INTRODUCCIÓN GENERAL 2 страница
Será n temas especiales de nuestra investigació n en ese contexto: el
derecho de expiació n, el bracchium saeculare o intervenció n de las auto-
ridades temporales en la sanció n de disposiciones y leyes de la Iglesia,
con aplicació n cada vez má s frecuente de la pena capital (por decapita-
ció n, ahorcamiento, muerte en la hoguera, lapidació n, descuartiza-
miento, empalamiento y otros variados sistemas). De los catorce delitos
capitales legislados por Carlomagno despué s de someter a sangre y fue-
go a los sajones, diez se refieren exclusivamente a infracciones de tipo
religioso. La frase estereotipada morte moriatur recae sobre cuantos ac-
tos interesaba reprimir a los portadores del mensaje gozoso: robo de
bienes de la Iglesia, cremació n de los muertos, denegació n del bautis-
mo, consumo de carnes durante los «sagrados cuarenta dí as de la Cua-
resma», etcé tera. Con arreglo al antiguo derecho penal de Polonia, a los
culpables de haber comido carne durante el ayuno pascual se les arran-
caban los dientes. 21
Discutiremos tambié n los castigos eclesiá sticos por infracciones al
derecho civil. Los tribunales eclesiá sticos fueron cada vez má s odiados.
Hay cuestiones que discutiremos extensamente: las prá cticas expiato-
rias (los bienes robados a la Iglesia debí an restituirse al cuá druple, y
segú n el derecho germá nico hasta veintisiete veces lo robado); las pri-
siones eclesiá sticas y monacales, llamadas especialmente ergá stulas
(tambié n se llamaba ergá stula a los ataú des), donde eran arrojados
tanto los «pecadores» como los insumisos y los locos, e instaladas ge-
neralmente en só tanos sin puertas ni ventanas, pero bien provistas de
grilletes de todas clases, potros de martirio, manillas y cadenas. Se do-
cumentará la pena de exilio y la aplicació n de este castigo a toda la fa-
milia, en caso de asesinato de un cardenal, extensible hasta los descen-
dientes masculinos en tercera generació n. Tambié n estuvieron muy en
boga la tortura y los castigos corporales, sobre todo en Oriente, donde
hizo furor la afició n a mutilar miembros, sacar ojos, cortar narices y
orejas. Asimismo gozaban de especial predilecció n, como suele suce-
der en los regí menes teocrá ticos, los azotes, como demuestra incluso la
abundancia de sabrosas denominaciones (corporis castigatio. flageü um^
flagelli disciplina, flagellorum poena, percussio, plagae, plagarum vir-
gae, verbera, verberatio, verberum, vindicta y así sucesivamente). La
pena de los azotes, con la que se sancionaban hasta las má s mí nimas in-
fracciones, se aplicó sobre todo en los conventos a monjes y monjas,
pero tambié n a los menores de edad, a los sacerdotes y sobre todo a los
miembros del bajo clero, todos los cuales recibieron palos desde el si-
glo v hasta el xix por lo menos; a menudo, eran los abades y obispos
quienes esgrimí an el lá tigo, el vergajo o la correa; a veces, los maltra-
tados por los obispos eran abades, y habitualmente se superaba el tope
de 40 o 39 golpes señ alado por la ley mosaica para llegar a los 70, los
100 o los 200, quedando esta determinació n «a discreció n del abad»
aunque, eso sí, só lo en casos excepcionales se autorizaba a «proceder
hasta la muerte del reo» (segú n el cató lico Kober en comentario a Reg.
Magistri c. 13). Es bastante plausible que no todas las autoridades llega-
sen a tales excesos, y seguramente no todos serí an tan vesá nicos como
el abad Transmundo, que arrancaba los ojos a los monjes del convento
de Tremití, o les cortaba la lengua (y que, pese a ello, gozó de la pro-
tecció n personal del papa Gregorio VII, quien tambié n gozó de gran
notoriedad). Ni debe sorprender que ocurriesen tales cosas cuando
autoridad tan señ alada como Pedro Damiá n, cardenal, santo y padre de
la Iglesia, llegaba a la conclusió n de que, si un castigo de 50 azotes era lí -
cito y saludable, cuá nto má s no deberí a serlo uno de 60, 100, 200 o in-
cluso 1. 000 o 2. 000 azotes. Por eso, durante toda la Edad Media menu-
dearon las insurrecciones de religiosos, hartos de algú n abad frené tico
que luego era linchado, mutilado, cegado, envenenado o apuñ alado por
su grey. Incluso delante del altar fue traspasado a puñ aladas alguno de
estos superiores, o asesinado por bandidos a sueldo. El caso es que los
castigos corporales para los inferiores fueron tan frecuentes durante la
Alta y la Baja Edad Media, que el ordinario solí a preguntar rutinariamen-
te durante sus visitas si se sabí a de alguien que no fustigase a sus escla-
vos o colonos. 22
Otros aspectos que van a merecer nuestra atenció n: la posició n de la
Iglesia ante la esclavitud y el trabajo en general; la polí tica agraria, co-
mercial y financiera de los monasterios, verdadera banca de la Alta
Edad Media (durante los siglos X y xi hallamos en la Lorena monaste-
rios en funciones de institutos de cré dito o verdaderos bancos), conver-
tidos en potencias econó micas de primera magnitud. La agitació n de los
monjes en el mundo de la polí tica y del dinero fue incesante, sobre todo
durante las ofensivas alemanas hacia el Este, cuando las ó rdenes partici-
paron en empresas de colonizació n y asentamiento, despué s del genoci-
dio de naciones enteras. A comienzos del siglo XX, los jesuí tas controla-
ban todaví a la tercera parte del capital en Españ a, y ahora que llegamos
a finales del mismo siglo dominan el banco privado má s grande del mun-
do, el Bank of Amé rica, mediante la posesió n del 51 % de sus acciones.
Y el papado sigue siendo una potencia financiera de categorí a mundial,
que ademá s cultiva los má s í ntimos contactos con el mundo del hampa
mediante instrumentos como el Banco de Sicilia, entre otros, llamado
«el banco de la Mafia».
El financiero Michele Sindona, ex alumno de los jesuí tas y «el italia-
no má s cé lebre despué s de Mussolini» (Time), as de los banqueros de la
Mafia (cuya actividad se desarrolló principalmente en Italia, Suiza, Es-
tados Unidos y el Vaticano), siciliano que tuvo má s bancos que camisas
tienen muchos hombres y que, segú n se dice, hizo buena parte de su for-
tuna gracias al trá fico de heroí na, era í ntimo amigo del arzobispo de
Messina y tambié n del arzobispo Marcinkus, director del banco vaticano
«Instituto para las Obras de Religió n» («mi posició n en el Vaticano es
extraordinaria», «ú nica»), y entre sus amistades figuraba Pablo VI. Sin-
dona era tambié n asesor financiero y asociado comercial de la Santa
Sede, cuyos bancos siguen especulando con el dinero negro del gangste-
rismo organizado italiano. El mafioso Sindona, «probablemente el
hombre má s rico de Italia» (Lo Bello), que «habí a recibido del papa
Pablo VI el encargo de reorganizar la hacienda vaticana» {Sü ddeutsche
Zeitung) en 1980, fue condenado a 25 añ os de cá rcel en Estados Unidos,
como responsable de la mayor quiebra bancaria de la historia de dicho
paí s; má s tarde, fue extraditado a Italia, donde, en 1986, dos dí as des-
pué s de su condena a cadena perpetua (por inducció n al homicidio),
murió envenenado con cianuro pese a todas las medidas de seguridad
que se habí an adoptado. Significativas fueron las declaraciones del ma-
gistrado milanos Guido Viola, despué s de investigar doce añ os de activi-
dades financieras de Sindona (105. 000 millones de pesetas en pé rdidas,
só lo en Italia): «El juicio no ha servido para destapar por completo ese
tarro de inmundicia». Tambié n Roberto Calví, otro banquero de la Ma-
fia que acabó colgado de un puente sobre el Tá mesis en 1982, figuraba
durante el pontificado de Pablo VI en el cerrado cí rculo de los «uomini
di fiducia», y en su calidad de «banquero de Dios», como le llamaban en
Italia, contribuyó a «propagar por todo el mundo el cá ncer de la delin-
cuencia econó mica instigada desde el Vaticano». (Mencionemos de paso
que, en abril de 1973, el director Lynch, del Departamento de represió n
del crimen organizado y la corrupció n en el Ministerio de Justicia esta-
dounidense, acompañ ado de funcionarios policiales y del FBI presentó
en la Secretarí a de Estado vaticana «el documento original por el que el
Vaticano» encargaba a la Mafia de Nueva York «tí tulos falsificados por
un valor ficticio de casi mil millones de dó lares», «una de las mayores es-
tafas de todos los tiempos»; el autor del encargo, por lo que parece, no
era otro que el arzobispo Marcinkus, «í ntimo amigo de Sindona» [Ya-
Ilop]. ) El predecesor de Pablo, el papa Pí o XII, cuando murió en 1958
dejó una fortuna privada (la misma que, segú n ciertas alegaciones, ha-
bí a gastado por entero en salvar a muchos judí os de las persecuciones
nazis) de 500 millones de pesetas en oro y papeles de valor. Durante su
pontificado, el nepotismo alcanzó dimensiones verdaderamente rena-
centistas. Se ve que los ministros de la salvació n pensaban sobre todo en
salvar su propio patrimonio. 23
La avaricia de los prelados está documentada por testimonios de to-
das las é pocas, así como el enriquecimiento privado de papas, obispos y
abades, sus lujos generalmente desaforados, las malversaciones del pa-
trimonio eclesiá stico en beneficio de parientes, la simoní a, la captació n
de canonjí as o su usurpació n, el cambalacheo de dignidades eclesiá sti-
cas, desde la de sacristá n de aldea hasta la misma de pontí fice. O la venta
de vino, cerveza, ó leos, hostias, pildoras abortivas (! ) llamadas lateó las;
la prá ctica del soborno incluso por parte de los má s famosos doctores
de la Iglesia, del papa Gregorio I, de san Cirilo (que impuso un dogma
mariano con ayuda de enormes sumas de dinero), y otros muchos nego-
cios como el pré stamo, trá ficos diversos, usura, ó bolo de San Pedro, in-
dulgencias, colectas, captació n de herencias durante dos milenios, sin
exceptuar las gigantescas operaciones de trá fico de armas. Todo ello
consecuencia de la plé tora de privilegios de que disfrutaba el alto clero,
derechos de inmunidad, franquicias, condados, aranceles, dispensas de
impuestos, privilegios penales, culminando en la autonomí a orgullosa
del pontí fice romano: sic voló, sic jubeo! («Así lo quiero, así lo orde-
no»). Sin olvidar el aspecto econó mico de las persecuciones contra idó -
latras, judí os, herejes, brujos, indios, negros, ni el factor econó mico de
la milagrerí a, las estampitas, las vidas de santos, los librillos milagrosos,
los centros de peregrinaje y tantas otras cosas. 24
El santo fraude, o pí a fraus, con sus diversos tipos de falsificació n
(apostolizació n, concurrencia de peregrinos, escrituras de propiedad,
garantí as jurí dicas) se estudia en un apartado diferente, teniendo en
cuenta que en toda Europa, hasta bien avanzada la Edad Media, los fal-
sificadores fueron casi exclusivamente los religiosos. En conventos y pa-
lacios episcopales, y por motivos de polí tica eclesiá stica, buscaban la
manera de imponerse en las luchas de rivalidad mediante la falsificació n
de diplomas o la prá ctica de la interpolació n en los originales. La afir-
mació n de que durante la Edad Media hubo casi má s documentos, cró -
nicas y anales falsos que verdaderos, apenas es exagerada; el «santo en-
gañ o» se convirtió en un factor polí tico, «el taller del falsificador en ins-
tancia ordenadora de la Iglesia y del derecho» (Schreiner). 25
La explotació n sin escrú pulos de la ignorancia y de la superstició n, en
donde triunfan los engañ os basados en reliquias, libros de devoció n,
milagrerí as y leyendas (o dicho de manera cientí fica, «la reinterpretació n
de los hechos histó ricos en el sentido de una causalidad hagioló gica», se-
gú n Lotter), dirige nuestra atenció n hacia los aspectos culturales, y má s
principalmente hacia los de polí tica educativa.
Sin duda, las Iglesias, y en particular la Iglesia romana, han creado
valores culturales importantes, sobre todo construcciones, lo que obe-
decí a por lo general a motivos nada altruistas (representació n del po-
der), así como en el dominio de la pintura, respondiendo tambié n a ra-
zones ideoló gicas (las sempiternas ilustraciones de escenas bí blicas y de
leyendas de santos). Pero dejando aparte que el tan decantado amor a la
cultura contrasta fuertemente con la indiferencia cultural del paleocris-
tianismo, que contemplaba las «cosas de este mundo» con total menos-
precio escatoló gico, puesto que creí a inminente el fin de todas ellas
(error fundamental, en el que cayó el mismo Jesú s), conviene tener pre-
sente que la mayorí a de las aportaciones culturales de la Iglesia fueron
posibles gracias a la explotació n sin contemplaciones de las masas, es-
clavizadas y empobrecidas siglo tras siglo. Y frente a ese fomento de la
cultura encontramos todaví a má s represió n cultural, intoxicació n cultu-
ral y destrucció n de bienes culturales. Los magní ficos templos de adora-
ció n de la Antigü edad fueron arrasados casi en todas partes; edificios de
valor irreemplazable ardieron o fueron derribados, sobre todo en la
misma Roma, donde las ruinas de los templos serví an de canteras. En el
siglo x se dedicaban todaví a a derribar y romper estatuas, arquitrabes, a
quemar pinturas, y los má s bellos sarcó fagos serví an de bañ eras o de co-
mederos para los cerdos. De modo similar, pisotearon la grandiosa cul-
tura de los á rabes de Españ a «no quiero decir qué clase de pies», para
citar la frase de Nietzsche. Y en Amé rica del Sur el catolicismo arruinó
(ademá s de muchos millones de vidas) má s tesoros culturales que los
que innegablemente aportó, pese a la sobreexplotació n. 26
Pero la destrucció n má s tremenda, apenas imaginable, ha sido la cau-
sada en el terreno de la educació n. La cultura general de la Antigü edad
cada vez má s desterrada de las escuelas, la enseñ anza teoló gica convertida
en enseñ anza por antonomasia. Durante toda la Edad Media só lo se con-
sideraban ú tiles aquellas ciencias que contribuyeran a la pré dica eclesiá sti-
ca. Entre los reunidos en el Concilio de Calcedonia se hallaron 40 obispos
analfabetos. Los papas de los siglos siguientes se envanecí an de su ignoran-
cia, no sabí an el griego y hablaban pé simamente el latí n. Gregorio I Mag-
no, el ú nico papa doctor de la Iglesia ademá s de Leó n I, segú n la tradició n
mandó quemar una gran biblioteca que existí a en el Palatino. Es probable
que no todos los papas de los siglos IX y X supieran leer y escribir.
En la Edad Media las artes no eran sino instrumentum theologiae, y
algunas veces fueron condenadas como «necedades y vanidades». («Mi
gramá tica es Cristo. ») En las ó rdenes abundaban tambié n los illiterati et
idiotae. Desapareció el floreciente comercio librero de la Antigü edad, la
actividad de los monasterios fue puramente receptiva. Trescientos añ os
despué s de la muerte de Alcuino y de Rá bano Mauro, los discí pulos toda-
ví a estudiaban con los manuales que aqué llos escribieron. E incluso santo
Tomá s de Aquino, el filó sofo oficial de la Iglesia, escribe que «el afá n de
conocimientos es pecado cuando no sirve al conocimiento de Dios». 27
Aunque, en realidad, apenas estudiaba una í nfima minorí a; todaví a
hoy, buena parte de la sabidurí a del clero se funda en la ignorancia de
los laicos. Hasta la é poca de los Hohenstaufen, la mayorí a de los prí nci-
pes cristianos no sabí an leer ni escribir; un trazo dibujado al pie de los
documentos bastaba para considerarlos vá lidos. Los aristó cratas medie-
vales fueron «necios» (necio = el que no sabe) durante mucho tiempo;
así podí a engañ arlos má s fá cilmente el clero. Y las masas populares ve-
getaron en condiciones del má s absoluto analfabetismo hasta bien en-
trada la Edad Moderna. Despué s de la primera guerra mundial, o má s;
concretamente en 1930, cuando dos terceras partes de la població n es-;
pañ ola padecí an carencias alimentarias endé micas, só lo en Madrid se^
contaban 80. 000 niñ os sin escolarizar, obedeciendo sin duda a los princi-
pios definidos por un ministro cató lico. Bravo Murillo, cuando, al solici-
tarle licencia para levantar una escuela con capacidad para 600 hijos de
obreros, contestó: «Lo que necesitamos no son hombres que sepan pen-
sar, sino bueyes que sirvan para trabajar». 28 í
En las universidades, la hipertrofia del aristotelismo abortó cual-
quier posibilidad de investigació n independiente. Al dictado de la teolo-
gí a estaban sometidas la filosofí a y la literatura; en cuanto a la historia
como ciencia, era desconocida por completo. Se condenó la experimen-
tació n y la investigació n inductiva; las ciencias experimentales quedaron
ahogadas por la Biblia y el dogma; los cientí ficos arrojados a las mazmo-
rras, o a la hoguera. En 1163, el papa Alejandro III (recordemos de
paso que por esa é poca existí an cuatro antipapas) prohibió a todos los
clé rigos el estudio de la fí sica. En 1380, una decisió n del parlamento
francé s prohibí a el estudio de la quí mica, remitié ndose a un decreto del
papa Juan XXII. Y mientras en el mundo á rabe (obediente a la consigna
de Mahoma: «La tinta de los escolares es má s sagrada que la sangre de
los má rtires») florecí an las ciencias, en especial la medicina, en el mun-
do cató lico las bases del conocimiento cientí fico permanecieron inalte-
radas durante má s de un milenio, hasta bien entrado el siglo xvi. Que
los enfermos buscasen consuelo en la oració n, en vez de llamar al mé di-
co. La Iglesia prohibí a la disecció n de cadá veres, y a veces incluso re-
chazó el empleo de medicamentos naturales por juzgarlo una interven-
ció n ilí cita en los designios divinos. En la Edad Media no tení an mé dico
ni siquiera las abadí as má s grandes. En 1564, la Inquisició n condenó a
muerte al mé dico André s Vesalio, fundador de la anatomí a moderna,
por haber abierto un cadá ver y por haber afirmado que al hombre no le
falta la costilla con que fue creada Eva. 29
En coherencia con esa tutela de la enseñ anza, encontramos otra ins-
titució n, la censura eclesiá stica, muy a menudo (por lo menos desde los
tiempos de san Pablo, en Efeso) dedicada a la quema de libros adversos,
paganos, judí os o sarracenos, a la destrucció n (o la prohibició n) de lite-
raturas cristianas rivales, desde los libros de los arrí anos y nestorianos
hasta los de Lutero. Pero no vayamos a olvidar que los protestantes
tambié n implantaron a veces la censura, incluso para los sermones fú ne-
bres y tambié n para obras no teoló gicas, siempre que tocaran cuestiones
eclesiá sticas, religiosas o de costumbres.
É sta es una selecció n de los principales temas que he contemplado
en mi historia del crimen. Y sin embargo, no es má s que un segmento
minú sculo de la historia en general.
¡ La historia!
Fá bula, segú n Napoleó n; charlatanerí a, como dijo HenryFord; des-
tilado de rumores, segú n Cariyie, y vergü enza del gé nero humano, se-
gú n el parecer de Seume (tan escasamente conocido como digno de ser
leí do). Y yo añ ado: la prueba má s segura del fracaso de la educació n. La
historia de los individuos y de los pueblos es, sin duda, lo má s complejo
y complicado, porque pretende abarcar e integrar todos los fenó menos
del universo humano, en todo momento una catarata gigantesca en donde
intervienen factores forzosamente ocultos, tanto para los contemporá -
neos como para la posteridad, sentimientos, ideas, acontecimientos, los
condicionantes de esos hechos, la manera en que los mismos son perci-
bidos, una barabú nda insospechable de eventos que pertenecen al pa-
sado, un entramado vertiginoso de formas sociales y de formas del de-
recho, de normas, de roles percibidos o no, de actitudes y mentalida-
des, de infinitos ritmos de vida heterogé neos e incluso antagó nicos, de
influencias de pensadores, de factores geopolí ticos, de procesos econó -
micos, de estructuras de clase, en donde hay que considerar tanto las
variaciones del clima como las estadí sticas demográ ficas, la prá ctica de
la esclavitud como los conciertos de Bach, la noche de San Bartolomé,
las jugadas de fortuna y las crisis de los precios, las neurosis eclesió ge-
nas, las encí clicas papales y los castigos judiciales, la prostitució n, los
debates parlamentarios y la vivisecció n, la moda, y mucho má s, ya que,
por si fuera poco, el psicoaná lisis agrega las motivaciones inconscientes,
sin dejar de lado las aportaciones de la psicosociologí a analí tica, las de la
historiografí a misma o historia de la historia, en un palabra, citando a
Max Weber: «Una corriente titá nica y caó tica de acontecimientos que
avanza a travé s del tiempo», o como dice Droysen: «la historia que en-
globa todas las historias». 30
¿ Es posible encontrar un punto fijo en esta ebullició n de la agitada
humanidad? ¿ Hallaremos una constante en lo que, por definició n, es
devenir ininterrumpido? ¿ Existe algo que no cambie, o que retome
siempre como el rí o de Herá clito?
Sin duda, no reconocemos en esta descripció n el papel que ya Cice-
ró n adjudicó a la historia como magistra vitae. ¿ Será tal vez lo contrario?
¿ Quizá la ú nica conclusió n que podemos sacar es «que los pueblos y los
gobiernos jamá s han aprendido nada de la historia, ni se han atenido
nunca a las reglas que de ella pudieran deducirse»? Casi todas las frases
lapidarias de Hegel me llevan a contradecir las anteriores, y tambié n é sa
es cierta só lo cuando nos referimos a los pueblos. Porque los gobiernos
sí han aprendido de la historia, y con tal é xito, que las ú nicas artes en
que no se inventa nada nuevo son las de la conducció n de los hombres,
como podemos ver con un poco de perspectiva.
Retornemos durante unos momentos al presente.
Cualquiera de nosotros puede leer la historia, má s aú n, revivirla a
travé s de sus propios ojos, aunque sin duda no tanto directamente como
por ví a de la «realidad» de los medios, es decir de los textos, las noticias,
los sermones escritos, los «cien rostros» (Braudel). Pero, por muy inex-
tricable que parezca la confusió n de los hechos histó ricos, los conflictos
de intereses, las influencias rivales, y por complicado que sea el organis-
mo de la sociedad, una cosa sí podemos ver todos, indiscutida y, segú n
todas las apariencias, indiscutible: que siempre hubo y hay en el mundo
una minorí a que manda y una gran mayorí a que es mandada, que hubo
y hay capillas reducidas de astutos explotadores y ejé rcitos innumera-
bles de humillados y ofendidos. «Comoquiera que definamos el Estado
y la sociedad, permanece siempre la oposició n entre la masa de los go-
bernados y el pequeñ o nú mero de los gobernantes» (Ranke). Esto rige
para la era de la exploració n espacial y la de la revolució n industrial, lo
mismo que para la é poca del colonialismo, o la del capitalismo mercan-
tilista occidental, o la de las sociedades esclavistas de la Antigü edad.
Así ha venido ocurriendo siempre, al menos, durante los dos mil añ os
que aquí nos ocupan; no digo que se trate de una ley, pero sí que ha sido
la regla general. ¡ Nunca fueron los pueblos dueñ os de sus destinos!
Siempre predominó un cierto afá n de poder y de seguridad, siempre
mandó una minorí a mediante la opresió n sobre la mayorí a, mediante la
explotació n, perpetrando matanzas en o por medio de ella, unas veces
má s que otras, admitá moslo, pero por lo general con excesiva asidui-
dad. En todos los siglos que nos ocupan, la historia estuvo hecha de
opresió n y humillaciones, de clases altas explotadoras y clases bajas ex-
plotadas: lo que hoy se llama «Estado de derecho» y que forma parte in-
disoluble de la civilizació n humana, o mejor dicho de la cultura humana,
y digo bien, porque los pueblos «cultos» siempre fueron los primeros en
dar ejemplo. 31
«La historia no se repite»: el dicho se repite siempre..., como la His-
toria misma: en las tensiones sociales, las insurrecciones, las crisis eco-
nó micas y las guerras. Es decir, en sus hechos principales y capitales, cu-
yas repercusiones, sin embargo, alcanzan a los á mbitos má s í ntimos de
la vida privada, en las relaciones entre amo y criado, entre amigo y ene-
migo. Visto de esa manera, en principio nunca pasa nada nuevo, pues,
en lo cualitativo, poco importa si la opresió n se ejerció por medio del
arco y la flecha o por el arcabuz, la ametralladora o la bomba ató mica.
La historia es un drama de muchos actos..., de violencia, sobre todo,
aunque tambié n un progreso ininterrumpido, digamos, desde el caza-
dor de cabezas hasta el especialista en lavados de cerebro, desde la cer-
batana hasta el misil, desde el derecho del má s fuerte hasta el derecho
escrito en articulados, ese disfraz de la violencia. Y así vamos de trata-
do de paz en tratado de paz, de metá stasis en metá stasis, de tropiezo
en tropiezo.
Queda visto, pues, lo que es permanente dentro de las mudanzas
de la historia, la estructura que la informa en profundidad. He ahí el
punto fijo en medio del cambio, la verdadera «histoire de longue duré e»
(Braudel), o en todo caso má s duradero que las eras abarcadas por esa
noció n: un «modelo» que lleva milenios de vigencia, un ritmo má s o me-
nos uniforme, una especie de «histoire biologique». Es casi como el rit-
mo de las mareas o el de las estaciones de la naturaleza, que tambié n se
repite a su manera; aunque pueda parecer desprovisto de una finalidad,
obedece a leyes causales, a cuyas manifestaciones, sin embargo, só lo
podemos asignar una probabilidad estadí stica y no una certeza. Por el
contrario, la historia responde a intenciones y a voluntades, es decir, a
acciones humanas deliberadas. 32
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