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Monjes y obispos como taumaturgos




En la é poca postconstantiniana, la creencia en los milagros resurgió
con fuerza en la Iglesia y, sin ninguna duda, lo que é sta antes condenaba
en los paganos lo cultivaba ahora ella misma e «intentaba superarlo me-
diante la afirmació n ené rgica de un mayor y má s contundente é xito»
(Speigí ). Todo el mundo, laicos, clé rigos e incluso emperadores creí an en
los siglos iv y v sin cortapisas en el milagro, incluso en los má s extrañ os.
No se percibe ni la má s mí nima crí tica, se piensa sin independencia, de
manera esté ril, decae cualquier fuerza intelectual. Aunque los má rtires
pierden ahora su posició n de excepcionalidad, pues ya no los hay, cons-
tantemente se presenta a los creyentes nuevos «ejemplos»: monjes, asce-
tas, eremitas, los «atletas del exilio», los «luchadores de Cristo», a los que
se veneraba de manera má s desenvuelta que a los má rtires, considerá n-
dose a algunos de ellos, como a un cierto Pafnutius, «má s un á ngel que un
ser humano» (Rufino). Aunque su existencia sea realmente bastante mila-
grosa, a mayor abundamiento hacen milagros. «Pues todaví a hoy -afirma
alrededor de 420 el obispo Paladio, autor de la Historia Lausiaca, una co-
lecció n de historias de monjes citada en muchas ocasiones- despiertan
a los muertos y andan sobre las aguas como Pedro [... ]. » A continuació n
una demostració n real: el sollozante eremita Bessarion. Pasea relajada-
mente sobre las aguas del Nilo y resucita a los muertos, aunque por error,
porque creyó que eran enfermos; las lá grimas de sus ojos-le han engañ a-
do, ¡ de lo contrario su modestia le habrí a prohibido el milagro! 62

El interé s de los cristianos volvió a concentrarse en el milagro y lo
idealizaron, haciendo de las existencias celestiales santos; un santo no


lo es sin milagros; al menos esto es lo que pide la imagen popular. Tam-
bié n oficialmente, desde hace un milenio el requisito para una canoniza-
ció n son al menos dos o tres milagros autentificados por el papa. Sin em-
bargo, en la Antigü edad, una «biografí a» de santos era inimaginable sin
milagros. É stos son su «caracterí stica determinante» (Puzicha). En la li-
teratura corriente de estas biografí as se «estilizan, detallan o inventan»
(Schreiner) los rasgos histó ricos individuales de los santos. Los fabrican-
tes de leyendas cristianos transfieren sin vacilar los milagros de un santo
a otro, aunque cuando nunca los hubiera «testimoniado», pues en reali-
dad son tan sagrados unos como cualquier otro. 63

Los historiadores de monjes cristianos son tan de fiar como los fabri-
cantes de má rtires cristianos. El hecho de que juren solemnemente escri-
bir só lo la verdad, que nada es inventado y que todo lo han visto ellos
mismos, lo han oí do o al menos lo han tomado de testigos oculares o
auriculares, es por regla general «pura ficció n» (Lucius). Igualmente fal-
sos suelen ser los viajes que ellos o sus garantes han hecho para visitar a
muchos eremitas del desierto. La mayorí a de estos relatos proceden de
cualquier libro o de su fantasí a y eran costumbre literaria, pues ya la ha-
bí an practicado con profusió n los paganos. 64

La existencia apartada de los monjes era como hecha a propó sito para
la creencia en los milagros. En especial con el monacato egipcio del si-
glo iv, la maní a cristiana por los milagros y los demonios se vuelve ex-
travagante y se difunde por doquier. Los bandidos son hechizados en el
mismo lugar, se resucita a los muertos, los demonios gritan y se retuercen
delante de una reliquia. Á ngeles en persona traen a los ascetas su dieta
mí nima, los hé roes cristianos atraviesan el Nilo a pie o sobre el dorso de
un cocodrilo. Es má s, a requerimiento suyo, el sol vuelve a detener su
curso durante varias horas. 65

Estos humildes monjes milagreros fueron venerados casi como dio-
ses, como á ngeles del cielo. Los visitantes se aproximaban llenos de te-
mor, se postraban ante ellos en el suelo y se abrazaban a sus rodillas. Se
buscaba su consejo en cuestiones de fe, se les concedí a de buena gana un
poder tirá nico, incluso los emperadores se sentí an felices de poder sen-
tarles a su mesa. A algunos se les levantaron iglesias mientras estaban en
vida, por lo general un costoso intento de soborno pues se pretendí a
guardar el cuerpo del santo como reliquia, ya que se creí a que las fuerzas
milagrosas del vivo se continuaban en los huesos muertos. 66

Un aroma excelente para estos muertos era casi obligatorio. En cuan-
to que murieron los santos Simeó n y Juan de Eleemos, los cadá veres des-
prendieron un delicioso perfume. ¡ Y durante su traslado de Chipre a Si-
ria, el cadá ver de san Hilarió n desprendí a el mismo aroma que si estuvie-
ra untado de pomadas! 67

Al parecer el primer monje cristiano, san Pablo Eremita (festividad


15 de enero), el «protoeremita», se alimentaba de manera similar al pro-
feta Elias: durante sesenta añ os Dios hizo que todos los dí as un cuervo le
sirviera (medio) pan. Pero al visitar a san Antonio, el cuervo lleva dos
panes. Y cuando Antonio, camino de regreso «ve» la muerte de Pablo, da
la vuelta y no sabe có mo enterrar al dormido (de 113 añ os), pero vienen
dos rugientes leones y le excavan una fosa. Este santo vivió 97 añ os
«solo en el desierto» (martirologio romano), si es que vivió, cosa bastan-
te improbable. Hasta un papa, Benedicto XIV (1740-1758) manifestó
que la inscripció n en el martirologio romano no demuestra en modo al-
guno la santidad, ¡ ni necesariamente la existencia de una determinada
persona! 68

En su vida plagada de lucha contra los demonios y visiones del dia-
blo, los animales salvajes obedecí an a san Antonio lo mismo que sucede
hoy con los domadores en el circo. Cura a enfermos, entre ellos a una vir-
gen cuyas secreciones de los ojos, la nariz y los oí dos se convierten en
gusanos cuando tocan el suelo. Ve dirigirse derecha al cielo el alma
de otro monje, Ammun, el fundador de una colonia monacal al sureste de
Alejandrí a y que era asimismo un gran taumaturgo (y desde el mismo dí a
de su boda convivió casto y puro con su mujer durante dieciocho añ os). 69

El ermitañ o Zó simo perdió uno de sus animales de carga a manos de "
un leó n. Zó simo puso la carga sobre el leó n, que con amistoso servilismo -4é
y lamié ndole las manos, evidentemente le estaba esperando y continuó ?
con é l el viaje a Cesá rea. Este asunto se incluye como un hecho cierto en ^
una historia de la Iglesia de comienzos del siglo xx (con imprimá tur). El
monje Eugenio de los Egipcios sobrevivió -otra vez- al fuego de un hor-
no y ayudó a su amigo el obispo Jacobo de Nisibis, un famoso taumatur-
go venerado como el «Moisé s de Mesopotamia», en la bú squeda de una
preciosa reliquia, una placa del arca de Noé, desenterrada con la ayuda
de un á ngel. San Macario cura a un dragó n, que agradecido a su salvador
se arrodilla, se inclina y le besa las rodillas, mientras que otro dragó n, al
que cura san Simeó n, ¡ adora durante dos horas el monasterio de su bene-
factor! 70

Estos antiguos monjes pueden hacer sencillamente de todo. Con agua
bendita o aceite curan animales enfermos y maridos «hechizados». Sanan
las peores formas de locura, entre ellas la de esas mujeres que comí an
treinta pollos de una vez. El agua bendita detiene, como si fuera una mu-
ralla, una plaga de langosta. Los bandidos caen al suelo a un gesto de los
ascetas, resucitan a los muertos. Si falta bebida la consiguen rezando o
transforman el agua marina en agua dulce. Todos los dí as, o los domin-
gos, reciben exquisito pan directamente del má s allá. Algunos obtienen
de allí los fines de semana tambié n el cuerpo y la sangre del Señ or, entre
ellos san Onofrio. Y cuando se extraví an, manos que parten del cielo les
indican el camino. Conocido por sus milagros es el monje Benjamí n,


aunque é l mismo sufre una hidropesí a tan grave que al final hay que rom-
per la jamba de la puerta de su celda para poder sacar su cadá ver. El Pa-
dre de la Iglesia Jeró nimo describe con todo tipo de detalles la feliz ex-
pulsió n de un demonio de un camello. El obispo Paladio, un amigo de
san Crisó stomo, relata en su Historia Lausiaca (que, a pesar de todo, se-
gú n afirmó el cató lico Kraft en 1966, «está muy cerca de la historia ver-
dadera») la transformació n en yegua de una mujer. 71

Los má s importantes Padres de la Iglesia se enfrentan a esta demencia
con la misma falta de sentido crí tico que las masas cristianas. Al menos
así lo hacen. Defienden los má s inauditos desatinos. En efecto, llaman a
los monjes á ngeles con forma humana, hijos verdaderos de la luz, hé roes
de la virtud. Atanasio, Ambrosio, Jeró nimo, Agustí n, coinciden por com-
pleto. Quien no cree en estos milagros de monjes es para los Padres de la
Iglesia un pervertido, que no cree en los Evangelios y que no cree tampo-
co en los grandes milagros del Antiguo Testamento. Es la misma gracia
la que actú a sobre todos, lo cual concuerda. A los que dudan les tachan
de «herejes», paganos o judí os. 72

Aun cuando los investigadores (cristianos) tienden ahora a no despa-
char ya los milagros -¿ cuá les? - como pura invenció n, como un engañ o,
si parten de que los hagió grafos contemplan los milagros como realidad,
¡ difí cilmente han sido realidad! Y la mayorí a de estas piezas que nos
quieren hacer creer los piadosos maestros de las fá bulas, ni ellos mismos
se las creen. 73

Despué s de los má rtires y de los ascetas, tambié n los obispos fueron
objeto de veneració n por parte de los fieles. Al menos a algunos de ellos
se les consideraba los representantes de la lucha contra el mal, sobre todo
contra la «herejí a» (el arrianismo), con lo cual se dio paso a nuevos tiem-
pos de persecució n. Los obispos cató licos fueron encarcelados, desterra-
dos y a veces ejecutados. Por lo tanto, se vio en los dirigentes de la Igle-
sia -y ciertamente no sin su propia intervenció n- a los nuevos confeso-
res, ejemplarizació n de las virtudes cristianas, y los respetaron como a
los ascetas, que tambié n los habí a entre ellos. Precisamente los obispos
ascetas, los «á ngeles de carne y hueso», expulsaban al diablo, curaban a
los enfermos e incluso obraban multitud de milagros naturales. A los
obispos Barses de Edesa, Epifanio de Salamis y Acacio de Beroa se les
atribuyeron milagros. El obispo Porfirio de Gaza hizo llover con sus ora-
ciones y apaciguó una tormenta. El obispo Donato de Euroea mató a un
dragó n escupié ndole. 74

Fausto de Bizancio relata un enorme milagro del «obispo prior» (Katho-
likos)
san Nerses. Exiliado por el emperador amano Valente a una isla
desierta y sin agua, junto con 72 obispos y sacerdotes, la muerte por
hambre les amenaza. Pero el hombre de Dios sabe buscar ayuda. Tras un
prolijo sermó n en el que relata muchos milagros del Antiguo Testamento,


recuerda los beneficios y el poder del Señ or y finalmente ordena arrodi-
llarse para ser dignos del amor de Cristo, y entonces «surgió en el mar
una violenta tormenta y comenzó a lanzar sobre la isla muchos peces,
que se amontonaron en el suelo, lo mismo que mucha leñ a. Cuando los
desterrados seleccionaron y agruparon la madera pensaron que necesita-
rí an fuego con el que poder quemarla. De pronto la leñ a prendió de modo
espontá neo produciendo fuego [... 1. Cuando todos hubieron comido y es-
taban saciados y tuvieron necesidad de agua para beber, san Nerses se le-
vantó e hizo un hueco en la arena de la isla, y surgió allí una fuente de
agradable agua dulce, y allí bebieron todos los que estaban en la isla».

Esto continuó repitié ndose. De nuevo cada vez el mar arrojaba a los
desterrados «los alimentos regalados por el Señ or», y san Nerses, que
só lo comí a un poco los domingos, «les fortificó durante los nueve añ os
que estuvieron en la isla». 75

Tampoco el representante del katholikos, el santo obispo Chad de Ba-
gravand, se quedó a la zaga de su señ or. Realizó, segú n escribe Fausto,
«muchos grandes milagros. Cuando atendí a a los pobres, vaciaba todas
las vasijas de vino recié n llenas y distribuí a entre ellos todas las reser-
vas de la despensa; cuando regresaba, encontraba las vasijas y las des-
pensas llenas, como por orden de Dios; todos los dí as hací a lo mismo y
socorrí a a los pobres y siempre las encontraba llenas. Tales prodigios se
producí an gracias a aquel hombre; se le admiró, fue famoso y se le vene-
ró en toda Armenia. Peregrinaba por todos sitios, preparó e instruyó a las
iglesias de todos los lugares de Armenia, lo mismo que su maestro Ner-
ses. Un dí a llegaron unos ladrones y robaron los bueyes de la iglesia del
obispo san Chad, llevá ndoselos. Pero al cabo de un dí a los ojos de los la-
drones se cegaron. Andaron entonces perdidos sin rumbo hasta llegar a
la puerta de san Chad. É ste salió al exterior, les vio y alabó al Señ or por
ser guí a de sus fieles. El obispo Chad oró y curó los ojos de los ladrones;

les ordenó lavarse, les dio comida y les confortó. Despué s les bendijo, les
dio los bueyes que habí an robado y les dejó seguir su camino». 76

¡ Ah, los buenos Padres de la Iglesia! ¡ Justo así les conocemos por la
historia! (En la Edad Media, segú n el derecho alemá nico, habí a que resti-
tuir veintisiete veces la cantidad de los bienes de la Iglesia hurtados. )
Pero con tal de tutelar a las personas, cualquier desatino era justo, tanto
en Oriente como en Occidente.

Martí n de Tours, «" santo" desde su má s temprana juventud [... ]» (Goo-
sen), nombrado exorcista por el obispo Hilario de Poitiers, obra un mila-
gro tras otro a finales del siglo iv; incluso la emperatriz le alcanzaba el
agua «y le serví a a la mesa como una sirvienta» (Walterscheid). Detuvo
mediante una simple señ al de la cruz un abeto muy venerado por los pa-
ganos que ya estaba cayendo y lo apartó hacia otro lado, donde cayó
«destructivamente». En Tré veris, el santo curó a un cocinero «poseí do» y


a una joven paralí tica dá ndoles a beber aceite. Tambié n curaba mediante
un simple toque, e incluso su nombre poseí a ya a menudo fuerza mila-
grosa. En Vienne curó a Paulino de Nora de una enfermedad ocular. Una
vez liberó a una vaca de un mal espí ritu. El animal se arrodilló entonces
y besó los pies del santo. Otra vez petrificó a una procesió n completa,
creyendo que era una «procesió n de í dolos», hasta que dá ndose cuenta de
su error les devolvió el movimiento. Cuando un dí a reanimaba a un cate-
cú meno de un ataque de catalepsia, se habla de una resurrecció n. Y des-
pué s de volver a la vida a un ahorcado, se hace famoso. Despierta a tres
personas de la muerte, pero «no era un charlatá n» (Clé venot). No dejó ni
una sola lí nea, só lo milagros. Si se le suprimieran, serí a lo mismo que su-
primir «de Mozart la mú sica» (Mohr, cató lico). 77

Un gran taumaturgo de Occidente es san Benito, a la altura de los má s
virtuosos milagreros que figuran en el A. T., casi equiparable a Jesú s. Lo
mismo que Moisé s, Benito hace surgir agua de una roca para sus herma-
nos. Como el profeta Elias, realiza un milagro del aceite durante una ham-
bruna. No obstante, el santo no es precisamente muy apreciado. Cuando
sus monjes le quieren matar echando veneno en el vino, descubre la bebi-
da ponzoñ osa, lo mismo que sucede con el pan envenenado que le regala
el sacerdote Florestino. De un clé rigo «poseí do» expulsa un demonio y
hace resucitar a dos personas. Pero el má s ambicioso es un milagro que
recuerda a los evangé licos. Pues lo mismo que Jesú s hace que Pedro ande
sobre las aguas, Benito hace que su discí pulo san Mauro camine «con los
pies secos sobre el agua» (martirologio romano). «¡ Oh, qué milagro, no
visto desde Pedro, el apó stol! », exclama el Padre de la Iglesia y papa
Gregorio I Magno, que transmite todas estas cosas maravillosas y añ ade
nuevos milagros, la facultad de Benito del conocimiento a distancia, de la
adivinanza. Así, entre otras cosas. Benito profetiza el ascenso y la muer-
te del rey Totila (fallecido en 552); algo que Gregorio Magno (fallecido
en 604) puede dejar libremente que Benito adivine, el viejo embuste. 78

Puesto que en el cristianismo -que castiga para toda la eternidad por
una breve vida terrenal-, al menos en la prá ctica, la pena desempeñ a un
papel mucho má s importante que la «redenció n», los milagros de castigo
alcanzaron pronto una gran popularidad, si bien a este respecto el paga-
nismo ya se habí a adelantado (entre otras cosas con sus «mala manus»).
Incluso Marí a, la caritativa Virgen, hizo toda una serie de castigos mila-
grosos. Ciega a los ladrones, niega a una «hereje» el acceso a la iglesia
del Santo Sepulcro hasta que la mala se convierte. O a un actor que en la
escena -a pesar de habé rsele presentado varias veces en sueñ os advir-
tié ndole y amenazá ndole- no deja de molestarla, le corta las manos y los
pies tocá ndoselos con el dedo. 79

Tambié n los apó stoles brillan en el Nuevo Testamento con milagros
punitivos. Elymas, por ejemplo, fue ví ctima del amor apostó lico al pró ji-


mo; era un hombre que se desvió «del recto camino del Señ or», un «falso
profeta», «un judí o», «hijo del diablo, lleno de astucia y malicia, enemi-
go de toda justicia», y Pablo, «lleno del Espí ritu Santo», le dejó ciego.
Y Pedro enví a al infierno, junto a su esposa Safira, al pobre Ananí as por-
que no ha dado todo su dinero. 80

Al no huir ante é l unas muchachas que se estaban lavando en una ^
fuente ni bajarse las vestiduras que tení an arremangadas, Jacobo de Ni- " T
sibis las maldijo e hizo que se convirtieran en viejas. No menos impre-
sionantes son los castigos que impone san Apolonio. En la é poca del em-
perador «apó stata» Juliano, deja inmó viles a toda una reunió n de paga-
nos que celebraban un servicio religioso, «de modo que despué s de que
hubieran sufrido bajo el calor insoportable, fueron quemados por los ra-
yos del sol [... ]». Este milagro con los malditos paganos -que por otro
lado, como despué s los cristianos, llevaban sus «í dolos» en procesió n por
los campos «para pedir lluvia al cielo» (Rufino)- tuvo seguramente un
gran valor simbó lico y sirvió de predicció n nada menos que de una ale-
gó rica matanza de los ortodoxos. Se parecí a, escribe Jacques Lacarrié re
«demasiado a lo que má s tarde se convirtió en realidad histó rica para no
ser simple y llanamente la expresió n literaria de un deseo cristiano in-
consciente». ¡ Y quié n sabe si eran inconscientes! Desde luego que no en
el autor de la vida de san Pacomio. Cuando los adversarios querí an impe-
dir una de sus obras, apareció «de pronto un á ngel del Señ or y los quemó
a todos». 81

No siempre se destruyen «só lo» personas. En muchas historias de mi-
lagros se aniquilan y se hacen desaparecer sobre todo estatuas de dioses.
Santo Tomá s ordena a un demonio que hay en una imagen de dioses que
la destruya en nombre de Jesucristo; «y se fundió como la cera». Con sus
oraciones, Juan destruye en el templo de Artemisa de É feso má s de siete
figuras de dioses. Ante las plegarias de san Teodoro, obispo de Pafos,
Dios accede y se derrumban las imá genes de los í dolos. En otra leyenda,
una estatua de Juliano es destruida por un rayo o el í dolo de Afrodita en
Gaza al paso de la cruz por el templo. 82                       .;,;,

San Maurilio, obispo de Angers (fallecido en 417), mediante un mila-^
gro punitivo -fuego del cielo- destruye un templo entero. Libera a un es-
clavo matando con sus oraciones al traficante. Pero despué s le resucita;

despué s de todo no siempre habí a que castigar, aunque fuera de modo tan^..
maravilloso. Pero un niñ o enfermo al que lleva su madre muere porque llx'
Maurilio está diciendo misa y no puede interrumpirse el santo oficio. Se
siente entonces culpable y toma la determinació n de vivir en penitencia.
En secreto viaja en barco hasta Inglaterra. Cuando está en alta mar, se le
caen a las profundidades las llaves del tesoro de reliquias de su ciudad.
Promete no regresar sin ellas. Mientras vive allí como jardinero, le si-
guen mensajeros de su obispado. Durante la travesí a salta un enorme pez


a bordo y en su vientre encuentran las llaves perdidas del obispo. Le ha-
llan en Inglaterra y entonces é l vuelve, hace que durante la misa exhu-
men al niñ o muerto y en un instante le resucita. El santo obispo obra al-
gunos otros milagros de este estilo. Todaví a durante su entierro sana una
enferma postrada en cama desde hace muchos añ os y dos ciegos vuelven
a ver gracias a su intercesió n. 83

Desde el siglo v la literatura de santos prolifera en todo el orbe cris-
tiano. Só lo el obispo san Gregorio de Tours informa, un siglo despué s, de
má s de doscientos milagros: má s de cuarenta curaciones de paralí ti-
cos, má s de treinta de ciegos, así como curaciones de poseí dos y tambié n
varias resurrecciones. Bien educados y libres de prejuicios, tal como se
era, se escribí an incluso cartas a los santos y se colocaban, junto con una
hoja para la respuesta, sobre sus tumbas o en un altar y al cabo de poco
tiempo, oh milagro, se encontraba una nota del santo en caracteres terre-
nos. Con los á ngeles se alterna con frecuencia. Las visiones, sobre todo
las nocturnas, eran casi habituales. 84

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