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Ni el Evangelio de Mateo, ni el Evangelio de Juan, ni la Revelación de Juan (Apocalipsis) proceden de los apóstoles a quienes la Iglesia los atribuye




Debido a la gran importancia de la «tradició n apostó lica» en el cris-
tianismo de la gran Iglesia, la cató lica publicó todos los Evangelios como
libros de los apó stoles o de sus discí pulos, lo que fundamentó precisa-
mente su prestigio. Pero no hay ninguna prueba de que Marcos y Lucas,
cuyos nombres aparecen en un Evangelio cada uno, sean discí pulos de
los apó stoles, que Marcos sea idé ntico al acompañ ante de Pedro y Lucas
al compañ ero de Pablo. Los cuatro Evangelios se transmitieron anó nima-
mente. El primer testimonio eclesiá stico a favor de «Marcos», el má s an-
tiguo de los evangelistas, procede del obispo Papias, de Hierá polis, de
mediados del siglo u. Pero en la actualidad son cada vez má s los investi-
gadores que critican el testimonio de Papias, lo llaman «histó ricamente
sin valor» (Marxsen), y hasta é l mismo admite que Marcos «nunca ha es-
cuchado y acompañ ado al Señ or». Incluso parece que Marcos fue un
cristiano gentil; su violenta polé mica antijudí a así parece señ alarlo. Y el
que Lucas sea discí pulo de Pablo es como mí nimo dudoso, pues las tí pi-
cas ideas de este ú ltimo pasan en el Evangelio de Lucas a un segundo
plano. 164

Por el contrario, lo cierto es que el apó stol Mateo, discí pulo de Jesú s,
no es el autor del Evangelio de san Mateo (aparecido entre los añ os 70 y
90 como generalmente se supone). No sabemos todaví a có mo consiguió
la fama de ser un evangelista. Es evidente que el primer testimonio pro-
cede del historiador de la Iglesia Ensebio, que se basa a su vez en el obis-
po Papias, del que é l mismo escribe que «intelectualmente debió ser bas-
tante limitado». El tí tulo de «Evangelio de Mateo» procede de é poca
posterior. Lo encontramos por primera vez con Clemente Alejandrino y


Tertuliano, que murieron ambos a comienzos del siglo m. Si el apó stol
Mateo, contemporá neo de Jesú s, testigo aricular y ocular de sus obras,
hubiera redactado el Evangelio que se le atribuye ¿ hubiera tenido que
apoyarse expresamente en Marcos? ¿ Era tan desmemoriado? ¿ Tení a tan
poca inspiració n?

Toda la investigació n bí blica crí tica considera que no hay motivo para
que el nombre del apó stol Mateo aparezca sobre el Evangelio, puesto qué
é ste no se escribió en hebreo, como afirma la tradició n de la Iglesia anti-
gua, sino originalmente en griego. No se sabe de nadie que haya visto el
original arameo, ni se conoce a nadie que lo haya traducido al griego, ni
en los manuscritos ni en las citas se conserva el má s mí nimo resto de un
texto original arameo. Wolfgang Speyer incluye con razó n al Evangelio
de Mateo entre «las falsificaciones bajo la má scara de revelaciones reli-
giosas». K. Stendahí aventura que ni siquiera se trata de la obra de una
ú nica persona sino de una «escuela». Como quiera que sea y segú n pare"
cer casi uná nime de todos los investigadores no cató licos de la Biblia,
ese evangelio no se basa en testigos oculares. 165

Los teó logos cató licos má s recientes a menudo dan vueltas penosa-
mente sobre estos hechos. «En caso de que (! ) a nuestra versió n griega
del evangelio de Mateo le hubiese precedido una versió n original en ara-
meo [... ]», escribe K. H. Sohelkí e. Claro, «en caso de que»... «" en caso de
que" -dice Hebbel- es la má s germá nica de las expresiones. » (Y mi pa-
dre solí a solventar toda condicional iniciada con «en caso de que» con un
dicho muy grá fico que es mejor no citar aquí sino, a lo sumo, en las no-
tas: un estí mulo para que tambié n el grueso de mis lectores rebusque en-
tre é stas. ) «Un Mateo original arameo debió de escribirse varios decenios
antes que el Mateo griego. » Se ve que ni ellos mismos se lo creen. (Y es-
criben esto cuando ya no es posible de otra manera. Cuando en 1954 un
Enchiridium biblicum publicó en segunda edició n una colecció n de do-
cumentos eclesiá sticos sobre cuestiones bí blicas, los teó logos cató licos
debieron dejar de creer en lo que cincuenta añ os antes se les exigí a. Los
secretarios de la comisió n bí blica explicaron los decretos de entonces
con las circunstancias que cincuenta añ os antes habí an hecho defenderse
contra una crí tica racionalista exorbitante... Pero circunstancias las hay
siempre, tambié n jerarquí as tirá nicas y tantos oportunistas como arenas
en el mar. No fue Lichtenberg el primero en saberlo pero sí en expresarlo
con palabras má s certeras, como casi siempre, que los demá s: feEstá claro
que la religió n cristiana es apoyada má s por esas gentes que se ganan con
ella el pan que por aquellos que está n convencidos de su verdad». )166^

Es interesante el hecho de que los tres primeros Evangelios no se edi-
taran como apostó licos, lo mismo que tampoco los Hechos de los Apó s-
toles, a cuyo autor igualmente no conocemos. Lo ú nico que sabemos es
que quien escribió estos Hechos de los Apó stoles no refleja en las senten-


pensamientos ni sus palabras, sino que se los in-
venta, que simplemente pone en labios de sus «hé roes» las frases que
má s convienen, por lo demá s algo habitual en la antigua historiografí a.
Pero estas invenciones no só lo constituyen una tercera parte de los He-
chos de los Apó stoles sino que son tambié n su contenido teoló gico má s
importante y, lo que resulta particularmente notable, de este autor proce-
de má s de la cuarta parte de todo el Nuevo Testamento. Pues tal como se
supone de modo general, el autor del Evangelio de Lucas es idé ntico al
compañ ero de viaje y «amado mé dico» del apó stol Pablo. Pero ni el
Evangelio de Lucas ni los Hechos de los Apó stoles resultan muy pauli-
nos. Al contrario. Los investigadores no creen hoy que ninguna de estas
dos obras haya sido escrita por un discí pulo de Pablo, rechazá ndolo de
manera generalizada. 167

Los Hechos de los Apó stoles y los tres Evangelios no fueron ortó nimos
(firmados con el nombre verdadero) ni seudó nimos, sino trabajos anó -
nimos, como muchas otras obras protocristianas, como por ejemplo la
Epí stola a los Hebreos del Nuevo Testamento. Ningú n autor de los Evan-
gelios canó nicos cita su nombre, ni una sola vez menciona un garante,
como con tanta frecuencia hacen los tratados cristianos posteriores. Fue
la Iglesia la primera en atribuir todos estos escritos anó nimos a determi-
nados apó stoles y sus discí pulos. Sin embargo, tales atribuciones son «fal->
sificaciones», son un «engañ o literario» (Heinrici). Amold Meyer señ ala
que «con certeza son " auté nticamente" apostó licas só lo las cartas del apó s-
tol Pablo, que no era un discí pulo inmediato de Jesú s». Pero tambié n hace
mucho que se sabe que no todas las que aparecen bajo su nombre proce-
den de é l. 168

Desde finales del siglo n, desde Ireneo, aunque al principio no sin
controversias, la Iglesia atribuye sin motivo el cuarto Evangelio al apó s-
tol Juan, algo que todos los investigadores crí ticos ponen en duda desde
hace má s de doscientos añ os y para lo que existen multitud de motivos
de peso.

Aunque el autor de este cuarto Evangelio, que curiosamente no cita
ningú n nombre, afirma haberse apoyado en el pecho de Jesú s y ser un
testigo fiable, asegura y repite enfá ticamente «que su testimonio es ver-
dadero», que «ha visto [... ] y que su testimonio es verdadero y que sabe
que dice la verdad, para que vosotros tambié n creá is [... ]». Pero este
Evangelio no apareció como muy pronto hasta alrededor del añ o 100,
cuando hací a ya mucho que habí an matado al apó stol Juan, hacia el
añ o 44 o, probablemente, en 62. Tambié n el Padre de la Iglesia Ireneo,
que fue el primero en afirmar la autorí a del apó stol Juan, ha confundido
intencionadamente a é ste (del que má s tarde dice que vivió en É feso),
como corrresponde a un santo cristiano, con un presbí tero Juan de Efe- •
so. Y el autor de la segunda y la tercera epí stolas de Juan, que igualmente


se atribuyen al apó stol Juan, se proclama al comienzo «el presbí tero».
(Una confusió n similar la hubo tambié n entre el apó stol Felipe y el «diá -
cono» Felipe. ) Incluso el papa Dá maso I, en su í ndice canó nico (382) no
atribuye dos de las epí stolas de Juan al apó stol Juan, sino a «otro Juan, el
presbí tero». Hasta el propio Padre de la Iglesia Jeró nimo negaba que esas
segunda y tercera epí stolas fueran del apó stol. Cuando el obispo Ireneo
asigna a finales del siglo n el Evangelio al apó stol Juan, haya confundido
este nombre de manera intencionada o no, se engañ ó numerosas veces;

afirma así que segú n los Evangelios y la tradició n de Juan, Jesú s estuvo
enseñ ando sus doctrinas pú blicamente veinte añ os y que fue crucificado
cuando contaba cincuenta, bajo el emperador Claudio. ¿ Merece algú n
cré dito un testigo tal, que tambié n en otros aspectos poseí a una «refinada
falta a la verdad» (Eduard Schwartz) pero que enseñ aba que: «por do-
quier la Iglesia predica con la verdad»? 169

Pero hay toda una serie de motivos internos, de la propia naturaleza
del Evangelio, que contradicen una posible autorí a de ese apó stol. Por
ejemplo, é l, el judí o, habrí a redactado el escrito má s antijudí o de todo el
Nuevo Testamento; este aspecto ya lo he tratado en otro lugar. Toda la in-
vestigació n de la crí tica histó rica está de acuerdo en que «con toda segu-
ridad» el autor de este Evangelio no fue ninguno de los doce apó stoles
(Kü mmel). 170

Los argumentos contra la autorí a del apó stol Juan, el «Evangelista»,
son tan numerosos y contundentes que incluso los teó logos cató licos ma-
nifiestan poco a poco sus dudas. Ellos, que oficialmente deben seguir
defendiendo dicha autorí a (que gustan de hablar de fallos de memoria, de
recuerdos borrosos del apó stol anciano, de su «gloriosa y excelsa ver-
dad»), se preguntan si el Evangelio de «Juan» -en el que en siglos poste-
riores se hicieron cambios y modificaciones- no serí a quizá «configu-
rado y redactado al final por sus discí pulos partiendo de sus notas y
bocetos» (algo que en realidad no se cita ni demuestra en ningú n otro lu-
gar). ¡ Pero se sigue manteniendo la certeza solemne de su testimonio in-
mediato! Y precisamente é ste «resulta difí cilmente demostrable a partir
del Evangelio» y por esa razó n «hoy se renuncia» a la opinió n de que el
autor fuera testigo visual y auricular de la vida y la obra de Jesú s (Bibel-
Lexikori). \~l\

Tambié n el Apocalipsis de Juan, cuyo autor se denomina repetidas
veces Juan tanto al principio como al final, que aparece tambié n como
siervo de Dios, hermano de los cristianos, pero no como apó stol, fue es-
crito, segú n la doctrina de la Iglesia antigua, por el hijo de Zebedeo, el
apó stol Juan, puesto que se necesitaba naturalmente una tradició n «apos-
tó lica» para garantizar el prestigio canó nico del libro. Pero no duró mu-
cho dado que el Apocalipsis cristiano, que quedó en el ú ltimo lugar del
Nuevo Testamento, fue rechazado ya a finales del siglo n por los llama-


dos aló geros, crí ticos de la Biblia que por lo demá s no negaban ningú n

dogma. 172

Asimismo el obispo Dionisio de Alejandrí a (fallecido en 264-265),
discí pulo de Orí genes y apodado «el Grande», negó categó ricamente que
Juan fuese el autor del Apocalipsis. Lo hizo en el segundo de sus dos li-
bros Sobre las promesas en su lucha contra el milenarismo del obispo
Nepos de Arsinoe, Egipto, al que por otro lado valora «por su fe, su dili-
gencia, su ocupació n de las escrituras y sus numerosas canciones ecle-
siá sticas». 173

Por desgracia, estos dos libros de Dionisio, lo mismo que todos jos
restantes suyos, no se han conservado hasta nuestros dí as. No obstante,
el historiador de la Iglesia Eusebio ha transmitido una parte de ellos.
El obispo Dionisio señ ala que ya los primitivos cristianos han «negado y
rechazado por completo» la «Revelació n de Juan». «Pusieron reparos a
todos y cada uno de los capí tulos y declararon que la obra carecí a de sen-
tido y unicidad y que el tí tulo era falso. Afirmaron, en concreto, que no
procedí a de Juan y que no eran desde luego revelaciones pues aparecí an
rodeadas de multitud de cosas incomprensibles. El autor de esta obra no
fue ninguno de los apó stoles, ningú n santo y ningú n miembro de la Igle-
sia, sino Cerinto, que querí a dar un nombre creí ble para su falsificació n y
tambié n para la secta de su mismo nombre. »                    ,

El obispo alejandrino no niega que el Apocalipsis haya sido redacta-
do por un Juan, un «hombre santo e iluminado por Dios», pero pone ea
tela de juicio «que este Juan fuese el apó stol, el hijo de Zebedeo, el her-
mano de Santiago, del que procede el Evangelio segú n san Juan y la
epí stola cató lica». Llama la atenció n sobre el hecho de que el evangelis-
ta no cita en ninguna parte su nombre, «ni en el Evangelio ni en la epí s-
tola», y tampoco aparece el nombre de Juan en las llamadas segunda y
tercera epí stolas de Juan, sino que sin aludir nombre alguno se dice sim-
plemente «el presbí tero». Por el contrario, el autor del Apocalipsis pone
su nombre al comienzo. Y no le parece suficiente con hacerlo una vez.
«Repite: " Yo, Juan, vuestro hermano y compañ ero en la tribulació n y en
el reino y en la indulgencia de Jesú s, estuve en la isla que se llama Pat-
mos, por el amor de la palabra de Dios y el testimonio de Jesú s". Y al fi-
nal habló de esta suerte: " Bienaventurado quien preserve las palabras de
las profecí as de este libro, y yo, Juan, que vi y escuché esto". Que fuera
un Juan quien escribió estas palabras hay que creerlo, pues lo dice. Pero
lo que no se sabe es qué Juan fue, pues no se llama a sí mismo, como
aparece a menudo en el Evangelio, el discí pulo al que amaba al Se-
ñ or o como el que reposaba sobre su pecho, o como el hermano de San-
tiago, o como el que vio al Señ or con sus propios ojos y le escuchó con
sus propios oí dos, si es que hubiera deseado ser reconocido con claridad.
Pero no utiliza ninguno de esos nombres. Se llama só lo nuestro hermano


y compañ ero y testigo de Jesú s y uno que es espiritual pues vio y escuchó
las revelaciones. »174

El Padre de la Iglesia Dionisio «el Grande» analiza con gran atenció n
el pensamiento, el lenguaje y el estilo del Evangelio y la epí stola de Juan
y escribe: «Comparado con estos escritos, el Apocalipsis es totalmente
distinto y de otro tipo. Falta cualquier unió n y parentesco. Por así decirlo
no coincide ni una sí laba. Tampoco la epí stola -por no hablar del Evan-
gelio- contiene alguna cita o pensamiento del Apocalipsis ni é ste de
aqué lla». 175

El teó logo y obispo protestante Eduard Lohse comenta: «Dionisio
de Alejandrí a ha observado muy certeramente que la Revelació n de
Juan y el cuarto Evangelio está n tan alejados en cuanto a forma y con-
tenido, que no pueden atribuirse a un mismo autor». Queda abierta la
cuestió n de si el autor del Apocalipsis querí a sugerir con su nombre
Juan ser discí pulo y apó stol de Jesú s. É l mismo no hace esa equipara-
ció n. Esto lo hizo la Iglesia para conferir autoridad apostó lica y presti-
gio canó nico a sus escritos. Y así comienza la falsificació n, la falsifica-
ció n de la Iglesia. 176

Por lo tanto, ninguno de los Evangelios fue escrito por uno de los
«primeros apó stoles». Ni el Evangelio de Mateo procede del apó stol
Mateo ni el de Juan del apó stol Juan, ni tampoco la Revelació n de
Juan se debe al apó stol. Pero si en el Antiguo Testamento hubo hom-
bres que no se pararon en barras para hablar como si hablara Dios
¿ por qué no habrí a de haber otros en el Nuevo Testamento capaces de
poner todo lo imaginable en labios de Jesú s y de sus discí pulos que,
junto al Antiguo Testamento y Jesú s, eran la tercera autoridad para los
cristianos?

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