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Desde el «miraculum sigillum mendacii» hasta los apologistas católicos




En el primer milenio, muchos santos «fueron canonizados simple-
mente por acuerdo general del pueblo» (Naegle). Pero la falta de sentido
crí tico aumentó tanto en el curso del tiempo que los papas se reservaron
el derecho de nombrar santos. Esto no significa desde luego que actuaran
con sentido crí tico. Esperar aquí una autocrí tica serí a el sumo de lo gro-


tesco en un á rea en que todo es grotesco. Por ejemplo, el hecho de que to-
daví a, o incluso de nuevo hoy, autores de valí a (como Canetti o Ciqran)
só lo con respetuoso temor puedan pronunciar la palabra «santo», aunque
detrá s casi siempre se oculte lo peor; y cuanto má s brillante la aureola al-
rededor de lo criminal, tanto má s terrible es. Si se considera la influencia
destructiva de todas estas «vidas de santos» sobre la educació n de la so-
ciedad humana en provecho (¡ no só lo! ) de los jerarcas romanos, no suena
simplemente a sarcasmo la afirmació n del papa Pí o XI -¡ el promotor de-
cisivo del fascismo en todas sus variantes! - en una circular del 31 de di-
ciembre de 1929 sobre la educació n cristiana de la juventud: «Los santos
han alcanzado en grado sumo la meta de la educació n cristiana y han en-
noblecido y agraciado con ello a la comunidad humana con todo tipo de
bienes. Los santos han sido, son y seguirá n siendo los má ximos benefac-
tores y los ejemplos má s perfectos de sociedad humana, para todas las,
clases y profesiones, para todas las situaciones y edades». 104     :

Tras haber considerado en los pá rrafos anteriores de una manera ex-,
tensa el miraculum sigillum mendacii, como gustaba de decir Schopen-^
hauer, es de confiar que no habrá nadie que espere que tratemos ahora el
mirum quoad nos, el mirum in se, el milagro absoluto y relativo, el mila-
gro sustancial (quoad substantiam) y el modal (quoad modum), el sobre-,
natural (supra naturam), el contranatural (contra naturaní ), el extrana-
tural (praeter naturam), el cosmoló gico, antropoló gico, histó rico, el natu-
ral y el espiritual, el intelectual y moral, etc. Tendrí amos que estar má s
locos que aquellos que hace casi dos mil añ os, o simplemente hace dos-
cientos añ os, se los creyeron o que quizá siguen creyé ndolos. (Creo que
hay muchas cosas posibles que ni se imagina nuestra ciencia escolar,
pero en lo que no creo es en la imbecilidad convencida. ) Increí ble que to-
daví a un Ludwig Feuerbach se haya tomado tan en serio el milagro como
tal y lo haya desarticulado. Louis Bü chner se sorprendí a al respecto y le
parecí a «extraordinario có mo una cabeza tan clara e inteligente [... ] con-
sideraba necesaria tanta dialé ctica para refutar los milagros cristianos». 105

¡ Como si la crí tica a los milagros no hubiera hecho nada! Spinoza,
por caso, que segú n una frase famosa afirmaba que la demostració n de
una religió n mediante milagros no significa má s que «querer aclarar una
cosa oscura mediante otra má s oscura». Bayie, que considera que la esen-
cia del milagro radica en la fe en el milagro, muy acertadamente defi-
ne: «Cuanto má s se opone un milagro a la razó n, tanto mejor satisface el
concepto de milagro». Lessing, para el que las verdades histó ricas casua-
les no pueden ser nunca la demostració n de necesarias verdades de la ra-
zó n, escribió que «una cosa son los milagros que puedo ver con mis pro-
pios ojos y que tengo ocasió n de verificar, y otra cosa distinta son los
milagros de los que só lo sé histó ricamente que otros debieron ver y veri-
ficar. Los relatos de milagros no son milagros». 106


Naturalmente, hay que incluir aquí tambié n a Voltaire y Hume. En los
siglos xix y XX incluso los teó logos (evangé licos) renuncian al milagro.
Fue la «convicció n má s plena» de Schieiermacher la de que «todo en la
totalidad de las relaciones de la naturaleza está totalmente condicionado
y fundamentado». Fue tambié n la convicció n de Hamack la de que «no
puede haber ningú n milagro que rompa el equilibrio de la naturaleza».
«Todo milagro -escribe Harnack- permanece histó ricamente pleno de
dudas, y la suma de las incertidumbres no conduce nunca a la certeza. »
Tambié n para el teó logo Buitmann un milagro era una exigencia incum-
plible para la persona pues es imposible imaginá rselo como suceso con-
tra naturam. w

Pero ¿ no ha aniquilado la fí sica cuá ntica esta argumentació n? ¿ No
son desde entonces totalmente distintas las leyes de la naturaleza? ¿ Des-
de que Wemer Heisenberg no las explicara como una imagen de la natu-
raleza sino como una imagen de nuestra relació n con la naturaleza?
¿ Desde que su «refutació n definitiva del principio de causalidad» en la
fí sica cuá ntica no considerara ya (como la mecá nica clá sica) a las leyes
naturales como leyes deterministas, sino como leyes estadí sticas? ¡ Ah,
qué ocasió n para los apologistas de aprovechar teoló gicamente el inde-
terminismo de la mecá nica cuá ntica! ¡ Y qué equivocació n! La macrofí si-
ca no refuta la teorí a clá sica sino que la confirma. El protestante Sigurd
Daecke, incluso Pascual Jordá n, al que se remití an todos los teó logos que
querí an salvar el milagro, admite «que en el dominio visible todos los su-
cesos está n sometidos a las leyes de la naturaleza, y por leyes puramente
estadí sticas en el á mbito subató mico no intentan postular la posibilidad
del milagro». 108

Por lo demá s, yo no afirmo en absoluto, pues soy muy circunspecto
con las afirmaciones que no se puedan demostrar irreprochablemente: los
milagros son imposibles. Pero tambié n digo con el teó logo Rená n que:

«Hasta ahora no se ha constatado ningú n milagro». Al menos no hay ni
un solo milagro testimoniado de manera absolutamente segura, que no sea
impugnable bajo ningú n sentido. Testificado por suficientes personas, su-
ficientemente crí ticas y suficientemente honradas. 109

¿ Para qué el milagro?

En sus Respuestas a las objeciones contra la religió n, Monseigneur
von Segur escribe que Dios hace milagros precisamente «para demos-
trar que É l es el Señ or del mundo». Pero ¿ por qué no hace entonces mila-
gros mucho mayores, incuestionables, convincentes para todos en lugar
de los que só lo satisfacen a sus seguidores, en lugar de milagros tan pe-
queñ os o en é pocas preté ritas tan grandes que escapan a todo control?
¿ O los necesitan las religiones y sus sacerdotes? ¿ Serí an sus dogmas lo
suficientemente convincentes, requerirí an todaví a milagros? ¿ Por qué es
la fe tan poco convincente en sí misma que Dios elige estos rodeos? ¿ Por


qué habrí a «de demostrar [... ] la divinidad de la religió n a partir de he-
chos empí ricos, insuficientes» (Schelling)? ¿ No podrí a haber creado reli-
giones má s claras y evidentes, no podrí a haber convencido é l, el Todopo-
deroso, de manera má s sencilla a los hombres? El baró n Von Holbach
escribe que só lo tení a que querer que estuvieran convencidos y lo esta-
rí an. Só lo necesitaba, y necesita, «mostrarles cosas claras, patentes y de-
mostrativas y quedará n convencidos por la evidencia; para ello no nece-
sita de milagros ni de traductores». 110

Pero tales ataques no les preocupan a los cató licos. Allí donde la ló gi-
ca no concuerda, donde no cuadran las cuentas, sacan la «impenetrabili-
dad de Dios» y replican con el reproche del «racionalismo» (rara vez sin
el calificativo de «banal»), mientras que en ellos todo es «profundo» y
«verdadero». De este modo tampoco les perturba la pregunta de Diderot
de por qué los milagros de Jesú s son verdad y no los de Esculapio, de
Apolonio de Tiana o de Mahoma. Su respuesta es simple: los milagros
de Jesú s son verdaderos porque son sus milagros y en ellos se basa la
Iglesia cató lica. Los milagros de los demá s no son verdaderos porque son
de los otros y el catolicismo no los puede utilizar. Con su «reconocimien-
tos» desvalorarí an los propios. Por lo tanto se distingue entre «milagro»
y «milagro aparente», siendo los primeros los auté nticos, los del propio
bando, y los segundos, o falsos milagros, son siempre los de los otros. No
hay milagros fuera del cristianismo, y aquí, ú nicamente dentro de la Igle-
sia cristiana cató lica. Só lo sus milagros son verdaderos, son «milagros de
Dios a diferencia de los milagros falsos y mentirosos como acciones ex-
traordinarias de Sataná s y de sus portavoces» (vé ase Schmid). Estos «mi-
lagros aparentes» no son «hechos histó ricos», o si lo son, ú nicamente
«embustes» y «resultados naturales» (Specht/Bauer). Esto rige en gene-
ral tambié n para los milagros de los «herejes» cristianos. En efecto, con
la «herejí a» se produce tanto menos un «milagro real» «cuanto má s se
está alejado de la verdad» (Fas sbinder). l \ [

¿ Podemos deducir, siguiendo esta ló gica, que cuanto menos se aleja
una «herejí a» de la verdad tanto má s existe un «milagro real»?

Como siempre, el teó logo cató lico Zwettier considera los milagros de
Buda o de Krischna «con tanto adorno fantasioso que ya desde un princi-
pio no pueden tener credibilidad»; y no obstante, millones de budistas y
de hindú es creen en ellos lo mismo que los cristianos en la Biblia. Aun-
que el cató lico Brunsmann admite que la personalidad de Buda es «inma-
culada en el aspecto moral», sus milagros le parecen (tambié n a é l) «en
gran parte tan fantá sticos que nos recuerdan los cuentos de Las mil y una
noches».
Que «no son má s que creaciones de la fantasí a humana es algo
que no necesita de ninguna demostració n». En el caso de los milagros de
Esculapio y de Sarapis «no podemos albergar duda alguna de que está n
relacionados con los poderes satá nicos». Gran parte de los milagros de


Apolonio de Tiana pertenecen «necesariamente al reino de la fá bula».
Por el contrario, algunas cosas le parecen «corresponder a la verdad»,
como los exorcismos, la repentina eliminació n de la peste en Efeso, etc.
Con todo, tambié n este hombre obró «sus " milagros" en alianza con los
demonios», que el cató lico ve confirmado por el hecho de que Apolonio
«considera como su misió n en la vida promover el culto de los dioses pa-
ganos». Por lo que respecta a la extraordinaria frecuencia de los milagros
«herejes» está claro que «ni uno solo de estos " milagros" señ ala una cau-
sa divina». Allí donde Brunsmann no ve «sugestió n», como en el janse-
nismo, «hay que suponer influencias diabó licas». 112

Por consiguiente, cuando los milagros de los no cató licos no son mi-
lagros aparentes, lo son del diablo. Es algo que ya sabí an los antiguos
teó logos. Segú n san Justino, sus adversarios hací an milagros con ayuda
de espí ritus malignos. Conforme a Ireneo, los enemigos de los cristia-
nos experimentaban de manera ultrajante, invocaban a los á ngeles, utili-
zaban sortilegios y conjuros. Simplemente querí an atraer a su lado a los
hombres, algo por completo distinto de lo que fue y es entre los cató licos.
Igualmente, para Agustí n -que anota todos los informes de prodigios
y los lee a sus ovejas- los milagros fuera de la Iglesia cató lica, sobre todo
los de los paganos, son só lo prá cticas depravadas, sucias purgaciones,
engañ o, todo es «un artificio de demonios embaucadores», mientras que
los propios «suceden a travé s de los á ngeles o por mediació n de la fuerza
divina» y no hay que hacer caso de «quienes discuten que el Dios invisi-
ble hace milagros visibles». 113

Tampoco puede renunciarse hoy a los milagros, por increí bles que
puedan parecer incluso a amplios cí rculos; no só lo porque se les ha ase-
verado desde siempre, sino porque en el catolicismo son la demostració n
del Dios (por motivos comprensibles) invisible y la revelació n divina, y
la revelació n divina y el Dios invisible son la demostració n de la autenti-
cidad de los milagros. Dicho con otras palabras: que los milagros de Je-
sú s son verdaderos y auté nticos lo demuestra su narració n en la Biblia
y la divinidad de la Biblia queda demostrada por esos milagros. No hay
nada que añ adir. Salvo un ú ltimo, decisivo e infalible criterio: el «fin».
Todo milagro verdadero (a diferencia de los diabó licos) sirve para «un
buen fin determinado».
Así lo afirma el cató lico Brunsmann con triple
imprimá tur eclesiá stico. Y el buen fin determinado es siempre el mismo:

el provecho de la Iglesia cató lica. Si le sirve, la cuestió n va bien, en caso
contrario, no. 114


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