Justiniano (527-565): unteólogoenel trono imperial
JUSTINIANO (527-565): UNTEÓ LOGOENEL TRONO IMPERIAL
«La meta es, inequí vocamente la de un solo Imperio, una sola Iglesia,
y, fuera de ella, ni salvació n ni esperanza. Y un solo emperador cuya
má s noble preocupació n es, justamente, la salud de esa Iglesia. En la
consecució n de esa meta, Justiniano es inasequible a la fatiga,
persiguiendo hasta el ú ltimo escondrijo y con obsesiva minuciosidad
todo cuanto se le antoja falso [... ]. »
Manual de la Historia de la Iglesia1
«Nuestro ferviente anhelo fue siempre, y continú a sié ndolo hoy,
salvaguardar intactas la recta e impoluta fe y la firme consistencia de la
Santa Iglesia de Dios, cató lica y apostó lica. Esto lo hemos tenido
siempre presente como la má s urgente de nuestras tareas de gobierno. »
«Y en aras de ese anhelo emprendimos, en verdad, grandes guerras
contra Libia y Occidente, por la " recta fe" en Dios y por la libertad de
los subditos. »
emperador JUSTINIANO2
«A los unos los mató sin motivo. A los otros los dejó escapar de sus
garras pero en lucha con la pobreza, hacié ndolos má s desdichados que
los muertos, hasta el punto de que imploraban que la má s miserable de
las muertes pusiera fin a su situació n. A otros les arrebató la vida
juntamente con su hacienda. Y comoquiera que para é l la disolució n del
Imperio por decisió n personal era una simple bagatela, no es posible
que hubiera emprendido la conquista de Libia e Italia por ningú n otro
motivo que no fuese el de pervertir tambié n a los hombres de estos
territorios juntamente con sus antiguos subditos. »
procopio, HISTORIADOR BIZANTINO COETÁ NEO DEL EMPERADOR3
«Las humeantes ruinas de Italia, la aniquilació n de dos pueblos
germanos, el empobrecimiento y las sensibles pé rdidas que diezmaron
la població n aborigen del Imperio occidental, todo ello era má s que
indicado para abrir a todos los ojos acerca de las verdaderas causas de la
polí tica religiosa del Imperio de Oriente [... ]. El clero cató lico tiene una
buena dosis de responsabilidad por el estallido de las guerras de
aniquilació n de aquella é poca [... ]. La influencia de la Iglesia llegaba
hasta la ú ltima aldea. »
B. RUBIN4
«Y con ello dio comienzo la primera Edad de Oro de Constantinopla. »
cyril MANGO5
Justino y la subversió n total: De porquero a emperador cató lico (518-527)
Con Justino se inició, literalmente de la noche a la mañ ana, una nueva
era en la polí tica religiosa. Roma y la ortodoxia triunfan en ella.
Nacido en 450 en Taurisio/Bederiana (cerca de Naissus o bien de la
actual Skopje), el hijo de un campesino ilirio ascendió de porquero a ge-
neral mientras su hermana Bigleniza siguió afaná ndose en Taurisio como
una aldeana cabal. Justino, que habí a luchado en la guerra isauria, en la
pé rsica y contra Vitaliano, era un analfabeto terco y gruñ ó n. Apenas sa-
bí a leer y menos aú n escribir, ni siquiera su propio nombre. Pero tení a en
cambio una astucia campesina, era callado, resuelto y cató lico integral.
«No tení a cualificació n ninguna para gobernar una provincia, por no ha-
blar de un imperio» (Bury). Pero, «supone» el jesuí ta Grillmeier, ya antes
de su elevació n al trono era partidario del Concilio de Calcedonia.
Contando ya 67 añ os, desde el comienzo de su reinado estuvo bajo la
influencia decisiva de su sobrino y sucesor Justiniano, que contaba en-
tonces 36 añ os, y tambié n bajo la del clero cató lico, particularmente los
monjes. Era evidente que Justino y Justiniano tení an ya hace tiempo pre-
parado el cambio de poder. Ya antes de la subversió n del mismo mante-
ní an contactos con el paladí n de la fe, Vitaliano, y con el papa. Los au-
té nticos pretendientes al trono, sobrinos del fenecido emperador, y jefes
militares, Hipacio y Pompeyo -el ú ltimo de ellos un cató lico en extremo
ferviente- fueron puestos fuera de juego y todos los parientes del empe-
rador en general -algo que ya estigmatizaron Procopio y Evagrio- fueron
embaucados para apartarlos del poder. Ya durante la noche en que morí a
Anastasio, Justino sobornó a cuantos habí a que sobornar para asegurar la
sucesió n en su favor, pese a que al dí a siguiente -¡ qué farsa tan repug-
nante! - aparentaba resistirse de todas las maneras posibles a tomar sobre
sí el peso de la corona. En ello pulverizó todo el dinero que habí a acepta-
do del gran chambelá n Amancio para promocionar la candidatura de un
sobrino de é ste. De este modo, al dí a siguiente, 9 de julio de 518, y apenas
elevado Justino al trono -con un tiempo realmente «imperial», despué s
de la tormentosa noche anterior- se pudo enfatizar que aqué l debí a ante
todo a Dios sus galas imperiales y exclamar una y otra vez: «Emperador,
tú eres digno de la Trinidad, digno del Imperio, digno de la ciudad» y ce-
lebrar el domingo siguiente una pomposa misa en Hagia Sophia. 6
Con todo, tampoco este ascenso al poder transcurrió sin tumultos ni
sangre, por má s que, como era evidente, estuviese conchabado y prepara-
do con mucha antelació n y fuesen muy pocos los que vislumbraran la tu-
pida red de intrigas y conexiones en direcciones mú ltiples. Se produjeron
feroces disturbios y se repitieron turbulentas escenas hasta en la misma
Hagia Sophia. Emergieron varios candidatos al trono para desaparecer en
breve como cometas apagados por el hirviente tumulto. Y cuando el se-
nado, gracias al soborno, nombró a Justino, un grupo de opositores se
precipitó contra é l. Uno de ellos le partió el labio de un puñ etazo, pero su
gente desenvainó al momento las espadas, abatió a tajos a algunos de los
atacantes y dispersó a los otros. 7
En todo caso, el analfabeto cató lico, aunque fuese, ciertamente, con la
imprescindible ayuda de la superior inteligencia de su sobrino, consiguió
todos sus objetivos en un só lo dí a: su elecció n, su confirmació n y su co-
ronació n.
A pesar del juramento prestado a raí z de su elecció n, comprometié n-
dose a no perseguir a ninguno de sus rivales y adversarios, Justino depuró
la corte de elementos indeseados y, especialmente, de todo cuanto habí a
servido de apoyo al «emperador de los herejes». Casi inmediatamente des-
pué s de la solemne misa en Hagia Sophia y apenas diez dí as despué s del
cambio de poder, la oposició n, compuesta casi exclusivamente de eunu-
cos y cubicularios fue desbancada: el cubiculario Misael fue desterrado.
Igual suerte corrió el chambelá n Ardabur. El chambelá n André s Lausia-
cus fue decapitado y, por motivos de tanto má s peso, el gran chambelá n
Amancio, cuyo dinero, destinado al soborno, habí a gastado Justino en su
propio provecho. El pretendiente al trono, sobrino y hombre de paja ma-
nipulado por Amancio, que no podí a ser é l mismo emperador por su cali-
dad de eunuco, fue lapidado y su cadá ver arrojado al rí o. Las ví ctimas
simpatizaban manifiestamente con los monofisitas, quienes los exaltaron
por su parte como má rtires. Pero ya antes de su liquidació n se habí a ento-
nado el Benedictas y el Tres veces santo, de modo que la Fiesta Calcedo-
nia «celebró su estreno en la liturgia de Constantinopla» (Grillmeier, S'. J. ).
Ya al dí a siguiente del asesinato de los competidores, los nombres de los
papas Leó n I y los de los patriarcas de convicciones cató licas, Eufemio y
Macedonio, fueron incluidos en la oració n eucarí stica. Y el mismo 7 de
septiembre Justiniano, el sobrino imperial, pudo comunicar a Roma: «Lo
má s arduo de los problemas relativos a la fe ha sido resuelto con la ayuda
de Dios [,.. ]». 8
Justino I comunicó ya ei 1 de agosto su elevació n -«una muestra de la
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gracia de Dios»- a los patriarcas del Imperio y tambié n al papa Hormis-
das, anunciando a la «Santidad» que «si bien en contra de nuestra voluntad
y en oposició n a nuestros deseos, fuimos escogidos y confirmados como
soberano, antes que nada, en virtud de la gracia de la indivisible Trini-
dad, y en segundo lugar por la elecció n, recaí da en nuestro favor, de los
muy distinguidos altos funcionarios de nuestro imperial palacio y tam-
bié n del honorabilí simo senado y del ejé rcito, de acendrada fidelidad. Os
rogamos ahora que tengá is a bien implorar al divino poder para fortalecer
los comienzos de nuestro reinado. Creemos poder abrigar legí timamente
esa esperanza y Vos la de ayudar a su cumplimiento». En su escrito de fe-
licitació n el papa subrayaba la intervenció n de la divina voluntad en la
elecció n y mostraba su esperanza en una pronta unificació n eclesiá stica. 9
Entre los factores que propiciaron la toma de poder por Justino figu-
ran los siguientes: el ejé rcito, a quien el veterano espadó n impuso -¡ a todos
y cada uno de los soldados- el deber de aceptar el credo calcedoniano. El
catolicismo, conocedor de las simpatí as que Justino sentí a por é l. Tam-
bié n la masa popular a quien imponí a tanto por su origen de porquero
como por su ortodoxia, pues la capital era mayoritariamente cató lica. Los
sacerdotes lo ensalzaban loá ndolo como «el amado de Dios y el má s cris-
tiano de los emperadores». Y el sobrino Justiniano proclamó en 520 que
Justino fundamentaba su soberaní a en «la santa religió n». 10
Una vez má s, pues, recuperaba su vigencia la fó rmula de Calcedonia.
Pues Justino, el hombre determinante del nuevo gobierno, al menos ya en
lo concerniente a la polí tica eclesiá stica «comprendió que só lo un claro sí
a Calcedonia ofrecí a perspectivas para pacificar el reino» (Bacht, S. J. ).
Dicho de otro modo: la Iglesia cató lica habí a velado para mantener eter-
na discordia mientras se viese privada de su papel protagonista y «pacifi-
cació n» significaba entonces, como lo muestra la historia y lo seguirá
mostrando cada vez que se presente la ocasió n, lo siguiente: opresió n de
las demá s religiones. Tambié n el papa Hormisdas lo entendí a así al escribir
al emperador: «Ved como dí a tras dí a el delirio del viejo enemigo sigue
causando tamañ os estragos. Pese a que el problema ha sido resuelto por
un juicio definitivo, la paz sufre demoras [... ]». Pero el papa querí a «re-
tomar al amor», deseaba la paz, aquella paz, en todo caso, que ensalzaba
ante el emperador con las seudopacifistas palabras de la Biblia: «¡ Honor
a Dios en las alturas y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad! »
Pues hombres de buena voluntad son siempre ú nicamente aquellos que
quieren lo que Roma quiere. Escueta y atinadamente comenta Rubí n en
su brillante monografí a sobre Justiniano: «Paz para los correligionarios,
guerra y terror para quienes discrepan». "
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