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El obispo de Hipona y los judíos




El ú ltimo añ o de su vida lo aprovechó el santo para redactar un escri­to de lucha. Contra los judí os, en aquella é poca casi obligatorio. Aunque no es raro encontrar en é l con anterioridad invectivas antijudí as. 97

Agustí n, que só lo en una ocasió n informa sobre una conversació n


personal con un judí o, «un hebreo cualquiera» (a quien deja que le expli­que el significado de la palabra Racha), les ataca teoló gicamente y por su modo de vida.

Su diligencia le irrita tanto como su alegrí a o su bú squeda del placer, que a menudo critica. Repetidas veces les reprocha que acudan a los es­pectá culos. Les llama los mayores vocingleros del teatro. Sin embargo, aprovechan el sabbat só lo para comer golosinas, para holgazanear o, en lo que respecta a sus mujeres, para «bailar todo el dí a sin vergü enza so­bre sus tejados planos». Constantemente interpreta los salmos para ata­carles. Ve en los judí os a unos notables querellantes, dice que son peores que los demonios, que al menos habrí an reconocido al Hijo de Dios, que ya en su tiempo distinguí a entre sus seguidores y ellos «como entre la luz y la oscuridad». Lo mismo que Juan Bautista habí a descubierto el «vene­no» de los judí os y les habí a insultado llamá ndoles «engendro de ví bo­ras», «no seres humanos sino ví boras», Agustí n los vilipendia como malignos, salvajes, crueles, los compara con lobos, les llama «pecado­res», «asesinos», «vino de los profetas avinagrado», «rebañ o de ojos le­gañ osos», «suciedad removida». 98

Desde el punto de vista teoló gico, el experto afirma que los judí os no entienden lo que leen, que «sus ojos está n oscurecidos», que son «cie­gos», está n «enfermos», son «tan amargos como la hié l y á cidos como el vinagre». Son «culpables del monstruoso pecado del ateí smo». Simple­mente no quieren creer, y Dios ha «previsto su mala voluntad». No es su­ficiente: «El padre de quien sois, es el diablo». Esto no deja de repetirlo Agustí n con deleite. Y puesto que el diablo es su padre, no só lo tienen sus apetitos, sino que mienten como é l: «veí an en su padre lo que habla­ban; ¿ qué, sino mentiras? ». Pero é l, Agustí n, es como el abogado de Dios» de la verdad, y así, con santa insolencia, no deja de hablar de «nuestros primeros padres», «nuestro Moisé s», «nuestro David» -¡ cristianos pu­ros! -, «si bien ya viví an», lo cual es realmente incuestionable, «antes de que Jesucristo Nuestro Señ or se hiciera carne». Y despué s de haber tergi­versado la Biblia, como acostumbra, exclama: «¡ Y cuanto má s os ensal­cé is con insolente desvergü enza, tanto má s dura será la caí da para hundi­ros con mayor infamia! " No os tengo ninguna simpatí a", pero quien ha­bla no es nadie má s que el Señ or, el Todopoderoso». Y repite ahora con evidente placer: «No os tengo ninguna simpatí a». Huelga decir que los judí os persisten en su «maldad», «en sus mentiras», que es necesario en la historia de la salvació n, Dios así lo quiere, que constituyan una mino­rí a no apreciada, dispersos «desde que sale el sol hasta que se pone», que vagabundeen sin patria. «En una impí a maní a innovadora, como seduci­dos por artes má gicas, habí an caí do en dioses e í dolos extrañ os» y «final-i mente habí an matado a Cristo». 99                              I

En Handbuch der Kirchengeschí chte, el historiador cató lico de la Igle-


 

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sia Kari Baus cree que la interpretació n teoló gica que de la inconvertibili-dad de Israel realiza Agustí n, «se expone sin vejamen para el judaismo». 100

Con Sé neca, Agustí n cree que «este pueblo criminal» obliga a adoptar su estilo a todos los paí ses. «No se hará n cristianos sino que nos hacen judí os. Las costumbres de los judí os son peligrosas y mortales para los cristianos. Cualquiera que las siga, proceda del judaismo o del paganis­mo, cae en las fauces del diablo. » Sobre los judí os acuñ a su enemigo el dicho: «Id [... ] al fuego eterno», y proclama que deberá n seguir siendo esclavos hasta el fin de los tiempos; naturalmente, esclavos de los cristia­nos. Agustí n, que en su sede episcopal distinguí a tambié n entre «dos ti­pos de seres humanos, los cristianos y los judí os», desnaturalizó a é stos teoló gicamente hasta el extremo. Y para poderles negar los escritos del Antiguo Testamento, no só lo afirma: «Los leen como ciegos y los cantan como mudos», no só lo niega que sean «los elegidos», ¡ sino incluso su derecho a llamarse judí os! Sin embargo, evidentemente satisfecho, añ ade que al hablar así só lo le mueve el amor y nada má s que el amor: «¡ Qué bien tan grande es el amor! ». Todos los horrores cometidos por los cris­tianos contra los judí os los explica como un acto de justicia, y hasta man­tiene que «ciertas matanzas de judí os» (Pinay) son un castigo de Dios. Tambié n fue un castigo de Dios la destrucció n de Jerusalé n y la guerra de los judí os con los romanos. Pero el santo conoce muchos de esos castigos divinos, y escribe que los judí os tiemblan bajo los cristianos, llegando aun a jactarse de ello, quizá s con miras al primer gran pogromo judí o -la primera «solució n final»- ordenado por el santo padre de la Iglesia Cirilo en Alejandrí a, en el añ o 414: «Os habé is enterado de lo que les ha pasado cuando se han atrevido a levantarse só lo un poco contra los cristianos». Es tambié n el primer teó logo que culpa a los judí os de su tiempo de la muerte de Jesú s, lo que vuelve a determinar su eterna servidumbre, su perpetua servitus. En 1205, el papa Inocencio III adopta esta idea, y en 1234 pasa a formar parte de la colecció n de decretos de Gregorio IX. El antisemitismo de Agustí n influyó tambié n sobre la legislació n antiju­dí a del emperador. 101

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