¡Oh, maravilloso Jerusalén!
Naturalmente, Eteria tambié n vio Jerusalé n, donde ya habí a encontra-
do cosas sorprendentes otro visitante occidental de Palestina muy consi-
derado por la investigació n, el llamado peregrino de Burdeos, en el Anno
Domini 333. Por ejemplo, en Sió n -que segú n la tradició n israelita es el
ombligo del mundo-, en medio de las ruinas del palacio de Caifas la co-
lumna donde azotaron a Jesú s. Un hallazgo realmente increí ble, incluso
aunque Jerusalé n no hubiera sido arrasada totalmente dos veces: una por
Tito, en el añ o 70, en la que el templo se convirtió en un montó n de rui-
; 1 ñ as y en toda la colina oriental «no quedó ni una huella de construcció n»
N (Comfeld/Botterweck); y una segunda vez por Adriano, en 135 durante
la guerra contra Bar-Kochba. Segú n relata Eteria, es comprensible que
se adorara de modo especial esa columna. Sobre todo porque sobre ella se
vieron las huellas, como impresas en cera, de las manos del Señ or que la
rodeaban y tambié n impresiones de la barbilla, la nariz e incluso los ojos, 222
de todo su rostro. No resulta por tanto sorprendente que se llevara al cue-
llo una pequeñ a reproducció n de esta columna como amuleto para prote-
gerse de todos los males. 46
La iglesia de Sió n se convirtió en el curso del tiempo en un auté ntico
arsenal de reliquias. En los siglos v y vi se hallaron allí la corona de espi-
nas de Jesú s, la lanza con la que le atravesaron el costado, el cá liz en el
que bebieron los apó stoles tras su ascensió n a los cielos e incluso las pie-
dras con las que el maligno pueblo habí a matado a san Esteban, incluyen-
do la gran piedra sobre la que é l estaba. Pronto poseí a la iglesia de Sió n
tantos tesoros que apenas podí a enumerarlos otro apreciado visitante de
Jerusalé n, el peregrino (anó nimo) de Piacenza (alrededor del añ o 570).
Este cristiano relata que los mé dicos preparaban en los xenodoquios de la
ciudad la comida con el rocí o que caí a por la noche sobre la iglesia de
Sió n, la del Santo Sepulcro y otros templos cristianos. Es comprensible
que ante tantas cosas increí bles el hombre tuviera que coger fuerzas y, lo
mismo que otros peregrinos, bebiera en la iglesia de Sió n del crá neo de
una má rtir Teodata. 47
El peregrino de Burdeos vio tambié n la casa del sumo sacerdote Cai-
fas; la azotea del templo donde el diablo habló a Jesú s: «Si eres el hijo de
Dios, tí rate [... ]»; la palmera del monte de los Olivos que proporcionó las
ramas para su entrada en Jerusalé n. (Má s tarde, segú n sabemos, en Vero-
na se guardaban las reliquias del asno, cuyos excrementos, eso no lo sa-
bemos, debieron de pertenecer al monasterio de Grá frath, cerca de Colo-
nia. ) El peregrino vio la piedra donde Judas traicionó al Señ or, aunque
doscientos añ os despué s, alrededor de 530, la piedra se modificó, lo mis-
mo que la columna de la flagelació n, pues ahora estaban allí marcados
los hombros de Jesú s como si hubiera sido sobre cera blanda.
¡ El hombre de Burdeos incluso llegó a ver la piedra angular que habí an
rechazado los constructores! Y en el monte de los Olivos el lugar donde
inició Cristo la ascensió n al cielo. (Tanto en el paganismo como en el ju-
daismo, los viajes al cielo eran historias conocidas. San Justino, que a me-
nudo señ ala que mucho de lo que el cristianismo posee y enseñ a tambié n lo
poseí a y enseñ aba el paganismo, dedica un capí tulo a enumerar los hijos
de dioses que subieron al cielo. Hermes, Asclepios, Dioniso, los hijos de
Leda, los Dioscuros, Perseo, hijo de Danae, Belerofonte, de origen huma-
no, etc., y no olvida añ adir «que tales cosas se escribieron para utilidad
y devoció n de la juventud adolescente [... ]». ) El peregrino de Burdeos vio
el lugar de la ascensió n a los cielos de Cristo en el monte de los Olivos.
¡ Má s tarde se mostraba este lugar en el monte Tabor, en Galilea! Perfecta-
mente consecuente, pues tambié n en el Nuevo Testamento se señ ala, segú n
los Hechos de los Apó stoles, que Jesú s se eleva al cielo desde el monte de
los Olivos, y segú n el Evangelio de Lucas en las proximidades de Betania.
(Lo mismo que la propia ascensió n, que segú n Lucas se produce el mismo
dí a de su resurrecció n, la noche del domingo de Pascua, pero que en los
Hechos de los Apó stoles tiene lugar cuarenta dí as despué s. )48
A todas estas maravillas hay que añ adir tambié n que el Transfigurado
dejó las huellas de sus pies divinos, «segú n la fiable tradició n». Esto se
conocí a ya en la religió n de Heracles y de Dioniso. Jeró nimo, que fue el
que má s animó la fiebre peregrinatoria en la mente de sus lectores del le-
jano Occidente, Jeró nimo, honrado con el má ximo tí tulo de su Iglesia y
como patrono de sus facultades de teologí a, y al mismo tiempo uno de
los santos difamadores menos escrupuloso, falsificador de documentos,
ladró n eclesiá stico, intrigante, denunciante, Jeró nimo asegura que todaví a
: en su tiempo, en el siglo v, se podí an ver estas huellas de Jesú s. Y Beda el
Venerable, un historiador y naturalista tan desapasionado «que sus obras
sobre estas ciencias siguen siendo hoy objeto de admiració n» (Salvator
Maschek, capuchino), atestigua la existencia de estas huellas de Cristo to-
daví a en el siglo vm. (No en balde Beda se convirtió en el «maestro de la
Edad Media» y, segú n el arzobispo de Canterbury, con motivo del duodé -
cimo centenario del santo, en 1934, nos sigue mostrando «la unió n entre
fe y ciencia», como demuestra el testimonio de Beda sobre las huellas de
los pies. ) Desde luego un milagro impresionante teniendo en cuenta que
cada peregrino de Jerusalé n se llevaba algo de la tierra que el Señ or habí a
tocado por ú ltima vez antes de su regreso.
Con las huellas de los pies sucedió lo mismo que con las partí culas de
la cruz. 49
El suelo de «Tierra Santa» gozaba de gran aprecio, como atestigua una
cró nica de Agustí n. ¡ El señ or Hesperio de Hipona habí a recibido algo de
tierra de la tumba de Cristo y la tení a en su dormitorio para ahuyentar
el mal! Despué s, no obstante, un dormitorio no le pareció (a é l o segura-
mente a su obispo) un lugar suficientemente venerable, de modo que, con
la autorizació n del mitrado, aquella tierra fue inhumada y sobre aquel sue-
lo se edificó una capilla. Pronto se llevaron los cristianos tanta tierra de
Jerusalé n que se llegó a la conclusió n que el monte de los Olivos se irí a
reduciendo paulatinamente. En realidad lo que se reducí a era otra cosa,
pero en eso no pensaban los cristianos. 50
No só lo habí a é ste sino muchos otros lugares de peregrinaje y su nú -
mero crecí a constantemente. Los fieles piadosos buscaban «fijar la loca-
lizació n exacta» de todos los episodios bí blicos en Palestina y su entorno
«aunque no hubiera ninguna tradició n antigua, y la fantasí a del pueblo
creyente lo aceptaba complaciente» (Kó tting). Dicho de otra forma: lo mis-
mo que en la «Ciudad Santa», tambié n en «Tierra Santa» se falsificaba, y
cuanto má s mejor. Naturalmente, mucho menos por la «fantasí a del pue-
blo» que por la del clero. Los obispos, los sacerdotes y los monjes eran
los que solí an guiar -y capitanear- las peregrinaciones; lo ú ltimo de ma-
nera constante. 51
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