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Más cerca, Dios mío, de Tí..




Los estilitas -que dieron pie a un notable movimiento peregrinatorio
que no finalizó con su muerte, sino que floreció en el lugar de su capri-
cho tan ambicioso como demencial y precisamente por eso tan especta-
cular- permanecí an sobre columnas de piedra o madera, naturalmente
só lo para alejarse de la tierra, de los seres humanos. No es casual que este
punto á lgido del absurdo cristiano, al menos exteriormente, comenzara
en Siria, donde los paganos ya creí an que un ser humano podí a hablar
tanto mejor con los dioses cuanto má s alto estuviera. 71

En consecuencia, el movimiento de los estilitas cristianos tení a un an-
tecesor en el culto de la diosa siria Atargatis, que ofrecí a tambié n otros
curiosos paralelismos con el cristianismo. Los sacerdotes sirios gozaban
de la divinidad sobre todo comiendo pescado, pues era sagrado para la
diosa-pez Atargatis, de la que habí a un templo en Kamion, al oeste del
lago Genezaret. El culto a Atargatis y la veneració n del pez eran, pues,
algo muy pró ximo al cristianismo primitivo. No es casual tampoco que
el pez, sí mbolo de misterios paganos muy difundidos se convirtiera en el
sí mbolo del misterio má s sagrado de la cristiandad, la eucaristí a -ahora
el «verdadero misterio del pez», el «pez puro»-, adoptá ndose por prime-
ra vez el pez como sí mbolo de culto a travé s de los cristianos de Siria y la
voz griega de pez, ichthys, formó un anagrama del nombre «Jesucristo,
Hijo de Dios, Salvador». 72

Luciano de Samosata (hacia 120-180 d. C. ), el gran blasfemador si-
rio, el Voltaire del siglo n que luchó contra las prá cticas de culto, la mito-
logí a y la superstició n, relata un rito muy celebrado en su é poca en Siria
en honor de la diosa Atargatis. En su obra De dea Syria narra una cos-
tumbre en la que dos veces al añ o un celebrante debe trepar hasta un falo
de piedra de cincuenta y dos metros que hay delante del templo y ha de
permanecer allí arriba durante una semana. Los peregrinos dejaban al pie
del falo monedas de cobre, plata y oro. Segú n escribe Luciano, la multitud
«cree que este hombre habla con los dioses desde el lugar elevado donde
está, que les pide fertilidad para toda Siria y que los dioses escuchan su
oració n desde má s cerca». De modo casi literalmente idé ntico caracteri-
zan má s tarde los Padres de la Iglesia Teodoreto de Ciro y Evagrio Esco-
lá stico el ascetismo del estilita cristiano Simeó n. 73

Simó n Estilita el Viejo, nacido alrededor de 390 en Nicó polis, comien-
za su carrera igual que muchos grandes cristianos, como pastor. Durante
un decenio hace expiació n en el monasterio de Teleda de manera tan exa-


gerada que los monjes no le pueden aguantar y piden que se vaya. Duran-
te cinco dí as canta en una fuente seca «la alabanza de Dios». Despué s,
hacia 412, se deja emparedar al norte de Antioquí a durante la cuaresma
un total de 28 veces, sin tomar ningú n alimento. Má s tarde cuelga enca-
denado de una roca y contempla «con los ojos de la fe y del espí ritu las
cosas que hay arriba en el cielo»; una actividad tan ú til que las multitudes
abandonaban su casa y peregrinaban hasta Simeó n, lo que resultaba no
menos ú til. Incluso hubo al parecer paganos que le hicieron regalos. Los
fí eles querí an tocarle, tener jirones de su ropa, obtener un pelo de su pe-
lló n. Por lo tanto, para elevarse «espiritualmente», para estar má s cerca
del cielo, trepó a su columna y se convirtió en el fundador del movimien-
to estilita (cristiano). 74

Simeó n se acerca al Todopoderoso primero un metro, despué s cinco,
seis, once, aunque las tradiciones varí an de una a otra, como con todo. Al
final está a veinte o veinticinco metros de altura, casi durante treinta añ os,
«pues el anhelo que tení a de elevarse al cielo hizo que cada vez se alejara
má s de la tierra». Con ello queda expuesto a cualquier tormenta y al sol
(má s tarde, algunos estilitas construyen una cabana, un techo, sobre su
columna). El santo apenas sabí a escribir, pero locuaz sí que era como para
predicar dos veces al dí a a los peregrinos y para insultarles llamá ndoles
«perros», pues disputaban entre ellos por su culpa. En las fiestas mayo-
res permanecí a toda la noche con los brazos alzados hacia Dios, segú n
otras fuentes tambié n las restantes noches «sin cerrar ni una sola vez los
pá rpados». Permanecí a erguido o se inclinaba hasta los dedos de los pies
para rezar «pues ya que só lo come una vez a la semana, su vientre es tan
liso que no le cuesta ningú n trabajo inclinarse». El obispo Teodoreto
relata tambié n que estas «adoraciones» de Simeó n eran tan abundantes
que muchos las contaban. Uno de sus acompañ antes contó en un dí a has-
ta 1. 244 «adoraciones» pero, agotado, dejó de contar. 75

El cé lebre personaje consideró incluso la posibilidad de pasarse toda su
vida apoyado en una ú nica pierna. «Al candelero del orbe cristiano» (Ciri-
lo de Escitó polis) se le quedaron rí gidos los miembros, llenos de heridas
y ú lceras que pronto se descomponen. Un invierno, así afirma al menos
su discí pulo Antonio, autor de una vida fantá stica del maestro, sus mus-
los se pudrieron tanto «que salieron multitud de gusanos, que caí an desde
su cuerpo a sus pies, de sus pies a la columna y de la columna al suelo,
donde un joven llamado Antonio, que le serví a y ha visto y escrito todo
esto, por orden suya los recogió y se los devolvió arriba, donde Simeó n
los puso sobre sus heridas y dijo: " Comed lo que Dios os ha dado" ». 76

¡ Que luego digan que el cristianismo no es amigo de los animales!

Aunque á gil como una ardilla, a Simeó n se le consideró má rtir. En efec-
to, vivo superó a los santos muertos, para muchos contemporá neos era
casi má s importante que Pedro y Pablo, en su opinió n sobrepasaba en el

 


ayuno a Moisé s, Elias e incluso a Jesú s. Simeó n no curaba con los frag-
mentos de su ropa ni con su saliva, su simple oració n hací a milagros. Se
arrancaban pelos de su pelló n, se recogí an lentejas de su comida y tierra
del lugar donde viví a. Al final todo estaba empaquetado y listo para usar,
eulogias, alimento natural, aceite curativo, polvo bendito, «polvo mila-
groso»; al principio con una cruz, despué s con un retrato de Simó n y al
final con figuritas completas suyas. 77

El polvo era un «medio de bendició n totalmente natural», nada má s
barato, nada má s pró ximo; valioso «como piedras preciosas»: particular-
mente curativo en las enfermedades gastrointestinales. Se le llevaba en
pequeñ as cá psulas, no se le utilizaba só lo como medicamento, sino tam-
bié n como filacteria y era muy solicitado, má s que en ningú n otro lugar
en Tours; aunque tambié n en Eucatia o incluso en el lugar donde estaba
Simeó n, donde los peregrinos, aunque no iniciaron una nueva era de la
medicina, «sí una nueva era de las peregrinaciones y de la piedad popu-
lar» (Kó tting). Má s tarde se recogí a tambié n polvo de la columna que por
ese motivo en la Edad Media, una pé rdida para el mundo cultural, quedó
totalmente deshecha. 78

De este modo floreció la ú nica religió n verdadera. Multitud de cristianos
acudieron allí procedentes de todos los puntos cardinales. Llegaban tam-
bié n muchas mujeres porque Dios no les habí a dado descendencia. Otras
peregrinaban a san Menas o a Menuthis o, como la reina de los partos Sira,
a san Sergio en Rusafa. En tales circunstancias las paganas preferí an Del-
fos y el templo de Asclepios. En el caso de Simeó n las mujeres estaban
en desventaja, como casi siempre y en todos sitios a lo largo de la historia
del cristianismo. A las mujeres les estaba prohibido el acceso al entorno
inmediato del santo. Tení an que permanecer fuera del «Mandra» y só lo a
travé s de intermediarios podí an presentar sus deseos. Parece que Simeó n
negó la entrada en su cerca a su propia madre y que por motivos ascé ti-
cos no la vio en toda su vida; tota mulier sexus (la mujer es ú nicamente
sexo), una vieja filosofí a cristiana. Segú n afirma Evagrio Escolá stico, tam-
bié n tras la muerte del santo les estuvo prohibido a las mujeres entrar en
la iglesia de peregrinació n. 79

No obstante, el sexo femenino acudí a lo mismo que el masculino. El
obispo Teodoreto, paisano de Simeó n y al que una vez casi aplasta la mul-
titud de los admiradores de é ste, vio un «océ ano humano» a los pies de la
columna. No só lo procedí an de todo Oriente, alardea Teodoreto, judí os,
armenios, etí opes, no, sino tambié n del extremo de Occidente: hispanos,
galos, britá nicos, incluso en «la gran Roma» habí a colocadas en la entra-
da de todos los talleres pequeñ as imá genes de Simeó n «para ahuyentar al
mal y como medio protector». 80

Se peregrinaba hasta é l de forma individual o en grupo para obtener
su bendició n y su consejo, pero sobre todo para liberarse de todo tipo de

 


achaques. Su oració n estaba muy solicitada en especial en é pocas de
grandes sequí as y los sirios acudí an en procesió n. Hasta vení an paganos
y se convertí an, destruí an «ante la gran luminaria las imá genes de í dolos
que veneraban» y renunciaban a «los libertinajes de Afrodita» (Teodoreto).
Tribus enteras recibieron a la vez «el santo bautismo» y los má s precavi-
dos prometieron «el santo bautismo» mediante contrato escrito en caso
de que se resolviera su problema por las oraciones de Simeó n. «Llegaban
los lascivos y se corregí an, las prostitutas ingresaban en conventos, los
á rabes, que todaví a no conocí an el pan, serví an a Dios» (Syr. Vita). Pues-
to que incluso los peregrinos corrientes arrojaban su ó bolo en el cesto
que colgaba permanentemente de la columna, qué deben haber donado
los enviados de los reyes que al parecer acudí an allí a menudo y no só lo a
fin de solicitar la bendició n para su soberano, sino incluso para recibir
instrucciones de gobierno. 81

Desde que existe la peregrinació n cristiana, los cí rculos eclesiá sticos
ejercieron y ejercen influencia sobre los acontecimientos mundiales hasta
la actualidad; el ejemplo má s conocido del siglo xx: Fá tima y su militan-
te agitació n anticomunista y antisovié tica. En la Antigü edad, los potenta-
dos solicitaban con má s frecuencia consejo en los centros de peregrinació n
o a los anacoretas. El emperador Teodosio I consultó al ermitañ o egipcio
Juan antes de sus campañ as contra Má ximo en 388 y Eugenio en 394, un
golpe auté nticamente demoledor para el paganismo. Los prí ncipes de los
francos Chilperico y Meroveo se dirigieron a la tumba de san Martí n en
Tours. (¡ El diá cono de Chilperico colocó una precaria solicitud del rey
en forma de una carta sobre la tumba, junto con una hoja en blanco para
su respuesta! Pero en este caso el cielo guardó silencio. )82

Sin embargo, en el caso de Simeó n el propio peregrinaje tení a motivos
polí ticos, algo por lo demá s nada raro. Así se infiere del relato de un ca-
becilla beduino, que escribe: «se hará n cristianos, se unirá n a los romanos
y se rebelará n. Al que vaya allí le cortaré la cabeza y a toda su familia».
Pero por la noche, «en una aparició n» -y má s de una vez estas apariciones
tení an como base una persona fí sica bien real, salvo que fuesen, como
solí a suceder, puro invento y engañ o-, el cabecilla recibe una amenaza de
muerte y entonces autoriza: «Quien quiera acudir al señ or Simeó n para
recibir allí el bautismo y hacerse cristiano, puede hacerlo sin miedo ni te-
mor. Si no estuviera yo sometido al rey de los persas, tambié n viajarí a
hasta allí y me harí a cristiano». 83

En resumen, el efecto del santo era extraordinario, y en consecuencia
tambié n el tinglado de la peregrinació n. Los discí pulos de Simeó n, al pa-
recer má s de doscientos y posteriormente todaví a má s, obtuvieron unas
celdas que fue el comienzo de lo que serí a el monasterio. Ya existí a la
iglesia cuando aú n viví a, tambié n un baptisterio, así como albergues; al-
gunos peregrinos permanecí an allí ocho o incluso catorce dí as. Y cuando


Simeó n murió en 459, a la edad de setenta añ os -seiscientos soldados pro-
cedentes de Antioquí a tuvieron que proteger su cadá ver contra sarrace-
nos y fieles ansiosos de conseguir reliquias-, su columna siguió atrayendo
a las masas durante siglos. Mientras que a su cadá ver, que el emperador
Leo, para disgusto de los antioquenos, llevó hasta la capital, acudí a poca
gente, a la columna lo hací an masivamente y se la consideraba la reliquia
má s preciosa, construyé ndose a su alrededor poco a poco todo un comple-
jo de edificios, cosa poco habitual incluso para los lugares de peregrina-
ció n. En particular en las fechas de aniversario se peregrinaba hasta allí
desde todas direcciones y desde los puntos má s lejanos, celebrá ndose es-
tas fiestas «con un ardor religioso rayano en el é xtasis [... ]. La direcció n
de la iglesia sabí a alimentar en abundancia la fantasí a creyente de los
peregrinos mediante há biles piezas de arte, de modo que el recuerdo del
gran santo permaneció vivo en el pueblo» (Kó tting). Alrededor de 560,
Evagrio Escolá stico vio todaví a la cabeza de Simeó n en Antioquí a, salvo
algunos dientes robados por adoradores. 84

Este movimiento estilita de varios decenios fue lo suficientemente de-
mencial como para encontrar sucesores a lo largo de muchos siglos de his-
toria cristiana de los santos. El santo monje Daniel, discí pulo de Simeó n,
permaneció desde 460 unos treinta y tres añ os encaramado en su colum-
na en Anaplus. A pesar de su resistencia el patriarca Genadio le consagró
sacerdote e incluso le visitaron el emperador Leó n I y la emperatriz Eu-
doxia, ademá s de, naturalmente, multitud de peregrinos y hasta «herejes»
(La tradició n afirma que debido a su «extraordinaria desecació n», sus he-
ces eran «como las de las cabras». ) La iglesia vecina se encargaba de in-
gresar en caja los ricos presentes de los que allí acudí an. Tito, un oficial
del palacio imperial que habí a abandonado el ejé rcito, levitó allí sin má s
ayuda que la de una cuerda que pasaba por sus axilas. En el siglo vi, un
antiguo prefecto de Constantinopla estuvo viviendo durante cuarenta y
ocho añ os en una columna en Edesa. En el siglo vil, san Simeó n el Joven
«todaví a tan joven que los dientes de leche se le cayeron arriba» trepó a
su columna. A los treinta y un añ os fue consagrado sacerdote y obró tan-
tos milagros que de nuevo la cristiandad se arremolinó a su alrededor
para ver al «nuevo Simeó n», y la colina en la que se encontraba su ú ltima
y má s alta columna se llamaba simplemente «monte de los milagros». No
menos famoso fue san Alipio, que pasó en total «67 añ os en una colum-
na», «la mayor parte del tiempo de pie, en sus ú ltimos añ os yacente» (Le-
xikonfü r Theologie und Kirche);
es uno de los ascetas de Oriente que con
mayor frecuencia se representa en iconos, frescos y miniaturas bizanti-
nas. Pero todos estos desequilibrados cristianos tuvieron una enorme
clientela y las masas del pueblo les asediaron. Por supuesto, la peregrina-
ció n continuaba despué s de su muerte. 85

A pesar de los inconvenientes, parece que la vida al aire libre les sen-


tó bien a los estilitas. Aun teniendo que celebrar su ideal ascé tico, tan ad-
mirado y santo, por espacio de treinta, cincuenta o má s añ os en sus co-
lumnas, no pudieron llegar muy temprano a Dios y por lo general debieron
esperar bastante. Simeó n el Viejo alcanzó los setenta añ os, Daniel ochenta
y cuatro, Alipio noventa y nueve, Lucas, un estilita del siglo ix, cien. To-
dos estos santos solí an tener una muerte natural, por así decirlo, si no les
abatí a un rayo, inescrutabilidad de Dios, como le sucedió a un estilita de
Mesopotamia que estaba en su columna de yeso, o le mataban los bandidos
como a san Niceto. Por otro lado, en cuestió n tan extraordinaria apenas
puede sorprender cualquier otra peculiaridad. Como por ejemplo el relato
de Juan Moschus, un monje oriental fallecido en Roma en 619, que des-
cribe una disputa religiosa entre un estilita cató lico y otro monofisita que
eran, por así decirlo, vecinos y que desde sus columnas se lanzaban in-
sultos. O esa extrañ a reuió n de cien estilitas que habí a en Getsemaní, en
Palestina, como todo un bosque de columnas alrededor de un superior. 86

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