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La leyenda, «el alimento espiritual del pueblo», o «grandes, desvergonzados, repugnantes, graves y solemnes embustes papistas»




En lugar de los «apó crifos» cada vez má s endiablados y arrinconados,
aparecieron en la Iglesia antigua devocionarios populares, textos recrea-
tivos muy apreciados y leyendas puras, y aparecieron novelas triviales,
una literatura aparentemente observada a distancia por el clero, pero en
su conjunto secretamente favorecida, cada vez má s increí ble pero al mis-
fc mo tiempo gozando de gran credibilidad, que «adquirió una gran impor-
tancia histó rica», que se convirtió efectivamente en «el alimento espiri-
tual del pueblo» (Bardenhewer, cató lico). 92

Etimoló gicamente la palabra procede de legenda («lo que ha de leer-
se»). En principio es aquello que ha de leerse al pueblo en los servicios
religiosos del Lectionarum o del Epistolarium. Má s tarde se entienden
bajo ese té rmino todos los relatos sobre la vida de los santos cató licos.
En el siglo vi se cristianizó todo el sistema antiguo de leyendas y el santo
se convirtió en su nuevo portador. Desde comienzos de la Edad Media
son lectura obligada para los clé rigos textos de las historias de los santos
que corresponden al dí a, y estas historias de santos se convierte en «le-
genda».
Aunque tambié n se habla de la «vita» o, en el caso de los má rti-
res, de la «pa^í o». 93

El poco honroso final del papa Juan I bajo el rey Teodorico resulta vi-
siblemente glorificado por la leyenda cató lica. Cuando se precipitan so-
bre el lecho de muerte del papa los senadores y el pueblo para obtener
sus reliquias y romper sus vestiduras, se produce una curació n milagrosa.
Durante el entierro tiene lugar un nuevo milagro. Despué s crecen los mi-
lagros, como relata el papa Gregorio I a finales del siglo, milagros que
Juan realiza ya en vida, como durante su viaje a Constantinopla, donde
tambié n devuelve la vista a un ciego. «La creencia en los testimonios
de milagros de personas vivas y otras recié n fallecidas [... ] surgió ahora
en una é poca de una nueva espiritualidad naciente, que se aleja cada vez
má s del brillo intelectual de la Antigü edad, con fuerza y a la luz pú blica»
(Gaspar). 94

Segú n se anota en el diccionario de la Iglesia cató lica de Wetzer/WeI-
tes, los relatos de la vida de los santos cristianos presentan en el siglo u


«los hechos má s curiosos», poco a poco van hacié ndose má s extensos,
legendarios, llenos de embustes. Su misió n principal, que segú n la citada
obra incluyen «una presentació n noble y real de los grandes caracteres de
los santos» y «consecuencias rectas», era «despertar en el pueblo los sen-
timientos y sensaciones má s nobles y santos y ponerle así ante los ojos de
la manera má s variada el poder y la grandeza del cristianismo en los dis-
tintos santos». Y el Lexikonfü r Theologie und Kirche, má s reciente; con-
fiesa: «La tendencia de las leyendas de la é poca protocristiana y durante
toda la Edad Media es la fundació n religiosa [... 1. A finales de la Edad
Media la leyenda gozaba de gran predilecció n y era un medio poderoso
de la educació n religiosa del pueblo, reconocido hoy de manera general
en su importancia para la historia de la Iglesia, de la cultura y del arte y
para la investigació n lingü í stica, mientras que el enciclopedismo la des-
preciaba como " engañ o de curas" » (A. Zimmermann), en lo que tení a
toda la razó n. 95

Mediante estos relatos inventados, pero presentados como historia, se
influyó sobre las masas, probablemente má s que con todos los restantes
«bienes de la fe». «A partir de la leyenda los santos entraron a formar
parte de la vida afectiva del pueblo» (Schauerte, cató lico). Las leyendas
fueron un «factor educativo» muy importante (Gü nter) y en el catolicis-
mo lo han seguido siendo hasta la é poca moderna, e incluso en muchas
regiones hasta la actualidad. En el resto de la cristiandad tuvieron validez
hasta la Reforma; hasta que Lutero habló del «embuste» y en 1562 el
predicador de la corte del Palatinado Jeró nimo Rauscher plasmó sobre
el papel una antologí a de tí tulo mucho má s agresivo: «Cien grandes, des-
vergonzados, repugnantes, graves y solemnes embustes papistas selec-
cionados». 96

Muchas de estas falsificaciones recuerdan en su modo de representa-
ció n a las novelas paganas. No obstante el juicio habitual es indiscutible,
o mejor, el pretexto frecuente, por no decir la mentira está ndar de los
apologistas cató licos, de que la literatura novelí stica cristiana no querí a
ofrecer historia, que los creyentes consideraban tales producciones como
literatura piadosa. Pero estos libros no querí an ser una invenció n artí sti-
ca, ni deseaban servir de entretenimiento sino de instrucció n, de propa-
ganda y de misió n, eran una literatura teoló gica tendenciosa. Y lo mismo
que los judí os, los cristianos consideraron histó ricamente verdaderas ta-
les ficciones, pues durante toda la Antigü edad apenas se distinguió entre
novela histó rica e historia. No obstante, todos los autores de la Iglesia
han considerado tales textos «como testimonios histó ricos y basá ndose
en su contenido los han juzgado como auté nticos -cuando concuerdan
con la doctrina- o como falsos en caso contrario» (Speyer). 97

Las leyendas, pues, eran todo menos inofensivas. Estas glorificacio-
nes e inventos falsos e impertinentes eran propaganda cató lica, escritos


con la intenció n de que se les creyera. Eran un medio de fortalecimiento
y conversió n, «testimonios de fe». Y se les creyó, en ningú n caso se les
tomó por una mentira «piadosa». ¡ Entonces habrí an fallado en su objeti-
vo! No, a lo largo de los siglos, durante toda la Antigü edad, toda la Edad
Media y má s tarde tambié n, con las leyendas se hizo historia, no só lo una
historia de la fe sino tambié n una historia polí tica, algo que siempre ha es-
tado interrelacionado, con las leyendas se hizo historia en no menor medi-
da que con la espada. Y tanto má s por cuanto que, gracias a la educació n
cató lica, la Edad Media «no distinguí a entre leyenda e historia» (Gü nter).
Un jesuí ta moderno escribe que las «leyendas son creí das y actú an deci-
sivamente (! ) para incrementar la fuerza de atracció n y la confianza».
«Muchos aceptaban sin inconvenientes (! ) como verdadero cualquier (! )
relato que leí an en las obras de escritores cé lebres» (Beisel). Si esto valí a
para las personas formadas ¿ que sucedí a entonces con la gran masa de
cristianos analfabetos? ¡ Se les podí a engañ ar con todo, y así se hizo! 98

Pero al contrario de lo que suele creerse, las leyendas, durante siglos,
hasta finales de la Edad Media, no surgieron del pueblo sino que fue el
clero el que las creó para el pueblo, aparecieron en especial en los mo-
nasterios y en las sedes episcopales, allí donde mejor provecho se las po-
dí a sacar. Pues, si prescindimos de esas historietas de milagros, nada ha-
bí a con lo que aleccionar o impresionar a la masa de los creyentes, de no
ser con las cá maras de tortura o con la hoguera. Que se falsificara por
puro afá n de lucro o que «de buena fe», para mayor honor del Señ or o de
un santo, se redactara todo tipo de «miracula» y «virtutes», de hecho
da igual para sus consecuencias y es de lo que aquí se trata. El embus-
te de los milagros en las leyendas de los santos, que comienza en el cris-
tianismo con el Nuevo Testamento aunque ya se daba en el Antiguo, ha
debido proporcionar a la Iglesia má s oro y poder que todas las inconta-
bles falsificaciones que se hicieron só lo por codicia. La creencia en la au-
toridad «superó todos los arranques crí ticos» (Gü nter). 99

El mayor de los evangelistas previene ya contra los falsos profetas,
que «hacen prodigios y milagros para confundir como sea posible a los
elegidos». Má s tarde, arrí anos y cató licos se acusarí an mutuamente de
fraude en los milagros. Tambié n en los exorcismos los adversarios en el
Señ or se acusaban de engañ o. Conforme -a la prá ctica habitual de sacer-
dotes y magos, tambié n el cristianismo en el siglo n, y má s aú n en el m,
comenzó realmente con la falsificació n de los milagros, alcanzando unas
enormes proporciones en la Edad Media y llegando hasta la é poca mo-
derna, tanto en los cí rculos gnó sticos como en la Iglesia cató lica. Entre
los tipos del «mago» y del «sacerdote» hay toda una serie de puntos co-
munes. 100

Debemos una alusió n muy significativa a san Epifanio, arzobispo de
Salamis, en Chipre, un Padre de la Iglesia de gran celo pero, sin que na-


die lo discuta, de escaso intelecto. Epifanio relata que «en muchos luga-
res» se repite el milagro de las bodas de Cana, la conversió n del agua en
vino, «hasta el dí a de hoy [... ] para testimonio de los incré dulos», como
demostraban «en muchos lugares las fuentes y los rí os» en el aniversa-
rio de esa boda. Se entiende de por sí que Epifanio debió beber vino de
una de esas fuentes, lo mismo que su comunidad (de otra). Sin embargo,
ese aniversario tiene lugar en la liturgia protocristiana el 6 de enero, la
misma fecha de una festividad de Dionisos, que medio milenio antes que
Jesucristo realizó la milagrosa conversió n del agua en vino, como atesti-
gua Eurí pides (hacia 480-406), evidenciando que los sacerdotes cristia-
nos continuaron con el engañ o de los de Dionisos, entre otras cosas, ocu-
pando los restos del templo de este ú ltimo. 101

Es evidente que incluso los santos má s famosos del catolicismo parti-
ciparon de estas prá cticas de timadores, sobre todo cuando comenzó una
cierta desaparició n paulatina de los milagros.

San Ambrosio resucitó al hijo de un distinguido florentino y llevó a
cabo una serie de maravillosos descubrimientos de osamentas de santos
má rtires, siniestras obras de arte pero en el fondo muy significativas.
Los arrí anos le acusaron de escenificar las curaciones de poseí dos. 102

Agustí n opina que los milagros, si bien ya no tanto como antes, to-
daví a siguen siendo frecuentes; en cuanto a los de los paganos, los rea-
liza, naturalmente, el diablo. Agustí n anima a los obispos vecinos a pres-
tar atenció n a todos los fenó menos milagrosos, escribirlos y aprovechar-
los apologé ticamente y con fines misioneros. É l mismo así lo hace, y
creó un «í ndice de milagros» (Libellus Miraculorum), que só lo entre
los añ os 424 y 426 documentó setenta prodigios; hoy no lo hay ni en
Lourdes. El ú ltimo capí tulo de su obra principal, De civitate Deí, alardea
tambié n de veinticinco milagros edificantes, en parte presenciados por é l
mismo, cuya escala oscila entre una curació n de hemorroides y una resu-
rrecció n. Só lo los huesos de san Esteban, hallados por un milagro -una
revelació n en sueñ os al sacerdote Luciano-, hicieron resucitar en Hipona
a cinco muertos, que fueron trasladados solemnemente a la parroquia de
Agustí n. 103

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