INTRODUCCIÓN GENERAL 1 страница
SOBRE LA TEMÁ TICA,
LA METODOLOGÍ A,
LA CUESTIÓ N DE LA OBJETIVIDAD
Y LOS PROBLEMAS DE
LA HISTORIOGRAFÍ A EN GENERAL
«El que no escriba la historia universal como historia criminal,
se hace có mplice de ella. »
K. D. 1
«Yo condeno el cristianismo, yo formulo contra la Iglesia cristiana
la má s formidable acusació n que jamá s haya expresado acusador alguno.
Ella es para mí la mayor de todas las corrupciones imaginables, [... ]
ella ha negado todos los valores, ha hecho de toda verdad una mentira,
de toda rectitud de á nimo una vileza. [... ] Yo digo que el cristianismo
es la gran maldició n, la gran corrupció n interior, el gran instinto
de venganza, para el que ningú n medio es demasiado venenoso,
secreto, subterrá neo, bajo; la gran vergü enza eterna
de la humanidad [... ]. »
FRIEDRICH NIETZSCHE2
«Abrasar en nombre del Señ or, incendiar en nombre del Señ or,
asesinar y entregar al diablo, siempre en nombre del Señ or. »
GEORG CHRISTOPH LICHTENBERG3
«Para los historiadores, las guerras vienen a ser algo sagrado; rompen
a modo de tormentas saludables o por lo menos inevitables que,
cayendo desde la esfera de lo sobrenatural, vienen a intervenir
en el decurso ló gico y explicado de los acontecimientos mundiales. Odio
ese respeto de los historiadores por lo sucedido só lo porque ocurrió,
sus falsas reglas deducidas a posterior!, su impotencia que los induce
a postrarse ante cualquier forma de poder. »
ELIAS CANETTI4
Para empezar, voy a decir lo que no debe esperar el lector.
Como en todas mis crí ticas al cristianismo, aquí faltará n muchas de
las cosas que tambié n pertenecen a su historia, pero no a la historia cri-
minal del cristianismo que indica el tí tulo. Eso que tambié n pertenece a
la historia se encuentra en millones de obras que atiborran las bibliote-
cas, los archivos, las librerí as, las academias y los desvanes de las casas
parroquiales; el que quiera leer este material puede hacerlo mientras
tenga vida, paciencia y fe.
No. A mí no me llama la vocació n a discurrir, por ejemplo, sobre la
humanidad como «masa combustible» para Cristo (segú n Dieringer), ni
sobre el «poder inflamatorio» del catolicismo (Von Balthasar), a no ser
que hablemos de la Inquisició n. Tampoco me siento llamado a entonar
alabanzas a la vida entrañ able que «reinaba en los paí ses cató licos [... ]
hasta é pocas bien recientes», ni quiero cantar las «verdades reveladas
bajo el signo del jú bilo» que, segú n el cató lico Rost, figura entre «las
esencias del catolicismo».
No seré yo tampoco el cantor del «coral gregoriano», ni de «la cruz
de té rmino adornando los paisajes», ni de «la iglesiuca barroca de las al-
deas», que tanto encandilaban a Walter Dirks. Ni siento admiració n por
el calendario eclesiá stico, con su «domingo blanco», por má s que Napo-
leó n dijese, naturalmente poco antes de morir, que «el dí a má s bello y
má s feliz de mi vida fue el de mi primera comunió n» (con imprimatur).
¿ O debo decir que el IV Concilio de Toledo (633) prohibió cantar el
Aleluya, no ya durante la semana de la Pasió n, sino durante toda la Cua-
resma? ¿ Que fue tambié n allí donde se dictaminó que la doxologí a trini-
taria debí a decir al final de los Salmos, Gloria et honor patri y no só lo
Gloria patrHS
Poco hablaremos de gloria et honor ecciesiae o de la influencia del
cristianismo, supuesta o realmente (como alguna vez ocurrirí a) positiva.
No voy a contestar a la pregunta: ¿ para qué sirve el cristianismo? Ese tí -
tulo ya existe. Esa religió n tiene miles, cientos de miles de panegiristas y
defensores; tiene libros en los que (pese a tantas «debilidades», tantos
«errores», tantas «flaquezas humanas», ¡ ay!, en ese pasado tan venera-
ble y glorioso) aqué llos presumen de la «marcha luminosa de la Iglesia
a travé s de las eras» (Andersen), y de que la Iglesia (en é sta y en otras
muchas citas) es «una» y «el cuerpo vivo de Cristo» y «santa», porque
«su esencia es la santidad, y su fin la santificació n» (el benedictino Von
Rudioff); mientras que todos los demá s, y los «herejes» los primeros,
siempre está n metidos hasta el cuello en el error, son inmorales, crimi-
nales, está n totalmente corrompidos, y se hunden o se van a hundir en la
miseria; tiene historiadores «progresistas» y deseosos de que se le reco-
nozcan mé ritos, repartiendo siempre con ventaja las luces y las sombras,
para matizar que ella promovió siempre la marcha general hacia la sal-
vació n y el progreso. 6
Se sobreentiende, a todo esto, que los lamentables detalles secunda-
rios (las guerras de religió n, las persecuciones, los combates, las ham-
brunas) estaban en los designios de Dios, a menudo inescrutables, siem-
pre justos, cargados de sabidurí a y de poder salví fí co, pero no sin un
asomo de venganza, «la venganza por no haber sido reconocida la Igle-
sia, por luchar contra el papado en vez de reconocerle como principio
rector» (Rost). 7
Dado el aplastante predominio de las glorificaciones entontecedoras,
engañ osas, mentirosas, ¿ no era necesario mostrar, poder leer, alguna
vez lo contrario, tanto má s, por cuanto está mucho mejor probado? Una
historia negativa del cristianismo, en realidad ¿ no serí a el desiderá tum
que reclamaba o debí a inducir a reclamar tanta adulació n? Al menos,
para los que quieren ver siempre el lado que se les oculta de las cosas, el
lado feo, que es muchas veces el má s verdadero.
El principio de audi alteram partem apenas reza para una requisito-
ria. Picos de oro sí tenemos muchos..., eso hay que admitirlo; general-
mente lacó nicos, sarcá sticos, cuyo estudio en cientos de discusiones y
siempre que sea posible debo recomendar y encarecer expresamente, en
el supuesto que nos acordemos de compararlos con algú n escrito de sig-
no contrario y que esté bien fundamentado.
El lector habrá esperado una historia de «los crí menes del cristianis-
mo», no una mera historia de la Iglesia. (La distinció n entre la Iglesia y
el cristianismo es relativamente reciente, pudiendo considerarse que no
se remonta má s allá del Siglo de las Luces, y suele ir unida a una deva-
luació n del papel de la Iglesia como mediadora de la fe. ) Por supuesto,
una empresa así tiene que ser una historia de la Iglesia en muchos de sus
puntos, una descripció n de prá cticas institucionales de la Iglesia, de pa-
dres de la Iglesia, de cabezas de la Iglesia, de ambiciones de poder y
aventuras violentas de la Iglesia, de explotació n, engañ o y oscurantismo
puramente eclesiá sticos.
Sin duda tendremos que considerar con la debida atenció n las gran-
des instituciones de la Ecciesia, y en especial el papado, «el má s artificial
de los edificios» que, como dijo Schiller, só lo se mantiene en pie «gra-
cias a una persistente negació n de la verdad», y que fue llamado por
Goethe «Babel» y «Babilonia», y «madre de tanto engañ o y de tanto
error». Pero tambié n será preciso que incluyamos las formas no ecle-
siá sticas del cristianismo: los heresiarcas con los heresió logos, las sectas
con las ó rdenes, todo ello medido, no con arreglo a la noció n general,
humana, de la criminalidad, sino en comparació n con la idea é tica cen-
tral de los Sinó pticos, con la interpretació n que da el cristianismo de sí
mismo como religió n del mensaje de gozo, de amor, de paz y como «his-
toria de la salvació n»; esta idea, nacida en el siglo XIX, fue combatida en
el XX por teó logos evangé licos como Barth y Buitman, aunque ahora re-
curren a ella de buena gana los protestantes, y que pretenderí a abarcar
desde la «creació n» del mundo (o desde el «primer advenimiento de
Cristo») hasta el «Juicio final», es decir, «todos los avalares de la Gra-
cia» (y de la desgracia), como escribe Darlapp. 8
El cristianismo será juzgado tambié n con arreglo a aquellas reivindi-
caciones que la Iglesia alzó y dejó caer posteriormente: la prohibició n
del servicio de las armas para todos los cristianos, luego só lo para el cle-
ro; la prohibició n de la simoní a, del pré stamo a interé s, de la usura y de
tantas cosas má s. San Francisco de Sales escribió que «el cristianismo es
el mensaje gozoso de la alegrí a, y si no trae alegrí a no es cristianismo»;
pues bien, para el papa Leó n XIII, «el principio sobrenatural de la Igle-
sia se distingue cuando se ve lo que a travé s de ella ocurre y se hace». 9
Como es sabido, hay una contradicció n flagrante entre la vida de los
cristianos y las creencias que profesan, contradicció n a la que, desde
siempre, se ha tratado de quitar importancia señ alando la eterna oposi-
ció n entre lo ideal y lo real..., pero no importa. A nadie se le ocurre con-
denar al cristianismo porque no haya realizado del todo sus ideales, o
los haya realizado a medias, o nada. Pero tal interpretació n «equivale a
llevar demasiado lejos la noció n de lo humano e incluso la de lo dema-
siado humano, de manera que, cuando siglo tras siglo y milenio tras mi-
lenio alguien realiza lo contrario de lo que predica, es cuando se convier-
te, por acció n y efecto de toda su historia, en paradigma, personificació n
y culminació n absoluta de la criminalidad a escala histó rica mundial»,
como dije yo durante una conferencia, en 1969, lo que me valió una visi-
ta al juzgado. 10
Porque é sa es en realidad la cuestió n. No es que se haya faltado a los
ideales en parte, o por grados; no, es que esos ideales han sido literal-
mente pisoteados, sin que los que tal hací an depusieran ni por un instan-
te sus pretensiones de campeones de aqué llos, ni dejaran de autoprocla-
marse la instancia moral má s alta del mundo. Entendiendo que tal hipo-
cresí a no expresaba una «debilidad humana», sino bajeza espiritual sin
parangó n, abordé esta historia de crí menes bajo la idea siguiente: Dios
camina sobre abarcas del diablo (vé ase el epí logo de este volumen).
Pero al mismo tiempo, mi trabajo no es só lo una historia de la Iglesia
sino, precisamente y como expresa el tí tulo, una historia del cristianis-
mo, una historia de dinastí as cristianas, de prí ncipes cristianos, de gue-
rras y atrocidades cristianas, una historia que está má s allá de todas las
cortapisas institucionales o confesionales, una historia de las numerosas
formas de acció n y de conducta de la cristiandad, sin olvidar las conse-
cuencias secularizadas que, apartá ndose del punto de partida, han ido
desarrollá ndose en el seno de la cultura, de la economí a, de la polí tica,
en toda la extensió n de la vida social. ¿ No coinciden los mismos histo-
riadores cristianos de la Iglesia en afirmar que su disciplina abarca «el
radio má s amplio de las manifestaciones vitales cristianas» (K. Born-
kamm), que integra «todas las dimensiones imaginables de la realidad
histó rica» (Ebeling) sin olvidar «todas las variaciones del contenido ob-
jetivo real» (Rendtorff)? 11
Cierto que la historiografí a distingue entre la llamada historia profa-
na (es é sta una noció n usual tanto entre teó logos como entre historiado-
res, por contraposició n a lo sagrado o santo) y la historia de la Iglesia,
Aun teniendo en cuenta que é sta no se constituyó como disciplina inde-
pendiente hasta el siglo xvi, y por mucho que cada una de ellas quiera
enfilar (no por casualidad) rumbos distintos, realmente la historia de la
Iglesia no es má s que un campo parcial de la historia general, aunque a
diferencia de é sta guste de ocultarse, como «historia de la salvació n»,
tras los «designios salví ficos de Dios», y la «confusió n de la gracia divina
con la falibilidad humana» (Blá ser) se envuelva en la providencia, en la
profundidad metafí sica del misterio. 12
En este campo los teó logos cató licos suelen hacer maravillas. Por
ejemplo, para Hans Urs von Balthasar, ex jesuí ta y considerado en ge-
neral como el teó logo má s importante de nuestro siglo despué s de su co-
lega Kari Rahner, el motor má s í ntimo de la historia es el «derrama-
miento» de «la semilla de Dios [... ] en el seno del mundo. [... ] El acto
generador y la concepció n, sin embargo, tienen lugar en una actitud de
má xima entrega e indiferenciació n. [... ] La Iglesia y el alma que reciben
el nombre de la Palabra y su sentido deben abrí rsele en disposició n fe-
menina, sin oponer resistencia, sin luchar, sin intentar una correspon-
dencia viril, sino como entregá ndose en la oscuridad». 13
Tan misteriosa «historia de la salvació n» (y en este caso descrita por
medio de una no muy afortunada analogí a), nebulosa aunque pretendi-
damente histó rico-crí tica, pero inventada en realidad bajo una premisa
de renuncia al ejercicio de la razó n, es inseparable de la historia general,
o mejor dicho, figura entre los camaranchones má s oscuros y malolien-
tes de la misma. Es verdad que dicen que el Reino de Cristo no es de
este mundo, y que se alaban, principalmente para contraponerse a la in-
terpretació n marxista de la historia, de que ellos ven é sta como espiri-
tualidad, como «entelequia trascendente», como «prolongació n del
mensaje de Dios redivivo» (Jedin); precisamente, los cató licos gustan de
subrayar el cará cter esoté rico de la «verdadera» historia, «le mysté re
de 1'histoire» (De Senarclens). Como aseguran, «la trascendencia de todo
progreso» está ya realizada en Cristo (Danié lou); sin embargo, los «vi-
carios» de é ste y sus portavoces cultivan intereses de la má s rabiosa ac-
tualidad. Papas y obispos, en particular, jamá s han desdeñ ado medio al-
guno para estar a bien con los poderosos, para rivalizar con ellos, para
espiarlos, engañ arlos y, llegado el caso, dominarlos. Con ambos pies
bien plantados en este mundo, podrí amos'decir, como si estuvieran dis-
puestos a no abandonarlo jamá s. 14
Esa lí nea de conducta empezó de una forma harto contundente a
principios del siglo IV, con el emperador Constantino, a quien no en
vano hemos dedicado el capí tulo má s largo de este volumen, y se pro-
longa a travé s de las teocracias del Occidente medieval hasta la actuali-
dad. Los imperios de Clodoveo, Carlomagno, Olaf, Alfredo y otros, y
no digamos el Sacro imperio romano-germano, se construyeron así so-
bre bases exclusivamente cristianas. Muchos prí ncipes, por convicció n o
por fingimiento, alegaron que sus creencias eran el mó vil de su polí tica,
o mejor dicho, la cristiandad medieval lo remití a todo a Dios y a Jesu-
cristo, de tal manera que hasta bien entrado el siglo xvi la historia de la
Iglesia coincidió en gran medida con la historia general, y hasta hoy re-
sulta imposible dejar de advertir la influencia de la Iglesia sobre el Esta-
do en mú ltiples manifestaciones. En qué medida, con qué intensidad,
de qué maneras: dilucidar eso, dentro de mi tema y a travé s de las distin-
tas é pocas, es uno de los propó sitos principales de mi obra.
La historia general del cristianismo en sus rasgos má s sobresalientes
ha sido una historia de guerras, o quizá de una ú nica guerra interna y ex-
terna, guerra de agresió n, guerra civil y represió n ejercida contra los
propios subditos y creyentes. Que de lo robado y saqueado se diese al
mismo tiempo limosna (para adormecer la indignació n popular), o se
pagase a los artistas (por parte de los mecenas deseosos de eternizarse a
sí mismos y eternizar su historia), o se construyesen caminos (para faci-
litar las campañ as militares y el comercio, para continuar la matanza y la
explotació n), no debe importarnos aquí.
Por el contrario, sí nos interesa la implicació n del alto clero, y en
particular del papado, en las maniobras polí ticas, así como la dimensió n
y la relevancia de su ascendiente sobre prí ncipes, gobiernos y constitu-
ciones. Es la historia de un afá n parasitario, primero para independizar-
se del emperador romano de Oriente, luego del de Occidente, tras lo
cual enarbolará la pretensió n de alcanzar tambié n el poder temporal sir-
vié ndose de consignas religiosas. Muchos historiadores han considerado
indiscutible que la prosperidad de la Iglesia tuvo su causa y su efecto en
la caí da del Estado romano. El mensaje de que «mi Reino no es de este
mundo» se vio reemplazado por la doctrina de los dos poderes (segú n la
cual la autoritas sacrata pontificum y la regalis potestas serí an mutua-
mente complementarias); despué s dirá n que el emperador o el rey no
eran má s que el brazo secular de la Iglesia, pretensió n é sta formulada en
la bula Unam Sanctam de Bonifacio VIII y que no es depuesta oficial-
mente hasta Leó n XIII (fallecido en 1903), lo que de todas maneras no
significa gran cosa. La Cristiandad occidental, en cualquier caso, «fue
esencialmente creació n de la Iglesia cató lica», «la Iglesia, organizada de
la hierocracia papal hacia abajo hasta el má s mí nimo detalle, la principal
institució n del orden medieval» (Toynbee). 15
Forman parte de la cuestió n las guerras iniciadas, participadas o co-
mandadas por la Iglesia: el exterminio de naciones enteras, de los vá n-
dalos, de los godos, y en Oriente la incansable matanza de eslavos...,
gentes todas ellas, segú n las cró nicas de los carolingios y de los Otones,
criminales y confundidas en las tinieblas de la idolatrí a, que era preciso
convertir por todos los medios, sin exceptuar la traició n, el engañ o y la
vesaní a, ya que en la Alta Edad Media el proceso de evangelizació n te-
ní a un significado militante, como luchar por Cristo con la espada, «gue-
rra santa», nova religio, ú nica garantí a de todo lo bueno, lo grande y lo
eterno. Cristo, descrito como soldado desde los má s antiguos himnos
medievales, combatiente, se convierte en caudillo de los ejé rcitos, rey,
vencedor por antonomasia. El que combate a su favor por Jerusalé n,
por la «tierra de promisió n», tiene por aliadas las huestes angé licas y a
todos los santos, y será capaz de soportar todas las penalidades, el ham-
bre, las heridas, la muerte. Porque, si cayese, le espera el premio má xi-
mo, mil veces garantizado por los sacerdotes, ya que no pasará por las
penas del purgatorio, sino que irá directo del campo de batalla al Paraí -
so, a presencia del Sagrado Corazó n de Jesú s, ganando «la eterna salva-
ció n», «la corona radiante del Cielo», la requies aeterna, vita aeterna, sa-
lus perpetua... Los así engañ ados se creen invulnerables (lo mismo que
los millones de ví ctimas de los capellanes castrenses y del «detente bala»
en las guerras europeas del siglo xx) y corren hacia su propia destruc-
ció n con los ojos abiertos, ciegos a toda realidad. 16
Hablaremos de las cruzadas, naturalmente, que durante la Edad Me-
dia fueron unas guerras estrictamente cató licorromanas, grandes crí me-
nes del papado, que fueron perpetrados en la seguridad de que, «aunque
no hubiese otros combatientes sino hué rfanos, niñ os de corta edad, viu-
das y reprobos, es segura la victoria sobre los hijos del demonio». Só lo la
muerte evitó que el primer emperador cristiano emprendiese una cruzada
contra los persas (vé ase el final del capí tulo 5); no se tardarí a demasiado
en organizar la inacabable secuencia de «romerí as en armas», converti-
das en una «empresa permanente», en una idea, en un tema que por ser
«repetido incesantemente, acaba por empapar las sociedades humanas,
e incluso las estructuras psí quicas» (Braudel). Porque el cristiano quiere
hacer dichoso al mundo entero con sus «valores eternos», sus «verdades
santificantes», su «salvació n final» que, en demasiadas ocasiones, se ha
parecido excesivamente a la «solució n final»; un milenio y medio antes
de Hitler, san Cirilo de Alejandrí a ya sentó el primer ejemplo de gran
estilo cató lico apostó lico contra los judí os. El europeo siempre sale de
casa en plan de «cruzada», ya sea en la misma Europa o en Á frica, Asia
y Amé rica, «aun cuando sea só lo cuestió n de algodó n y de petró leo»
(Friedrich Heer). Hasta la guerra del Vietnam fue considerada como
una cruzada por el obispado estadounidense quien, durante el Vatica-
no II, incluso llegó a pedir el empleo de las armas nucleares para salvar
la escuela cató lica. Porque «incluso la bomba ató mica puede ponerse al
servicio del amor al pró jimo» (segú n el protestante Kü nneth, transcurri-
dos trece añ os de la explosió n de Hiroshima). 17
La psicosis de cruzada, fenó meno que todaví a muestra su virulencia
en la actual confrontació n Esí e-Oeste, produce minicruzadas aquí y
allá, como la de Bolivia en 1971, sin ir má s lejos, que fue resumida por el
Antonius, ó rgano mensual de los franciscanos de Baviera, en los té rmi-
nos siguientes: «El objetivo siguiente fue el asalto a la Universidad, al
grito de batalla por Dios, la patria y el honor contra el comunismo [... ],
siendo el hé roe de la jornada el jefe del regimiento, coronel Celich: He
venido en nombre propio para erradicar de Bolivia el comunismo. Y li-
quidó personalmente a todos los jó venes energú menos hallados con las
armas en la mano. [... ] Ahora Celich es ministro del Interior y actuará
seguramente con mano fé rrea, siendo de esperar que ahora mejoren un
poco las cosas, ya que con la ayuda de la Santí sima Virgen puede consi-
derarse verdaderamente exterminado el comunismo de ese paí s. »18
Aparte de las innumerables complicidades de las Iglesias en otras atro-
cidades «seculares», comentaremos las actividades terroristas especí fi-
camente clericales como la lucha contra la herejí a, la Inquisició n, los po-
groms antisemitas, la caza de brujas o de indios, etcé tera, sin olvidar las
querellas entre prí ncipes de la Iglesia y entre monasterios rivales. Hasta
los papas se presentan finalmente revestidos de casco y coraza y empu-
ñ ando la tizona. Poseen sus propios ejé rcitos, su armada, sus herreros
fabricantes de armas..., tanto así que todaví a en 1935, cuando Mussolini
cayó sobre Abisinia entre frené ticas alabanzas de los prelados italianos,
¡ uno de sus principales proveedores de guerra fue una fá brica de muni-
ciones propiedad del Vaticano! En la é poca de los Otones, la Iglesia im-
perial está completamente militarizada y su potencia de combate llega a
duplicar la fuerza de los prí ncipes «seculares». Los cardenales y los obis-
pos enví an ejé rcitos en todas direcciones, caen en los campos de batalla,
encabezan grandes partidos, ocupan cargos como prelados de la corte
o ministros, y no se conoce ningú n obispado cuyo titular no anduviese
empeñ ado en querellas que se prolongaban a veces durante decenios.
Y como el hambre de poder despierta la crueldad, má s adelante hicie-
ron otras muchas cosas que durante la Alta Edad Media todaví a no ha-
brí an sido posibles. '9
Dedicaremos una atenció n pormenorizada a la formació n y multipli-
cació n de los bienes de la Iglesia («peculio de los pobres», oficialmente,
al menos desde los tiempos de Pelagio I), acumulados mediante com-
pra, permuta, diezmo, rediezmo, o por extorsió n, engañ o, robo, o al-
terando el sentido de las antiguas prá cticas de culto mortuorio de los
germanos, convirtiendo el ó bolo para los muertos en limosna para las
almas, o quebrantando el derecho de herencia germá nico («el herede-
ro nace, no se elige»). Tambié n saldrá a la luz lo de explotar la ingenui-
dad, la fe en el Má s Allá, pintar los tormentos del infierno y las delicias
del cielo, de donde resultan, entre otras cosas, las fundaciones de los
prí ncipes y de la nobleza y tambié n, sobre todo durante la Alta Edad
Media, las mandas de los pequeñ os propietarios y de los colonos, pro
saluteanimae.
Abundaban en la Iglesia los propietarios de latifundios enormes: los
conventos de monjes, los conventos de monjas, las ó rdenes militares,
los cabildos catedralicios y hasta las iglesias de los pueblos. Muchas de
esas propiedades parecí an má s cortijo que casa de Dios, y estaban aten-
didas por sirvientes, domé sticos y esclavos. En sus mejores tiempos, la
abadí a del Tegernsee fue propietaria de 11. 860 alquerí as; el convento
de Saint Germain des Pré s, junto a Parí s, tení a unas 430. 000 hectá reas,
y el abate de Saint Martí n de Tours llegó a poseer 20. 000 sirvientes.
Y mientras los hermanos legos y los siervos de la gleba cargaban con
las faenas, mientras los conventos se enriquecí an gracias a las dotes
y las herencias, la riqueza inevitablemente corrompí a cada vez má s a los
religiosos. «De la religió n nació la riqueza —decí a un proverbio medie-
val—, pero la riqueza devora a la religió n. » En tiempos la Iglesia cristia-
na fue dueñ a de una tercera parte de las tierras de Europa; en 1917, la
Iglesia ortodoxa era propietaria de una extensió n de territorio en Orien-
te proporcional a Rusia. Y todaví a hoy la Iglesia de Cristo es la mayor
terrateniente privada del mundo. «¿ Dó nde hallaremos a la Iglesia?
Naturalmente allí, donde campea la libertad» (segú n el teó logo Jan
Hoekendijk). 20
En la Edad Media, el estatuto de las clases menesterosas, natural-
mente determinado por el ré gimen feudal, y las usurpaciones territoria-
les de los prí ncipes y de la Iglesia conllevaron una opresió n cada vez ma-
yor, que recayó sobre grandes sectores de la població n, y acarrearon la
ruina de lospauperes liben homines y los minus potentes mediante la po-
lí tica de conquistas, el servicio de las armas, los tributos, la represió n
ideoló gico-religiosa y rigurosí simos castigos judiciales. Todo ello provo-
có la resistencia individual y colectiva de los campesinos, cuyas socieda-
des secretas e insurrecciones, conjurationes y conspirationes llenan toda
la historia de Occidente desde Carlos el Grande hasta bien entrada la
Edad Moderna.
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