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Los mártires lo eclipsan todo




Los milagros má s audaces los hicieron en la Iglesia preconstantiniana
los má rtires. Aunque la mayorí a de las actas está n falsificadas, se consi-
deraron en su totalidad como valiosos documentos histó ricos. El paso a
las puras leyendas y novelas de má rtires, en el que triunfa «la ausencia
total de sentido histó rico» (Lucio), fue casi natural, por maravilloso que
fuera. Suenan voces en el cielo, surgen palomas de la sangre de los má r-
tires, animales salvajes que mueren por la oració n de los piadosos hé roes
o que rompen sus cadenas. Imá genes de í dolos o templos enteros que se
derrumban. San Lorenzo, casi asado en la parrilla, filosofa resignada-
mente sobre la Roma pagana y cristiana. Medio carbonizados, otros can-
tan alegremente encendidos discursos evangeí izadores. El má rtir Roma-
no, cuya festividad sigue celebrando la Iglesia el 9 de agosto, ataca en
260 versos al paganismo y despué s de que le han cortado la lengua, de-
clama todaví a otros 100. Para el antiguo catedrá tico de teologí a en Bonn,
Franz Joseph Peí ers, existe -con imprimá tur- «la completa confirma-
ció n», a travé s de «dos testigos oculares y auriculares», de que el rey de
los vá ndalos Heinrich -evidentemente, Hunerico- «en el añ o 483 hizo
que a los cató licos de Tipasa, en el norte de Á frica, les cortaran la mano
derecha y la lengua porque no querí an reconocer al obispo arriano. Gra-
cias a un milagro pudieron seguir hablando». 44

San Ponciano, martirizado bajo el emperador Antonino, anda descaí a
zo sobre carbones ardientes sin sufrir dañ o, inú tilmente se le tortura, inú -
tilmente se Í e arroja a los leones, inú tilmente se le vierte plomo incandes-
cente por encima. Lo que no se entiende es có mo una espada le mata.
A menudo se plantea la cuestió n de por qué los hé roes sobreviven a las
peores torturas y despué s mueren por un banal golpe de espada o por
simple estrangulamiento, como les sucedió al obispo san Eleuterio de Ili-
ria y a su madre Antia bajo el emperador Adriano.

Aunque algunos alcanzan la palma del martirio en un rí o, en una
fuente o en el mar, a veces con pesadas piedras al cuello o en un saco con
serpientes y perros; aunque mediante la muerte por hambre, «coronados»
en el patí bulo, empalados, crucificados, con las piernas rotas o asados


lentamente, «nacen» para el cielo; aunque, ahogados en pez ardiente,
quemados como una antorcha viviente o en el horno, despedazados por
animales salvajes, lapidados, cortados con una sierra o, como Quiricio,
un niñ o de tres añ os, estrellados contra los escalones del tribunal, alcan-
zan «la corona de la vida eterna»..., con mucho, la mayorí a mueren sim-
plemente decapitados. La decapitació n surte efecto casi siempre. Pero
queda pendiente la pregunta: ¿ por qué los perversos paganos prueban
con los cristianos modos de muerte tan inú tiles y por qué é stos sobrevi-
ven a los má s refinados y crueles martirios, pero prá cticamente nunca a
la primitiva decapitació n? 45

Milagro sobre milagro de todos modos.

Los hé roes cristianos, por má s que esté n dispuestos a la muerte para
recibir el premio, el má s grande, el reino de los cielos, a menudo tardan
mucho en morir, no só lo se salvan del fuego corriente, como Apolonio,
Filemó n e infinidad de otros má s, sino que incluso sobreviven al hor-
no, sin recibir dañ o, se entiende, como por ejemplo san Neó fito. (¿ Por
qué no, si en las «Sagradas Escrituras» Daniel y sus compañ eros sobrevi-
ven sin dañ os a un homo incandescente, calentado «siete veces má s» de
lo normal? Si los «apó crifos» exageran, tambié n la Biblia. ) El monje san
Benito soporta incó lume el procedimiento del horno durante toda una no-
che. Y san Luciliano, un antiguo «sacerdote de los í dolos», se libra de la
chimenea ardiente junto con cuatro niñ os, si bien porque rompió a llover.
A la mayorí a de estos má rtires les maltratan primero a muerte, aunque a
menudo sin resultado. Siempre aparecen á ngeles -hay muchos- que ayu-
dando a los má rtires parecen haber encontrado una misió n en la vida.
Al sacerdote san Fé lix incluso un á ngel le libera una noche. (¿ Por qué no,
si en el Nuevo Testamento un á ngel les abre por la noche a los apó stoles
la puerta de la prisió n? Si los «apó crifos» exageran, tambié n la Biblia. )
A san Eustaquio le sujeta un á ngel por un pie y despué s una paloma le
lleva al cielo «a la gloria de la alegrí a eterna». Con Esteban, el abad mal-
tratado, al menos en su muerte está n presentes los «santos á ngeles»; nada
menos que el papa Gregorio I Magno es testigo, y tambié n «otros má s lo
vieron». ¡ Quié n lo duda! El carcelero san Aproniano no vio á ngeles, no
todos pueden verlos, pero cuando sacaba a san Sisinio de la prisió n escu-
chó una vez procedente del cielo: «Venid, benditos de mi Padre [... ]»,
etc., tras lo cual cree y muere por el Señ or. É ste mismo sufre por así de-
cirlo la muerte del confesor, uno de los martirios má s increí bles, ocurrido
en Siria, el martirio «de una imagen de nuestro Salvador», que los judí os
crucifican y que vertió tanta sangre que las Iglesias de Orientey de Occi-
dente recibieron de ella una cantidad abundante. 46

Y naturalmente, todas las tentaciones se estrellan contra los hé roes
cristianos. Ninguno traiciona a su fe. Sea lo que sea lo que se les ofrece
nada les hace titubear, ninguna ventaja, regalos, honores. En vano un


juez ofreció a su propia hija en matrimonio. En vano hasta un emperador
promete a una cristiana casarse con ella, en vano la promete compartir el
poder y erigir columnas honorí ficas en todo el Imperio... 47

Los Padres de la Iglesia antiguos má s conocidos participaron descara-
damente en las repugnantes exageraciones de estas leyendas de hé roes.
Todo el octavo libro de la historia de la Iglesia de Eusebio está lleno de
ellas. En una pá gina se relata la inimaginable maldad de los «servidores
del demonio» ultrajadores de los cristianos, en la otra de las proezas de
los «verdaderamente maravillosos luchadores», se habla de todo esto,
«fuego, espada, clavado, animales salvajes, profundidades del mar, corte
de miembros, hierros candentes, sacar y arrancar los ojos, mutilaciones
en todo el cuerpo [... I». El obispo Eusebio encadena las mentiras de «in-
numerables» ví ctimas «junto a niñ os pequeñ os», con todo tipo de deta-
lles increí bles: «Y cuando las bestias se disponí an a saltar sobre ellos,
se desviaban, como empujadas por una fuerza divina, repitié ndose esto
constantemente [... ]». «En efecto, daban gritos de jú bilo y cantaban can-
ciones de alabanza y agradecimiento al Dios del Universo hasta su ú lti-
mo aliento», «imposible expresar en palabras el nú mero y la talla de los
má rtires de Dios». Al comienzo reconoce que «supera nuestras fuerzas»
describir «de manera digna» todo esto. Y bien verdad que es. 48

Dicho sea de paso, Eusebio no sufrió una muerte heroica. En efecto,
sus adversarios cristianos le echaban en cara que habí a prometido ser sa-
crificado en la persecució n, o al menos sufrir; quizá una calumnia. Pero
el gran ensalzador de los má rtires, cuando se sintió en peligro desapare-
ció e incluso sobrevivió incó lume a la gran persecució n de los cristianos
de Diocleciano. Tantas decenas de miles de má rtires como ha alabado e
inventado y é l, el «padre de la historia de la Iglesia», no se cuenta entre
ellos. ¿ Y por qué tení a que serlo? Ni un só lo obispo de Palestina sufrió la
muerte en martirio. 49

Segú n el Padre de la Iglesia Efré n, el furioso antisemita, segú n el Pa-
dre de la Iglesia Gregorio Nacianceno y segú n muchos otros, los má rtires
no experimentaron ningú n sufrimiento. Segú n los Padres de la Iglesia
Basilio y Agustí n, la tortura les proporcionaba placer. El Padre de la Igle-
sia Crisó stomo escribe que caminaban sobre carbones incandescentes
como si fueran rosas y se arrojaban al fuego como si fuera un bañ o re-
frescante. Prudencio, el mayor de los poetas protocristianos de Occiden-
te, admirado má s que ningú n otro en la Edad Media, describe el martirio
de un niñ o apenas destetado, que soportó sonriente los latigazos que des-
trozaban su cuerpecillo. ¡ Por supuesto, no es la ú nica ví ctima casi lactan-
te de la fá bula glorificadora cató lica! De santa Iné s, poco mayor, escribe
el Padre de la Iglesia Ambrosio, el inspirado descubridor de tantos má rti-
res: «¿ Ofrecí a acaso el cuerpo delicado de la niñ a espacio para una he-
rida mortal? ». Para Ambrosio como para todos sus semejantes ningú n


milagro le resultaba suficientemente milagroso. «Incluso una burra habló
porque Dios querí a. » Por otro lado, todo esto queda eclipsado por el mar-
tirio de san Jorge, un milagro tan absurdo, tan desatinado, que tanto los
hombres de la Iglesia de Oriente como los de la de Occidente lo han sua-
vizado en «revisiones» para hacerlo má s creí ble. 50

Los santos no lo serí an si despué s de muertos no realizan milagros.
Así, el á rbol infructí fero en el que murió Papas tras crueles tormentos, da
fruto. La cabeza del monje Anastasio que, junto con su venerable efigie,
se enví a desde Persia a Roma, expulsa los malos espí ritus y cura las en-
fermedades simplemente con mirarla. Tambié n los jirones de la ropa de
san Abraham provocan milagrosas salvaciones, lo mismo la manta rota
sobre la que estaba Martí n de Tours. Del cuerpo de san Teodoro, un ma-
ravilloso exorcista, mana aceite que sana a los de salud enfermiza. El
agua de la fuente en la que san Isidoro fue gloriosamente «coronado»
cura a los enfermos, al menos «con frecuencia». Aunque son incontables
los que, como la virgen Iné s, «incluso en la tumba resplandecen con mú l-
tiples acciones de gracia». 51

Tambié n brillan las mujeres, sobre todo ví rgenes, naturalmente, y lla-
ma la atenció n la frecuencia con la que los cronistas de los cristianos re-
latan que los perversos paganos les cortan los pechos a las ví rgenes cató -
licas: a la santa virgen Á gata, a la santa virgen Macra, a la santa virgen
Febronia, a la santa virgen Engracia, a la santa má rtir Helconida, a la san-
ta Caliopa, etc. De la santa virgen Anastasia la Mayor el martirologio ro-
mano relata de manera grá fica: «En la persecució n de Valeriano, bajo el
protector Probus, Anastasia fue atada con cuerdas y cintas, atormentada
con latigazos en la espalda, fuego y golpes y, al perseverar firme en la fe
en Cristo, le cortaron los pechos, le arrancaron las uñ as, le rompieron los
dientes, le cortaron las manos y los pies y al final le separaron la cabeza
del tronco, y así corrió a reunirse con su divino esposo». Un final impre-
sionante, a decir verdad. Bajo Constancio el «hereje Macedonio», o sea,
H un cristiano, hace cortar sistemá ticamente los pechos a las «mujeres cre-
yentes» y quemarlas despué s con hierros incandescentes. Y aunque los
pechos no vuelven a crecer, como es frecuente, suceden sin embargo
otras cosas notables gracias a estas damas.

La santa virgen Iné s es arrojada al fuego, pero gracias a sus oraciones
é ste se apaga. La santa virgen Juliana rechaza al prefecto Evilasio como
marido y sobrevive tanto a las llamas del fuego como a un bañ o en agua
hirviendo. Tambié n santa Erotis supera, «inflamada del amor a Cristo»,
los rescoldos. Igualmente, las ví rgenes santa Á gape y santa Quionia, mar-
tirizadas bajo Diocleciano, sobreviven al fuego. La santa virgen Engracia
sobrevive a pesar de que le han cortado los pechos y arrancado el hí gado,
por no mencionar otros tormentos. Tambié n santa Helconida, que bajo
el emperador Gordiano fue sometida a mú ltiples suplicios, sobrevive a la

 

 


amputació n del pecho, a ser arrojada al fuego y a los animales salvajes,
hasta que finalmente muere bajo la espada. A la santa virgen Cristina,
casi despedazada, la salva un á ngel de un lago, permanece «ilesa» cinco
dí as en un homo ardiendo, sobrevive tambié n a serpientes venenosas y al
corte de la lengua, despué s de lo cual finaliza «el curso de su glorioso
martirio» (martirologio romano). 52

En la persecució n contra los cristianos en las Gallas, en el añ o 177,
bajo Aurelio -que segú n el historiador de la Iglesia Eusebio costó «dece-
nas de miles de má rtires», mientras que en el Lexikonfü r Theologie und
Kirche
só lo quedan ocho-, «los santos má rtires tuvieron que soportar su-
plicios que son superiores a cualquier descripció n» (Eusebio). 53

Destaca en especial por su fuerza santa Blandina (festividad el 2 de
junio), una delicada sirviente. Torturada desde la mañ ana a la noche, no
se debilita, pero sí el tropel de sus torturadores. Con todo el cuerpo des-
trozado, es arrojada a las fieras, azotada, asada y esto de tal manera que
al freí rse sus miembros, «estaban rodeados de un vapor de grasa». Des-
pué s de que la vuelven a azotar, arrojar a las fieras y asar, «abandona fi-
nalmente esta vida». 54

El historiador de la Iglesia cató lico Michel Clé venot aunque pone de
relieve que segú n las leyes vigentes en la é poca de Trajano «no se " persi-
guió " a los cristianos», sino que simplemente se detuvo a los acusados
(para é l, con razó n, una nueva prueba «si es que hiciera falta alguna má s,
de que las autoridades romanas no eran en modo alguno enemigas de los
cristianos»), habla no obstante de la «matanza de Lyon» y canta un largo
himno a santa Blandina. «Tú, Blandina, hermosa, pobre pequeñ a, ador-
nada con diplomas y honores por cultos magistrados, humanistas, lanza-
da como pasto de la estú pida crueldad de una masa desenfrenada, eres el
sí mbolo de todas las ví ctimas de esta espantosa razó n de estado [... ]. No
te preocupaste por tu cuerpo, Blandina, y no te compadeciste de tu alma.
Te entregaste entera, en cuerpo y alma, a este Jesú s [... ]. »55

De manera casi má s grandiosa que la santa se comportó el diá cono
Sanktus, al que torturaron con ella. Despué s de que practicaran en é l todo
tipo de suplicios, oprimieron las partes má s delicadas y sensibles de su
cuerpo con placas de hierro incandescentes, de modo que se convirtió
en una ú nica herida, totalmente destrozado, quemado, lleno de ú lce-
ras, enconamientos, sangre; dos dí as despué s se le volvió a torturar, se le
desgarró de nuevo, pero de la manera má s milagrosa todo volvió a curar-
se. Lozano, sano y fuerte se puso delante del suplicio. «¿ Quié nes fueron
los grandes en la Iglesia? Exclusivamente los má rtires» (Van der Meer,
cató lico). 56

A Sanktus, Blandina y sus compañ eros se les quemó y, segú n el testi-
monio del obispo san Gregorio de Tours, se arrojaron sus cenizas al Ró -
dano, donde de manera milagrosa -ya puede decirse- volvieron a encon-


trarse y se enterraron en Lyon. El cristiano má s famoso del lugar, san Ire-
neo, a comienzos de la persecució n todaví a en la ciudad, rá pidamente tuvo
que emprender camino a Roma en un viaje oficial, pero má s tarde se con-
virtió en má rtir..., sobre el papel. 57

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