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La lucha de Teodosio «el Grande» contra los «herejes»




El emperador ya perseguí a desde el añ o 381 a todos los cristianos de confesió n diferente, cuando, mediante el decreto del 10 de enero, ordenó a todas las Iglesias sin excepció n unirse a los ortodoxos y no tolerar má s el culto «hereje». Envió a su general Sapor a Oriente para expulsar de las iglesias a los obispos arrí anos. Por doquier se les persiguió con rigor, aunque gozaron todaví a del apoyo de los godos por espacio de algunas dé cadas. Ese mismo añ o siguieron algunos otros decretos de religió n a favor de los cató licos y para combatir a sus oponentes. Teodosio conti­nuó ahora, lo mismo que Graciano, la persecució n de los marcionitas ini­ciada por Constantino, aunque con mayor brutalidad. Hizo pedazos ante/ sus propios ojos las peticiones de los obispos «herejes». Se prohibió a los cristianos no cató licos el derecho de reunió n, de enseñ anza, de discusió n y de consagració n de los sacerdotes. Se confiscaron sus iglesias y centros de reunió n, que pasaron a manos de los obispos cató licos o del Estado, y se limitaron sus derechos civiles. Se les impidió el acceso a la carrera del


funcionariado, se les negó la capacidad de legar y heredar, amenazá ndo­les de vez en cuando con el embargo de sus bienes, el destierro y la depor­tació n. Se atacó, entre otros, a los eunomianos, que en una ley del 5 de mayo de 389 eran ridiculizados como spadones (castrados). Se les retiró el ius militandi y testandi, es decir, el derecho a ser funcionarios en la corte y en el ejé rcito, así como a hacer testamento o ser tenidos en cuenta en los testamentos. Al morir, todos sus bienes pasarí an al fisco. (Su cro­nista será Filostorgios. ) Por pertenencia al maniqueí smo, que en el Có di­ce Teodosiano es la secta que con mayor frecuencia se cita y contra la que se lucha mediante veinte leyes, el emperador impone el 31 de marzo de 382 la pena de muerte. Pero tambié n estaba vigente para los encraci-tas, que rehusaban la carne, el vino y el matrimonio, los sacó foros, que usaban ropas bastas como manifestació n de su ascetismo, y los hidropa-rastacios, que celebraban la eucaristí a con agua en lugar de con vino. La policí a estatal debí a seguir la pista de todos los «herejes» y llevarlos ante los tribunales. A los denunciantes se les levantaban las penitencias habi­tuales en la é poca. Incluso muchas veces se recurrí a a la tortura. ¡ Sí, en el añ o 382 ya se presagiaba el té rmino Inquisició n^

Teodosio dictó cinco leyes en contra de los apó statas: una en el añ o 381, dos en 383 y otras dos en 391. Estos decretos, cada uno má s detalla­do y riguroso que el anterior, castigaban a los apó statas expulsá ndoles de la sociedad y privá ndoles de la capacidad de testar y heredar. Por consi­guiente, no podí an dejar un testamento vá lido ni ser herederos. Despué s de la tercera de esas leyes, se considera apó statas no só lo a los cristianos que se convierten al paganismo sino tambié n a los judí os, los maniqueos y los gnó sticos valentinianos. La cuarta ley comenta sobre la exclusió n de la sociedad lo siguiente: «Incluso hubié ramos ordenado expulsarlos a gran distancia y desterrarlos má s lejos, a no ser porque es mayor castigo vivir entre los hombres pero estando privados de su auxilio. Por consi­guiente, deben vivir como expulsados en su propio medio. Les está prohi­bida la posibilidad de regresar a su anterior condició n. Para ellos no hay ninguna penitencia; no son " caí dos" sino " perdidos" ». La ú ltima de las leyes declara que los apó statas que ocupan puestos elevados tienen un «cará cter indescriptiblemente abyecto», y determina que se les somete­rá a constante proscripció n {infamia) y no se les contará ni entre los de la clase má s baja. Con ello se aniquila la existencia social de estas per­sonas. 98

La cancillerí a imperial recurre con regularidad en su legislació n an­tiheré tica al vocabulario anti-«herejes» desarrollado por los obispos cató ­licos de Occidente. Este no só lo influyó «sobre la redacció n de los textos, sino tambié n sobre su contenido» (Gottiieb), puesto que detrá s de Teodo­sio estaba naturalmente la Iglesia cató lica; «La Divina Providencia con­tribuyó a ello» (Baur, benedictino). Fue sobre todo Ambrosio -que en su


oració n fú nebre al emperador se congratulaba de que é ste hubiera acaba­do con el «infame extraví o»- quien «determinó a Teodosio a intentar unificar la Iglesia sobre la base cató lica en lugar de la arriana» (Dempf). Tambié n el autor eclesiá stico Rufino de Aquilea pone de relieve que, tras su regreso de Oriente, Teodosio se dedicó con especial celo a la expulsió n de los «herejes» de las iglesias y la transmisió n de é stas a los cató licos. "

Ambrosio no cesó de incitar contra los cristianos de distinta confe­sió n, caracterizados todos ellos por «el mismo ateí smo» (! ), porque todos eran ciegos, se hallaban metidos en la noche de la falsedad y confundí an a las comunidades. Efectivamente, con la ló gica y sagacidad que a menu­do le eran propias, acusaba por un lado a los «herejes» de cerrar sus oí ­dos a la fe «al modo de los judí os» y, por otro lado, resaltaba su interé s en la fe, su afició n a plantear interrogantes, su impertinencia en cuestiones

de fe que incluso discuten. 100

Con todo, no fue ú nicamente Ambrosio el que no dejó de animar a Teodosio para que atacara con vehemencia a los herejes, sino tambié n otros padres de la Iglesia, como Gregorio Nacianceno. O como «el admi­rable Anfí loco», obispo de Iconio, emparentado con Gregorio Naciance­no y santo como é l. (La Iglesia cató lica sigue celebrando la fiesta de An­fí loco el 23 de noviembre. ) Se presentó ante Teodosio y, segú n relata Teo-doreto, le pidió que «expulsara de las ciudades los conciliá bulos de los arrí anos. Sin embargo, el emperador consideró la petició n como excesi­vamente despiadada (! ) y no la aceptó. El prudente Anfí loco guardó si­lencio por unos instantes, pero forjó una curiosa artimañ a». En una nueva audiencia, saludó solamente a Teodosio pero no a Arcadio, su hijo, que hací a poco habí a sido nombrado sucesor. Cuando finalmente el monarca le invitó a hablar, el obispo declaró «con voz solemne: " Ya ves, oh empe- % rador, como no puedes soportar el desdé n hacia tu hijo, sino que te enfa-^ das vivamente contra quienes se comportan de manera inconveniente con é l. Cree entonces que tambié n el Dios del universo abomina de quienes difaman a su Hijo y que los odia como ingratos frente a su redentor y be­nefactor". Así comprendió el emperador, admiró el hecho y las palabras del obispo, e inmediatamente dictó una ley que prohibí a las reuniones de

los herejes». 101

Los clé rigos han sabido en todas las é pocas có mo manejar a las testas

coronadas, aunque tuvieran que cambiar sus mé todos.

Karl-Leo Noethlichs, que no hace mucho ha estudiado ampliamente «las medidas legislativas de los emperadores cristianos del siglo cuarto contra los herejes, paganos y judí os», recopila como condenas contra los «herejes» las siguientes: quema de libros, prohibició n de construir igle­sias, prohibició n de consagrar sacerdotes, secreto de enterramiento, prohi­bició n de discusió n, enseñ anza y reunió n, privació n de iglesias y lugares de culto, limitaciones a la capacidad de dictar testamento, penas indeter-


minadas, intestabilidad, infamia, destierro, multas o (para los má s po­bres) bastonazos, privació n de bienes, pena de muerte. Sin embargo, en el siglo xx el jesuí ta Lecler afirma, especialmente refirié ndose a finales del siglo iv: «Hagamos constar primero que la Iglesia, tanto en los perí o­dos de paz como en los de lucha, no olvida los principios del Evangelio sobre el respeto de conciencia y la libertad de fe»102

No la «olvida» (una palabra de los jesuí tas), pero, si es necesario, la menosprecia siempre y cuando sea posible.

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