El papa Gelasio en lucha contra la «pestilencia» de los cismáticos, «heréticos» y paganos
La constante lucha contra cismá ticos y «herejes», reflejada a menudo
en las aproximadamente sesenta epí stolas o, en su caso, decretales de este
papa y asimismo en sus seis tratados teoló gicos, cuatro, nada menos,
contra los monofisitas, só lo estaban, naturalmente, «al servicio de Dios»
y de nada má s.
A los cismá ticos «griegos», expresió n cada vez má s repetida, que
marcaba bien las recí procas distancias, les reprochaba Gelasio una y otra
vez su obstinació n y sus extraví os. É l sabí a bien que «aquellos errores no
se le perdonarí an ni a los muertos». Con todo, nunca atacaba directamen-
te el Henotikon -ni siquiera lo mencionaba- sino las consecuencias de
polí tica personal de é l resultante. Lo que estaba primordialmente en jue-
go no era la doctrina, sino siempre las personas, las sedes y el poder. Ge-
lasio colmaba a estos «griegos» con acusaciones, reconvenciones, escarnio
y mofa. Se finge admirado -gusta usar de las expresiones «miramur»,
«valde miran sumus» para iniciar sus cartas- lo cual entrañ a siempre en
é l algo peligroso. Constantinopla, la capital del Imperio -afirma Gelasio-
«no cuenta siquiera entre las (grandes) sedes». No tiene siquiera la posi-
ció n metropolitana. Su sede patriarcal -que de hecho era la primera en
todo Oriente y equiparada a la de Roma por el canon 28 de Calcedonia-
no tiene rango ni cabida entre las sedes, «nullum nomen». El patriarca no
tiene en absoluto potestad pontificial para revisar sentencias de la «sede
apostó lica», ú nica que decide acerca de la verdad, tan reprobablemente
despreciada por Acacio y sus seguidores. En una palabra, «todos» los es-
critos del papa tení an el mismo objetivo: «Situar en la ilegalidad a los obis-
pos orientales» (Ullmann). 76
Gelasio provocó desde un principio al patriarca Eufemio de Constan-
tinopla, y no se dignó siquiera comunicarle su toma de posesió n. É ste, en
cambio, le envió sus parabienes. (Acusado pocos añ os despué s de alta
traició n, Eufemio fue depuesto y desterrado. ) Gelasio no pensó ni por un
momento -su responsum es claro al respecto- en informar a un subordi-
nado desde la altura de «la primera sede de la cristiandad». Llevando al
extremo su propia arrogancia, reprocha a Eufemio el ser sumamente
«arrogans», le reprocha tambié n prevaricació n, debilidad; lo achanta con
su habilidad dialé ctica, con su corrosivo sarcasmo, con su altanerí a: «Os
veis precipitados desde lo alto de la comunidad cató lica y apostó lica en
otra heré tica y condenada. Lo sabé is y no lo negá is [... ] y nos invitá is a
condescender (condescenderé ) con Vos, desde nuestra altura a esa bajeza
[... ]». Y acaba con una velada amenaza: «Nos veremos, y tanto que nos
veremos, hermano Eufemio ante aquel tribunal de Cristo que inspira te-
mor y temblor» (pavendum tribunal Chrí sti). Pues las amenazas con el
juicio final, con «el juicio del Juez y Rey eterno» menudean en los textos
de Gelasio. 77
Tambié n se dirigió a menudo contra Acacio, contra el «crimen» del pa-
triarca, contra la «pestilencia de Eutiques», contra el «eutiquianismo pes-
tí fero de Oriente», tildá ndolo simplemente de «maldad obstinada», de «va-
nas y malignas locuras», de «lamentable insidia», de «charlatanerí a». A
este respecto, «eutiquianismo» significaba para é l todo un revoltijo de
«herejí as», «todos los có mplices, partidarios y correligionarios de una
iniquidad (pravitas) en su dí a condenada». Naturalmente, sus invectivas
apuntaban tambié n contra todos los disidentes de Occidente. Incluso el
añ o 493, en el momento mismo en el que se libraban las batallas carnice-
ras de Isonzo, de Verona, del Adda y en tomo a Ravena, e Italia se halla-
ba asolada por una guerra de cuatro añ os, el papa escribe a los obispos
italianos del Piceno, una zona del Adriá tico pró xima a la actual Ancona
que ¡ la devastació n de su tierra por los «bá rbaros» le duele menos que su
transigencia frente a las seducciones diabó licas de los «herejes»! Del mis-
mo modo se revolví a contra la otra vez emergente agitació n de los pelagia-
nos en Dalmacia, en la que no veí a otra cosa que una pestilente charca. Al
obispo Sé neca, por é l excomulgado, lo motejó de «rana que se precipita
ignorante en las aguas fecales del pantano pelagiano», de «cadá ver indig-
no y mosca muerta». Expulsó de Roma a los maniqueos e hizo quemar
sus libros ante la puerta de la basí lica de Santa Marí a (Mayor). Conducta,
que el jesuí ta H. Grisar loa como muy similar «a la seguida por Leó n
" Magno" ». 78
Siguiendo la vieja tradició n romana, Gelasio permaneció totalmente
imperturbable ante las objeciones de los demá s; se hizo sin má s «el sor-
do» tratá ndolos con una actitud «completamente reprobatoria» (Caspar) y
disculpá ndolas en cierta ocasió n, con sarcasmo, como una «mezcolanza
heré tica», incapaz «de distinguir lo verdadero de lo falso». La seguridad
en su propia persona era tal ¡ que no vacilaba en referir a sí mismo las
sentencias de Cristo ni en compararse con é ste! 79 Pero hasta en el si-
glo xix, Pí o IX, proclamador de la infalibilidad papal -a quien por lo de-
má s hasta algunos estudiosos cató licos, y tambié n algunos obispos y di-
plomá ticos, tení an por tonto, por loco-, citó refirié ndolas a su persona las
palabras de Cristo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida [... ]». El mis-
mo papa, en todo caso, que se apuntó una curació n milagrosa frustrada
cuando, en 1870 conminó a un tullido con las palabras de «¡ Levá ntate y
anda! ». 80
Fue tambié n Gelasio quien eliminó la ú ltima de las fiestas paganas,
cuya celebració n pú blica aú n se toleraba, la fiesta de las lupercalias, una
especie de carnaval, aunque má s procaz, licenciosa y escandalosa, limita-
da a las mujeres. Era una de las fiestas má s antiguas de la religió n roma-
na, la má s antigua de la ciudad y dedicada al dios Luperkus, el Pan ahu-
yentador de los lobos. Introducida, segú n opinió n tradicional, a causa de
la esterilidad femenina, tení a en todo caso una fuerza purificadera y con-
juradora de desdichas. Se admite que «un petí t groupe de chré tiens dissí -
dents» (Pomares) parecí a interesarse por ella. En realidad, tampoco la
generalidad de los cristianos querí an renunciar a esa fiesta, pero Gelasio
inculcó a sus ovejitas que no era posible participar en el banquete del Se-
ñ or y en el del diablo, ni beber de su cá liz y del del diablo. Predicaba
tambié n contra la magia pagana y contra las costumbres impí as y prohi-
bí a las diversiones. De modo que la Iglesia convirtió la fiesta de purifica-
ció n de las lupercalias en la Fiesta de la Candelaria o de la Purificació n
de Marí a, que originalmente se conmemoraba el 14 y, má s tarde, incluso
en nuestros dí as, el 2 de febrero. 81
Aunque el papa Gelasio proclamaba que la condena de Arrio incluí a
indefectiblemente la de todos los arrí anos y de todo el que estuviera con-
taminado por esa peste, no querí a plantar cara a los godos, los ocupantes
y, de hecho, auté nticos dueñ os del poder, como lo hací a con los «grie-
gos»: algo tan notable que no está mal que lo hagamos constar nueva-
mente. Y, sin embargo, los «griegos» eran tan só lo «cismá ticos», pero ca-
tó licos. Los godos eran «herejes»... ¡ y ademá s bá rbaros! Sus templos
cristianos y su clero estaban ampliamente implantados. El papa los tení a
enfrente por doquier ¡ En la misma Roma habí a un obispo amano e igle-
sias amanas al lado mismo de la residencia papal! Pero Gelasio no hizo
nada contra los godos, ni como cancelario ni como papa. Mientras que a
los demá s «herejes», a los paganos y a los cismá ticos orientales los trata-
ba haciendo gala de rudeza e infamia, con una pugnacidad y un denue-
do nada usuales, dejó en paz a los godos, señ ores del poder. Es má s, no
só lo era capaz de usar para el rey «hereje» un tratamiento con el predi-
cado del má ximo funcionario del imperio, «Vuestra Magnificencia»,
sino que -algo que apenas tení a nada que ver con el ceremonial cortesa-
no- le atribuí a piadosos sentimientos cristianos. Era evidente que Gela-
sio, que por lo demá s atacaba furiosamente a todos cuantos discrepaban
de su fe, se dominaba porque é l mismo era aquí el dominado', porque su
confesió n era minoritaria en Occidente. Los germanos arrí anos regí an, en
efecto, casi en todo é l. No só lo estaban en Italia sino en casi todos los paí -
ses de alrededor: en el norte los burgundios, en el sur de Francia y en Es-
pañ a, los visigodos. En Á frica, los vá ndalos. Ante eso, el tronitonante,
por no decir el bravucó n, Gelasio se achicaba humildemente pues tam-
bié n para é l regí a el principio bá sico, clá sico entre los cató licos: cuando
se es mayorí a, contra la tolerancia; en otro caso, a favor de ella. 82
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