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La mayoría de las actas de mártires están falsificadas, pero todas ellas se consideraron como documentos históricos totalmente válidos




Los cristianos falsificaron primero, a partir del siglo u, los edictos
de tolerancia del emperador: como por ejemplo el de Antonino Pí o (ha-
cia 180), o un escrito de Marco Aurelio al Senado en el que el emperador
atestigua la salvació n de las tropas romanas de la sed gracias a los cristia-
nos. Falsificaron tambié n una epí stola del procó nsul Tiberiano a Trajano
con la presunta orden imperial de finalizar la sangrienta persecució n; se
falsifica un edicto de Nerva que revoca las duras medidas de Domiciano
contra el apó stol Juan. En efecto, el propio Domiciano, informa el histo-
riador de la Iglesia Eusebio (apoyá ndose en el cristiano oriental Hegesi-
po, el autor de los cinco libros de Recuerdos}, el propio Domiciano, des-
pué s de haber encarcelado a «los parientes del Señ or» como sucesores de
David, los puso en libertad y ordenó «cesar la persecució n de la Igle-
sia». 282

Si los cristianos comenzaron falsificando documentos para que el em-
perador les exonerara, cuando habí an pasado las persecuciones y ellos
mismos, lo que es peor, comenzaron a perseguir a los paganos, acabaron
falsificando documentos para inculpar a los soberanos paganos; falsifica-
ron en serie, por un lado un gran nú mero de edictos y cartas anticristia-
nos de los soberanos y có nsules (especialmente a finales del siglo m), su-
puestos documentos que se encuentran en su mayor parte entre las actas
de martirios no histó ricas, y por otro lado infinidad de martirios. Los cris-


tianos que aparecen como testigos de falsas pasiones y biografí as son in-
contables. 283

Ya la primera de las presuntas persecuciones bajo Neró n, que hicieron
de este emperador durante dos milenios un monstruo sin igual para los
cristianos, no fue una persecució n contra los cristianos sino un proceso
por incendio provocado. Incluso los historiadores Tá cito y Suetonio, hos-
tiles a Neró n, juzgaron el proceso de justo y razonable; «no se puso en
discusió n la cristiandad», escribe el teó logo evangé lico Cari Schneider.
Y tambié n la historia del cristianismo del teó logo cató lico Michel Clé ve-
not establece «que ni Neró n, ni la policí a ni los romanos debieron saber
que se trataba de cristianos. Se moví an todaví a demasiado en la oscuri-
dad y su nú mero era todaví a demasiado pequeñ o como para que sus eje-
cuciones hubieran constituido un motivo de interé s pú blico [.., ]». 284

Pero puesto que la ló gica de los teó logos cató licos rara vez es brillan-
te, Clé venot finaliza su capí tulo sobre el incendio de Roma en julio del
añ o 64, no sin haber registrado primero la «sorprendentemente» buena
memoria del emperador Neró n entre los romanos: entre los cristianos se
le sigue considerando un loco sanguinario. Y esto serí a «quizá (! ) la me-
jor demostració n de que los cristianos fueron realmente las ví ctimas de la
horrible masacre de julio del añ o 64». 285

Resulta significativo que los motivos religiosos no desempeñ aran en
el proceso ningú n papel, o a lo sumo uno muy accesorio. Significativa-
mente, Neró n se limitó a los cristianos de Roma. Aunque má s tarde se
falsificaron las actas para localizar má rtires en otros lugares de Italia y en
las Galias, segú n el teó logo cató lico Ehrhard: «Todas estas actas de mar-
tirio carecen de valor histó rico». 286

La tolerancia de los romanos en cuestiones religiosas era por lo gene-
ral grande. La tení an frente a los judí os, garantizando su libertad de cul-
to, e incluso despué s de las guerras sostenidas con ellos no les obligaron
a adorar los dioses del estado y les liberaron de las ofrendas obligatorias a
los emperadores. Hasta comienzos del siglo m, el odio contra los cris-
tianos, que se consideraban exclusivos, que con toda humildad (! ) se
creí an especiales, como «Dios de Israel», «pueblo elegido», «pueblo san-
to», que se sentí an la «parte dorada», procedí a sobre todo del pueblo.
Durante mucho tiempo los emperadores se imaginaron demasiado fuer-
tes frente a esta oscura secta como para intervenir seriamente. «Evita-
ban siempre que era posible» los procesos contra cristianos (Eduard
Schwartz). Durante doscientos añ os no les sometieron a ninguna «perse-
cució n». El emperador Có modo tení a una favorita cristiana. En Nicome-
dia, la principal iglesia cristiana estaba enfrente de la residencia de Dio-
cleciano. Tambié n su preceptor de retó rica, el Padre de la Iglesia Lactan-
cio, permaneció a salvo en las proximidades del soberano durante las
persecuciones má s duras contra los cristianos. Lactancio no hubo de pre-


sentarse ante los tribunales ni fue a la cá rcel. Casi todo el mundo conocí a
a los cristianos, pero no gustaban mancharse las manos persiguié ndoles.
Cuando era necesario porque el pueblo pagano estaba furioso, los funcio-
narios hací an todo lo posible para volver a liberar a los encarcelados. Los
cristianos só lo tení an que renunciar a su fe -y lo hací an masivamente, era
la regla general- y nadie les volví a a molestar. Durante la persecució n
má s intensa, la de Diocleciano, el estado ú nicamente exigí a el cumpli-
miento de la ofrenda de sacrificios que la ley imponí a a todos los ciuda-
danos. Só lo se castigaba el incumplimiento, pero en ningú n caso la prá c-
tica de la religió n cristiana. Incluso durante la persecució n de Dioclecia-
no, las iglesias pudieron disponer de sus bienes. 287

Hasta el emperador Decio, en el añ o 250, no puede hablarse de una
persecució n general y planificada de los cristianos. En aquella é poca mu-
rió el primer obispo romano ví ctima de una persecució n, Fabiano, y
murió en prisió n; no pesaba sobre é l ninguna condena a muerte. Pero
hasta esa fecha, la Iglesia antigua señ alaba ya como «má rtires» a once de
los diecisiete obispos romanos, ¡ aunque ninguno de ellos habí a sido má r-
tir! Durante doscientos añ os habí a residido lado a lado con los emperado-
res. Y a pesar de eso, por parte cató lica se sigue todaví a mintiendo -con
imprimá tur eclesiá stico (y dedicatoria: «A la amada madre de Dios»)- a
mediados del siglo xx: «La mayorí a de los papas de aquel tiempo murie-
ron como má rtires» (Rü ger).

El «papa» Comelio, que falleció en paz el 253 en Civitavecchia, apa-
rece como decapitado en las actas de los má rtires. Igualmente está n falsi-
ficadas las que hacen al obispo romano Esteban I (254-257) ví ctima de
las persecuciones de Valeriano. El papa san Eutiquiano (275-283) incluso
enterró «con sus propias manos» a 342 má rtires, antes de seguirles é l
mismo. La apostasí a de varios papas a comienzos del siglo iv intentó ta-
parse asimismo falsificando los documentos. El Lí ber Pontificalis, la lis-
ta oficial del papado, señ ala que el obispo romano Marcelino (296-304),
que habí a hecho sacrificios a los dioses y habí a entregado los libros
«sagrados», pronto se arrepintió y murió martirizado, una completa falsi-
ficació n. En el martirologio romano, un papa tras otro van ciñ é ndose la
corona del martirio, casi todo puro engañ o. (Curiosamente, hasta finales
del siglo ni no se inicia en Roma el culto a los má rtires. )288

Pero precisamente los obispos -cuyo martirio se consideraba natural-
mente «algo especial» frente al de los cristianos corrientes, elevá ndolo
hasta el má s allá - muy raras veces fueron má rtires. Huyeron en masa, a
veces de un paí s a otro, hasta los lí mites del Imperio romano, natural-
mente por mandato de Dios y sin olvidar enviar desde lugar seguro cartas
de apoyo a los fieles de menor grado encarcelados. ¡ En la antigua Iglesia
esto era tan conocido que incluso en numerosos relatos de má rtires falsí -
ficados
hay pocos obispos que figuren como má rtires! (El patriarca de


Alejandrí a, Dionisio, tení a tanta prisa cuando estalló un pogrom local
que huyó a lomos de una caballerí a desprovista de silla; con razó n lleva
el apodo de «el Grande». )289

Pero la prá ctica totalidad de los «santos» de los primeros siglos fue-
ron declarados con posterioridad «má rtires», «incluso aunque hubieran
muerto en paz. Cualquiera digno de veneració n de la é poca de Constanti-
no tení a que ser má rtir» (Kó tting). Por eso, «muy pocas» de las Acta
Martyrum
son «verdaderas o se basan en material documental verdade-
ro» (Syme). Y sobre todo a partir del siglo iv los cristianos cató licos te-
ní an actas y relatos de má rtires que les parecí an falsificados por los «he-
rejes», por lo cual los «purificaron» mediante contrafalsificaciones. Aun-
que admití an los milagros de los apó stoles que se relataban, no querí an
considerar vá lidas las «doctrinas falsas» que les acompañ aban. De este
modo, falsificadores ortodoxos como el Pseudo-Melitó n, el Pseudo-Jeró -
nimo, el Pseudo-Abdí as y otros, proporcionaron contrafalsificaciones. 290

Las «actas de má rtires» cristianas no retrocedí an ante ninguna exage-
ració n, ninguna falta a la verdad, ninguna cursilerí a.

Puesto que la Iglesia no hizo uso alguno del martirio de la mujer del
apó stol y primer papa, san Pedro, que transmitió un Padre de la Iglesia,
se considera como primera má rtir a santa Tecla, aunque se dice que esca-
pó del martirio por un milagro.

Pero la martirologí a cató lica está estrictamente documentada con el
martirio de Policarpo, conocié ndose incluso la hora de su muerte, algo
casi ú nico en la literatura protocristiana. Sin embargo, se desconoce la
fecha; no se sabe tampoco si fue bajo Marco Aurelio o con Antonino Pí o.
En este testimonio ocular de la muerte de un má rtir cristiano, el texto
má s antiguo, un texto en el que sin embargo se falsifica al comienzo, al
final y por en medio, en el que hay revisiones e interpolaciones, un añ a-
dido preeusebiano y otro posteusebiano y un anexo falso, el santo obispo
conoce con antelació n el tipo de su muerte. Al entrar en el estadio le ani-
ma una voz procedente del cielo: «¡ Mantente firme, Policarpo! ». No se
quema en la hoguera, a la que «especialmente los judí os» arrojan leñ a,
todas las llamas arden en vano. El verdugo debe entonces rematarle, apa-
gando su sangre el fuego y saliendo de la herida una paloma, que asciende
al cielo... Estas actas «surgieron poco a poco y de modo fragmentario»
(Kraft). Todaví a en el siglo xx en el Lexikonfü r Theologie und Kirche
cató lico este relato brilla como «el testimonio má s valioso para la adora-
ció n cató lica de los santos y las reliquias». Aú n hoy se sigue venerando
al valiente má rtir que, por lo demá s, como corresponde a un obispo, con
anterioridad habí a huido varias veces y habí a cambiado de escondrijo:

las Iglesias bizantina y siria lo festejan el 23 de febrero, los melquitas
el 25 y los cató licos el 26 de enero, y sigue actuando como «patró n con-
tra el dolor de oí dos». 291


Echemos só lo un vistazo, a modo de ejemplo, a las Actas de los má r-
tires persas.

Los cristianos se dirigen en masa hacia su ejecució n «cantando los
salmos de David». Sonrí en mientras que el verdugo levanta la espada.
Se les arrancan todos los dientes y se les muelen todos los huesos. Se
compran a propó sito nuevos lá tigos para hacerles papilla. Se les golpea
hasta que son só lo una tumefacció n. Se les rompen las articulaciones, se
les desuella desde la cabeza a los pies, se les corta lentamente desde la
mitad de la nuca hasta el crá neo, se les cortan la nariz y las orejas, se les
clavan agujas ardientes en los ojos, se les lapida, se les corta con una
sierra, se les deja morir de hambre hasta que la piel se les cae de los hue-
sos. Una vez se hace que 16 elefantes pisen a los hé roes... Pero sea lo
que sea, soportan casi todo durante un tiempo sorprendentemente lar-
go y con buen á nimo, por así decirlo, con alegrí a. Despedazados, siendo
só lo sangre y carne desmenuzada, lanzan los discursos má s edificantes.
Gritan de alegrí a: «Mi corazó n se alegra en el Señ or y mi alma se rego-
cija en su bienaventuranza». O bien reconocen: «Este sufrimiento es só lo
alivio». 292

Mar Jacobo, el despedazado, despué s de que le han arrancado los diez
dedos de las manos y tres de los pies, sonriendo hace profundas compa-
raciones: «Tercer dedo del pie, sigue tú tambié n a tus compañ eros y no te
preocupes. Pues lo mismo que el trigo que cae a la tierra y en primavera
hace crecer a sus compañ eros, tambié n tú te reunirá s en un instante con
tus compañ eros el dí a de la resurrecció n». ¿ No está esto bien dicho? Pero
despué s de caer el quinto dedo del pie, clama venganza: «Oh Dios, dirige
mi castigo y haz caer mi venganza sobre el pueblo despiadado». 293

Pero a menudo estos santos se vuelven groseros e insultan a sus im-
pí os torturadores o jueces segú n todas las reglas de la religió n del amor;

les auguran «rechinar de dientes para la eternidad», les insultan lla-
má ndoles «impuros, sucios, lamedores de sangre», «cuervos impú dicos,
que se posan sobre cadá veres», «una serpiente de encantador sedienta de
morder», «verdes» de odio «como una mala ví bora», un lascivo que bus-
ca «mujeres en el dormitorio», un «perro impuro». El santo Aitillá há
apostrofa a su verdugo: «Realmente eres un animal irracional». Y san
José no piensa precisamente en amar a su enemigo, en ofrecerle la otra
mejilla, o no, muy acertadamente se dice: «José se llenó la boca de saliva
y de pronto le escupió en toda la cara y dijo: " Tú, impuro y manchado, no
te avergü enzas [... ]" ». 294

Despué s de que a Mar Jacobo le hubieran cortado uno o a uno todos
los dedos de las manos y de los pies, acompañ ado cada vez por una sen-
tencia noble o venenosa contra «los lobos carniceros», sigue firme en la
fe y dispuesto a la tortura. «¿ Por qué ganduleá is? -pregunta impaciente-.
Que no perdonen vuestros ojos. Pues mi corazó n se regocija en el Señ or


y mi alma se eleva hacia é l, que ama a los mortificados. » Así, tras los
diez dedos de las manos y de los pies, los ayudantes del verdugo cortan
de manera sistemá tica y con rechinar de dientes nuevos miembros, y con
cada uno de los que cae, el santo varó n hace comentarios con una sen-
tencia piadosa. Tras perder el pie derecho dice: «" Cada miembro que me
cortá is será un sacrificio al rey de los cielos. " Le cortan el pie izquierdo y
dijo: " Escú chame, oh Señ or, pues Tú eres bueno y grande es Tu bondad
para todos los que Te llaman". Le cortan la mano derecha y grita: " La
gracia de Dios fue grande conmigo; libera mi alma del profundo reino de
los muertos". Le cortan la mano izquierda y dijo: " Mira, hiciste milagros
con los muertos". Se acercaron y le cortaron el brazo derecho y é l volvió
a hablar: " Quiero alabar al Señ or en mi vida y cantar himnos de alaban-
za a mi Dios mientras yo exista. Que le agrade mi alabanza; quiero ale-
grarme en el Señ or" ».

Los perversos paganos le cortan el brazo izquierdo, arrancan la pierna
derecha de la rodilla... y finalmente «el glorioso» queda reducido a «ca-
beza, tó rax y abdomen»; entonces reflexiona brevemente sobre la situa-
ció n y abre «de nuevo la boca» para contar a Dios en un breve discurso
-ya es osadí a en estado tan reducido- todo lo que al final ha perdido por
É l: «Señ or, Dios, misericordioso y compasivo. Te ruego, escucha mi ora-
ció n y atiende mis sú plicas. Aquí estoy sin mis miembros; estoy aquí por
la mitad y permanezco callado. Nada tengo, Señ or, no tengo dedos para
implorarte; ni los perseguidores me han dejado manos para extenderlas
hacia Ti. Los pies me los han cortado; las rodillas me las han arrancado;

los brazos se han desprendido; las piernas está n cortadas. Aquí estoy ante
Ti como una casa destruida, de la que só lo queda una corona de tejas. Te
suplico. Señ or, Dios [... ]», etc.

Y por la noche los cristianos robaron el cadá ver, o mejor dicho, «re-
cogieron los veintiocho miembros cortados» y el resto y entonces cayó
fuego del cielo, «lamió la sangre de la paja [... ] hasta que los miembros
del santo enrojecieron y se pusieron como una rosa madura». 295

¡ Actas de má rtires!

Siguiendo estas muestras pudieron morir tantos hé roes cristianos
como se quiera.

Comparemos el martirio de Mar Jacobo en Persia con el de san Arca-
dio en el norte de Á frica (recogido tambié n en el martirologio romano),
al que todaví a hoy honra la Iglesia cató lica el 12 de enero. 296

Lo mismo que san Jacobo, san Arcadio es hé roe y cristiano desde la
coronilla a la planta de los pies, o sea, literalmente inquebrantable. Con-
frontado finalmente con los instrumentos de tormento por el có nsul ra-
bioso, só lo se mofa: «¿ Ordenas que tengo que desnudarme? ». Y la sen-
tencia de cortarle lentamente un miembro tras otro la escucha con «á nimo
alegre». «Ahora se precipitan sobre é l los verdugos y le cortan las articu-


laciones de los dedos, de los brazos y de los hombros, y desmenuzan los
dedos de los pies, los pies y las piernas. El má rtir ofrecí a voluntariamen-
te un miembro tras otro [... ] nadando en su sangre rezaba en voz alta:

" ¡ Señ or, Dios mí o! Todos estos miembros me los has dado, todos te los
ofrezco [.,. ]" », etc. Y todos los presentes nadan en lá grimas lo mismo
que hace el santo en sangre. Incluso los verdugos maldicen el dí a en que
nacieron. Só lo el perverso có nsul pagano permanece imperté rrito.
«Cuando al santo confesor le habí an cortado todos los miembros meno-
res, ordenó arrancar tambié n del cuerpo todos los mayores con hachas
romas, de modo que no quedó má s que el tronco. El santo Arcadio, toda-
ví a vivo (! ) ofreció a Dios sus miembros desperdigados y gritó: " ¡ Felices
miembros! " », tras lo cual -como se ha dicho, «nada má s que con el tron-
co»- siguió un ardiente sermó n religioso a los paganos...

El editor de la gigantesca obra cató lica citada, que en el pró logo ase-
gura que só lo desea «ofrecer hechos fundados en lugar (! ) de las llama-
das leyendas», «só lo hechos verdaderos y probados histó ricamente»,
ofrece en esta obra infinidad de historias espeluznantes. 297

Ya partir de tan horribles ramplonerí as, todaví a en el siglo xx -con
mú ltiple autorizació n de la superioridad- el gobierno de las almas cató li-
co extrae la «doctrina» con las palabras de san Arcadio: «¡ Morir por É l
es vivir! ¡ Sufrir por É l es la mayor alegrí a! Soporta, ¡ oh Cristo!, las pena-
lidades y adversidades de esta vida y no dejes que nada te desví e del ser-
vicio a Dios. El cielo bien vale por todo». 298

Volvamos brevemente a las Actas de los má rtires persas.

Para quien no le sea suficiente maravilla ni el martirio de Mar Jacobo:

suceden ademá s grandes cosas naturales o sobrenaturales. A un cristiano
que debe y quiere matar a otro cristiano, la «fuerza de Dios» le levanta
por dos veces y casi le arroja al suelo; tres horas queda como muerto. Al
santo Narsé no le pudieron cortar la cabeza, perseverante, ni con diecio-
cho espadas; despué s lo hizo un cuchillo. Y allí donde estos hé roes mue-
ren, ya que deben morir, «a menudo por la noche [... 1 ejé rcitos de á ngeles
ascienden y descienden [... ]». Y en efecto, no hay duda, incluso unos
pastores paganos vieron que «tres noches estuvieron flotando por encima
del lugar de la muerte ejé rcitos de á ngeles y alababan a Dios». 299

¡ Actas de má rtires!

Só lo queda por decir que no se trata de leyendas piadosas, sino de ac-
tas, de relatos histó ricos; que ademá s estos documentos recalcan expresa-
mente los «apuntes correctos»; que escriben: «La historia exacta de aque-
llos que fueron antes que nosotros la hemos anotado de labios de ancianos
y solventes obispos y sacerdotes amantes de la verdad. É stos lo vieron
con sus propios ojos y vivieron en sus dí as». 300

Resulta evidente que los cristianos daban testimonio de su fe con su
sangre en grupos cada vez mayores, que en tales cantidades y de modo


tan heroico morí an que los verdugos acababan agotados de las matanzas.
En una ocasió n mueren con su obispo diecisé is, en otra ciento veintiocho
má rtires; despué s ciento once hombres y nueve mujeres, despué s dos-
cientos setenta y cinco, despué s ocho mil novecientos cuarenta, despué s
ya no se les puede ni contar puesto que «su nú mero es superior a varios

miles». 301

En realidad hubo muchos menos má rtires cristianos de lo que se quiso
hacer creer al mundo en el curso de los siglos. Algunos de los verdaderos
desaparecieron sin dejar rastro, se arrojaron sus cenizas a los rí os o se
dispersaron por el viento. Habí a amplias regiones en las que los má rtires
eran escasos o nulos, y al comenzarse a poner reliquias en los altares se
organizaron peregrinaciones a lugares lejanos y se llevaron a cabo peno-
sos traslados, si es que realmente se hicieron. Los restos de má rtires co-
nocidos alcanzaron una elevada cotizació n, pero es que la demanda era
desmesurada, demanda de trozos de muchos má rtires, tambié n grandes
cantidades, trozos de má rtires, se conocieran o no sus nombres.

Gozaron de especial predilecció n los má rtires en grupo: los 18 de Za-
ragoza, los 40 de Sebaste, todos los «siervos de armas», los 70 compañ e-
ros del monje santo Atanasio, a los que se ahogó en un rí o, los 99 ejecu-
tados con san Nicó n en Cesá rea/Palestina, los 128 que murieron con el
santo obispo Sadoth bajo el rey persa Sapur; las cerca de dos docenas de
obispos y 250 clé rigos que alcanzaron el martirio asimismo en Persia, los
200 hombres y 70 mujeres que sufrieron heroico martirio bajo Dioclecia-
no en la isla de Palmaria, los 300 suicidas que se inventó Prudencio (el
autor cristiano má s admirado y leí do en la Edad Media), que al parecer,
para no ser sacrificados bajo Valeriano, se arrojaron a una fosa de cal
viva, los -má s historias de falsedad- 1. 525 santos má rtires de Umbrí a, la
legió n tebana, no menos de 6. 600 hombres que al parecer fueron martiri-
zados en Suiza (probablemente ellos solos má s que todos los má rtires
cristianos que hubo en toda la Antigü edad), los miles de má rtires que el
emperador Diocleciano hizo quemar vivos en una iglesia porque se nega-
ban a la «ofrenda a los í dolos», calculados «los dí as santos de Navidad»
y en los «oficios divinos [... ]» (martirologio romano), ademá s de los
10. 000 cristianos crucificados en el monte Ararat o los 24. 000 compañ e-
ros cató licos de san Pappo, que bajo Licinio murieron por Cristo en An-
tioquí a en cinco dí as sobre una ú nica roca. Despué s dejan de mencionar-
se hasta las cifras, hablá ndose de «innumerables» má rtires, se señ ala de
modo estereotipado la muerte «de muchos santos má rtires» o se hace
gala de que «casi todo el rebañ o» siguió a su obispo hacia la muerte, o se
relata «el sufrimiento de muchas mujeres santas, que [... 1 por amor a la fe
cristiana fueron martirizadas del modo má s cruel y muertas» (martirolo-
gio romano o «Registro de todos los cristianos coronados con la santidad
y la muerte en martirio, cuya vida, actos y muerte heroica la Iglesia cató -


lica romana ha recopilado de las fuentes má s seguras y que registra y
conserva para su eterna memoria conmemorativa. Con resú menes añ a-
didos de los momentos culminantes de sus vidas, motivo de su conver-
sió n, sus actos y su dolorosa muerte»). Es comprensible que muy a me-
nudo la reliquias se designaran con la fó rmula: «cuyo nombre Dios co-
noce». 302

Aunque la cifra de má rtires cristianos en los tres primeros siglos pudo
calcularse en 1. 500 (una cifra ciertamente problemá tica), aunque de los
presuntos 250 má rtires griegos en 250 añ os só lo 20 tienen evidencia his-
tó rica, aunque só lo se conserva noticia escrita de un par de docenas de
má rtires y aunque el mayor teó logo de la é poca preconstantí nica, Orí ge-
nes, que en tantos aspectos infunde respeto, dice que el nú mero de má rti-
res cristianos es «pequeñ o y fá cil de contar», en 1959, el teó logo cató lico
Stockmeier sigue escribiendo: «Durante tres siglos se les persiguió hasta
la muerte [... ]»; igualmente a mediados del siglo xx escribe el jesuí ta
Hertiing: «Es forzoso suponer un nú mero de seis cifras». ¿ Es realmente
forzoso? ¿ Por qué? É l mismo lo dice: «El historiador que analiza crí tica-
mente las fuentes y quiere relatar las cosas como han sido, corre constan-
temente el peligro de herir piadosos sentimientos. Si es que no llega al
resultado que fueron millones de má rtires [... ]». 303

Pero la Iglesia no só lo ha exagerado criminalmente el nú mero de má r-
tires, sino tambié n su descripció n. Todaví a a mediados del siglo xx el
cató lico Johannes Schuck se jacta (con doble imprimá tur), como si conti-
nuara la historia de la Iglesia de Eusebio del siglo iv: «¡ Fue una lucha!
Por un lado las bestias del circo, la fogata que quema los miembros pal-
pitantes, la tortura, la cruz y todos los tormentos que parecí an salir del
infierno como una sucia alcantarilla; por el otro lado la fuerza inquebran-
table con la que los cristianos hací an frente a todo el mundo, indefensos
y a pesar de ellos con una ayuda contra la que cualquier tormenta se des-
hací a, aunque llevara una furia incontenible, seres humanos con un pie
todaví a en la Tierra oscura pero con el corazó n ya bajo los primeros res-
plandores de la eternidad [... ]». 304

El propio Schuck se regocija de que las persecuciones tan crueles
contra los cristianos «por contradictorio que parezca, produjeron un gran
beneficio al reino de Dios», que «la Iglesia só lo ganó », «hasta el cielo» y
«tambié n ampliamente en el mundo». Si bien «la sangre de sus má rtires»
privó «a la Iglesia de sus almas má s valiosas», é stos, que eran los mejo-
res, «pasaron al redil del Señ or por la fe y el á nimo de sacrificio, el amor
y la hidalguí a de los cristianos [... ]». 305

Y con una marea de falsificaciones.

Falsificaciones de este tipo las hubo tambié n en otro campo bien dis-
tinto, aunque interdependiente, el de la polí tica eclesiá stica. Lo mismo
que para acrecentar la fe se crearon actas de má rtires falsas, para aumen-


tar el poder clerical se hiceron catá logos falsos de obispos. Es decir, poco
a poco se atribuyó un origen apostó lico a todas las sedes episcopales.

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