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San León contra san Hilario




En los albores del siglo v, Heros se hizo cargo de la sede de Arles, la
«gallula Roma» («Roma gala»), que era entonces una de las ciudades
má s florecientes de Occidente. Heros, discí pulo de Martí n de Tours, habí a
obtenido su dignidad obispal mediante la amenaza y la violencia (segú n
testimonio de Zó simo) y só lo pudo consolidar su sede con ayuda del usur-
pador Constantino III, quien residió en Arles desde el añ o 409 al 411. Es
por ello perfectamente creí ble que Heros, como escribe el historiador So-
zomeno, diese cobijo en su iglesia al cercado usurpador del trono y lo
consagrase, incluso, como obispo sin que ello impidiera, no obstante, su
ejecució n. Poco despué s de ello, y a consecuencia de sus manejos polí ti-
cos y de otro tipo, Heros se vio pronto padeciendo exilio en Palestina,
juntamente con el obispo Lá zaro de Aix, sobre el que pesaban grandes


acusaciones. Aquí acosaron a Pelagio, a quien llegaron a acusar formal-
mente con un amplio escrito. 16

Un sucesor de Heros, el influyente Patroclo de Arles (412-426), «un
personnage asser suspect»
(Duchesne), asesinado posteriormente, consi-
guió la elevació n al solio pontificio de Zó simo. Ello gracias al respaldo
que le dispensaba el gobierno de su amigo Flavio Constancio, a quien de-
bí a propiamente su sede obispal. Y casi de inmediato, Zó simo honró al
obispo Patroclo con una serie de «sorprendentes privilegios» (el cató lico
Baus). Ya su primer decreto del 22 de marzo de 417 -¡ cuatro dí as des-
pué s de su elevació n a Papa! - estableció en favor de aqué l «un amplio
poder metropolitano». Es má s, aparte de ello, le otorgó el derecho de su-
pervisió n «sobre toda la Iglesia gá lica» (el cató lico Langgá rtner). Con
todo ello no hací a probablemente otra cosa que pagar con la mayor ce-
leridad la factura que Patroclo le presentó por su ayuda en la elecció n
papal. 17

El obispo de Arles habí a fomentado esa tendencia atribuyendo trapa-
ceramente un origen petrino a su sede. La ironí a de la historia hizo que
fuese la misma Roma, concretamente a travé s de Inocencio I, quien pro-
paló la historia de que todas las iglesias del mundo habí an sido fundadas
por Pedro o sus discí pulos. Aquello compaginaba muy bien con su inte-
ré s por el primado, pero condujo despué s al conflicto entre el papa y
otros clerizontes sedientos de poder. En esa lí nea, Patroclo de Arles se in-
ventó un discí pulo de Pedro, san Tró fimo de Arles, y este personaje, que
ni siquiera existió, fue, no obstante, exaltado a misionero de las Galias y
fundador de la iglesia de Arles. Con ello y con la anuencia del papa Zó si-
mo, Patroclo se elevó tambié n a metropolitano. Los obispos de Marsella,
Narbona y Vienne protestaron en el acto y negaron su obediencia a Roma,
pese a algunas citaciones y acres reprimendas. Pró culo de Marsella fue
depuesto y pocos decenios despué s ello condujo a una grave desavenien-
cia entre el papa Leó n y un sucesor de Patroclo, san Hilario de Arles, a
quien aqué l privó de los derechos de metropolitano, derechos que ya ha-
bí an restringido sus antecesores. 18

El arzobispo Hilario de Arles (429-449), un santo auté ntico de la Igle-
sia cató lica (festividad el 5 de mayo) descendí a de cí rculos polí ticos diri-
gentes de vieja raigambre. Al principio fue monje del monasterio insular
de Lerinum (Lé rins) y fue investido de los honores episcopales -pese a la
mucha resistencia que é l mismo opuso, si hemos de creer a su bió grafo-
gracias a un pariente, su antecesor el obispo Honorato. Nos dice tambié n
el bió grafo que san Hilario hací a todos sus viajes descalzo, incluso en in-
vierno, cubierto de un há bito miserable sobre una á spera camisa peniten-
cial a efectos de mortificació n; que rescataba prisioneros, fundaba mo-
nasterios y construí a iglesias; que los dí as de ayuno predicaba a menudo
hasta tres horas seguidas y que lloraba amargamente cuando una des-


gracia afectaba a uno de los suyos. Por otra parte, san Hilario, al decir de
san Leó n, irrumpí a tumultuosamente y por la fuerza de las armas en aque-
llas ciudades cuyo obispo habí a muerto para imponerles un sucesor de
entre sus parciales. Incluso cuando el obispo Proyecto yací a aquejado
de grave enfermedad apareció el santo, quien consagró a Importuno a la
cabeza de la dió cesis. «En su arrogancia -decí a el papa, sarcá stico-, creí a
que la muerte del hermano no acudí a al paso debido. » Contra lo espera-
do, Proyecto mejoró y los habitantes de la ciudad elevaron sus quejas
contra Hilario: «Apenas tomaron noticia de su llegada y ya habí a desapa-
recido de nuevo». Tambié n por lo que respecta a las excomuniones era el
metropolitano harto expeditivo. De ahí que Leó n, el santo, se enfureciese
contra Hilario, el santo, quien «busca su fama má s en una ridicula celeri-
dad que en una mesurada actitud sacerdotal». Aquí se enfrentaban santo
contra santo, algo que no era tan infrecuente y que sucedió incluso entre
los doctores de la Iglesia. Y como suele pasar en cí rculos no santos, tam-
bié n entre los santos es el que está má s arriba quien descabalga al que
estarnas abajo. 19

El romano tení a miedo de su resoluto y elocuente colega, de la forma-
ció n de un patriarcado en Arles, incluso temí a se constituyese una Iglesia
de las Galias independiente, temor tanto mayor cuanto que tambié n
la aristocracia gala, emparentada con Hilario, secundaba a é ste y se opo-
ní a a la nobleza italiana. De ahí que Leó n, al estallar el conflicto entre,
por una parte, Hilario y, por la otra, Proyecto y el obispo Celedonio -este
ú ltimo depuesto por aqué l por estar, segú n parece, casado con una viuda-
procedió a lanzar un ataque frontal. «Ansia someteros a su dominio (sub-
dere)
-escribí a Leó n a los obispos de la provincia de Vienne- y no quie-
re, por su parte, soportar el someterse a san Pedro (subiectum esse)» y
«Vulnera con palabras de suma arrogancia la reverencia que debemos a
san Pedro [... ]». El santo Leó n reprocha al santo Hilario su «ambició n de
nuevas pretensiones insolentes». Asevera que «es siervo de su concupis-
cencia», que «no se considera sujeto a ninguna ley ni limitado por ningu-
na prescripció n de orden divino» que «perpetra lo que es ilí cito» y «des-
considera lo que debiera observar [... ]». Cuando el arlesiano intentó, el
añ o 445, solventar la cuestió n hablando buenamente con el papa tras cru-
zar a pie los Alpes en lo má s crudo del invierno -«entró impá vido en
Roma, sin caballo, sin silla y sin abrigo» (Vita Hilarü )- Leó n, por su par-
te, lo puso bajo custodia y lo llevó ante un concilio. Hilario, sin embar-
go, lanzó contra la asamblea improperios de tal violencia que «a ningú n
seglar le es permitido pronunciar ni a ningú n obispo oí r» (quae nullus
laicorum dicere, nullus sacerdotum posset audire)
y emprendió viaje de
regreso.

El romano dejó tan só lo el derecho de regir su propia dió cesis -dere-
cho del que ya se habí a hecho propiamente indigno- a quien se habí a


sustraí do al veredicto «mediante una huida vergonzosa» y «aspira a la
autoridad de forma malé vola».

Cabe resaltar, con todo, que Leó n no depuso al popular Hilario (como
afirmó posteriormente una falsificació n hecha en Vienne). Sin embargo,
siguiendo sus há bitos, se aseguró el apoyo del poder estatal para dar fuer-
za a sus medidas. Informado «por el fidedigno informe del venerable
obispo romano Leó n» acerca del «abominabilis tumultus» en las iglesias
gá licas, el emperador Valentiniano III mandó el 8 de julio de 445 que
«para todo el tiempo futuro» y bajo multa de 10 libras de oro, se prestase
obediencia a sus propias ó rdenes y a la autoridad de la Sede Apostó lica.
A los gobernadores de provincia les ordenaba que llevasen por la fuerza
ante el tribunal del obispo romano a aquellos obispos que se resistiesen

«como salvaguarda de todos los derechos que nuestros mayores otorga-
ron a la Iglesia romana». 20

Leó n acentuó especialmente el deber protector del soberano, que para
é l finge a menudo como «cusios fidei», considerá ndolo en verdad caracte-
rí stica esencial de la potestad imperial. El monarca ha obtenido su poder
de manos de Dios y en consecuencia se debe no só lo al gobierno del mun-
do, «sino ante todo (má xime) a la protecció n de la Iglesia»: ¡ é sa será siem-
pre,
para cualquier papa, la misió n má s importante, con mucho, del poder
estatal! Y ello conlleva perpetuamente, con tal que sea mí nimamente po-
sible, el exterminio o, en todo caso, la opresió n de los disidentes. 21

Leó n tení a ahora a los obispos de la Galia sujetos a su poder, pero
desde luego só lo a los del sur, el territorio donde el emperador seguí a, de

momento, ejerciendo su soberaní a gracias a Aecio. Pero tambié n allí se
aproximaba la catá strofe.

Por lo que respecta a Hilario, en la travesí a invernal de los Alpes, de
retorno a su sede, contrajo una enfermedad a la que sucumbió en 449. Lo
lloró, parece, todo Arles y la població n se mostró tan ansiosa de tocar su
santo cuerpo que el cadá ver corrió peligro de ser despedazado. Leó n tuvo
ahora palabras de recuerdo para el santo «sanctae memoriae».

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