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El reino godo y Roma contra Bizancio




Teodorico no estaba entretanto dispuesto a limitar su dominació n a
Italia y Dalmacia. Habí a ambicionado por sistema una federació n de Es-
tados germá nicos y agrupado todas las fuerzas antibizantinas. Extendió


su frontera defensiva hasta má s allá del Adriá tico y en 504 ocupó Sirmio.
Al añ o siguiente, la tensa situació n polí tica condujo incluso a un grave
conflicto entre las tropas de Teodorico y las del emperador. El godo se
habí a liado con el vecino prí ncipe de los gé pidos. Mundo. Cuando el Ma-
gister militum
de Iliria, Sabiniano, amenazó a é ste con un fuerte ejé rci-
to de diez mil foederati bú lgaros, acudió en auxilio de los gé pidos una
hueste gó tica proveniente de la recié n conquistada provincia fronteriza
de Panonia, hueste compuesta por 2. 000 hombres de a pie y de 500 jine-
tes y capitaneada por Pitzia. En la llanura de Morava, el ejé rcito imperial
fue prá cticamente aniquilado y los bú lgaros que no cayeron al filo de la
espada se ahogaron en el rí o. La tierra conquistada quedó incorporada al
reino de Teodorico con el nombre de Pannonia Sirmiensis. 96

Occidente se enfrentaba cada vez má s abiertamente al emperador -a
quien intranquilizaba por el costado oriental el peligro persa- y el sobe-
rano achacaba una buena parte de la culpa al papa. A causa de la grave
querella eclesiá stica de Roma, Sí maco apenas habí a podido ocuparse de
la teologí a y del cisma de Oriente durante un decenio. El añ o 506 consi-
guió definitivamente arrancar de sí una decisió n y respondió a una ina-
mistosa carta del emperador, cada vez má s abiertamente promonofisita,
con otra aú n má s ruda y arrogante, si cabe.

Dejando de lado todas las fiorituras propias de la cortesí a oficial, se
dirigió al anciano monarca con frialdad casi hiriente, dá ndole secamente
el tratamiento de «imperator», reprochá ndole que creí a ú nicamente en un
Cristo que lo era só lo a medias, alardeando orgulloso de que «su honor
era, de seguro, tan elevado, por no decir má s elevado, como el de aqué l»
y amenazá ndole profusamente con el juicio de Dios. Acababa su carta con
una acritud pareja con su autocomplacencia farisaica e hipocresí a: «El
compañ ero de la iniquidad no puede por menos de perseguir a quien está
incontaminado de ella». 97

Ello contribuyó a endurecer aú n má s las posiciones enfrentadas de
Oriente y Occidente, tanto má s cuanto que el papa tomó partido por Teo-
dorico. Y el senado romano volvió a colaborar con los sacerdotes roma-
nos, algo que causó indignació n en Constantinopla. El emperador, que
estigmatizó al papa como «maniqueo» habló en una dura misiva de una
conjura del senado y la Iglesia romana contra el Imperio. Protegido ahora
por el rey godo, el papa, empeñ ado a la sazó n en una lucha encarnizada
contra el clero de la Roma de Oriente, reaccionó con osadí a, por no decir
con desvergü enza. No só lo afirmaba que el emperador querí a «incluirlo con
atolondrada precipitació n entre los herejes», sino que, devolvié ndole la pe-
lota de la forma má s venenosa, lo tachaba de «protector de los maniqueos»,
sin recatarse de afirmar mentirosamente que en Oriente só lo eran oprimi-
dos los cató licos mientras se permití an todas las «herejí as». «¿ Crees -es-
cribí a Sí maco a Anastasio- que por ser emperador no tienes que temer el


juicio de Dios? ¿ Piensas que como emperador puedes sustraerte al poder
de Pedro, prí ncipe de los apó stoles? [... ]. Compara, pues, la dignidad del
emperador con la de quien preside la Iglesia. El uno vela meramente por
los asuntos mundanos; el otro, en cambio, por los divinos. »98

La resuelta resistencia de Anastasio contra los cató licos contribuyó má s
que nada a que los grupos fieles a la doctrina calcedoniana cerrasen filas y
lo pusieran en aprietos cada vez má s graves. El nuevo patriarca de la cor-
te, Macedonio II (496-511) tuvo que suscribir tambié n, ciertamente, el
Henotikon, pero se bandeó de tal manera entre los frentes que los ortodo-
xos lo consideraron a veces como hereje. Finalmente, sin embargo, tomó
posició n decidida contra los monofisitas, se encaró abruptamente al sobe-
rano e intentó, presumiblemente, desencadenar una revuelta. La paciencia
de Anastasio se agotó. Al igual que habí a hecho con Eufemio, su predece-
sor, depuso tambié n a Macedonio y en la noche del 7 de agosto de 511 lo
desterró a Euchaí ta. El nuevo soberano de la Iglesia constantinopolitana,
Timoteo (511-518), resultó má s dó cil para el emperador. Comoquiera que
la sede alejandrina estaba ocupada por el patriarca Juan III Niciotas (505-
516) y el monje Severo, colmado de favores por Anastasio vino a hacerse
cargo, en 512, de la de Antioquí a, resultó que los tres patriarcados má s
importantes de Oriente acabaron bajo el dominio de los monofisitas.

Los obispos y monjes atizaron entonces y de forma cada vez má s abier-
ta la rebelió n contra el «emperador de herejes», especialmente en Asia
Menor y en los Balcanes. Despué s de la deposició n de Macedonio (511)
el papa trajo a la memoria a los emperadores paganos perseguidores de
cristianos. Exigió estar vigilantes en Oriente y tambié n fidelidad y dispo-
sició n al martirio. Habló del «servicio militar divino» escribiendo así:

«Ahora es el momento en que la fe reclama a sus combatientes y convoca
en su defensa a quienes recibieron los ardientes rayos de la gracia».

Ya antes se habí an producido levantamientos ocasionales contra Anas-
tasio sin que «en la mayorí a de los casos se pudiera constatar» una moti-
vació n polí tica (Tinnefeid). Ya en el primer añ o de gobierno imperial re-
gistra Marcelino Comes «guerra civil entre los bizantinos. Reducida a
cenizas la mayor parte de la ciudad y del circo». En el añ o 501, los tu-»
multos giran en tomo a la fiesta pagana de Bryta. En 510, el soliviantado
populacho de la capital expulsa de Santa Sofí a, durante los oficios divi-
nos, a los monjes del monofisita Severo. El emperador, que exige al res-
pecto una explicació n al patriarca Macedonio, tiene que pensar en huir. En
512 está de nuevo enjuego su polí tica promonofisita. Se produce un au-
té ntico levantamiento popular, que los monjes no fueron los ú ltimos en
atizar, en cuyo transcurso el emperador, tan sagaz como valiente, hubo de
avanzar inerme a afrontar a las masas amotinadas. Se alzan gritos procla-
mando ya a un nuevo emperador y los monofisitas son asesinados por la
multitud. Se emplean tropas contra ella y arden las casas de los altos fun-


cionarios hasta que los disturbios son sofocados por medio de encarcela-
mientos y ejecuciones. Má s o menos por esas horas, monjes monofisitas
procedentes de la comarca circundante o venidos de má s lejos -hasta de
Siria II- penetran violentamente y en oleadas sucesivas en la ciudad, don-
de muchos hallan la muerte. Pero tambié n la revuelta del añ o 514, relacio-
nada con los é xitos del usurpador Vitaliano, tiene un trasfondo religioso, y
hasta el benedictino Rhaban. Haacke concede que en todas estas agitacio-
nes y levantamientos contra el emperador Anastasio el pueblo de Constan-
tinopla «estaba há bilmente dirigido por los monjes y el alto clero». 99

Los cató licos tení an tambié n de su lado a los parientes del emperador.
La emperatriz Ariadna lamentaba profundamente su polí tica eclesiá stica.
El sobrino Pompeyo se carteaba con el papa y era un cató lico ferviente.
Lo eran asimismo su esposa Anastasia y su amiga Juliana Anicia, hija del
emperador de Occidente y descendiente de Teodosio I, cuyo marido Areo-
bindo, mariscal del ejé rcito de Oriente, fue vitoreado como emperador en
512, a raí z de la peligrosa sublevació n cató lica en Constantinopla. El derro-
camiento de Anastasio no se produjo por muy poco. Ya se ve quié n ma-
nejaba los hilos. 100

El añ o 513 se subleva el militar Vitaliano y lleva el Imperio al borde
de la catá strofe.

El vasallo godo de la provincia de Escitia, la actual Dobruja, que tení a
el mando de los regimientos de foederati, aprovechó las querellas en el
á mbito de la polí tica eclesiá stica e hizo suya la divisa de la «ortodoxia»
calcedoniana. Ejerciendo de portavoz de la oposició n clerical, exigió que
los obispos expulsados fueran repuestos en sus sedes y tambié n un conci-
lio con presencia del papa. Era el hombre de confianza de este ú ltimo,
pero estableció asimismo contactos con el rey ostrogodo. Su conducta, su
modelo de ataque combinado, por tierra y por mar, contra el Imperio y
tambié n sus extorsiones dinerarias y su adiestramiento fatigoso de los sol-
dados le convirtieron en el «gran maestro de hunos y eslavos» (Rubí n). 101

En el añ o 513 Vitaliano liquidó a dos altos oficiales que estorbaban
sus planes y condujo a sus regimientos amotinados ante las puertas de
Constantinopla tras reforzarlos con bú lgaros dados al pillaje y con cam-
pesinos descontentos, partidarios, al parecer, de la doctrina de las dos
naturalezas. Vitaliano exigió que el emperador desistiese de su polí tica
eclesiá stica y Anastasio se vio en una situació n extremadamente apurada.
Hizo promesas que no mantuvo cuando Vitaliano se retiró ocho dí as des-
pué s, perseguido por el sobrino del emperador, Hipacio. El enorme ejé r-
cito de é ste sufrió, sin embargo, una espantosa derrota junto a Odesos
(Varna, a orillas del mar Negro), perdiendo presumiblemente 60. 000 hom-
bres. En la capital se produjeron tumultos entre los cató licos. El añ o 514
Vitaliano -que habí a hecho prisionero al sobrino imperial en Odesos y
(segú n una lectura algo insegura) lo habí a metido en una pocilga- apare-


ció de nuevo ante los muros de Constantinopla. Esta vez le seguí a una
gran flota por el Bosforo. Cada uno de sus ataques iba acompañ ado de
una nueva exigencia. Primero impuso su nombramiento como Magister
militum.
Despué s exigió el abandono de la polí tica eclesiá stica, la reposi-
ció n de los obispos destronados y desterrados y negociaciones con la
sede romana. A fuerza de presiones arrancó al emperador la promesa, he-
cha bajo juramento, de convocar para el 1 de julio de 515 un concilio en
Heraclea, en la provincia de Europa, concilio que debí a ser presidido por
el papa y llevar a té rmino la unió n de las Iglesias. «Roma», es decir el papa
Hormisdas, el nuevo pontí fice en el poder (514-523) «puso sus esperan-
zas en la mediació n [! ] de Vitaliano», escribe al respecto Haacke. Como
rescate para liberar al sobrino imperial, Hipacio, Vitaliano extorsionó del
emperador la inaudita suma de 5. 000 libras de plata. (Hipacio, que sim-
patizaba con los cató licos, peregrinó el añ o 516 en acció n de gracias por
su salvació n de un aprieto extremo al Santo Sepulcro. A raí z de ello dis-
pensó ricos donativos a las iglesias y monasterios de la ciudad y sus alre-
dedores. ) Las restantes negociaciones fracasaron a causa de las desorbita-
das pretensiones del romano, que insistí a en una profunda humillació n del
patriarca. De ahí el tercer ataque del «mediador» papal y por cierto «mien-
tras se procedí a a intercambiar las legaciones y en pleno desarrollo de las
negociaciones» (Haacke). Vitaliano, cuyos contactos con Hormisdas re-
conoció é ste mismo ante el emperador, manifestó claramente su inten-
ció n de someter a este ú ltimo a su voluntad y en 515 -en la é poca en que
debí a celebrarse el concilio y 40 obispos de las provincias balcá nicas
rompieron en verano con sus metropolitanos para dirigirse al papa- atacó
Constantinopla por tierra y por mar, de modo que tanto el papa como el
rey Teodorico contaban ya, a la vista de esta nueva «mediació n», con la
derrota del anciano emperador. Pero Vitaliano sufrió una seria derrota,
infligida por Marino, un civil que, apoyado por Justino, el inmediato su-
cesor de Anastasio, usó nuevos medios de combate desde un velero rá pi-
do (una variante del «fuego griego», empleado aquí por vez primera). La
victoria fue entusiá sticamente celebrada por la cabeza dirigente de los
monofisitas, el patriarca de Antioquí a, Severo. 102

Só lo la retirada, que tení a má s de fuga, salvó a Vitaliano. Anastasio no
pensaba ya en seguir, de momento, negociando con Roma. Prefirió en-
viar al destierro al patriarca ortodoxo de Jerusalé n, Elias (494-516) en el
verano del 516. É ste se negaba a hacer causa comú n con Severo. El em-
perador intentaba así -intento fallido, por lo demá s- imponer en esta ciu-
dad el monofisismo. Ahora bien, en vistas de la fuerte presió n de los
monjes de su dió cesis, el sucesor de Elias, Juan III (516-524) no se atre-
vió a incorporarse a la comunidad de Severo, de modo que fue a parar a
la prisió n de Cesá rea. Tampoco despué s de su liberació n prestó la esperada
declaració n de lealtad, sino que en Jerusalé n y ante una faná tica manifes-


tació n de 10. 000 monjes, lanzó el anatema contra el favorito imperial,
Severo, y contra su causa. Algo tanto má s impresionante cuanto que Hi-
pacio, el sobrino del emperador, estaba en aquel justo momento presente
como peregrino y tambié n se distanció de Severo. El Dux Palestinae,
Anastasius, es decir, el representante del Estado, se dio a la fuga. Los ca-
tó licos intentaron desde entonces obligar a los monofisitas a replegarse y
asentar ellos pie en los territorios hasta ahora dominados por aqué llos.
No pocos de esos intentos partí an desde el oeste. 103

Cuando en abril del añ o 517 el papa Hormisdas envió una legació n al
regente de la Roma de Oriente -en la que figuraba el obispo Enodio de
Paví a- entregó a aqué lla, aparte del correo oficial, diecinueve escritos se-
cretos de propaganda (contestationes), material de agitació n religiosa que
sus monjes agentes difundieron con afá n por Oriente. Hormisdas preten-
dí a ni má s ni menos que dirigir a la totalidad de la Iglesia. A travé s de un
subdiá cono hizo que todos los obispos del Balean se comprometiesen a
«seguir í ntegramente a la sede apostó lica y a promulgar todos sus decre-
tos». El propó sito inconfundible del «Vicario de Cristo», a quien cubrí a las
espaldas el rey godo Teodorico y que esperaba ademá s un nuevo ataque
del godo Vitaliano -dispuesto ya para el mismo- era el de subvertir el or-
den eclesiá stico. Animaba a los prelados orientales adictos a Roma a «en-
trar impá vidos en batalla» e incluso apelaba abiertamente a la població n
de la capital. El jesuí ta H. Rahner: «El papa Hormisdas entró en la histo-
ria como un gran vencedor y hé roe de la paz». El anciano Anastasio no
estaba dispuesto a entrar por ahí. Inmediatamente metió a los legados
pontificios en un barco no muy apto para hacerse a la mar, ordenó al ca-
pitá n que no atracase en ningú n puerto y los envió a casa. El 11 de junio
de 517 comunicó al papa, sin acritud pero resueltamente, la interrupció n de
las negociaciones. «Si ciertas personas -le escribí a- que derivan de los
mismos apó stoles su autoridad espiritual no quieren, en su desobedien-
cia, cumplir con la pí a doctrina de Cristo, que sufrió para redimir a todos,
entonces ya no sabemos dó nde podemos hallar el magisterio del Señ or
misericordioso y Dios grande [... ]. Podemos sufrir que se nos ofenda y
desprecie, pero no que se nos dicten ó rdenes» (iniurari enim et anulan
sustinere possumus, iuberi non possumus). 104

El emperador Anastasio se abstuvo de todo improperio, como comen-
ta Caspar, «pero animado por el auté ntico y vehemente sentimiento de
hombre sinceramente piadoso y de soberano, ya al final de sus dí as, que
desde hací a veinte añ os vení a luchando por la unidad eclesiá stica tanto
en el interior de Oriente como con Occidente, salí a al paso de la intransi-
gencia papal, que, con su exigencia relativa a Acacio, imponí a a la Igle-
sia imperial eternizar sus desgarramientos internos». 105

Una masacre producida ese mismo añ o, en 517, en Oriente no resultó,
por cierto, contraproducente para los deseos del papa.


La tragedia aconteció a raí z de una peregrinació n de monjes cató licos
para ver a san Simeó n estilita, en un manifestació n multitudinaria al no-
roeste de Berea. Cuando estos monjes, reforzados continuamente por nue-
vos tropeles, atravesaban el obispado de Apamea fueron atacados a unos
veinte kiló metros al sur de la ciudad. Trescientos cincuenta de ellos mu-
rieron allí mismo abatidos a golpes. Otros fueron acuchillados en una
iglesia pró xima en la que se habí an refugiado. Instigadores de la tragedia,
segú n la acusació n de los monjes: el obispo Pedro de Apamea y el pa-
triarca Severo de Antioquí a. Los monjes protestaron ante el emperador y
el papa. Su apelació n, escribe el jesuí ta H. Bacht, «pudo llegar a Roma a
finales de 517. Hormisdas, que captó en seguida esta buena [¡ ] oportuni-
dad para entrar en contacto con Oriente, envió con fecha 10 de febrero su
respuesta. La carta está llena de alabanzas y de aliento [... ]». 106

El emperador Anastasio murió, casi nonagenario, entre el 8 y el 9 de
julio de 518, en una noche terriblemente tormentosa: «Golpeado por el
rayo de Dios», como decí a triunfante el Lí ber pontificalis basá ndose eí i
los rumores que circulaban por Roma. Dejaba ciertamente un tesoro
estatal gigantesco, pero no hijos ni sucesor. El 9 de julio, sin embargo, el
comandante de un regimiento de guarnició n en la corte, Justino, Comes
excubitorum,
ascendió de inmediato al trono. 107


CAPÍ TULO 4

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