Precursor de los falsificadores
Precursor de los falsificadores
Pero no só lo Jesú s se equivocó sino tambié n toda la cristiandad, ya
que, como admite un garante nada sospechoso, el arzobispo de Friburgo
Conrad Gró ber (miembro promotor de las SS), «se contemplaba el regre-
so del Señ or como inminente, tal como atestiguan no só lo diversos pasa-
jes en las epí stolas de san Pablo, san Pedro y Santiago y en el Apocalip-
sis, sino tambié n la literatura de los Padres apostó licos y la vida proto-
cristiana». 125
Marañ a tha («Ven, Señ or») era la rogativa de los primeros cristianos.
Pero a medida que transcurrí a el tiempo sin que viniese el Señ or, cuando
las dudas, la resignació n, las burlas, el ridí culo y la discordia fueron en
aumento, hubo que suavizar paulatinamente el radicalismo de las afirma-
ciones de Jesú s. Y finalmente, tras decenios, siglos, al no llegar el Señ or
sino la Iglesia, é sta convirtió lo que en Jesú s era esperanza lejana, su idea
del Reino de Dios en la idea de la Iglesia y a las má s antiguas creencias
cristianas ella las sustituyó por el Reino de los Cielos: una inversió n to-
tal, en el fondo una gigantesca falsificació n, desde luego, dentro del cris-
tianismo dogmá ticamente la mayor. 126
La creencia en la proximidad del fin condicionó de manera decisiva la
aparició n posterior de los escritos protocristianos: primero en la segunda
mitad del siglo i y en el curso del u. Jesú s y sus discí pulos, que no espe-
raban ningú n má s allá, ningú n estado de bienaventuranza trascendental,
sino la inmediata intervenció n de Dios desde el cielo y un cambio total
de todas las cosas en la Tierra, no tení an naturalmente ningú n interé s en
apuntes, escritos o libros, para cuya redacció n no estaban ademá s capaci-
tados.
Y cuando se comenzó a escribir, desde el principio fueron suavizá n-
dose las profecí as de Jesú s de un final del mundo tan cercano. Los cris-
tianos no vivieron ese final y de este modo surgen despué s en toda su li-
teratura antigua las cuestiones, se propaga el escepticismo, la indigna-
ció n. «¿ Dó nde está, pues, su anunciada segunda venida? », se dice en la
segunda epí stola de Pedro. «Desde que murieron los padres, todo está
como ha sido desde el comienzo de la creació n. » Y tambié n en la prime-
ra epí stola de Clemente surge la queja: «esto ya lo hemos oí do tambié n
en los dí as de nuestros padres, y mira, hemos envejecido y nada de eso
nos ha pasado». 127
Voces de ese estilo se levantan poco despué s de la muerte de Jesú s.
Y se multiplican en el curso de los siglos. Así reacciona ya el autor cris-
tiano má s antiguo, el apó stol de los pueblos Pablo. Si primero explicó a
los corintos que el plazo «se habí a fijado corto» y el «mundo se dirige al
ocaso», «no todos moriremos, pero todos nos transformaremos» má s tar-
de espiritualizó la fe en el tiempo final que de añ o en añ o se hací a má s
sospechosa. Hizo asumir internamente a los fieles la gran renovació n del
mundo, el anhelado cambio de eones, mediante la muerte y la resurrec-
ció n de Jesú s. En lugar de la predicació n del reino de Dios, en lugar de la
promesa de que este reino pronto despuntarí a en la Tierra, Pablo introdu-
ce ideas individualistas del má s allá, la vita aeterna. ¡ Ya no viene Cristo
al mundo sino que el cristiano creyente va hacia é l en el cielo! Tambié n
los evangelistas que escriben má s tarde suavizan las profecí as de Jesú s
sobre el fin del mundo y hacen correcciones en el sentido de un aplaza-
miento; el que má s lejos va es Lucas, sustituyendo la creencia en la espe-
ranza pró xima por una historia de salvació n divina con estadios previos y
escalones intermedios. 128
Las «Sagradas Escrituras» se amontonan, o reflexió n de cuatrocientos añ os sobre la tercera persona divina
Ningú n evangelista tení a intenció n de escribir una especie de docu-
mento de revelació n, un libro canó nico. Ninguno se sentí a inspirado,
tampoco Pablo, y en realidad ninguno de los autores del Nuevo Testa-
mento. Só lo el Apocalipsis, que con apuros llegó a formar parte de la Bi-
blia, pretende que Dios ha dictado el texto a su autor. Pero el ortodoxo
obispo Papias no consideraba en el añ o 140 a los Evangelios como «Sa-
gradas Escrituras» y dio preferencia a la tradició n oral. Incluso san Justi-
no, el apologista má s grande del siglo n ve en los Evangelios (que apenas
cita, mientras que no cesa de mencionar el Antiguo Testamento) só lo
«curiosidades». ,
El primero en hablar de una inspiració n del Nuevo Testamento, que
designa los Evangelios y las epí stolas de Pablo como «santa palabra de
Dios», es el obispo Teó filo de Antioquí a a finales del siglo n, una lum-
brera especial de la Iglesia, que explica que fuera el primero en mencio-
nar la trinidad de la divinidad. Por otro lado, a pesar de la santidad y divi-
nid que é l presupone a los Evangelios, escribió una «armoní a de los
Evangelios» pues aquellos le resultaban evidentemente demasiado inar-
mó nicos. 129
Hasta la segunda mitad del siglo n no se admitió de modo paulatino la
autoridad de los Evangelios, aunque durante mucho tiempo no en todos
sitios. Todaví a a finales de ese mismo siglo el Evangelio de Lucas se
aceptaba con reticencias y el de Juan con una notable resistencia. ¿ No re-
sulta tampoco extrañ o que la protocristiandad no hablara de los Evange-
lios en plural, sino, en singular, del Evangelios] En cualquier caso, a lo
largo de todo el siglo n «no se tuvo todaví a un canon fijo de los Evan-
gelios y la mayorí a de é stos se consideraban realmente un problema»
(Schneemelcher). 130
Esto lo demuestran con toda claridad dos famosas iniciativas de aque-
lla é poca, que intentaron resolver el problema de la pluralidad de Evan-
gelios con una reducció n.
En primer lugar, está la difundida Biblia de Marció n. Pues este «here-
je», un importante dato en la historia de la Iglesia, redactó el primer Nue-
vo Testamento y fue el fundador de la crí tica de sus textos, al redactar
poco despué s del añ o 140 su «Sagrada Escritura». Con ello se distancia-
ba por completo del sanguinario Antiguo Testamento y recoge só lo el
Evangelio de Lucas (sin la historia de la infancia, totalmente legendaria)
y las epí stolas de Pablo, aunque, significativamente, estas ú ltimas sin las
cartas pastorales falsificadas y la epí stola a los hebreos, asimismo mani-
pulada. Pero a las restantes epí stolas las privó de las añ adiduras «judaí s-
tas», y su acció n fue el motivo decisivo para que la Iglesia cató lica ini-
ciara o acelerara su recopilació n del canon, comenzando así a constituir-
se como Iglesia.
La segunda iniciativa, en cierta medida comparable, fue el Diatessa-
ron de Taciano. Este discí pulo de san Justino, en Roma, resolvió el pro-
blema de la pluralidad de los Evangelios de un modo distinto, aunque tam-
bié n reducié ndolos. Redactó (como Teó filo) una armoní a de los Evange-
lios, añ adiendo libremente en el marco cronoló gico del cuarto Evangelio
los tres relatos sinó pticos, así como todo tipo de historias «apó crifas»
(con lo que se sigue discutiendo sobre si creó la obra en Roma o en Si"
ria). De todos modos, tuvo gran é xito y la Iglesia siria lo utilizó como Sa-
grada Escritura hasta el sigtó v. 131
Los cristianos del siglo i y en buena medida tambié n los del siguiente
no poseí an, pues, ningú n Nuevo Testamento. Como textos normativos
sirvieron primero, hasta comienzos del siglo n, las epí stolas de Pablo;
los Evangelios no se citaron como «Escritura» en los servicios religiosos
hasta mediados de este mismo siglo. 132
La auté ntica Sagrada Escritura de los cristianos, no obstante, fue pri-
mero el libro sagrado de los judí os. Todaví a el añ o 160, san Justino, en el
tratado cristiano má s amplio hasta esa fecha, se remití a casi de manera
exclusiva al Antiguo Testamento y por cierto, en la mayorí a de los casos,
para calumniar a los judí os de forma tan atroz que a veces podrí a eclipsar
a Hitler y a Streicherpor. El nombre de Nuevo Testamento (en griego he
kaine diatheke, «la nueva alianza», traducido por primera vez por Tertu-
liano como Novum Testamentum) aparece en el añ o 192. No obstante,
por esas fechas no estaban todaví a bien fijados los lí mites de este Nuevo
Testamento y los cristianos estuvieron discutiendo a ese respecto durante
todo el siglo m y parte del iv, rechazando unos lo que otros reconocí an.
«Por doquier hay contrastes y contradicciones -escribe el teó logo Cari
Schneider-. Los unos dicen: es vá lido ''lo que se lee en todas las igle-
sias", los otros: " lo que procede de los apó stoles" y unos terceros distin-
guen entre contenido doctrinal simpá tico y no simpá tico. »133
Aunque alrededor del 200 hay en la Iglesia, como Sagrada Escritura,
un Nuevo Testamento junto al Antiguo, siendo el nú cleo central igual
que en el anterior Nuevo Testamento del hereje Marció n, el Evangelio y
las epí stolas de Pablo, todaví a eran objeto de discusió n los Hechos de los
apó stoles, el Apocalipsis y las «epí stolas cató licas». En el Nuevo Testa-
mento de san Irineo, el teó logo má s importante del siglo n, aparece el
«pastor» de Hermas, que no pertenece al Nuevo Testamento, pero la
epí stola a los hebreos, que si pertenece, no está allí. 134
El escritor religioso Clemente Alejandrino (fallecido alrededor de 215),
incluido en varias martirologí as entre los santos del 4 de diciembre, ape-
nas conoce una colecció n de libros del Nuevo Testamento medianamente
delimitada. Comenta por igual escritos bí blicos y no bí blicos, como por
ejemplo el Apocalipsis de Pedro, falsificado, o la epí stola de Bamabá s,
que considera apostó lica. A Hermas, el autor del «pastor», le acredita in-
cluso «un ó rgano inspiradí simo de revelació n divina», a la doctrina falsi-
ficada de los doce apó stoles la llama simplemente «la Escritura». Utiliza
por igual los Evangelios egipcio o hebreo y los «canó nicos», excepto los
Hechos de los apó stoles «canó nicos», lo mismo que las leyendas apostó -
licas de Lucas. Cree en revelaciones reales de las «sibilas» y no se recata
en colocar unas palabras del «teó logo» Orfeo junto a otras del Pentateu-
co. ¿ Por qué no?, ¿ acaso no eran tan auté nticas unas como otras? 135
Pero incluso la propia Iglesia romana no incluye alrededor del añ o 200
en el Nuevo Testamento la epí stola a los hebreos, ni la primera y la se-
gunda epí stolas de Pedro, ni la epí stola de Santiago y la tercera de Juan.
Y las oscilaciones en la valoració n de los diferentes escritos son, como
muestran los papiros hallados con textos del Nuevo Testamento, aú n muy
grandes durante el siglo ni. Todaví a en el siglo iv, el obispo Eusebio, his-
toriador de la Iglesia, incluye entre los escritos que son objeto de discu-
sió n por parte de muchos: la epí stola de Santiago, la de Judas, la segunda
epí stola de Pedro y «las llamadas» segunda y tercera epí stolas de Juan.
Entre los escritos apó crifos cuenta, «si se quiere», la Revelació n de Juan.
(Y casi hacia finales del siglo vin, en 692, el Concilio de Trullo aprobó
en la Iglesia griega cá nones con y sin el Apocalipsis de Juan. ) Para la
Iglesia norteafricana, alrededor del añ o 360 y segú n el canon Mommse-
nianus, no pertenecen a las Sagradas Escrituras la epí stola a los hebreos,
las epí stolas de Santiago y Judas y, segú n otras tradiciones, la segunda de
Pedro y las segunda y tercera de Juan. Por otro lado, prominentes Padres
de la Iglesia incluyeron en su Nuevo Testamento toda una serie de Evan-
gelios, Hechos de los apó stoles y epí stolas que posteriormente la Iglesia
condenó, y en Oriente, hasta el siglo iv gozaron de gran aprecio, o inclu-
so fueron consideres como Sagrada Escritura, entre otros. Hermas, Apo-
calipsis de Pedro, Didache, etc. Y hasta ya en el siglo v es posible en-
contrar en un có dice escritos «apó crifos», o sea falsos, junto a otros «ver-
daderos». 136
Las llamadas epí stolas cató licas son las que necesitaron má s tiempo
para entrar en el Nuevo Testamento como el grupo de las siete epí stolas,
cuya extensió n fue el primero en determinar de modo definitivo el Padre
de la Iglesia san Atanasio, el «padre de la teologí a cientí fica», a quien los
investigadores culpan tambié n de la falsificació n de documentos, reco-
giendo los 27 escritos conocidos (entre ellos las 21 epí stolas), y mintien-
do sin el menor reparo al afirmar que los apó stoles y maestros de la é po-
oca apostó lica habí an establecido ya el canon. Bajo la influencia de
Agustí n, Occidente siguió la resolució n de Atanasio y delimitó en conse-
cuencia de modo definitivo, casi a punto de comenzar el siglo v, el canon
cató lico del Nuevo Testamento en los sí nodos de Roma en 382, Hippo
Regius en 393 y Cartago en 397 y 419. 137
El canon del Nuevo Testamento (utilizado en latí n como sinó nimo de
«biblia») se creó imitando el libro sagrado de los judí os. La palabra ca-
non, que en el Nuevo Testamento aparece só lo en cuatro lugares, recibió
en la Iglesia el significado de «norma, escala de valoració n». Se conside-
raba canó nico lo que se reconocí a como parte de esta norma, y despué s
del cierre definitivo del conjunto de la obra del Nuevo Testamento, la pa-
labra «canó nico» significó tanto como divino, infalible. El significado
contrario lo recibió la palabra «apó crifo». 138
El canon de la Iglesia cató lica tuvo validez general hasta la Reforma.
Lutero discutió entonces la canonicidad de la segunda epí stola de Pedro
(«que a veces desmerece un poco del espí ritu apostó lico»), de la de San-
tiago («una epí stola un poco de paja»; «directa contra san Pablo»), la
epí stola a los hebreos («quizá una mezcla de madera, paja y heno») así
como el Apocalipsis (ni «apostó lico ni profetice»; «mi espí ritu no puede
conformarse con el libro») y admito só lo lo que «Cristo impulsaba». Por
el contrario, el Concilio de Trento, mediante el decreto de 8 de abril de
1546, volví a a aferrarse a todos los escritos del canon cató lico, ¡ ya que
Dios era su auctoñ En realidad, su ductor fue el desarrollo, la elecció n
durante siglos de estos escritos en las distintas provincias eclesiá sticas
segú n su uso má s o menos frecuente en los servicios religiosos y la afir-
mació n falsa de su origen apostó lico. 139
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