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Con la legislación y la guerra contra el paganismo




Teodosio ataca al paganismo con igual vehemencia que a los «here­jes», y lleva adelante la «polí tica antipagana má s rigurosa hasta la fecha» (Noethlichs), animado «con frecuencia por obispos y monjes» (Kome-mann). 103

A los cristianos pasados al paganismo, Teodosio les negó en los añ os 381 y 383 la capacidad de testimonio y de heredar, y en 382 dispuso la supresió n del tí tulo de pontifex maximus, así como la retirada otra vez de la diosa Victoria del Senado. Entre 385 y 388 obligó al cierre de numero­sos templos en Siria y Egipto. El monarca cató lico se mostró especial­mente activo en Milá n (388-391) -donde Ambrosio acudí a casi cada dí a al palacio imperial-, mediante la estricta prohibició n de asistir a los tem­plos, adorar a las estatuas y ofrecer sacrificios, así como endureciendo anteriores decretos dictados contra los apó statas. Cuando el Senado ro­mano quisó colocar por tercera vez, en 388-389, la estatua de la Victoria en su saló n de sesiones, el vacilante monarca se negó a ello, aunque el obispo Ambrosio le dio su opinió n «claramente a la cara». En 391, Teo­dosio dispuso una prohibició n general de orar ante imá genes de dioses y de ofrecerles sacrificios, que má s tarde habrí a de endurecerse en nuevas ocasiones. Una orden del 24 de febrero de 391 dirigida al preferí 3 de la ciudad de Roma para impedir la prá ctica de sacrificios y la asistencia a los templos, es decir, toda ceremonia pagana, se amplió el 16 de junio a Egip­to, y ese mismo añ o se privó tambié n a los apó statas de sus derechos ciu­dadanos y polí ticos.

A los jueces que se oponí an a estas leyes se les pusieron fuertes mul­tas. Si un alto funcionario {í ndices) acudí a a un templo para adorar a los dioses, no só lo tení a que pagar 15 libras de oro de multa sino tambié n re­nunciar al cargo. Los gobernadores provinciales en el rango de có nsules debí an pagar 6 libras de oro y asimismo dimitir. Una ley antipagana dic­tada al añ o siguiente sanciona la ofrenda de sacrificios como crimen de lesa majestad. En caso de ofrecerse incienso, el emperador confiscaba «todos los lugares que hubieran sido alcanzados notoriamente por el


 

humo del incienso» {turis vapore fumasse). Si no eran propiedad de quien lo habí a quemado, é ste debí a pagar 25 libras de oro, lo mismo que el pro­pietario. A los jefes administrativos indulgentes se les castigaba con 30 li­bras de oro y a su personal se le imponí a la misma suma. Geffcken consi­dera esta ley «casi en el tono de un retó rico sermó n misionero», Gerhard Rauschen habla del «cá ntico fú nebre del paganismo». Tuvo como conse­cuencia la prohibició n del culto a los dioses en todo el Imperio. 104

De este modo, muchos templos fueron ví ctima del furor cristiano, como el de Juno Caelestis en Cartago o el de Sarapis en Alejandrí a; Teodosio, que «eliminaba a los herejes sacrilegos», como le alababa Ambrosio en su discurso funerario, transformó el templo de Afrodita de Constantino-pí a en una cochera. Amenazó con el destierro o la muerte por realizar servicios religiosos de la «superstició n pagana» (gentilicia superstitio) se prohibió ofrecer incienso, encender velas, colocar coronas e incluso el culto privado en la propia casa. Tambié n Agustí n ensalza al faná tico por­que «desde el principio de su gobierno habí a sido incansable», «socorrien­do a la Iglesia amenazada (! ) mediante leyes muy justas y misericordio­sas contra los paganos», y porque «hizo destruir por doquier las imá genes de los í dolos paganos». 105

Pero Teodosio reprimió el paganismo incluso mediante una violentar guerra, circunstancias que vuelven a poner de manifiesto el comportan miento de Ambrosio.

Valentiniano II, que desde la muerte de su madre estaba totalmente entregado a su amigo «paternal», el obispo, colgaba de una soga en su| palacio de Vienne el 15 de mayo de 392. Allí le habí a trasladado Teodosio^ a fin de asegurar Italia para su propio hijo Honorio. Y allí, en Vienne, Va­lentiniano fue asesinado, quizá s por orden de Arbogasto, general pagano? franco que era su primer ministro. Las distintas fuentes difieren conside­rablemente. Segú n Zó simo, Só crates, Filostorgios y Orosio, estrangula-; ^ ron al emperador, segú n Prosperio fue é l mismo quien se mató. (En Mi-í lá n, adonde se le trasladó, durante el discurso funerario, Ambrosio afir-? mó, con la Biblia, de modo algo ambiguo: «Cualquiera que sea la muerte! que arrebata al justo, su alma descansará en paz». ) Sin embargo, Arbo-j gasto, al que muchos acusan de la muerte de Valentiniano, era considera­do como el hombre de má xima confianza de Teodosio en Occidente. Así pues, ¿ tambié n estaba Teodosio detrá s de la liquidació n del monarca? Arbogasto insistió en su inocencia; Teodosio guardó silencio. Cuando el 22 de agosto de 392 Arbogasto coronó en Lyon como emperador a Eu­genio, antiguo profesor romano de gramá tica y retó rica, y é ste proclamó inmediatamente ante Teodosio, mediante una embajada de obispos, la inocencia de Arbogasto, Teodosio permaneció pasivo. De esta manera cre­ció la incertidumbre en Milá n. 106

Segú n la opinió n generalizada, Eugenio era un cristiano religiosa-


mente indiferente, que tras su proclamació n mantuvo lazos crecientes con la reacció n pagana. Aunque no la fomentó de modo explí cito, la au­torizó desde el principio. No dictó ninguna ley contra los «herejes» ni contra los judí os, aunque querí a mantener las buenas relaciones con la Iglesia. En resumen, lo que deseaba era una clara tolerancia en polí tica religiosa. Se ha demostrado en varias ocasiones «que la reacció n pagana bajo Eugenio coincidí a con los esfuerzos a favor de un entendimiento po­lí tico leal, aunque con la condició n de tolerar la religiosidad pagana» (Straub). Pero esto no lo deseaba Teodosio ni tampoco Ambrosio. Así, aunque este ú ltimo mantuviera al principio unas buenas relaciones con Eugenio -incluso alegaba una amistad personal-, se echó ahora atrá s, lo mismo que Teodosio. ¿ Tomarí a medidas contra Arbogasto en Italia? ¿ O reinaba aquí Eugenio, que, aunque se mostraba predispuesto al entendi­miento con Teodosio, habí a cerrado un pacto con los reyes francos y ala-manes, por el que é stos se comprometí an a poner tropas a su servicio?

Ambrosio se encontraba en una disyuntiva. Dejó sin contestar dos cartas de Eugenio, que como emperador buscaba todaví a el contacto con el poderoso prí ncipe de la Iglesia. Al final supo, como dirí a en otra oca­sió n, que «se puede vivir de manera má s segura con el silencio [... ] el sa­bio primero medita antes de tomar la palabra: qué tiene que hablar, a quié n debe hablar, en qué lugar, en qué momento [... ]». Cuando al cabo de varios meses Teodosio expresó su condolencia a la hermana del falle­cido, garantizá ndole su protecció n, rompió Ambrosio su silencio y se apresuró a escribir al monarca. Hasta ese momento, leemos, un excesivo dolor se lo habí a impedido. Se lamenta vehementemente del triste desti­no de Valentiniano, aunque silenciando por completo la polí tica, lo ú nico que le podí a importar, y acaba subrayando en una bendició n, restringida y oscura, su connivencia con los planes imperiales. No obstante, en 393, cuando amenaza la incursió n de Eugenio sobre Italia, Ambrosio se dirige tambié n a é l, le manifiesta su lealtad, le llama «clementia tua», le concede sin reservas la «imperatoria potestas» y justifica su comportamiento con la conocida sentencia de Pablo sobre la autoridad. ¡ Finalmente, el episco­pado galo acabó colaborando otra vez! Sin embargo, má s tarde el obispo huye, pasando por Bolonia, hasta Florencia, donde expulsa espí ritus im­puros y resucita a un muerto (! ). Amenaza en una carta con la excomu­nió n a Eugenio, que ha avanzado sobre Milá n y ha fijado allí su residen­cia, aunque protesta de su inocente obediencia (sedulitatem potestati de-bitam). Exhorta a su clero, que está ahora en apuros, a no renunciar a su sacerdocio y é l mismo regresa, en cuanto Eugenio abandona la ciudad, el 1 de agosto de 394, ganando «lo mismo que los estrategas eclesiá sticos de todos los tiempos [... ] nuevas fuerzas con la huida» (Davidsohn). El conflicto producido entre los dos emperadores le parece ahora de nuevo una lucha entre Dios y el diablo... 107


 

La lucha, llevada al menos al campo religioso -si bien Teodoreto veí a a los ejé rcitos enemigos materializados en el signo de la cruz y en la ima­gen divina de Hé rcules, y Ambrosio contribuyó declarando el conflicto guerra de religió n-, fue preparada en ambos bandos con ceremonias y consignas religiosas. Con la confianza, por un lado, en las profecí as y los sacrificios paganos, y por otro en la «fuerza de la religió n verdadera» (yerae religionis fretus auxilio, Rufin); por lo tanto, igual que en 388 contra Má ximo, consultando de nuevo al respetado Juan de Escitó polis, en el desierto tebano (que augura el é xito «despué s de un abundante de­rramamiento de sangre»), mediante oraciones, ayunos y una solemne procesió n a la iglesia del apó stol y má rtir. Al partir, Teodosio vuelve a re­zar (en la sé ptima piedra miliar) en la iglesia de Juan Bautista, que é l mismo habí a hecho levantar hací a poco, lugar donde desfila el ejé rcito, donde los emperadores lanzaron sus arengas a las tropas en formació n y donde el añ o anterior se habí a depositado la presunta cabeza de Juan Bautista. Eusebio y Arbogasto habí an ocupado el bosque situado a la sa­lida del puerto alpino Juliano y habí an colocado allí estatuas de Jú piter. Al llegar a la altura del puerto, Teodosio se arrojó al suelo, suplicó al cie­lo entre lá grimas y pasó toda la noche rezando en una capilla. Hacia el alba, cuando se durmió, antes de la batalla decisiva de Frigidio (hoy Wip-pach), en un afluente del Isonzo, se le aparecieron el evangelista Juan y el apó stol Felipe, «con vestiduras blancas y sentados sobre caballos blan­cos», con la buena nueva de «impartir á nimos» (Teodoreto). Antes de la carnicerí a, el «muy creyente emperador» se arrodilló para rezar a la vista de todos; entonces, segú n relata Orosio, da con el signo de la cruz la se­ñ al de ataque (signo crucis signum proelio dedif). y tambié n sus soldados llevan por delante «la cruz del Redentor». «Seguid a los santos -gritó el carnicero de Tesaló nica-, a nuestros luchadores y guí as [... ]. »108

Así, los dí as 5 y 6 de septiembre del añ o 394, en unió n del Redentor, de numerosos santos, gracias a la traició n de un suboficial y a un viento huracanado decisivo para la batalla y que incapacita a los eugenianos para el combate, se derriba «valientemente a los enemigos» (Teodoreto), «má s con la oració n que por la fuerza de las armas», afirma Agustí n. Durante el primer dí a de la batalla, que discurrió favorable para Eugenio, el clé rigo españ ol Orosio informa -con gran satisfacció n y manifiesta exagera­ció n- de diez mil godos caí dos. Por el lado de Teodosio luchaba un con­tingente de má s de veinte mil visigodos, dirigidos por Alarico, que su­frieron grandes pé rdidas. Los godos creí an por ese motivo, y quizá s no les faltara razó n, que el emperador habí a puesto con ello sus miras en que se debilitaran. En cualquier caso, los soldados de Teodosio se retiraron simulando huir y Eugenio distribuyó regalos entre sus tropas. Sin embar­go, despué s del segundo dí a de batalla, en el que el bora, el viento tor­mentoso que golpeó frontalmente contra las tropas eugenianas, resultó


decisivo -siendo considerada, por supuesto, como un «juicio de Dios»-, Eugenio fue apresado, encadenado y decapitado allí mismo, clavá ndose su cabeza en una lanza y llevá ndola así por toda Italia. Arbogasto anduvo errante durante dos dí as por las montañ as, tras lo cual se suicidó. Lo que consoló a los padres de la Iglesia fue el hecho de que la carnicerí a en el ejé rcito de Teodosio afectó sobre todo a soldados «bá rbaros». Y Ambro­sio, que mientras remaba el usurpador le habí a llamado con toda claridad «cristiano» y «clementissimus imperator», le denomina ahora «indignus usurpator» y a sus tropas «infideles et sacrilegi». Compara el triunfo de su oponente con la victoria de Moisé s, Josué o David, y se alegra de que el Imperio haya sido lavado «de la suciedad del indigno usurpador», de la «inhumanidad del bá rbaro ladró n», como asevera en una carta a Teo­dosio, al que enví a de inmediato otra en té rminos má s rigurosos antes de acudir presuroso ante é l para felicitarle personalmente y celebrar un ofi­cio de acció n de gracias, comunicando la victoria durante la misa. De to­dos modos, pidió tambié n de forma harto comprensible la indulgencia para los eugenianos. (Lo mismo harí an los obispos alemanes 1551 añ os má s tarde, en 1945. ) Teodosio hasta creyó haber ganado gracias a las oracio­nes de Ambrosio, que por su parte no dejó de hablar de la religiosidad y la manera de hacer la guerra del emperador. Debido a la sangre vertida, Teodosio se abstuvo durante algú n tiempo de tomar la eucaristí a; prime­ro se mata, despué s se hace penitencia, por así decirlo, despué s se sigue matando... 109

Agustí n tambié n se alegró de que el vencedor derribara las estatuas de Jú piter colocadas en los Alpes y que regalara sus rayos de oro «de mane­ara alegre y complaciente» a los mensajeros de la tropa. «Hizo destruir ¡ por doquier las imá genes de los í dolos, pues habí a descubierto que tam­bié n la concesió n de los dones terrenos depende del Dios verdadero y no de los demonios. »110

«Así era el emperador en la paz y en la guerra -comenta lleno de ale­grí a el devoto Teodoreto-; siempre pedí a la ayuda de Dios y siempre le fue concedida». El 17 de enero de 195, a los 48 añ os de edad, Teodosio morí a de hidropesí a. (Ninguno de los restantes protegidos imperiales de Ambrosio llegó a alcanzar la mitad de esa edad. ) Estando en el lecho de muerte, «pensaba má s en el bien de la Iglesia que en su propia enferme­dad», informa Ambrosio, que en un discurso funerario celebrado en Mi­lá n -naturalmente delante del ejé rcito- alababa la humildad y la caridad del monarca, diciendo de é l que era el ideal del gobernante cristiano y re­produciendo como resumen de su vida, sus presuntas ú ltimas palabras:

«He amado... », en el sentido de Pablo, por supuesto, de que el amor es el cumplimiento de las leyes. Mientras que, segú n Teodoreto, el emperador moribundo habrí a recomendado «" piedad completa" », «" puesto que con ella", dijo, " se garantizará la paz y se finalizará la guerra, se derrotará a


 

los enemigos [... ]». Es inú til esperar ló gica de los historiadores eclesiá s­ticos. En el siglo xn, el ilustre obispo Otó n de Freising, cuya Cró nica se considera como la cumbre de la croní stica mundial del Medievo afirma que despué s de 388 imperó bajo el emperador Teodosio «una é poca de total alegrí a y de paz no perturbada». 111

Y cuando el propio Ambrosio murió, el 4 de abril de 397, confortado con los Santos Sacramentos -sus restos descansan hoy, lo que nunca se habna imaginado, en un fé retro con los de los santos «Gervasio» y «Pro-tasio»-, su lucha la prosiguió un nuevo hé roe. 112


CAPITULO 3

EL PADRE DE LA IGLESIA AGUSTÍ N

(354-430)

«Agustí n es el mayor filó sofo de la é poca patrí stica y el teó logo má s genial e influyente de la Iglesia [... ], lleno de ardiente amor hacia Dios y desinteresado altruismo, rodeado del suave brillo de la bondad infinita y la afabilidad má s atractiva. »

martí n GRABMANN1

«Como pensador genial, dialé ctico agudo, inteligente psicó logo, de un raro ardor religioso, al tiempo que hombre afable, Agustí n fue ya durante su vida el gran guí a de la Iglesia latina. Para la é poca posterior, su importancia no puede ser mayor. »

E. HENDRIKX2

«El mismo Dios os lo hace a travé s nuestro cuando rogamos, amenazamos, ponemos en el buen camino, cuando os afectan las pé rdidas o las penas, cuando las leyes de la autoridad de este mundo se refieren a vosotros. »

AGUSTÍ N3

«Pero ¿ qué importa el tipo de muerte con el que finalice esta vida? » «Nadie ha muerto, bien lo sé, que no hubiera tenido que morir alguna vez. » «¿ Qué se tiene contra la guerra, quizá s que mueran seres humanos que alguna vez tení an que morir? »

AGUSTÍ N4

«La fuerza que me mueve es el amor. »

AGUSTÍ N5

«'^Prevalecen el deseo oculto de venganza, la mezquina envidia! Todo lo deplorable, lo-que-se-resiente, lo agobiado-por-los-malos-sentimientos, todo el mundo-gueto de las almas está de repente por encima de todo. Basta con leer a cualquier agitador cristiano, por ejemplo a san Agustí n, para entender, para olfatear, qué sucios compañ eros está n con ello por encima de todo. Se engañ arí a uno de medio a medio si se supusiera falta de entendimiento entre los dirigentes del movimiento cristiano. ¡ Oh, son inteligentes, inteligentes hasta la santidad, estos señ ores padres de la Iglesia! Lo que les falta es algo por completo diferente. La naturaleza les ha desatendido, olvidoLproyeerles de una discreta dote de instintos respetables, decente^limpios [... ]. Entre nosotros, no son ni hombres. »f

friedhich nietzsche

(El\Anticristo, 59)


Agustí n, el guí a espiritual de la Iglesia de Occidente, nació el 13 de noviembre de 354 en Tagaste (hoy Souk-Ahras, Argelia), de padres pequeñ oburgueses. Su madre, Mó nica, de estricta formació n cristiana, educó a su hijo en el pensamiento cristiano, aunque no le bautizó. Su padre. Pa­tricio, un pagano al que su mujer «serví a como a un señ or», «se hizo cre­yente hacia finales de su vida temporal [... ]» (Agustí n); apenas aparece en toda su obra y só lo le cita por encima con ocasió n de su muerte. Agustí n tení a por lo menos un hermano, Navigio, y quizá s dos hermanas. (Una de ellas, al enviudar, terminó su vida como superiora de un convento de monjas. ) De niñ o, un rasgo simpá tico, a Agustí n no le gustaba estudiar. Su formació n comenzó tarde, acabó pronto, y al principio fue ensombre­cida por las coacciones, los golpes, sus inú tiles protestas y las carcajadas de los adultos por ello, incluso de sus padres, que le acuciaban. 6

A los diecisiete añ os, el joven fue a Cartago, reconstruida bajo Augus­to. Un rico burgué s, Romaniano, habí a apoyado al padre de Agustí n, muer­to por esas fechas, permitiendo que el hijo realizara sus estudios. A decir verdad no lo hizo con mucho ahí nco. «Lo que me gustaba -admite en sus Confesiones- era amar y ser amado. » Le sedujo así «un caos salvaje de tumultuosos enredos amorosos», vagabundeó «sin rumbo por las calles de Babel», se revolcó «en su fango, lo mismo que en deliciosas especias |^ y ungü entos», mientras que la Biblia no le atraí a ni por su contenido ni por su forma, parecié ndole demasiado simple. Aunque acudí a a la igle­sia, lo hací a para encontrarse con una amiga. Y cuando rezaba, entre otras cosas pedí a: «Dame castidad, pero no todaví a [... ]». Temí a, efectivamen­te, que Dios le escuchara y «me curara de la enfermedad del apetito car­nal, que yo querí a má s saciar que extirpar». A los dieciocho añ os fue pa­dre. Una concubina, que vivió con é l cerca de dé cada y media, le dio un hijo en 372, Adeodato (don de Dios), que murió en 389. 7

Poseí do pronto por una ambició n desmedida, Agustí n codició rique­za, fama como orador y una mujer atractiva. Se hizo profesor de retó rica en Tagaste y Cartago (374), en Roma (383), donde contó con el apoyo del prefecto pagano de la ciudad, Simanco, y en Milá n (384). Aspiraba a conseguir un puesto como gobernador provincial por medio de amigos


influyentes; «yo desesperaba totalmente de la Iglesia». Le sobrevino en­tonces una afecció n pulmonar que cambió su vida por completo. El «ora­dor profesional» -«excesivo era mi hastí o de la vida, y enorme tambié n mi temor ante la muerte»- hizo de sus «bajos» deseos otros «má s eleva­dos», de su miseria una virtud y puso todo exclusivamente en el amor a Dios: «¡ Desdeñ a todo (! ), pero a é l respé tale! ». ¡ Mas no vaciló en expli­car que en el amor a Dios tambié n se podí a satisfacer el amorpropio\ (Su confianza en Dios no podí a ser mayor: por miedo al mar, nunca se atre­vió a navegar a lo largo de la costa rocosa hasta Cartago. )8

Sea como fuere, Agustí n, al que en la noche de Pascua del 25 de abril de 387 Ambrosio, a quien en un principio no consideraba como «maes­tro de la verdad», bautizó en Milá n junto con su hijo y su amigo Alipio, fue nombrado en 391, a pesar de una desesperada oposició n, presbí tero de Hipona, una ciudad portuaria de un milenio de antigü edad, el segundo puerto marí timo má s grande de Á frica. Y en 395 Valerio, el anciano obis­po griego de la ciudad, que hablaba un mal latí n, le nombra de forma ile­gí tima, así lo confiesa Agustí n, «obispo auxiliar» (coadjutor), en contra de las disposiciones del Concilio de Nicea, cuyo octavo canon prohibe la existencia de dos obispos en una ciudad. En su consagració n se produjo otro escá ndalo má s al no querer hacerla efectiva Megalio de Calama, el primado de Numidia, en el «criptomaniqueo», porque é ste habrí a regala- Í do un filtro amatorio a una mujer casada de elevado rango (al parecer, la esposa del obispo Paulino de Ñ ola, que, junto con Prudencio, fue el ma­yor poeta cristiano de la Antigü edad, y quien, por lo visto, desde enton­ces rompió los contactos con Agustí n). 9

A pesar de que el santo padeció achaques durante casi toda su vida, alcanzó la edad de 76 añ os. Van der Meer, su bió grafo, basá ndose en su antecesor Posidio de Calama, discí pulo y amigo de Agustí n, describe la muerte de é ste el 28 de agosto de 430: «Permaneció solo durante diez dí as, con los ojos constantemente dirigidos hacia el pergamino que con­tení a los salmos penitenciales y que habí a hecho clavar en la pared, y re­pitiendo las palabras entre llantos continuos. Así murió ». Pero ¿ por qué lloraba tan cerca ya del paraí so? Puesto que «Quien aspira, como dijo el apó stol " a apartarse para estar con Cristo" -escribí a Agustí n, natural­mente en los dí as sanos-, vive resignado y muere con alegrí a». Pero Agustí n no murió con alegrí a. Y no vivió resignado. 10

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