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Visiones como enjambres de abejas




La autenticidad de las visiones las considera garantizadas el catolicis-
mo a travé s de las visiones del Antiguo y del Nuevo Testamento. Ade-
má s, en cuanto a visiones, revelaciones y contemplaciones en el cristia-
nismo, y hasta los tiempos modernos, no ha faltado de nada, ¡ por todos
lados! Por mucho que se hostilizaran unos contra otros, a menudo destro-
zá ndose, para el cielo era justo y se repartí a entre todos. Pero naturalmen-
te, las visiones del adversario no podí an ser auté nticas visiones. «Cuando
afirman algo nuevo -dice Tertuliano de los valentinianos-, llaman a su
impertinencia una revelació n y a su ocurrencia una gratificació n. » É sta
era, en efecto, la tá ctica de todos los cristianos. 85

Pablo tiene sus famosas visiones, segú n ejemplos precisos de la histo-
ria de la religió n, con paralelismos en Hornero, Só focles y Virgilio, pero
sobre todo con similitudes sorprendentes con Las Bacantes de Eurí pides
y en la leyenda de Heliodoro del Antiguo Testamento. A una conocida
profetisa montañ ista se le aparece Cristo, adornado con ropajes brillantes
y en forma de mujer, y deposita en ella «la sabidurí a». Al valentiniano
Marco se le presenta, asimismo con forma femenina, la suprema tetralo-
gí a surgiendo de lugares invisibles e innombrables y le revela, algo que
no ha mostrado antes a dioses ni a hombres, su propio ser y el origen del
universo. 86

En especial a los ascetas, las visiones les vení an como abejas de un
enjambre. La demente mortificació n con la que maltrataban el espí ritu y
el cuerpo, el ayuno permanente, la vigilia, el delirio visionario estimula-


do por la desnutrició n, todo ello en medio de una soledad a veces terrible,
les hace ya de entrada proclives a las «apariciones». Cuanto má s autotor-
mentos y luchas con los demonios, tantas má s alucinaciones, visiones y
audiciones y menos sentido para el resto del mundo.

San Antonio, tan asceta que ni se lava ni se bañ a tiene tal contacto
permanente con las fuerzas supraterrenales y subterrá neas, que percibe
las famosas «voces de arriba» como nosotros la radio, sin irritació n, pues
está «habituado a que le hablen de este modo». Y a las audiciones se añ a-
den visiones. Una vez, todo tipo de gentuza infame por el aire pone en
peligro su propia ascensió n al cielo. Otra vez ve có mo un terrible demo-
nio que llega hasta las nubes intenta detener a otras almas (aladas) que
ascienden; pero el diablo no puede «vencer a los que no le han escucha-
do». Mucho de la famosa y sospechosa vida de Antonio, de la pluma del
santo falsificador Atanasio -«una pieza de la literatura universal» (Staats),
«uno de los libros má s influyentes de todos los tiempos» (Momigliano),
probablemente el cuento de santos con mayor é xito-, reaparece en otras
vidas de santos, tambié n visionarios. Igual que por ejemplo Antonio ve
ascender al cielo el alma del monje Amun cuando é ste muere, lo mismo
el abad san Benito ve el alma de su hermana al morir, que asciende al cie-
lo en forma de una paloma. Aquella mamarrachada literaria del patriarca
de Alejandrí a se convirtió en el bestseller cristiano del siglo iv y embru-
teció a la humanidad como ninguna otra hasta la fecha. 87

Tambié n Pacomio, el fundador de los cenobios monacales, ve la as-
censió n a los cielos de un justo y el viaje al infierno de un pecador, cuya
alma (negra) arrastran dos á ngeles inmisericordes con ayuda de un gan-
cho que fijan a su boca, subié ndole despué s sobre un «corcel negro».
Aunque así de realista y dictatorial este fundador de ocho monasterios
para hombres y dos para mujeres, creador asimismo de una escuela de re-
glas monacales, era tambié n una «figura aquilina, que con sus alas espiri-
tuales volaba hacia lo má s alto», un hombre «que hablaba con los á nge-
les», una «experiencia estremecedora» (Nigg). Por doquier le provocan
Sataná s y sus acó litos. Aullan a su alrededor como perros, escucha las
conversaciones de los malos espí ritus, ve en alucinaciones tambié n a una
hija de Belcebú, una maravillosa mujer, y se le revelan el cielo y el in-
fierno con todos sus detalles magní ficos y terribles cada uno de ellos. En
resumen, todo lo que hay alrededor de Pacomio está lleno de diablos y
demomos, el aire, el desierto, e incluso la punta de los dedos de los poseí -
dos, pero sobre todo, naturalmente, su propia cabeza cristiana. Puesto que
mientras que el celebrado fundador de monasterios organiza sabiamente
y manda con dureza, al mismo tiempo le hierve el crá neo, al menos así
parece, de «metafí sica» y de visiones de á ngeles y de demonios. 88

Tambié n aparecen de vez en cuando los papas. Así, el papa san Fé -
lix III (483-492) se aparecerí a a su nieta santa Tarsila; al menos es lo que


cuenta el papa san Gregorio I Magno, biznieto de san Fé lix y a su vez,
como es fá cil de entender, un gran taumaturgo. Y era tambié n cotidiano
que los má rtires se mostraran a los peregrinos en sus tumbas. Agustí n
-en directa contradicció n con un sí nodo de la Iglesia norteafricana- está
convencido de la autenticidad de estos eventos y expone por escrito de
manera muy amplia sus posibilidades y tipos. 89

Marí a se aparece infinidad de veces, aunque por lo general en é pocas
posteriores, cuando los cató licos comenzaron a descubrirla por así decir-
lo. En el Nuevo Testamento só lo muy raras veces se la menciona, y siem-
pre sin una participació n especial. Su culto no está reconocido todaví a de
modo oficial en el siglo iv y es má s costumbre adorar a má rtires y ascetas
que a ella. Todaví a en el siglo v, en los tiempos de Agustí n, se descono-
cen las fiestas marianas en Á frica. Mientras que en todo el Imperio hay
cientos de iglesias dedicadas a los Santos, no hay todaví a ni una sola a
Marí a.

. Con todo, Marí a se presenta ya a Gregorio Taumaturgo, fallecido
en 270, aunque no es hasta finales del siglo iv cuando lo relata san Gre-
gorio de Nisa, uno de sus cuatro bió grafos. Una noche, mientras medita
en difí ciles problemas de fe, aparece ante é l un anciano: el evangelis-
ta Juan. Tranquiliza a Gregorio y señ ala hacia la otra esquina: allí está
santa Marí a, una mujer de majestad sobrehumana. Informa a Gregorio y
le explica todo perfectamente. «Despué s de una conversació n franca
y clara -relata el Padre de la Iglesia Gregorio de Nisa cien añ os des-
pué s-desapareció. »

Gregorio Taumaturgo era obispo de Neocesarea, donde, cuando se hizo
cargo de la sede, só lo habí a 17 cristianos y cuando murió, só lo 17 paga-
nos; es decir, hizo una ciudad cristiana de una pagana y seguramente con
ayuda de sus milagros, de donde recibió el sobrenombre. Los milagros
favorecen la evangelizació n. En una esquina el evangelista, en otra la san-
ta Virgen, entre ellos el taumaturgo, ¿ qué puede salir mal?

Ademá s, siempre que hay problemas hay tambié n visiones marianas,
que aunque, segú n un moderno teó logo, se caracterizan «porque en su
mayorí a se sustraen a los requisitos de un aná lisis crí tico, el hecho que
les da fe es que» -y esto lo recalca, para manifestar todo su cinismo-
«producen lo que anuncian». 90

Tambié n a san Martí n, ademá s del diablo y de todo tipo de espí ritus
malignos, se le persona Marí a repetidas veces. Martí n trató igualmente
con otras personalidades celestiales, con Pablo, Pedro, Iné s, Tecla. Su
bió grafo señ ala a este respecto que a muchos les puede parecer increí ble.
«Pero Cristo es mi testigo de que no miento. » Y el abad Schenute, un
gran bandido y asesino ante el Señ or, tuvo encuentros con David y Jere-
mí as, con Elias y Elisa, con Juan el Bautista y con Cristo. 91

Con ello, por supuesto, nos hallamos má s que inmersos en el á mbito


de lo legendario -aunque, en el fondo, eso pasa ya con el Antiguo Testa-
mento y tambié n con el Nuevo, especialmente con los evangelios- pero
hay, no obstante, razones má s que suficientes para la existencia de otro
gé nero especial de leyenda, de embuste con halo de santidad, de poesí a
devocional y, sobre todo, de hagiografí as, de vidas de santos.

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