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El Concilio de Calcedonia, o sea: «Gritamos en aras de la piedad»




Todaví a el 9 de junio de 451, Leó n rogó al emperador Marciano que
aplazase el concilio, pero é ste habí a tomado ya otra decisió n. Es así
como se llegó al famoso cuarto concilio ecumé nico, de secular influen-
cia, pero celebrado con cartas tan marcadas como las del anterior «latro-
cinio» y, ocasionalmente, al menos, no inferior a é l en turbulencias.

Como era usual, lo convocó el emperador, cuyo escrito de invitació n
del 17 de mayo de 451 a todos los metropolitanos se iniciaba con esta
frase: «Los asuntos divinos han de anteponerse a todos los demá s». El
monarca habí a fijado tambié n, sin consultar a ningú n obispo ni «papa» el
tiempo y el lugar (primero Nicea, despué s Calcedonia, hoy Kadikoy, si-
tuada en el Bosforo, frente a Constantinopla), lo cual era entonces algo
perfectamente obvio. Como lo era el que tambié n se sometiese a ello, sin
objeció n alguna, el papa Leó n «Magno», pese a que no deseaba en modo
alguno el concilio y má s bien habí a manifestado su disgusto en diversas
ocasiones, enfatizando que en tiempos tranquilos hubiese celebrado gus-
tosamente un concilio en Italia. Puesto, sin embargo, ante hechos con-
sumados, escribió en una epí stola de salutació n a la asamblea obispal
(26 de junio de 451): «Es loable la pí a decisió n del augusto soberano por


la que se dignó convocamos para aniquilar los lazos mortales tendidos
por el demonio y restaurar la paz de la Iglesia, salvaguardando el derechoy el honor del muy bienaventurado apó stol Pedro por medio de la misivacon la que tambié n nos invitaba a Nos a honrar con nuestra presencia el
venerable sí nodo. Pero ciertamente, ni la premura, ni cierta antigua cos-
tumbre lo permití an. Ahora bien, quiera vuestra fraternidad considerarme
allí presente, presidiendo (praesidere) vuestro sí nodo en la persona de
los hermanos enviados por la Santa Sede». 139

Los legados de Leó n acudieron realmente en esta ocasió n: los obispos
Pascasino de Lilybaeum (Marsala, Sicilia), hombre de su especial con-
fianza, para quien exigí a la presidencia vice apostó lica, Lucencio de Asco-
li, el sacerdote romano Bonifacio con un escribiente y asimismo Juliá n de
Quí os, experto en Oriente. Con todo, apenas si pudieron leer la salutació n
papal y ello en una reunió n especial... ¡ casi al final de las reuniones conci-
liares! Y cuando el concilio se reunió el 8 de octubre de 451 en la basí lica
de Santa Eufemia, la presidencia, en el centro de la nave principal, estaba
constituida por los plenipotenciarios del emperador, có nsules, senadores,
prefectos; dieciocho, nada menos. Y el mismo emperador intervino perso-
| nalmente y de forma determinante, sin abandonar su «divino palacio», en
las sesiones del concilio. El 25 de octubre presidió é l mismo, junto a la em-
peratriz, y aprobó las resoluciones, con lo que é stas obtuvieron su validez.
La afirmació n hecha por Pí o XII en su encí clica Sempitemus Rex Christus,
en 1951, a raí z del jubileo por los 1. 500 añ os transcurridos desde el conci-
lio, en el sentido de que é ste se reunió bajo la presidencia de los legados
papales y de que todos los padres conciliares reconocieron esta prerrogati-
va de Roma, es tan incierta como el aserto de Pí o XI en su encí clica Lux
Verí tatis
del añ o 1931 con motivo de la celebració n del 1. 500 aniversario
del concilio de É feso, por no hablar de otras deformaciones tendenciosas y
tergiversaciones histó ricas de la encí clica de Pacelli. Todas ellas, eso sí, al
servicio de las pretensiones de un primado de Roma. 140

Pero tambié n mienten los teó logos cató licos desde la cú spide hasta
los rangos má s modestos, incluyendo al jesuí ta J. Linder quien -con su
imprimatur- escribe así: «Los concilios ecumé nicos estaban siempre [! ]
presididos por los papas o por sus representantes». Incluyendo tambié n a
los apologetas cató licos Koch/Siebengartner, quienes, a su vez con im-
primatur,
escriben lo siguiente: «Nunca se celebró una asamblea general
de la Iglesia sin estar presidida
por el papa o por sus delegados». Incluido
asimismo el cató lico J. P. Kirsch (tambié n con imprimatur): «Los presi-
dentes del sí nodo eran los legados papales». Incluido, en fin, el Lé xico de
la Teologí a y de la Iglesia:
«Un legado papal ejercí a la presidencia». Y eso
no debe extrañ amos, pues hasta el mismo legado Lucencio afirmaba en
Calcedonia contra Dió scoro: «Tuvo la osadí a de celebrar un sí nodo sin la
autoridad de la Santa Sede, algo que no se permitió ni sucedió nunca».


Los cató licos son capaces de mentir así a lo largo de dos milenios ante la
faz del mundo. 141

El papa Leó n I reivindicó ciertamente para sí el derecho a presidir el
concilio de 451, ¡ pero no lo obtuvo! Requirió del emperador Marciano
que Pascasino ejerciese la presidencia en su lugar (vice mea) y tambié n
escribió a los obispos de las remotas Galias que sus hermanos «presiden
el sí nodo en representació n mí a», ¡ pero en realidad só lo pudieron hacerlo
un ú nico dí a! Incluso el franciscano holandé s M. Goemans, quien piensa
que un lector atento de las actas conciliares «puede hacerse la idea a la
vista del descollante papel de los comisionados imperiales, que la auté n-
tica presidencia del concilio estaba en sus manos» constata por sí mismo
a cada paso que son ellos, justamente, quienes «presiden», «presiden» y
«presiden» en las sesiones 1. a, 2. a, 4. a, 5. a. En la 6. a (5 de octubre), en la
que se confirmó solemnemente el sí mbolo de la fe de Calcedonia, estu-
vieron presentes el emperador y la emperatriz Pulquerí a. Constata tam-
bié n que sus comisarios «presiden asimismo las sesiones de la 8. a a la
17. a [... ]». Eran ellos efectivamente quienes llevaban las riendas del con-
cilio. Y fueron ellos tambié n, y nadie má s, quienes lo salvaron en cada
una de sus varias fases crí ticas. 142

Sí, el Espí ritu Santo habló tambié n, a buen seguro, por boca de los re-
presentantes del dé spota: y así será siempre, con tal que hable en favor de
la Iglesia romana. Y si no es así será el demonio quien hable. (Por qué el
Espí ritu Santo permite tan siquiera que hable tambié n el demonio, que se
hable y se tomen tambié n decisiones en detrimento de la Iglesia romana
-eso incluso en concilios reconocidos por Roma, en concilios «ecumé ni-
cos» como el de Constantinopla (381) y hasta, como hemos de ver aú n,
en el de Calcedonia-, eso es secreto del Espí ritu Santo. )

Leó n I no tení a tampoco el má s mí nimo interé s en que se discutieran
cuestiones relativas a la fe. Semejantes debates, auté nticas confrontacio-
nes cuando se trataban especialmente aspectos dogmá ticos, no son nunca
del gusto de los papas. No puede existir la menor duda, escribió Leó n en
su salutació n acerca de los conciliares, acerca «de lo que yo deseo. Por
eso, dilectí simos hermanos, reprobamos de forma rotunda y tajante la
osadí a de suscitar debates acerca de la fe inspirada por Dios. Calle el fa-.
tuo descreimiento de los extraviados y prohí base la defensa de aquello
que no es lí cito creer [... ]». Y en una ú ltima misiva con fecha del 20 de
julio conjuraba así al emperador Marciano: «¡ No haya la má s mí nima
disputa acerca de cualquier reanudació n del proceso! ». 143

Pero la exigencia papal, «¡ No haya discusiones en lo relativo a la
fe! », fue tan desoí da como desatendido su deseo de ejercer la presidencia
del concilio. Al contrario, los comisionados imperiales insistieron expre-
samente en aquella discusió n. No obstante lo cual, el credo redactado por
la propia comisió n conciliar fue apasionadamente rechazado en la 5. a se-

 


sió n (el 22 de octubre). Los legados papales amenazaron con su retomo y
con un concilio en Italia. El emperador presionó sobre los conciliares: o
un nuevo sí mbolo de fe o el traslado del sí nodo al paí s del papa. De in-
mediato se dio la preferencia a lo primero. Los obispos cedieron y redac-
taron una nueva definició n de fe en la que dieron cabida al escrito doctri-
nal de Leó n. Pero ello no sucedió en reconocimiento de una autoridad
doctrinal, sino porque se tení a la convicció n de que su Tomus coincidí a
con la fe ortodoxa. 144

El concilio, un triunfo de la ortodoxia, en el que participaron presun-
tamente 600 obispos fue una de las asambleas má s pomposas de la anti-
gua Iglesia. El cardenal Hergenró ther da una cifra de entre «520 y 630»
participantes. En las actas conciliares -que no siempre recogen el orden
cronoló gico de las sesiones (praxeis, actiones) y muestran en general dis-
crepancias en los recuentos- constan en todo caso tan só lo 430 firmas. En
realidad «só lo estaban presentes 350 o 360 padres» (Goemans). La 1. a se-
sió n, el 8 de octubre, se dedicó a la inculpació n de Dió scoro, destronado
en la 3. a (31 de octubre) ¡ sin que su doctrina fuese, pese a todo, condena-
da! Dió scoro se mantuvo prudentemente alejado desde entonces, pero re-
plicó por su parte excomulgando al papa. El concilio le privó de su sede
obispal y de todas sus dignidades espirituales (el emperador lo desterró
má s tarde, primero a Cizico, despué s a Heraclea y, finalmente, a Gangra,
en Paflagonia, donde murió despué s en el exilio). Un ú nico malhechor pa-
ra no perder a otros: la tá ctica ya seguida contra Nestorio. Por lo demá s
la asamblea reconoció, por miedo a las represalias, una fó rmula idé ntica
a la deseada por el emperador Marciano -a la sazó n presidente del sí -
nodo y aclamado como «novus David», «novus Paulus», «novus Cons-
tantinus», má s aú n: como «sacerdote» y «maestro de la fe» [! ]-, por el
papa y por el patriarca de Constantinopla, Anatolio: la doctrina difisita,
un Cristo de dos naturalezas, base de toda la teologí a ortodoxa, de los
griegos, de los cató licos y de los protestantes. 145

Pues así como la profesió n de fe de Nicea tomó cuerpo en este conci-
lio tan só lo por intervenció n del emperador Constantino (por ello la de-
nominaba sarcá sticamente Haller «sí mbolo constantiniano»), tambié n la
fó rmula definida en Calcedonia «se aprobó tras intensa intervenció n po-
lí tica: só lo un amenazador ultimá tum del emperador hizo posible zanjar
de forma inequí voca y definitiva la cuestió n de la relació n entre las natu-
ralezas divina y humana en Cristo y plasmarlo todo en forma de una pro-
fesió n de fe formulada por el concilio» (Kawearau). El mismo Leó n I
atribuí a al emperador el mé rito principal de la victoria del sí nodo sobre la
nueva «herejí a», «pues gracias al santo celo de su clemente majestad fue
exterminado el maligno error [... ]». 146

El dé spota siguió, pues, prestando má s tarde su decidido apoyo a este
sí mbolo y el nestoriano Elias de Nisibe (975-1049) no andaba muy des-


caminado al escribir en su libro Pruebas de la verdad de la fe: «Pero el
emperador habló así: " Ni se han de admitir dos personas, siguiendo a
Nestorio, ni una naturaleza, siguiendo a Dió scoro y sus parciales, sino
dos naturalezas y una persona". Lo que é l ordenó lo mantuvo con violen-
cia y matando a espada a los contradictores mientras afirmaba: " ¡ De los
dos males, el menor! " [... ]. Los maestros enseñ aron [... ] que el parecer
expuesto por el emperador es reprobable y viciado, apartado de la ver-
dad, y se mantuvieron firmes en su antigua y ortodoxa fe; fe inalterable
que no dio pie a violencias ni dio lugar a mediaciones, ni a donaciones de
obsequios, ni a dispendio de dinero en su favor [... ]». 147

En cualquier caso, la mayorí a de los padres conciliares apenas com-
prendí an qué era lo que allí se ventilaba teoló gicamente. Segú n un do-
cumento clerical, la mayorí a de los obispos del sí nodo de Antioquí a
(324-325) no eran expertos «ni siquiera en cuestiones relativas a la fe de
la Iglesia», hecho que esclarece de modo contundente cuá l era el cali-
bre espiritual de muchos de ellos. ¡ Como lo esclarece asimismo el hecho
de que en el de É feso muchos obispos no eran capaces ni siquiera de es-
cribir su propio nombre y firmaron por mano de otros! ¡ Y tambié n en el
de Calcedonia participaron 40 obispos analfabetos! Hasta un cató lico
moderno subraya el nivel cultural, chocantemente bajo todaví a, del
«episcopado romano-oriental» (Haacke). ¿ Acaso la del romano-occiden-
tal era distinta? ¡ Era, reconocidamente, peor aú n! 148

Por supuesto que la fó rmula «Un Cristo en dos naturalezas» tampoco
era comprensible para nadie. ¡ Una distinció n sin separació n, una unió n
sin confusió n! Gran misterio, en verdad. Nadie lo ha comprendido aú n.
Eso se colige de la declaració n del benedictino Haacke (que compara a
los monofisitas «con los nacionalsocialistas»: «Frente a la «confusió n»
preconizada por los monofisitas, se subrayó la «coadunació n», frente a
la distorsió n de la «í ntima subjetividad», la í ntima «interpenetració n».
¡ Pues lo que justamente se necesitaba era un Señ or absolutamente di-
vino! ¡ Y absolutamente humano! Pero, por encima de todo, ¡ una sede
obispal! 149

La lectura del escrito dogmá tico de Leó n -Epí stola dogmá tica o To-
mus
de Leó n, en Oriente (tambié n «Tomos del malvado Leó n», segú n la,
historiografí a copta), con una fijació n antialejandrina en su cristologí a-
se vio acompañ ada, en la segunda sesió n conciliar, el 10 de octubre, por
aclamaciones de entusiasmo: «¡ É sta es la fe de los padres! ¡ De los apó s-
toles! ¡ Así lo creemos todos, así los ortodoxos! ¡ Sea anatema, quien no lo
crea así! ¡ Pedro habló por boca de Leó n! ¡ Es lo que enseñ aron los apó s-
toles! ¡ Pí a y verdadera es la doctrina de Leó n! ¡ Cirilo enseñ ó lo mismo!
¡ Sea anatema, quien no enseñ e tal doctrina! ». Los ilustres adalides de la
fe no querí an ni tomarse tres dí as de reflexió n hasta la pró xima sesió n:

«Ninguno de nosotros está en duda, ya hemos firmado», exclamaron;


triunfo, tambié n, de la autoridad papal, que durante cuatro siglos, hasta el
añ o 869/870 (Constantinopla), no fue ya superada en ningú n otro conci-
lio «ecumé nico». 150

La estereotipada expresió n «¡ Pedro habló por boca de Leó n! » parecí a
no querer desprenderse ya nunca má s de los labios de teó logos y apolo-
getas cató licos, tanto menos cuanto que é sta se habí a esfumado de la
boca de los obispos orientales. Cada vez que se poní an sobre la mesa
«pruebas» histó ricas de la autoridad doctrinal del papa, aqué lla apare-
cí a tambié n en el menú. Pero, escribe el teó logo e historiador de la Igle-
sia Schwaiger, «un atento estudio de las fuentes evidencia que el Concilio
de Calcedonia no remite en ninguna parte, a la hora de justificar la acepta-
ció n del Tomus Leonis, a una supuesta autoridad incondicional del papa
en cuestiones doctrinales [... ]. Una parte de los obispos aceptó el Tomus,
ostensiblemente, tan só lo a causa de la abrumadora presió n imperial». 151

La «obra maestra» leoniana -que en nuestros dí as serí a bastante má s
idó nea para curar insomnios, incluso los má s agudos, que para zanjar la
má s suave de las dudas en cuestiones de fe- tení a, en amplios pasajes, un
tenor del que nos puede dar idea esta muestra: «El nacimiento segú n la
carne es manifestació n de la naturaleza humana; el alumbramiento de
la Virgen, en cambio, signo de la potencia divina. La niñ ez del pequeñ o
se manifiesta en la humildad de la cuna; la grandeza del Altí simo se
anuncia por boca del á ngel [... ]. Aquel a quien tienta como hombre la as-
tucia del diablo es el mismo a quien los á ngeles sirven como a Dios. Pa-
sar hambre, sed, fatigarse y dormir es, a todas luces, propio de humanos,
pero dar de comer a 5. 000 con cinco panes, dispensar a la samaritana
agua de vida tal que quien bebe de ella nunca má s padece la sed, caminar
sobre las aguas del mar sin que se hunda su pie, calmar las hinchadas olas
conjurando la tormenta, todo ello es inequí vocamente propio de Dios.
Como tampoco pertenece a la misma naturaleza -y paso por alto otras
muchas cosas- el llorar con amor compungido al amigo muerto y el desper-
tarlo de nuevo a la vida, tras yacer cuatro dí as bajo la losa de la tumba,
con una sola orden de su voz. O bien el colgar de la cruz y el transformar
el dí a en noche o hacer temblar a los elementos. O bien el ser traspasado
por los clavos y el abrir las puertas del paraí so al ladró n creyente. Como
tampoco corresponde a la misma naturaleza el poder decir: " Yo soy uno
con el Padre" y " El Padre es mayor que yo" ». 152

Bien rugido. Leó n, no serí a aquí, precisamente, la expresió n má s ade-
cuada.

No es de extrañ ar que historiadores del dogma crí ticos como Hartnack
o Seeberg juzguen muy desdeñ osamente el Tomus de Leó n. Ya es asom-
broso que E. Gaspar le atribuya «vigor convincente», una «eficacia con-
vincente entre amplí simos cí rculos». ¡ Y tanto! Pues ¡ qué cosas, por amor
de Dios, no fueron ya capaces de convencer a amplí simos cí rculos! 153


Quizá no haya nada que pueda glosar mejor esta tentativa papal, esa
desangelada exaltació n espiritual que trata de explicar lo que es per se
inexplicable, de dar plausible concreció n a algo vanamente quimé rico,
que el consejo dado por san Jeró nimo a Nepociano previnié ndolo contra
declamadores y pertinaces vanilocuentes: «Dejemos a los ignorantes lan-
zar palabras vací as de sentido y a traer hacia sí la admiració n del pueblo
inexperto con su verborrea. La petulancia de explicar lo que uno mismo
no entiende no es, por desgracia, nada infrecuente. Uno acaba por consi-
derarse a sí mismo una lumbrera cuando ha hecho tragar infundios a los
demá s. No hay nada má s fá cil que embaucar al pueblo simple o a una
asamblea ingenua, pues cuanto menor es su conocimiento de causa, tanto
má s aumenta su admiració n». 154

Culturalmente, la mayorí a de la esplé ndida asamblea conciliar era, en
verdad, una «asamblea ingenua»: eso incluso aunque no se hubiese dado
el caso de que uno de cada diez entre aquellos reverendí simos señ ores no
sabí a leer ni escribir. En desquite de ello su pico funcionaba tanto mejor.
Pues no todo fue cavilar sobre problemas teoló gicos, respecto a lo cual
distintos motivos daban pie para callarse. Tambié n se ventilaron escá nda-
los como el de las querellas entre los obispos Basanio y Esteban de É fe-
so. Se produjeron auté nticos tumultos y los padres, animados por el Espí ri-
tu Santo, dieron lugar a escenas tales que tambié n el cató lico G. Schwaiger
halla no pocos paralelismos entre el famoso cuarto concilio ecumé nico y
el «Latrocinio de É feso». R. Seeberg, que constata una «impresió n de lo
má s desagradable», acentú a incluso «que su desarrollo no fue menos tu-
multuoso que el del " Latrocinio" ». Caspar halla palabras casi idé nticas.
Las actas de la sesió n ponen de manifiesto que los sinodales se habrí an
empantanado en su propio alboroto y se habrí an visto abocados a un pron-
to fracaso si el Estado no los hubiese constreñ ido a seguir un procedi-
miento como de protocolo notarial. 155

Los comisionados imperiales reprendieron el griterí o «plebeyo» de
los obispos. É stos replicaron chillando: «Gritamos en aras de la piedad;

de la ortodoxia».

Y mientras que Dió scoro -su situació n estaba tan perdida de antemano
como la de Nestorio el añ o 431 en É feso- siguió siempre fiel a sí mismo y
mantuvo lo que habí a defendido, los obispos que lo habí an ovacionado
dos añ os antes le volvieron ahora la espalda casi como un solo hombre.
Ya en la primera sesió n, por la tarde y a la luz de las velas, su deposició n
era cosa decidida. Lo abandonaron sin la menor consideració n: «¡ Fuera
el asesino Dió scoro! » se oyó exclamar. Ahora y en la tercera sesió n, el
13 de octubre, cuando lo destronaron in absentia se oyeron cosas como:

«hereje», origenista, blasfemo contra la Trinidad, libertino, profanador
de reliquias, ladró n, incendiario, asesino, reo de lesa majestad, etc. 156

La aparició n de Barsumas, nestoriano declarado, suscitó la misma tor-s


menta de indignació n: «¡ Fuera el asesino! ». El obispo de Cizico gritó:

«É l mató al bienaventurado Flaviano. É l estaba allí gritando: " ¡ Abatidlo
a golpes! " ». Algunos de los supremos pastores exclamaron: «Barsumas
ha llevado a toda Siria a la perdició n». Barsumas permaneció imperté rri-
to. Cuando apareció el historiador de la Iglesia Teodoreto de Ciro, fiel
amigo de Nestorio y adversario de Cirilo, pero «innegablemente una de las
figuras mayores de la é poca» (Camelot), en verdad, una especie de Agus-
tí n de Oriente (Duchesne), los «padres» de Egipto, Palestina e Iliria hicie-
ron retumbar la iglesia con rugidos que atronaban los oí dos: «¡ Expulsad al
judí o, al adversario de Dios, y no lo nombré is obispo! ». «¡ Es un hereje!
¡ Un nestoriano! ¡ Fuera el hereje! » Pero incluso el «Agustí n de Oriente»,
el obispo Teodoreto, el enemigo de Cirilo y amigo de Nestorio, traicionó
a este ú ltimo tras cierta resistencia. En un principio declaró todaví a: «Os
aseguro ante todo que no tení a los ojos puestos en un obispado [... ]». Pero
era de eso de lo que se trataba tambié n en su caso. Y cuando se le amenazó
con no restituí rselo y con una nueva condena, declaró en acta: «Nestorio
sea anatema y todo el que diga que la Virgen no es Deí para. Tambié n
quien escinda en dos al Hijo Ú nico [... ]. ¡ Y acto seguido, recibid mi
saludo! ». 157

¡ Y acto seguido, recibid mi saludo!

Só lo trece obispos egipcios que aparecieron con Dió scoro, rompieron
filas respecto a los demá s. No declararon culpable a Eutiques y se nega-
ron tenazmente a aceptar la carta doctrinal de Leó n: «Nos matará n, nos
matará n si lo hacemos». De nada sirvió que se les apremiara o amenaza-
ra. Como mí nimo exigí an una demora hasta la elecció n de un nuevo
patriarca. Es má s, deseaban seguir sosteniendo la fe de sus padres y pre-
ferí an morir allí mismo a ser lapidados a su regreso a Egipto. Todo ello
expresado con gran patetismo y, finalmente, saldado de momento con la
concesió n de una moratoria por parte de los funcionarios imperiales has-
ta tanto no se cubriese de nuevo la sede alejandrina. No faltó el gimoteo
de los obispos. Y desde luego la fó rmula de las «dos naturalezas» con-
dujo realmente, como pronto veremos, a violentos excesos en Egipto y
en Palestina. 158

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