de «latrocinio»), la exposició n de
su «fe incontaminada que agradecemos a la inspiració n del cielo y que
mantenemos con firme fidelidad, hubiese cesado el estruendo y la igno-
rancia teoló gica -¡ como si esa ignorancia no fuese el alfa y el omega de
la teologí a! - se habrí a disipado. Las envidias clericales -algo que sigue
floreciendo en nuestros dí as- no hubiesen hallado ningú n subterfugio para
su obra maligna». Es má s, el papa censuraba que «al pronunciarse el ve-
redicto no estaban presentes todos los conciliares». ¡ Como ya pasó en
É feso en 431! «Se nos ha informado de que a algunos se les denegó sin
má s la participació n, de que otros fueron introducidos de matute, quienes
con docilidad de esclavo -¡ ni siquiera tení an por qué haber sido obis-
pos! - y cediendo a la arbitrariedad, prestaron su mano a una firma impí a,
pues sabí an exactamente que perderí an su puesto si no se plegaban a sus
ó rdenes (las de Dió scoro). » ¡ Como si las cosas fuesen distintas cuando
los concilios siguen directrices cató licas! 134
El papa Leó n exigí a, pues, «la revocació n de ese siniestro seudovere-
dicto, que supera cualquier sacrilegio». El diablo jugaba de tal modo con
cierta gente insensata «que les aconsejaba veneno cuando buscaban una
medicina». ¡ Ay!, el corazó n de Leó n se encogí a al decirlo. Rogaba a su
majestad convocar un concilio en «tierra italiana» para solventar todas las
cuestiones controvertidas y restablecer el amor fraterno. El romano per-
mití a generosamente que participasen tambié n los obispos orientales. Que-
rí a, incluso, reconducir «a la salud con curativa medicina» a los que se
hubiesen desviado del recto camino de la fe verdadera. «Incluso si algu-
no hubiese incurrido en pertinaz transgresió n, no deberí a perder los ví n-
culos que lo unen a la Iglesia si mudaba sanamente de parecer. » En caso
contrario, desde luego, tendrí a que tragarse el tó sigo cató lico perdiendo
asimismo su puesto. Por lo que respecta a corrupció n y afá n de poder,
ambos bandos andaban igualados. 135
Con todo, por mucho que el papa condenase las resoluciones concilia-
res considerá ndolas como auté nticos crí menes y sintié ndose mortalmente
ofendido por ellas, no se atreví a a impugnar, ni menos aú n a derogar el
veredicto de É feso, ni mediante declaració n pú blica personal, ni tampoco
mediante un sí nodo. Con ello hubiese entrado en contradicció n con el de-
recho imperial relativo a la Iglesia: el «primado jurisdiccional» sobre la
totalidad de la Iglesia, acá o allá. Y cuando má s tarde, é l mismo envió a
la Galia una parte de las actas del Concilio de Calcedonia con el exemplar
sententiae, el texto exacto de la sentencia emitida contra Dió scoro, no
tuvo reparo alguno en suprimir de entre las razones que fundamentaban
aquella sentencia la del anatema que Dió scoro lanzó contra é l mismo: no
convení a que los obispos occidentales llegasen siquiera a tener conoci-
miento de aquella tremenda posibilidad. 136
Cierto es que Leó n apeló urgentemente al emperador escribiendo una
y otra vez: «Os conjuro», «¡ No cargué is con el lastre de un pecado come-
tido por otros! », «Desechad toda culpa de vuestra pí a conciencia». Le ro-
gaba invocando «la divinidad una y trina [... ], por los santos á ngeles del
cielo». Le imploraba con todos sus obispos, con todas las iglesias de
«esta mitad de nuestro imperio». Invocaba «entre lá grimas a la clemente
majestad». La exaltaba como «el má s cristiano de los emperadores ante
quien todos doblaban humildemente su rodilla». Pero tambié n escribió al
santo Flaviano (difunto ya entretanto), al clero y a los monjes de Cons-
tantinopla, a los ciudadanos de la capital, a obispos de Oriente, de Italia y
de las Galias. A todos los exhortaba a la defensa del catolicismo. Pero,
sobre todo, se escudaba en Pulquerí a, la hermana mayor del emperador,
mojigata y sedienta de poder, que habí a educado a su hermano tanto má s
cristianamente cuanto que ella misma habí a hecho voto de castidad, in-
duciendo a sus hermanas a hacer otro tanto. Como quiera que ella «habí a
apoyado siempre los esfuerzos de la Iglesia», el papa la requerí a para que
interviniese ante Teodosio en virtud «de la alegació n que el mismo apó s-
tol Pedro le habí a expresamente encomendado». Tambié n el diá cono Hi-
lario, que tan milagrosamente escapó de É feso, adjuntó un escrito a Pul-
querí a. La (falsa) monja pasaba, por lo visto, en Roma por ser la figura
clave en la casa imperial de Constantinopla.
El dé spota mismo, no obstante, se puso decididamente de parte de
Dió scoro. No se ablandó ni siquiera cuando Leó n I intentó mover el á ni-
mo de su «clemente majestad» en la Roma oriental para que derogase el
veredicto del sí nodo imperial de É feso, pese a que ahora trataba de lo-
grarlo a travé s de cuatro cartas -impetradas por Leó n en la fiesta de la
«Cathedra Petri», el 22 de febrero en la iglesia de San Pedro-: una del
emperador Valentiniano, otra de su madre Gala Placidia, otra de su mujer
Licinia Eudoxia, hija de Teodosio II, y otra de la hermana de Valentinia-
no, y a las cuales, como decí an las altas señ oras «mezclaban lá grimas a
sus palabras» y «apenas si podí an hablar de tanta pena». Las epí stolas de
la corte -Leó n lo habí a tramado todo há bilmente- rezumaban por cierto
devoció n ante la sede romana, que «superaba a todas en dignidad», y
eran má s papistas que el papa. Pero Teodosio no admití a intromisió n algu-
na del «patriarca Leó n»en los asuntos de Oriente, calificando al sí nodo
de «juicio divino» y a sus resultados de «verdad pura». Flaviano, «culpa-
ble de nocivas innovaciones», recibió el castigo que merecí a. «Desde su
alejamiento imperan en la Iglesia la paz y la unanimidad total [... ]. » Su-
cesor del «bienaventurado Flaviano», que no pudo ya recibir la carta de
consuelo de Leó n fue Anatolio, hechura de Dió scoro y presbí tero suyo,
apocrisiario alejandrino en la corte. Anatolio, a su vez, entronizó de nuevo
a Má ximo, miembro de la misma facció n, en Antioquí a. 137
Pero precisamente en el momento en que Dió scoro de Alejandrí a se
disponí a a regir sobre la totalidad de la Iglesia oriental, cayó desde toda
la altura de sus triunfos. Una simple y desdichada casualidad condujo a
una alteració n total de la polí tica imperial y eclesiá stica.
El 28 de julio del añ o 450, el emperador Teodosio, obstinado oponen-
te del papa y valedor de los monofisitas hasta el fin de su vida, sucumbió
a una caí da de caballo en una cacerí a cuando só lo tení a 49 añ os. Murió
sin dejar varó n. Santa Pulquerí a, su hermana, tan dada a beaterí as y otro-
ra apartada por Crisafio de la escena polí tica, tomó las riendas del Estado
y, sin má s rodeos, hizo decapitar al omní modo eunuco con quien hací a
causa comú n el patriarca de Constantinopla -é sa fue la primera acció n
del nuevo gobierno-, arrancando a Eutiques de su monasterio y enclaus-
trá ndolo a la fuerza en Constantinopla. El papa Leó n vio como de sú bito
«aumentaba considerablemente la libertad de los cató licos en virtud de la
gracia de Dios».
Y, efectivamente, bajo el general Marciano (450-457), encumbrado
hasta el poder por el hombre fuerte de Oriente, el jefe del ejé rcito Aspar,
con quien (Marciano) se casó en agosto de aquel añ o Pulquerí a -que era
aú n virgen a sus 51 añ os y lo seguirí a siendo en el futuro- y a quien harí a
regente adjunto, los vientos soplaron en direcció n completamente opues-
ta. El advenedizo que, segú n escribe Pró spero, era «hombre estrecha-
mente vinculado a la Iglesia» y adversario declarado de los monofisitas,
por lo demá s, apenas otra cosa que un dó cil instrumento en manos de la
emperatriz, ofreció insistentemente un concilio al papa que «sirva a la paz
de la religió n cristiana y a la fe cató lica». Pero Leó n, sabiendo ahora que
el dé spota estaba de su parte, no necesitaba ya de concilio alguno. Dios le
habí a escogido para la «defensa de la fe», escribió a Marciano, conjurá ndo-
le, con todo, a no dar lugar a que esta fe se sometiera siquiera a la discu-
sió n de un concilio. Acto seguido, el cadá ver de Flaviano fue inhumado
solemnemente en la catedral de Constantinopla. Eutiques fue excomul-
gado en un sí nodo domé stico y Dió scoro, hasta ahora victorioso patriarca
de Alejandrí a, fue acusado de blasfemia contra la Santa Trinidad, de «he-
rejí a», de latrocinio, de asesinato, etc. Y Alejandrí a «tomó a ser escenario
de luchas sangrientas surgidas de la intolerancia» (Schuitze). Todos los
obispos volvieron repentinamente la espalda a Dió scoro como anima-
dos por un solo corazó n y una sola aspiració n, echá ndole todas las culpas
y encareciendo que só lo habí an cedido ante la violencia. Tambié n Ana-
tolio (449-458), convertido en patriarca de Constantinopla por Dió scoro,
se arrastró ante la cruz -esta vez ante la romana- bajo la fuerte presió n
ejercida por la «monja» desposada, abandonando la causa de su propio
promotor, Dió scoro, y enviando a Roma una retahila de declaraciones de
arrepentimiento de conciliares de É feso, a la vez que practicaba un doble
juego. Tambié n el patriarca antioqueno. Má ximo, recogió declaraciones
condenatorias contra Nestorio y Eutiques. Hasta el propio archidiá cono
de Dió scoro le volvió la espalda, convirtié ndose, como se dijo má s arri-
ba, en patriarca de Alejandrí a. 138
Este patriarcado, que durante tres generaciones habí a avanzado de vic-
toria en victoria, en su lucha por el dominio de la Iglesia oriental, habí a
perdido, en todo caso, su posició n dominante. Su sed de poder se vio, in-
cluso, definitivamente frustrada. A partir de ahora fue su rival constanti-
nopolitana la que ejerció un dominio incuestionado en Oriente gracias a
una archidió cesis de má s de trescientos obispados. No só lo superaba, con
mucho, a Alejandrí a y a Antioquí a, sino tambié n al obispo de Roma, quien
só lo ejercí a su dominio sobre casi toda Italia e Iliria. Bien es cierto que
é ste tendí a afanoso sus hilos hacia Oriente, pero no todo transcurrirí a allí
a la medida de su gusto.
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