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Exprimir a los seglares para privilegiar a los obispos




Como señ or de la Iglesia imperial, Justiniano acrecentó aú n má s la in-
fluencia, ya muy considerable, de los obispos. Su inmunidad y sus dere-
chos estamentales fueron objeto de considerable ampliació n. Obtuvieron
un privilegium fori casi total. El emperador los eximió de la obligació n
del juramento de testigo y tambié n de la citació n ante tribunales civiles o
militares, de no ser que é l mismo diese su autorizació n especial al res-
pecto. En cambio amplió la jurisdicció n obispal sobre el clero extendié n-
dola de los casos a resolver por derecho canó nico a aquellos propios del
derecho civil. El acrecentamiento del poder obispal abarcó a todos los as-
pectos de la administració n. Hací an las veces de autoridad inspectora al
servicio del soberano y particularmente en la administració n fiscal, en la
recaptació n de impuestos, en el avituallamiento y en el trá fico. Tambié n
recayó en ellos el control de las prisiones. Ya intervení an en la elecció n
de todas las autoridades de sus respectivos municipios y obtuvieron fun-
ciones de arbitraje incluso frente al gobernador, en caso de prevaricació n,
supuesta o real, de este ú ltimo o en caso de litigio en el que é l mismo (el
gobernador) se viese envuelto. Era deber suyo informar al gobierno acer-
ca de có mo los gobernadores desempeñ aban su cargo. En una palabra, el
obispo se convirtió en la auté ntica cabeza de una ciudad, adquiriendo una
autoridad superior a la del gobernador estatal.

El emperador garantizaba por su parte la conservació n del patrimonio
obispal. Concedió ademá s a la Iglesia el derecho a apropiarse de legados
que el testador habí a destinado de forma indeterminada a fines religiosos.
De estos legados debí a beneficiarse el heredero só lo a corto plazo, tras el
cual podí a pasar en todo momento a poder de la Iglesia, prescribiendo
ese derecho só lo despué s de un siglo. Las donaciones en favor de la Igle-
sia estaban exentas de impuestos. Tambié n gozaban de esa exenció n total
las má s de mil empresas econó micas de la «Gran Iglesia» de Constanti-
nopla. En cambio no estaba permitido usar bienes eclesiá sticos de cual-
quier í ndole para fines profanos, si se exceptú a el rescate de prisioneros. 40

Obviamente, el clero desplegaba una amplia propaganda en favor de

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un regente que tan inmensamente lo favorecí a y, consecuentemente, se
hací a tambié n có mplice de todos los grandes crí menes de Estado. Directa
o indirectamente apoyaba las tremendas guerras del emperador así como
la tremenda explotació n de sus subditos y, no en ú ltimo lugar, la padecida
por los ricos.

Algo que tambié n es sumamente significativo: la progresiva desauto-
rizació n del pueblo en el seno mismo de la Iglesia. Si hasta entonces, al
menos en la é poca preconstantiniana e incluso despué s, el pueblo partici-
paba en la elecció n de los obispos, ahora esa participació n quedó reduci-
da a los principales de cada ciudad. Só lo el clero y los notables locales
debí an ahora determinar la elecció n obispal. De hecho, no obstante, el
gobierno hací a valer siempre su opinió n en la provisió n de las sedes má s
importantes. Eso cuando no retiraba de inmediato a los candidatos no de-
seados o imponí a los de su agrado, sobre todo en Constantinopla. Hasta
la propia elecció n del papa requerí a la confirmació n imperial. Los dere-
chos de consagració n eran considerables y en el caso de un patriarca nada
menos que 20 libras de oro. Eso los legales, pues las tarifas cobradas ile-
galmente eran considerablemente superiores. 41

Justiniano, que favorecí a en todo cuanto podí a a los obispos, era a me-
nudo indulgente con los ministros, generales y funcionarios corruptos y
en general de buen trato para con los proceres. Simultá neamente esquil-
maba a las masas, oprimí a duramente al pueblo, apretaba implacablemente
la presa del fisco, no sin la muy particular intervenció n, a lo que parece,
de la emperatriz, con cuya ayuda arruinó asimismo a innumerables ricos.

En su Historia Secreta, perfumada por el escá ndalo y publicada pos-
tumamente, Procopio, el má s destacado representante de la literatura de
la é poca, escribe así: «Justiniano aspiraba con insaciable codicia a apode-
rarse del patrimonio de los demá s y a derramar su sangre. Despué s de
despojar de sus bienes a las familias má s ricas, puso sus ojos en otras per-
sonas para conseguir tambié n su desdicha». Procopio nos narra acciones
bandidescas de gran estilo, informa sobre las sucias tretas usadas contra
comerciantes y navieros, sin silenciar «la mala pasada del emperador con
la moneda fraccionaria. Antes, los cambistas daban llOfoles por un esta-
tera, pero Justiniano ordenó que en el futuro só lo diesen ISOfoles por é l
y de este modo, por cada pieza de oro ganó una sexta parte». 42

Tambié n el historiador bizantino Evagrio Escolá stico, un abogado an-
tioqueno que escribió una historia eclesiá stica en seis libros que abarca-
ban la é poca comprendida entre los añ os 431 y 594, la fuente má s impor-
tante para informarse sobre las controversias cristoló gicas y concebida, por
cierto, desde un punto de vista estrictamente cató lico, nos informa así:

«Justiniano estaba poseí do por una codicia insaciable de dinero y era tan
concupiscente de la propiedad ajena que vendió por dinero todo su reino
a los funcionarios y recaudadores de impuestos y a todos cuantos querí an,


sin motivo alguno, poner ataduras a los hombres. Bajo pretextos fú tiles
despojó de todo su patrimonio no ya a muchas, sino a innumerables per-
sonas acaudaladas [... ]. Usó el dinero sin remilgos, levantando por do-
quier muchas y suntuosas iglesias y otras pí as edificaciones para el cui-
dado de niñ os y niñ as, ancianos y ancianas, así como de los aquejados
por diversas enfermedades». 43

El historiador de la Iglesia Evagrio ilustra asimismo drá sticamente un
rasgo repulsivo y caracterí stico de Constantino al que nos referí amos an-
tes de pasada, rasgo por el que «sobrepasaba la mentalidad de las bes-
tias»: la indulgencia criminal para con sus favoritos, en este caso el partido
cató lico de los «azules» en el circo (adversarios de los «verdes», mono-
fisitas). Ambos partidos eran organizaciones deportivas, pero tambié n
polí ticas -algo largamente ignorado- pues en cuanto exponentes y re-
presentantes del pueblo «jugaban un papel muy relevante en todas las
grandes ciudades del imperio» (Ostrogorsky). Segú n Evagrio, un cató li-
co estricto, el emperador apoyaba de tal modo a los «azules», que «é stos
asesinaban alevosamente a sus adversarios en medio de la ciudad y a ple-
na luz del dí a y no só lo con conciencia de plena impunidad, sino tambié n
con la esperanza de ser obsequiados por ello. Ello hizo que muchos se
convirtiesen en asesinos. Estaba asimismo en su mano el irrumpir impu-
nemente en las casas para saquear los objetos de valor guardados en ellas
y hasta el de vender a los dueñ os por dinero el simple derecho a salvar
sus vidas. Y si algú n funcionario trataba de poner freno a todo ello, só lo
conseguí a poner en juego su propia vida. Cuando un comes Orientis hizo
ahorcar merecidamente a algunos rebeldes, fue ahorcado é l mismo en me-
dio de la ciudad y su cuerpo arrastrado por ella. Cuando el superior de la
provincia de Cilicia condujo a cumplir su pena legal a dos asesinos nati-
vos llamados Pablo y Faustino, que le habí an atacado con á nimo de asesi-
narlo, é l mismo acabó crucificado recibiendo así el castigo por su actitud
concorde con la razó n y la ley. De ahí que los seguidores del otro partido
optaran por huir. Pero como quiera que nadie les daba cobijo y anduvie-
sen errantes por doquier como criminales marcados por el estigma de la
maldició n, acechaban a los viajeros y perpetraban asaltos y asesinatos de
modo que por todas partes amenazaban la muerte imprevista, el saqueo y
otros delitos. Ocurrí a tambié n ocasionalmente que la violencia de su á ni-
mo mudaba bruscamente de signo y entregaba al rigor de la ley a todos
aquellos a quienes habí a dado suelta en las ciudades para que delinquie-
sen como bá rbaros. Todas las palabras son pocas y el tiempo demasiado
escaso para describir adecuadamente la situació n. Lo dicho hasta aquí bas-
ta para hacerse una idea de lo demá s». 43

Por su parte, el historiador Juan Zonaras, que escribió desde luego
bastante má s tarde, en el siglo xn, tras retirarse como monje a Glykeria
(la actual Niandro), una de las islas que serví an de residencia a los prí nci-


pes imperiales, despué s de haber sido comandante de la guardia personal
del emperador y presidente de su cancillerí a, nos dice sobre Justiniano:

«Este emperador era muy accesible pero prestaba fá cilmente oí do a las
calumnias y era duro y pronto para la venganza. No era parsimonioso con
el dinero, sino que lo derrochaba, siendo implacable en el modo de pro-
curá rselo. En parte lo gastaba en edificaciones, en parte en satisfacer sus
caprichos ocasionales. En parte lo dilapidó en guerras y en la lucha con-
tra todos cuantos oponí an resistencia a sus deseos». 44

Justiniano mismo veí a (aparentemente) de forma muy distinta todo
esto haciendo, cuando menos, votos solemnes «de pasar dí a y noche en
continuos desvelos y cuidados para procurar a los subditos todo cuanto
redundase en su provecho y fuese agradable a Dios. NOS no asumimos
estas preocupaciones inú tilmente, sino que las ponemos mediante nues-
tro asiduo trabajo al servicio de objetivos que permitan a NUESTROS
subditos gozar de bienestar libres de todo temor mientras tomamos sobre
NOS todos sus cuidados». 45

Prescindiendo efectivamente de unos cuantos panegiristas má s o me-
nos ingenuos (tales como el poeta Paulo Silentario, Juan Lido, en quien
no faltan, sin embargo, algunos tonos crí ticos que aluden precisamente a
la polí tica interior, y Agapito, diá cono de Hagia Sophia y supuesto maes-
tro de Justiniano), los historiadores nos pintan una y otra vez al empera-
dor como a un dé spota de despiadada rapacidad. Y ni la similitud de los
reproches lanzados contra é l, ni la, en algunos casos, insuficiente docu-
mentació n, escribe B. Rubí n, alteran para nada «el hecho de que en su
mayor parte estaban justificados. Eso es algo que cabe destacar a despe-
cho de todos los errores objetivos y de la distinta acentuació n, depen-
diente del estamento y de la adscripció n polí tica o confesional de los crí -
ticos». 46

El ministro de hacienda de Justino era el Prafectus praetorio Juan de
Capadocia. Encumbrado a partir de un humildí simo estrato social, de-
sempeñ aba la ingrata tarea de estrujar, en provecho de su amo, todo
cuanto resultaba estrujable. Aplicó, al parecer, torturas bestiales y me-
diante el sistema de prestaciones personales, exigidas por sus inspecto-
res, arruinó provincias enteras. Era objeto de odios extremos, pero goza-
ba de gran favor ante el emperador, tanto má s cuanto que é ste necesitaba
cantidades cada vez mayores de dinero, de modo que la polí tica fiscal se
hizo cada vez má s importante y, apenas subido al trono, dobló los gravá -
menes para triplicarlos en seguida. Juan tení a, desde luego, una imagina-
ció n inagotable para inventar nuevos mé todos de esquilmar. Aparte de
ello resultaba ya como persona una verdadera provocació n para el pueblo
por sus bacanales de borrachera y lascivia, notorias en la ciudad, y tam-
bié n por sus apariciones en pú blico, acompañ ado de todo su haré n. Con
todo, procuró -vano intento- limitar el poder de los grandes latifundistas.

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Investigadores de la relevancia de un Ostrogorsky y de un Haller hablan
positivamente de su ejecutoria administrativa, calificá ndolo de gran mi-
nistro, el adversario má s importante de Teodora, la esposa de Justiniano,
por culpa de la cual perdió Juan sus cargos en 543 y en cuyo nombre solí a
jurar el mismo soberano, una vez difunta, en ocasiones muy solemnes. 47

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