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La persecución de los monofisitas bajo Justino I




Justino y Justiniano habí an conspirado ya con Roma antes de aquel
vuelco polí tico. Habí an obtenido el poder con la ayuda de los cató licos.
Debí an mostrarse agradecidos tanto má s cuanto que el papa Hormisdas
abrigaba deseos inequí vocos: anatematizació n de Acacio juntamente con
sus sucesores Eufemio y Macedonio, quienes, no obstante, «lo hicieron,
ciertamente, lo mejor que pudieron» (Manual de la Historia de la Igle-
sia)
y asimismo de sus protectores, los emperadores Zenó n y Anastasio.
Tambié n deseaba, y no en ú ltimo lugar, la expresa adhesió n a la Iglesia
romana y la sumisió n a sus decisiones, todo ello confirmado por su firma
al pie del «formulario» que é l les envió. Por el momento acabaron con la
polí tica religiosa de Anastasio y tomaron un rumbo opuesto. Ya en los
comienzos de su gobierno, en 519 o 520, Justino exigió, mediante edicto,
de todos los soldados romanos regulares la aceptació n del sí mbolo de fe
calcedoniano bajo amenaza de graves castigos. Y como estaba decidido a
imponerla en todo el imperio, puso en marcha, especialmente en Siria y
Palestina, una amplia persecució n de «herejes»: arrí anos monofisitas y de-
má s disidentes. En todo ello, desde luego, jugaban tambié n su papel moti-
vos econó micos (pues los nuevos señ ores tambié n supieron colocar pron-
tamente a sus parientes en influyentes posiciones civiles y militares). Sobre
el clero, los legos e incluso los niñ os recayeron severos castigos. 12

Aquellos prelados cató licos, oficiales y funcionarios ilustres, que ha-
bí an sido ví ctimas de las deportaciones, fueron inmediatamente reincor-
porados a sus puestos, mientras que 54 obispos del bando contrario fueron
enviados al destierro a vuelta de correo, por así decir. Filoxeno, el metro-
politano de Mabbug (Hierá polis) murió poco despué s en su destierro de
Tracia. Apenas una semana despué s de la elevació n de Justino al trono, a,
saber, el 15 de julio, el patriarca constantinopolitano, Juan II (518-520)
-elegido todaví a bajo Anastasio, de quien era adicto-, fue forzado a ab-
jurar pú blicamente de su fe en santa Sofí a, a reprobar el Henotikon, a re-
conocer el credo de Calcedonia y a condenar a la auté ntica cabeza diri-
gente de los monofisitas, Severo de Antioquí a, quien, por cierto, huyó
má s tarde, el 29 de septiembre a Egipto, siguiendo el camino de no pocos
obispos correligionarios. Todo ello sucedió bajo la presió n de masas vo-
ciferantes, faná ticamente azuzadas, y de los monjes «ortodoxos» encabe-
zados por los superortodoxos acoimetas («los que no se acuestan»). El
patriarca consintió prontamente en ello, pero haciendo de tripas corazó n
(lo que le resultó má s duro fue la condena de sus predecesores en la sede
y la extinció n de sus nombres en los dí pticos, pero el papa insistió en ello
una y otra vez). Pronto se creó una Fiesta de Calcedonia, institució n que
perduró en el calendario de Constantinopla. Inmediatamente despué s de
la liquidació n de los cubicularios -Justino promulgó una circular- apo-


yada en la petició n forzada de un sí nodo presidido por el patriarca de la
corte -que convertí a en punible toda herejí a, particularmente el monofi-
sismo, y conminaba a los gobernadores de provincia a adoptar las medi-
das pertinentes. «La consecuencia fue un terror devastador que golpeó
ante todo a los monofisitas. Só lo en los paí ses en los que la mayorí a de
los heterodoxos era absoluta se abstuvo el gobierno de apremiar al cum-
plimiento literal de sus exigencias. Dondequiera que los ortodoxos se
sentí an bastante fuertes, una oleada de violenta persecució n se abatió so-
bre los monofisitas. Sus partidarios má s faná ticos, particularmente los
monjes, emigraron directamente al desierto y fundaron una serie de colo-
nias de emigrantes fuera del alcance del control estatal» (Rubí n). El hom-
bre de confianza e hijo predilecto del papa, Vitaliano, exigió incluso la
mutilació n corporal del dirigente de los monofisitas, Severo. La «jerar-
quí a severiana» fue oprimida y perseguida por doquier, sin que la Iglesia
monofisita, forzada bruscamente a la ilegalidad y anatematizada como
heré tica pudiera, pese a todo, ser erradicada. Y eso que algunos deseaban
ver destruidos incluso los huesos de los «herejes» ya difuntos. 13
Pero no todos se sometieron.

En Egipto, centro de la oposició n a lo largo de los cincuenta añ os si-
guientes, no hubo ninguna fuerza capaz, pese a las persecuciones y depo-
siciones de tantos obispos, de romper la resistencia monofisita. Y tam-
bié n en Siria enseñ ó é sta los dientes. Las agitaciones duraron allí muchos
añ os. Los prelados cató licos elevados a aquellas sedes só lo pudieron, por
regla general, desempeñ ar sus cargos con apoyo militar.

Si la ví ctima má s prominente de los pogroms efectuados contra los
monofisitas bajo Justino fue el patriarca Severo de Antioquí a -quien or-
ganizó incansablemente la resistencia desde Egipto y se convirtió allí en
santo de los jacobitas, los coptos (festividad el 8 de febrero)-, el má s fe-
roz de los perseguidores de monofisitas de aquella é poca fue el sucesor
de Severo, Pablo II (519-521), llamado el judí o, un antiguo posadero de
Constantinopla. Pablo desencadenó una dura persecució n en su archidió -
cesis en la que perdieron sus sedes unos cuarenta obispos partidarios de
Severo. El nuevo patriarca expulsó a los monjes de sus conventos, a los
estilitas de sus columnas. Arreó a los hombres a travé s de campos y mon-
tañ as como si fueran animales; los expuso a la nieve y al frí o; les privó
de alimentos, de sus bienes. Les hizo desterrar, torturar y matar. Su furia
se abatió sobre clé rigos y seglares, sobre hombres y mujeres, incluso so-
bre niñ os. Finalmente, Justino tuvo que removerlos a causa de sus crí -
menes. 14

Los monjes de Edesa, que se negaban a admitir las fó rmulas calcedo-
nianas fueron arrojados de sus conventos por el nuevo obispo Asclepio,
quien acudió para ello a la violencia de las armas. Sucedí a ello en pleno
invierno, en Navidad, y pese a que muchos monjes eran ancianos o esta-


ban enfermos. Só lo pudieron regresar tras un exilio de seis añ os. Bajo
Asclepio fueron desterrados, torturados de mú ltiples maneras o asesina-
dos numerosos «herejes» má s hasta que é l mismo fue expulsado por la
població n en el invierno de 524 a 525. 15

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