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Agustín sanciona la «guerra justa», la «guerra santa» y ciertas guerras de agresión




Mucho má s graves y asoladoras que sus ataques a todo lo no cató lico fueron las consecuencias derivadas de algo que el gran descendiente de un oscuro veterano romano no só lo no atacaba, sino que defendí a, que in­cluso consideraba necesario: la guerra. Luchaba ardorosamente contra todos aquellos que no pensaran igual que é l, ¡ pero no contra la guerra! Al contrario. El amantissimus Domini sanctissimus, como agasaja en el si-


glo IX a Agustí n el obispo Claudio de Turí n, el «cincel de la Trinidad, la lengua del Espí ritu Santo, que aunque hombre terrenal, era un á ngel del cielo revestido de carne, que poseí a el cielo y en visiones supraterrenales miraba como un á ngel constantemente a Dios», dejó constancia, como nadie antes que é l, de la compatibilidad entre el servicio a la guerra y la doctrina de Jesú s. 102

El padre de la Iglesia Ambrosio habí a celebrado ya una paté tica insti­gació n a la guerra, y el padre de la Iglesia Atanasio habí a manifestado que en la guerra era «legal y loable matar adversarios» (aunque de todas maneras mintió al decir que los cristianos se dedicaban «sin tardanza a las ocupaciones caseras en vez de a la lucha, y en lugar de utilizar sus manos para llevar armas, las elevaban para la oració n»). E igualmente Lactancio habí a dado un giro en su pensamiento hacia la batalla perma­nente, a pesar de todas sus aseveraciones anteriores de í ndole pacifista. 103

Sin embargo, ninguno de ellos admitió el sangriento oficio con tan pocos escrú pulos y de manera tan fundamentalmente hipó crita como el «á ngel del cielo» que mira «constantemente a Dios», siquiera fuese por­que estaba «revestido de carne», engendrado «por el sol ardiente de los tró picos» (Lachmann), y «en sus venas ardí a [... ] el caliente sol del norte de Á frica» (Stratmann). Un fuego, por cierto, no só lo del cielo, pues le hizo gastar fuerzas en «lascivia y prostitució n», en «oscuros placeres de amor», en el «semillero de los pecados», «lodo de la sensualidad», como adú ltero, pederasta y con dos favoritas, hasta que finalmente el orgu­llo desmesurado «nulla salus extra ecciesiam», virulento ya desde mucho antes, se le subió a la cabeza, propiciando la má s furibunda có lera, contra los «herejes», los paganos, los judí os, aunque no só lo contra ellos, no, tambié n contra los enemigos del Estado y del paí s, misió n má s propia del ejecutor de la justicia, así como del ejé rcito. 104

Ciertamente, Agustí n no compartí a ya el optimismo de un Eusebio o un Ambrosio, que equiparaban como providencial la esperanza de la pax romana con la de la pax christiana; puesto que: «Las guerras hasta la ac­tualidad no son só lo entre imperios sino tambié n entre confesiones, entre la verdad y el error». Al tejer su trama de gracia, predestinació n y á nge­les, Agustí n se comprometí a teó ricamente de forma cada vez má s negati­va frente al Estado romano. A este respecto, a la «gloria terrena» no la llamó «precisamente una mujer dé bil», pero sí «inflada y llena de vani­dad». Fue tal vez el ú nico autor antiguo que incluyó expresamente la vo­luntad de poder, la «libido domí nandi», entre los mayores vicios; consi­deraba el esfuerzo por ser señ or, «dominus» (un tí tulo cristoló gico), el peor de los endiosamientos, y al aplicarlo a la historia romana, hizo de este principio de moral teoló gica «el punto inicial de una crí tica radical al imperialismo» (Schottiaender). Agustí n -tan proclive a encolerizarse con los romanos de su é poca, a causa de su obstinació n, de su ingrata super-


 

bia- se mofaba de los gobiernos sin legitimidad llamá ndolos «bandas de forajidos», y calificaba las guerras contra los vecinos de «pillaje enorme» {grande latrocinium). En efecto, encontraba «má s glorioso» «matar a la guerra con la palabra que a los seres humanos con la espada, ganar o afianzar la paz mediante la paz que con la guerra». «El hecho es que la paz supone un bien tan grande que no hay nada en el á mbito de lo terreno y perecedero que sea má s grato de oí r, nada que se pida má s ardiente­mente, y tampoco nada mejor que se pueda encontrar. » Sin embargo, desde un punto de vista histó rico, esto era papel mojado, como el amor al enemigo en la Biblia. Agustí n sabí a que un «Estado cristiano» acorde con su idea no podí a realizarse en la Tierra. Por un lado, el Estado era vo­luntad de Dios, por otro, era consecuencia del pecado y estaba corrompi­do por el pecado original. La civitas Dei y la civitas terrena no se pueden identificar del todo, está n en interna contradicció n. Así, subraya en el prefacio de su obra: «Al aspirar ella [la civitas terrena} a dominar, sobre ella se ejerce el dominio, aunque [lo correcto es: porque] los pueblos la sirven». Detrá s de todo ello estaba su propia doctrina, segú n la cual todo Estado es una mezcla de trigo y maleza {triticum y zizania), una civitas mixta de bien y mal, en especial todo Estado de poder fundado en la libi­do dominandi, que se apoya en los pecados y que por ese motivo debe someterse a la Iglesia, basada en la gracia aunque de hecho tampoco libre de pecado. Esta filosofí a del Estado, que constituyó la base historicofilo-só fica de la lucha de poder medieval entre los papas y los emperadores, fue determinante hasta Tomá s de Aquino. 105

Tal como la Iglesia vení a haciendo desde Constantino, el prelado nunca diferenció en la prá ctica las esferas religiosa y polí tica; interpretó del mismo modo al polí tico y al obispo, y dado que era una «figura prin­cipal» {crucial figure: Brown) de tal simbiosis, colaboró durante dé cadas con el Imperio: en la lucha contra donatistas y circumceliones, contra las tribus bereberes africanas, los maniqueos, pelagianos, arrí anos, paganos, judí os..., «le prince et patriarche des persé cuteurs» (Joly). Los goberna­dores provinciales que vení an a Cartago procedentes de Rá vena, la mayo­rí a buenos cató licos, cristianos, escribe Brown, se veí an inmediatamente obligados a encomiar el interé s del obispo «por los decretos severos con­tra los herejes», así como a leer, desde el añ o 415, los ejemplares que les regalaba de La ciudad de Dios. Hasta el añ o de su muerte, Agustí n no só lo pidió de hecho el castigo de los asesinos, sino tambié n aplastar los levantamientos y someter a los «bá rbaros», tomá ndolo como una obliga­ció n moral. No le resultaba difí cil considerar maligno al Estado, pero sí ensalzar su prá ctica sangrienta y, como todo, tambié n esto «atribuirlo a la Divina Providencia». Puesto que «su modo de proceder» es «evitar la de­cadencia moral humana por medio de las guerras» (! ), así como «poner a prueba la vida de los justos y de los piadosos mediante tal calamidad».


Quien así piensa, de un modo infantil y cí nico a la vez, interpreta obvia­mente en el mismo sentido el mandamiento «No matará s». No hay que aplicarlo a la totalidad de la naturaleza y del reino animal. Discute con los maniqueos que no incluye la prohibició n de «arrancar un arbusto» ni afecta al «mundo animal irracional», pues dichos seres «deben vivir y morir para nuestro provecho: ¡ Sometedlos a vosotros! ». 106

«El hombre es dueñ o de los animales», se queja Hans Henny Jahnn en su genial trilogí a Fluss ohne Ufer. «No necesita esforzarse. Só lo tiene que ser ingenuo. Ingenuo tambié n en su ira. Brutal e ingenuo. Así lo quiere Dios. Aunque pegue a los animales irá al cielo. » Ya antes, autores como Theodor Lessing y Ludwig Klages habí an mostrado de modo per­suasivo que, como afirma este ú ltimo, el cristianismo encubre con una connotació n de «humanidad» lo que realmente quiere decir: que el resto de los seres vivos carecen de valor, ¡ salvo que sirvan a los seres huma­nos! «Como es sabido, el budismo prohibe matar animales, porque el animal es el mismo ser que nosotros; ahora bien, si se le viene a un italia­no con tal reproche cuando martiriza a un animal hasta la muerte, alegará que " senza anima'1'1 y " non é chrí stiano", puesto que para el cristiano cre­yente el derecho de existir radica só lo en los seres humanos. »107

Por otra parte, Agustí n manifiesta que «la salvació n de los á ngeles, de los seres humanos, de los animales» se debe a Dios, y llega a decir:

«Y de gusanos hace á ngeles». Incluso cuando Dios sana a los animales, aflora la idea de la «viva imagen», tal como muestra su comentario al salmo 3, versí culo 9 -«Del Señ or viene la salvació n»-: «Quien te cura a ti, es el mismo que cura a tu caballo, el mismo que cura a tu oveja y, para pasar a lo má s humilde, el mismo que tambié n cura a tu gallina». Y tam­bié n hace enfermar. Y destruye. No obstante, Agustí n cree que el ser hu­mano «incluso en las situaciones de pecado es mejor que el animal», el ser «de rango má s bajo». Y al vegetarianismo lo trata de «impí a opinió n hereje». 108

¡ Todo está en la misma lí nea, que nadie se engañ e! «Mientras haya mataderos -afirmaba Tolstoi lacó nicamente- habrá campos de batalla. »109

Sin embargo, segú n Agustí n, el hombre puede matar incluso al sum­mum de la creació n, la viva imagen de Dios, al hombre, «que supera a todo sobre la Tierra». En efecto, el hombre no só lo puede sino que debe matar al hombre cuando así se lo ordene Dios, «fuente de toda justicia», o una «ley justa». Por consiguiente, matar les está permitido a aquellos que hagan una guerra «por orden de Dios» o que, como representantes del poder estatal, castiguen «al criminal con la muerte». De Agustí n, el «gigante intelectual» que aparece «só lo una vez cada mil añ os», no cabe esperar la prudencia a que aludí a Lichtenberg el 14 de junio de 1791:

«Cuando imponemos a un asesino el suplicio de la rueda, ¿ no estaremos cayendo en el error del niñ o que golpea la silla contra la que ha choca-


 

do? ». No puede esperarse de é l esa prudencia, su Iglesia no la ha mostra­do hasta la fecha. 110

Pero ¿ no habrí a podido, o debido, sustentar Agustí n, el conocedor del Evangelio, el apó stol de Jesú s, la idea que mil cuatrocientos añ os má s tarde, poco despué s de Lichtenberg, formuló el gran Shelley?: «La gue­rra, sea por los motivos que sea, extingue en los espí ritus el sentimiento de sensatez y de justicia». «El hombre no tiene ningú n derecho a matar a sus semejantes y no tiene disculpa aunque lo haga vestido de uniforme. Con ello ú nicamente añ ade al crimen del asesinato la vergü enza de la es­clavitud. » «Desde el momento en que un hombre es soldado, se convier­te en esclavo [... ], se le enseñ a a despreciar la vida y el sufrimiento huma­nos [... ]. Cae má s bajo que el asesino; [... ] un soldado profesional es, por encima de todos los conceptos, aborrecible y despreciable. »111

¿ No tendrí a que haber seguido eso Agustí n, el discí pulo de Jesú s? Desde luego que no, precisamente su interpretació n, su perfeccionamien­to, por así decirlo, del pacifismo de Jesú s, del sermó n de la montañ a, es justo la contraria, no só lo liquidar asesinos, sino tambié n ejé rcitos enemi­gos, pueblos enteros: «Todo esto lo conduce y guí a el ú nico y verdadero Dios, segú n le parezca, pero siempre con justicia y equidad». El dere­cho a declarar la guerra lo tiene cualquier prí ncipe, tambié n el malo; in­cluso a los mayores monstruos, aquellos que como Neró n, al parecer, alcanzaron «el má ximo grado» de ansia de dominio, «por así decirlo, la cima de este vicio», «la Divina Providencia les dispensa el poder sobera­no». (Un ejemplo mucho má s actual es el caso de Hitler, al que en su mo­mento todos los cardenales y obispos alemanes atribuyeron «un reflejo del poder divino y una participació n en la autoridad eterna de Dios». ) Con la mala autoridad del Estado, señ ala Agustí n, Dios castiga a los se­res humanos. Por lo tanto, incluso con un mal gobernante -¡ una buena nueva para los dé spotas! - los soldados cristianos deben obedecer inme­diatamente si é l les ordena: «¡ Desenvainad la espada! ¡ Marchad contra ese pueblo! ». No es casual que Agustí n subraye la obediencia y la ponga por encima de casi todo, incluso sobre la castidad, siempre tan ponde­rada, sentenciando: «No hay nada tan ú til para el alma como la obedien­cia», y que llame a la desobediencia el vicio mayor. 112

Con estos puntos de vista el obispo se encuadra, desde luego, dentro de una larga tradició n. Bajo la influencia del Antiguo Testamento, la obe­diencia tiene tambié n en Jesú s una importancia fundamental, lo mismo que en Pablo. Creer y obedecer es idé ntico para ambos, convirtié ndose pronto la obediencia en una actitud fundamental de la vida cristiana. Se la exige a los esclavos con respecto a su señ or lo mismo que frente a la autoridad estatal, algo que no tiene que ver realmente con Jesú s, por no hablar de la subordinació n al obispo o al jefe del ejé rcito. La obediencia es, segú n Agustí n, simplemente parte del ser humano, la madre y guar-


diana de todas las virtudes humanas, propia só lo de la criatura racional, algo que refutarí a cualquier perro. La obediencia, postula el prí ncipe de la Iglesia, debe prestarse de manera libre y alegre, ¡ en sí misma propor­ciona verdadera libertad! En efecto, incluso en el má s allá existe la obe­diencia como un yugo dulce y ligero. 113

Pró ximo a la obediencia está el morir por la patria, su consecuencia má s corriente y triste al mismo tiempo. Y tambié n la má s absurda. Pero Agustí n, como cualquier prelado, seguro ante la muerte heroica, admira el amor a la patria. Y hoy se sigue afirmando que «nadie ya puede atre­verse seriamente a hablar del " patriotismo" de Agustí n; incluso hay que ponerlo en duda -hermosa ló gica-, si es que es aplicable el concepto [... I» (Thraede). É l, Agustí n, habla de ello bien alto, y como muestra la «dispu­ta cientí fica», existen multitud de contradicciones tanto en é l como en la propia disputa. Incluso Thraede (despué s de largas vacilaciones, sobre­cargadas de erudició n, y a veces de í ndole paró dica) conjetura acerca de la «ambivalencia» de Agustí n, subrayando: Roma garantiza la pax, sien­do en esto heredera de Babilonia, y aunque «Roma es sumamente impe­rialista, dado que es pars unitatis, resulta pese a ello aceptable para los cristianos». ¡ Qué ridí culo, nadar y guardar la ropa! 114

Agustí n sitú a en realidad el patriotismo por encima del amor del hijo hacia su padre. Aprecia tambié n el servicio militar y guerrero má s que ningú n otro padre de la Iglesia, aunque sabe perfectamente que la princi­pal diversió n de los soldados es aterrorizar a los campesinos locales. A pesar de ello, su propia comunidad habí a linchado antañ o al comandante de la guarnició n. 115

Segú n Agustí n, el soldado puede y debe matar sin cargo de concien­cia, ¡ en ciertos casos, incluso en una guerra de agresió n! Quien participa en esas confrontaciones deseadas por Dios «no peca contra el quinto mandamiento». Ningú n soldado es un asesino si mata a seres humanos por orden del legí timo ostentador del poder, «antes bien, si no lo hace, es culpable de contravenir y menospreciar la orden». No se detiene ahí:

«Los valientes guerreros merecen todo el aprecio y son dignos de alaban­za; su gloria es todaví a má s verdadera si en el cumplimiento de su deber se mantienen fieles hasta en los mí nimos detalles». Se revuelve vehe­mentemente contra la antigua sospecha, en realidad superada ya desde hací a mucho tiempo, de la enemistad de los cristianos hacia el Estado:

«Si tuvié ramos un ejé rcito igual que la doctrina de Cristo [! ] quiere tener soldados [... ] nadie se atreverí a a decir que esta doctrina es enemiga del Estado; no se puede por menos de confesar que, si se la sigue, supone la gran salvació n del Estado». Que se puede agradar a Dios con las armas lo demuestra el ejemplo de David y el de «muchos otros justos» de aquel tiempo. Agustí n cita al menos 13. 276 veces el Antiguo Testamento, ¡ del que antes habí a escrito que desde siempre le habí a resultado antipá tico!


 

Pero ahora le era de utilidad. Por ejemplo: «El justo se alegrará al con­templar la venganza; bañ ará sus pies en la sangre de los impí os». Y por supuesto, todos los «justos», ló gicamente, pueden hacer una «guerra jus­ta» (bellum iustum). Es un concepto introducido por Agustí n; ningú n cristiano lo habí a utilizado antes, ni siquiera el acomodadizo Lactancio, al que leyó con detenimiento. Pronto todo el orbe cristiano realizó fusta bella, bastando como motivo «justo» para la guerra cualquier mí nima desviació n de la liturgia romana. 116

La expresió n «bellum iustum», «guerra justa», faltaba en el cristianis­mo antes de Agustí n, pero el paganismo ya la conocí a desde hací a varios siglos.

El contenido del té rmino lo encontramos ya en Ennio, un famoso lite­rato romano nacido en 239 a. de C., y algo má s tarde, con mayor clari­dad, en el influyente Polibios, historiador y filó sofo helení stico de la his­toria. Segú n é l, los romanos no só lo declaraban abiertamente la guerra sino que buscaban tambié n un motivo oportuno que incrementara sus po­sibilidades de victoria. El concepto de «bellum iustum», sin embargo, no aparece hasta Ciceró n, que admiraba a Ennio y que a su vez influirí a má s tarde notablemente sobre Agustí n. '17

Lo mismo que distingue entre una guerra «justa» y otra «injusta», el obispo diferencia tambié n entre una paz «justa» y una «injusta», siendo, naturalmente, siempre justa la paz de los cató licos e injusta la de sus ad­versarios. Por esa razó n, Agustí n reconoce asimismo «que la paz de los injustos, comparada con la de los justos, no merece siquiera el nom­bre de paz». 118

Las proclamas pacifistas de Jesú s en el sermó n de la montañ a, señ ala el santo, só lo se cumplirí an literalmente si pudiera esperarse una enmien­da del contrario. En esas palabras Jesú s habrí a ofrecido má s una convic­ció n interna que un comportamiento a seguir. Es derecho del padre casti­gar a los hijos rebeldes, y del gobernante actuar de igual modo con los pueblos soliviantados. «Pues aquel a quien se le retire el permiso para la maldad, será convenientemente apresado. No hay nada má s infeliz que la felicidad del malo (felicí tate peccantium). »119

Agustí n recomienda encarecidamente el servicio militar, y cita bastan­tes casos de «guerreros temerosos de Dios» sacados de la Biblia; no só lo | los «numerosos justos» del Antiguo Testamento, tan rico en atrocidades, sino tambié n un par del Nuevo Testamento. «Sin embargo, [los sacerdo­tes] está n má s elevados -recalca de forma expresa el obispo-; es el rango que ocupan con Dios aquellos que han abandonado todos los servicios te­rrenos [... ]. Pero el apó stol dice tambié n: " Cada uno tiene su propio don del Señ or: uno de este modo, otro de una forma diferente". Por lo tanto, otros luchan por vosotros mediante la oració n contra enemigos invisibles, vosotros luchá is por ellos con la espada contra los bá rbaros visibles. »120


Por consiguiente, soldados y sacerdotes luchan juntos, si bien cada cual por su lado, cada uno mediante «el don propio del Señ or». «¡ Oh, si hubiera en todo una fe! Entonces apenas habrí a que luchar [... ]. » Algo en lo que de todas maneras se engañ a el santo. ¡ Los cristianos hicieron má s guerras entre sí que contra los que no eran cristianos! Pero, eso sí, siglo tras siglo, con sacerdotes, CON DIOS... Y segú n asevera Napoleó n, «no hay seres humanos que mejor se entiendan que los sacerdotes y los solda­dos». Tambié n Hitler tení a sus curas de campañ a. ¡ Y hasta el propio Sta-lin, incluso cató licos apostó licos romanos! 121

«Hacer la guerra -alecciona Agustí n- y mediante el sometimiento de los pueblos ampliar el Imperio [! ], se manifiesta a los ojos de los malos como felicidad, y ante los buenos como obligació n. Pero ya que serí a peor que los injustos dominaran sobre los justos, tambié n es adecuado llamarlo felicidad. » Hasta una guerra de expansió n puede hacer feliz «de modo conveniente». El obispo es oportunista, y lo suficientemente des­vergonzado como para considerar «guerras justas» las innumerables con­tiendas de Roma, y su grandeza extema, una «recompensa de Dios». Las guerras de Roma só lo estuvieron motivadas por la «injusticia» de los ve­cinos, al amenazar los estados fronterizos -que por lo demá s siempre existirí an por mucho que se expandiera- a tan justo Imperio. «Puesto que el Imperio só lo ha crecido por la injusticia de aquellos a los que se han hecho guerras justas -afirma el santo-. Serí a pequeñ o si hubiera tenido unos vecinos pací ficos y justos que no hubieran exigido la guerra con iniquidad [... ]. » Por otra parte. Roma no combatí a, como anteriores im­perios, por sed de placeres y ansias de poder, sino por motivos nobles:

querí a la gloria, llevar a los «bá rbaros» la cultura, la civilizació n, la «pax romana». 122

Al revisar las quince guerras de Roma en la é poca republicana, es de­cir, las tres pú nicas, las tres contra los macedonios, las tres contra Mitrí da-tes, las dos de Iliria, la guerra contra Antí oco III, la guerra contra Yugurta, la de las Galias, la campañ a contra los partos en tiempos de Craso, Sigrid Albert se ve en la obligació n de afirmar «que só lo un nú mero muy peque­ñ o de las guerras correspondí an a las propias exigencias de los romanos y pueden ser clasificadas de manera clara como bella iusta». De todos mo­dos, dicha autora encuentra tambié n muy reducido el nú mero de las bella iní usta, siendo la mayorí a de ellas «parcialmente justas». En suma, es evi­dente que la polí tica de los romanos «iba dirigida a salvaguardar su posi­ció n hegemó nica», o dicho en té rminos llanos: a asegurarse el botí n. 123

Pero Agustí n se extasí a formalmente ante estas orgí as de aniquila­miento: «¡ Cuá ntos imperios má s pequeñ os fueron pulverizados! ¡ Cuá n­tas amplias y famosas ciudades fueron destruidas, cuá ntos estados dañ a­dos, cuá ntos aniquilados! [... ] ¡ Qué masas humanas, tanto de soldados como de pueblo inerme, se hundieron en la muerte! ¡ Qué multitud de bu-


 

ques se hundieron en las batallas navales [... ]! ». No le conmueve la dura­ció n de las guerras, pues tambié n lo dispone el «amado» Dios; las gue­rras «discurren má s rá pidas o má s lentas hacia su final segú n disponga Su albedrí o y Su justa advertencia y misericordia, para castigar o confor­tar al gé nero humano». O para enmendarlo. Afirma Agustí n que «con este medio se enmendará ». Así, habla de guerras que duraron un tiempo considerable. Dieciocho añ os, segú n cuenta, se prolongó la segunda guerra pú nica (218-201), veintitré s añ os la primera (264-241), cuarenta la que se condujo contra Mitrí dates y su hijo Famakos (87-47), casi cincuenta, con algunas interrupciones, la mantenida contra los samni-tas (342-290). 124

Al igual que el sinfí n de desgracias y horrores del mundo, todo esto ocurrió porque Dios así lo querí a, sucedió «por indicació n de la Suprema Majestad»; el Todopoderoso, el Bondadoso Infinito, el Omnisciente con­cedió «a los romanos el Imperio en el momento en que quiso y en la me­dida en que quiso», pues Dios dirige «el comienzo, el curso y el final» de todas las contiendas. Los horrores de la guerra se producen tambié n, ase" vera Agustí n, só lo para vencer al adversario, para «en lo posible [... ] so­meter a los combatientes e imponerles entonces las propias leyes de paz»; a la postre todo se lleva a cabo ú nicamente en favor de la amada paz, «incluso los propios amigos de la paz no desean otra cosa que la vic­toria; mediante la guerra, pues, quieren alcanzar una gloriosa paz. ¿ Qué es la victoria, sino el sometimiento del contrario? Una vez alcanzado esto, sobreviene la paz. Por la paz se hacen entonces las guerras [... ]». A quien tema morir como consecuencia de ello, el gran santo le grita: «Sé muy bien que nadie ha muerto que no tuviera que morir alguna vez en al­gú n lugar». «Pero ¿ qué importa con qué tipo de muerte se acabe esta vida? » O con el cí nico desparpajo que le caracteriza: «¿ Qué se tiene con­tra la guerra, quizá s que mueran seres humanos que alguna vez tení an que morir? ». O sea: ¡ si tené is que reventar, por qué no de una vez! ¡ Cuan bellamente confirman todo esto las palabras del jesuí ta Kari Rahner, cuan­do dice que para Agustí n «Dios es todo, pero el hombre nada»! 125 Y la Iglesia se comportó en consonancia. ¡ Y Dios, no hemos de olvidarlo, es ella misma!

Que haya guerras le parece natural al heraldo del «piadoso mensaje». Al fin y al cabo, siempre habí a sido así. «¿ Cuá ndo no han sacudido la tie­rra las guerras, separadas en el tiempo y en el espacio? » Y así seguirá siendo. «Es el sino del orbe ser atacado constantemente por tales calami­dades, de manera parecida a como el mar tormentoso se revuelve con todo tipo de tempestades [... ]. » Realmente, ¿ no se parecen la guerra y la paz a la pleamar y bajamar, un fenó meno de la naturaleza? Pero, tranqui­liza Agustí n, todo esto es pasajero. «Ya que las desgracias actuales, que horrorizan a los hombres, y por las que tanto protestan, ofendiendo con


sus quejas al Supremo Juez, y aducen que ya no encuentran un redentor, los males actuales, pues, son sin duda só lo transitorios; se extinguen a travé s nuestro o nosotros perecemos por ví a de ellos. » Una filosofí a real­mente consoladora, muy cristiana. 126

Por lo demá s, con la guerra pasa lo mismo que con la tortura. Tam­bié n era una bagatela para Agustí n comparada con el infierno, resultaba «ligera» incluso en sus formas má s severas, porque es pasajera y transito­ria, una «cura»; todo para la enmienda y por el bien de los hombres: la tortura, la guerra. ¡ Un teó logo nunca se desconcierta! Por eso tampoco conoce la vergü enza.

Agustí n ú nicamente prohibí a el abuso del poder de las armas. La gue­rra como tal era natural, necesaria, lo mismo que un terremoto o una tem­pestad en el mar. Pero era vá lido «vengar la injusticia» -algo muy evan­gé lico y acorde con la doctrina de Jesú s-, tomar las represalias má s radi­cales, pues, segú n Agustí n, é se es precisamente el sentido de la «guerra justa». Y la misió n fundamental del soldado -¡ «una insignificancia»! -consiste en «responder a la violencia con la violencia». 127

¡ Violencia contra violencia! ¡ De nuevo muy en la lí nea de Jesú s! ¡ Ojo por ojo y diente por diente!

Inspirado en su lucha contra los donatistas, Agustí n amplió má s su teorí a de la guerra; ademá s de la teorí a de la «guerra justa» -a la que el Decretum Gratiani (redactado alrededor de 1150) confiere la importancia de una teorí a oficial de la Iglesia-, lanzó la de la «guerra santa» (bellum Deo auctore). Y ya que los matarifes cristianos luchan por la fe y contra el demonio -los «herejes»-, son de manera muy especial servidores de Dios. Esta «guerra santa» no tiene como instigadores a los potentados y a los militares, sino al propio Dios. 128

Huelga decir que no pocas veces Agustí n se hallaba má s cerca de los militares que del Señ or, al menos como Sus instituciones sobre la tierra.

Como ejemplo cabe citar a su amigo Bonifacio, uno de los generales má s competentes en Á frica y uno de los hombres má s cambiantes de su tiempo, fervoroso cató lico y afortunado luchador contra los grupos dona­tistas residuales, con el que gustaban de colaborar los obispos cató licos. Tras la muerte de su esposa, Bonifacio cayó en una crisis moral y vio en el servicio militar un impedimento para su bienaventuranza, por lo que quiso entrar en un convento, ante lo cual Agustí n protestó. Aunque odia­ba viajar, junto con su amigo Alipio -ambos obispos, ambos campeones del monacato, ambos ya ancianos, ambos santos- se apresuró a acudir a Thubunae, un emplazamiento en la retaguardia, un só lido puesto fronte­rizo, desde su lejana sede episcopal, y allí desbarataron el piadoso pro­yecto. Por lo demá s, Bonifacio no debí a volver a casarse, tení a que permanecer «casto», pero eso sí, como soldado, puesto que tambié n el guerrero es del agrado de Dios. El santo, que en otras ocasiones habí a en-


 

viado expeditivamente hacia «gloria et pax et honor in aeternum», instó de este modo al general cansado del mundo -haciendo referencia por su­puesto a los correspondientes pasajes bí blicos, aunque tambié n, como afirma el teó logo cató lico Fischer, «por un sano realismo» -(¡ todo lo que apoya el poder de la Iglesia es realista y sano! )- a que siguiera comba­tiendo para proteger a los cató licos de los vá ndalos arrí anos. Al parecer, el piadoso oficial, al que Agustí n dedicó varios de sus escritos, era quien les habí a llamado, poniendo incluso a su disposició n los navios de trans­porte, si bien esto es un punto discutido. En cualquier caso, los vá ndalos eran «moralmente» mucho menos «pervertidos» que sus cató licos, tan importantes empero para el pastor de almas. El rey Geiserico castigó en Á frica el adulterio, cerró los burdeles y obligó a las prostitutas a casarse. En cambio, el protegido y protector de Agustí n, al que é l habí a impedido acceder al estado monacal, regresó en 426 de una visita a la corte con una rica mujer, la «exuberante Pelagia, que se declaraba partidaria de la here­jí a amana», permitió que la hija que tuvo con ella fuera bautizada en el rito amano, y ademá s buscó el consuelo de varias concubinas en los tiempos difí ciles. Finalmente combatió con sus tropas ni má s ni menos que en la sede episcopal de Agustí n, donde é ste «apoyó religiosa y mo­ralmente» hasta el final la resistencia armada (Diesner). 129

«Reuniendo las ideas agustinianas de guerra y de paz -resume un ca­tó lico moderno- se obtiene casi el pacifismo clá sico. » De hecho, tanto Agustí n como la Iglesia se basan en las premisas: ¡ violencia contra vio­lencia! ¡ Vengar la injusticia! ¡ Matar sin cargos de conciencia! ¡ Ver tam­bié n en la guerra de expansió n «una dicha»! ¡ Y en la «doctrina de Cris­to» sobre los soldados «la gran salvació n»! 130

Otro discí pulo de Jesú s afirma en la actualidad: «La realidad en este caso era que desde el siglo ix, y especialmente en el xi, en buena medida como consecuencia de la lucha defensiva contra los pueblos paganos, la Iglesia adoptó frente a la guerra una postura cada vez má s positiva [... I» (Auer). ¡ Como si no hubiera autorizado y estimulado desde los siglos IV y v todas las grandes carnicerí as y guerras ofensivas! ¡ Ni siquiera enton­ces practicaba el «pacifismo clá sico» de Agustí n! Tampoco el arzobispo Senecio de Cirene, que, refirié ndose a los asurianos, una tribu del desier­to, así como al gobernador provincial Andronikos, que provocaba a la Iglesia, lanzó la frase: «Es feliz quien se desquita de ellos; feliz quien golpea a sus hijos contra las rocas». Asimismo predicaba: |«¡ La espada del verdugo contribuye a purificar a la població n en no menor medida que el agua bendita en la puerta de la iglesia! ». ]; Como si en su é poca no se hubiera esforzado Jeznik de Kolb, el principal escritor eclesiá stico ar­menio, en justificar la venganza de sangre! Ya el obispo Teodoreto habí a escrito: «¡ Los hechos histó ricos demuestran que la guerra nos aporta mu­chos má s beneficios que la paz! ». 131


De nuevo nos resulta muy instructivo Orosio, el discí pulo de Agustí n. La guerra le parece a Orosio algunas veces una cosa cruel, lo peor. Sin embargo, en el fondo las miserí ae bellorum eran una cuestió n de la é poca pagana, mientras que la era cristiana es de progreso pací fico. Si ahora tambié n hay guerras, algo que Orosio no puede negar, se trata de juicios de Dios, como por ejemplo debido a la «herejí a» arriana, en el caso de la guerra civil con Constancio II o la aniquilació n del «hereje» Valente en Adrianó polis (que por lo demá s era responsable, junto con el arrianismo, de todo tipo de cataclismos). Por supuesto, contra las «gue­rras defensivas» presentaba tan pocas objeciones como Agustí n, y al igual que é ste, aprobaba determinadas contiendas ofensivas. Siempre que una guerra se lleva a cabo en interé s del propio bando, del cristianismo, de la romanidad, el presbí tero Orosio hace la vista gorda, y de este modo no logra ver ningú n mal en ello, sobre todo porque el Estado romano cris­tiano constituye para é l el Estado ideal, el emperador romano cristiano, siempre que no sea un «hereje» (como Constancio o Valente), es el em­perador ideal, y a é l está n sometidos los ciudadanos, lo mismo que los cristianos a Dios. Si en una guerra por tales ideales las pé rdidas propias son pequeñ as, se trata incluso de una «guerra feliz». Las ví ctimas del otro lado, las de los «bá rbaros», los godos (especialmente malos cuando son paganos, algo menos si son cristianos), no le preocupan a Orosio. Actú a como si no se hubiera derramado ni una sola gota de sangre, ambivalente y contradictorio, tal como tan a menudo se manifiesta con respecto a los «bá rbaros» que caen sobre el Imperio con el permiso divino (permissu Deí ), si bien é l, Orosio, habrí a preferido expulsarlos de nuevo. 132

Só lo son dolorosas las guerras civiles, las de romanos contra roma­nos, de cristianos contra cristianos. Sin embargo, tales guerras civiles, de manera aná loga a como sucede con las defensivas contra los «bá rbaros», son, gracias a la ayuda divina, cortas y casi incruentas, sin grandes pé rdi­das, opina Orosio, al revé s de lo que sucedí a en otros tiempos. En efecto, las guerras de su emperador ideal, de Teodosio, acumulan victoria sobre victoria y se erigen así, sin derramamiento de sangre, en soberbios testi­gos de la té mpora christiana. En especial las guerras civiles de Teodosio contra los rebeldes Arbogasto y Eugenio. Desde la fundació n de Roma, asevera el discí pulo de Agustí n, no ha habido ninguna guerra «iniciada con tan piadosa necesidad, llevada con tan divina beatitud y atenuada con obras de caridad tan indulgentes [... I». Y añ ade Orosio, el irreductible fa­ná tico del progreso: mientras que en siete siglos de historia precristiana só lo existe un ú nico añ o de paz, en la era cristiana las guerras desapare­cen, constituyen la excepció n; con el nacimiento de Cristo regresa la tranquilidad, la pax augusta se prolonga con una pax christiana. Y no basta con eso: a los «felices tiempos cristianos» ya transcurridos se añ a­dirá n otros má s felices aú n por venir. 133


 

Agustí n vivió el desmoronamiento del dominio romano en Á frica, cuando las hordas vá ndalas invadieron Mauritania y Numidia en el vera­no de 429 y en la primavera de 430. Fue testigo de la aniquilació n de la obra de toda su vida: ciudades enteras fueron pasto de las llamas y sus habitantes asesinados, sin que en ningú n lugar las comunidades cató licas, esquilmadas por la Iglesia y el Estado, opusieran resistencia; al menos no existe ninguna relació n de ello. La fortificada Hipona fue defendida, como ya dijimos, ni má s ni menos que por el general Bonifacio, el mari­do de una arriana, y por sus godos igualmente arrí anos. Pero Agustí n, enclaustrado, en medio de la catá strofe, se consolaba con una idea que refleja lo peor de é l: «¿ Qué se tiene contra la guerra, quizá s que mueran seres humanos que alguna vez tení an que morir? », así como con las pala­bras: «No es grande quien considera muy transcendente el hecho de que caigan á rboles y piedras y que mueran los hombres, que de todos modos deben morir». Eran las palabras de un pagano, Plotino. 134

Agustí n murió el 28 de agosto de 430, y fue enterrado ese mismo dí a. Un añ o despué s Hipona, retenida por Bonifacio durante catorce meses, fue evacuada y parcialmente incendiada. El bió grafo de Agustí n, el santo obispo Posidio, que al igual que el maestro era un ferviente combatiente contra los «herejes» y los paganos, vivió todaví a algunos añ os entre las ruinas, y despué s el clero amano le desterró de Calama, tal como é l mis­mo habí a expulsado antañ o al obispo donatista. No se conocen ni la fe­cha ni el lugar de su muerte. 135


CAPITULO 4

LOS NIÑ OS EMPERADORES CATÓ LICOS

«Estos soberanos siguieron los ejemplos del gran Teodosio. »

cardenal hergenrother, HISTORIADOR DE LA iglesia'

«Tambié n los emperadores eran piadosos cató licos. »

peter BROWN2

«El mundo se hunde. »

san JERÓ NIMO3


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