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La campaña de Agustín contra los donatistas




A los donatistas, a quienes el africano no habí a mencionado nunca con anterioridad, les presta atenció n cuando ya es sacerdote. Pero desde entonces les combatió añ o tras añ o, con mayor furia que a otros «here­jes», les arrojó a la cara su desprecio y les expulsó de Hipona, su ciudad episcopal. Pues los donatistas habí an cometido «el crimen del cisma», no eran má s que «malas hierbas», animales: «estas ranas se sientan en su charca y croan: " ¡ somos los ú nicos cristianos! " ». Sin embargo: «Se diri­gen al infierno sin saberlo». 20

¿ Qué era para Agustí n un donatista? Una alternativa que no se le pre­sentaba, porque, cuando fue elegido obispo, el cisma contaba ya 85 añ os, era una cuestió n local africana, relativamente pequeñ a, aunque no dividi­da en «infinidad de migajas» como é l afirmara. El catolicismo, por el contrario, absorbí a a los pueblos, tení a al emperador de su parte, a las masas, como fanfarronea Agustí n, «la unidad de todo el orbe». Con fre­cuencia y sin titubeos insiste en tal demostració n de mayorí a, incapaz de hacerse la reflexió n que má s tarde formulará Schiller: «¿ Qué es mayorí a? Mayorí a es el disparate; la inteligencia ha estado siempre só lo en la mi­norí a». E incluso cuando se incurre en un error, piensa ese «gigante inte-


 

lectual que el mundo só lo concede una vez cada mil añ os», realmente se equivoca uno en el seno de la mayorí a. (Por supuesto, conoce otras «de­mostraciones» de la «ventas catholica»: recalca, por ejemplo, el milagro de su Iglesia, de los Evangelios; pero en el Evangelio só lo se cree «por la autoridad de la Iglesia cató lica», ¡ que basa su autoridad en los Evan­gelios! )21

Ya nos hemos encontrado en diversos lugares con los donatistas, cuya principal á rea de expansió n fue Mauritania y Numidia. Bajo Constantino y sus hijos se produjeron graves conflictos con ellos, que condujeron a encarcelamientos, fustigamientos, expulsiones e incluso la liquidació n de prelados donatistas, como la del obispo Donato de Bagai, un resuelto lu­chador de la resistencia, o el obispo Marculo, ambos má rtires; el lugar de ejecució n de este ú ltimo atrajo pronto a multitud de piadosos peregrinos. Despué s, el decreto unificador imperial del 15 de agosto de 347 dio lugar a una unió n (que perduró formalmente por espacio de catorce añ os) de donatistas y cató licos, que, bajo el lí der Grato de Cartago, condujo de nue­vo a la expulsió n y la huida de los adversarios, así como a la muerte del donatista Maximiano, que habí a roto un ejemplar del decreto de unió n cuando se proclamó. Sin embargo, el regreso de los exiliados bajo Julia­no provocó acciones de represalia. Ahora se produjo la caza, los malos tratos y, en casos aislados, la muerte de cató licos, y al volver el obispo Parmeniano de su exilio, tuvo lugar el florecimiento de la Iglesia dona­tista. 22

Pues aunque a é sta tambié n se la persiguió despué s del levanta­miento de Firmio, se prohibieron sus prá cticas anabaptistas y servicios religiosos y se exilió a varios de sus dirigentes -entre ellos al obispo Claudiano, que se encontraba a la cabeza de la comunidad donatista romana (fundada por el africano Ví ctor de Garba, su primer obispo, y que se reuní a ante las puertas de la ciudad)-, aunque un edicto impe­rial dictado en el añ o 377 y aplicado de manera bastante tibia renovaba todas las anteriores leyes antidonatistas, a pesar de todo ello el dona-tismo aventajó considerablemente a la Iglesia cató lica africana. Fue la confesió n de mayor fuerza, sobre todo por obra de su primado Parme­niano, en su cargo por espacio de treinta añ os, un hombre muy cualifi­cado tanto en su cará cter como intelectualmente y que poseí a tambié n grandes dotes literarias, que no era africano sino que probablemante procedí a de Hí spanla o la Galia. Incluso desde el lado cató lico se es­cribe hoy acerca de é l y de su mandato «que era firme en sus decisio­nes, se mantení a fiel a sus convicciones y era enemigo de intrigas y de la brutalidad». «Los contactos entre los miembros de ambas confesio­nes se normalizaron a nivel cotidiano y los donatistas hicieron proseli-tismo de una forma muy pací fica para el paso de los cató licos a su co­munidad» (Baus). 23


La supremací a del donatismo -que segú n Jeró nimo fue por espacio de toda una generació n la religió n de «casi toda Á frica»- comenzó a desin­tegrarse poco a poco tras la muerte de Parmeniano, debido en parte a ra­zones internas de la Iglesia, una escisió n en su seno, y en parte tambié n por un motivo extemo, una guerra perdida.

El sucesor de Parmeniano, Primiano, autoritario, estricto y carente de sensatez, provocó el levantamiento de su propio diá cono, el que má s tar­de serí a el obispo moderado Maximiano (un descendiente de Donato el Grande, muerto alrededor del añ o 355), y fue destituido en 393 por 55 obispos. Sin embargo, Primiano no lo soportó. Despué s de acosar a Ma­ximiano con todos los medios a su alcance, lo mismo mediante intrigas que recurriendo a la violencia, el 24 de abril de 394 reunió a 310 obispos a su alrededor en un concilio celebrado en Bagai, e hizo excomulgar a su oponente. La catedral de Maximiano fue reducida a escombros y cenizas, su casa confiscada por Primiano, y el anciano obispo Salvio de Membressa, al menos así lo denuncia Agustí n, fue obligado a bailar en su pro­pio altar con perros muertos colgados del cuello. 24

Mayores consecuencias tuvo una aniquiladora derrota en el campo de batalla.

El prí ncipe berebere Gildo, hermano del usurpador Firmio, general romano y comes Africae desde 386, que acabó siendo tambié n magister utriusque militae para Á frica, intentó independizarse de Rá vena y fue declarado enemigo del Estado, hostis publicus. Con el apoyo de un am-plio cí rculo de desheredados, esclavos, colonos, circumceliones (tem­poreros) y revolucionarios, intentó una nueva distribució n de la propie­dad y quiso ocupar el puesto del emperador y convertirse en el mayor terrateniente del norte de Á frica. Conspirando con Constantinopla, Gil­do ya habí a impedido de nuevo en el invierno de 394-395 las exporta­ciones de Á frica hacia Roma, lo que dificultó los suministros a la capi­tal. En el verano de 397 cerró un acuerdo con el eunuco Eutropo, el mi­nistro má s influyente de Oriente, que mediante una embajada en Roma reivindicaba Á frica para su emperador Arcadio (383-408), el hijo ma* yor de Teodosio I. Gildo declaró su anexió n al Imperio de Oriente, con­fiscó los bienes imperiales y privados y se unió a la Iglesia donatista, que se manifestaba como la comunidad de los pobres y los justos, que tendí a má s al separatismo y que ya habí a luchado contra las autorida­des romanas con ocasió n de la rebelió n de Firmio en el añ o 372. El obispo Opiato de Tamugadi (hoy Timgad), el prelado donatista má s in­fluyente de Numidia, era la mano derecha de Gildo y al parecer le ado­raba como a un dios. Opiato, cuya ciudad se contaba a comienzos del siglo v, junto con Bagai, entre las «ciudades santas» de los donatistas, seguí a una especie de polí tica comunista. Distribuyó las tierras y las propiedades resultantes por herencia, aterrorizando al lado de Gildo,


 

durante toda una dé cada, a los terratenientes del sur de Numidia y a los cató licos.

El emperador dictó la pena de muerte contra los asaltantes de iglesias. El mariscal Estilice, declarado enemigo del Estado por Eutropo en Cons­tantinopla (lo que condujo a la confiscació n de sus posesiones en la Roma de Oriente), envió contra Gildo a su propio hermano Mascezel, un ortodoxo faná tico, enemistado con Gildo por cuestió n de una querella de familia. Partiendo de Pisa, en la isla de Capraria tomó a bordo a varios monjes para asegurarse así la victoria con su apoyo. Segú n afirma Oro-sio, sacerdote cató lico, Mascezel estuvo orando y cantando salmos con estos monjes dí a y noche. Y en la primavera de 398, ya delante del ene­migo, relata Orosio que a Mascezel se le apareció san Ambrosio y señ aló con una vara en la tierra: hic, hic, hic. Mascezel entendió, hizo enviar «suaves palabras de paz» a los soldados enemigos, atravesó a uno de sus abanderados el brazo con un arma blanca y atacó por sorpresa en Ammae-dara (Haidra) al ejé rcito de su hermano, que al parecer contaba con unos setenta mil hombres y parte de cuyas tropas desertaron en el curso de la batalla, debido en cierta medida a que muchos de los oficiales simpatiza­ban con los terratenientes cató licos. Gildo y parte de sus funcionarios murieron ese mismo verano a manos del verdugo o se suicidaron. Sus bienes y propiedades -los de Gildo eran especialmente cuantiosos- pasa­ron al tesoro del Estado, se restituyeron las propiedades confiscadas a la Iglesia y se anularon los decretos anticató licos. El obispo Optato de Ta­mugadi, maldecido ené rgicamente por Agustí n, llamado familiarissimus amicus de Gildo y tambié n Gildonis satenes, «un perfecto bandido» (Van der Meer), murió en la cá rcel, venerado como má rtir por el pueblo dona­tista, mientras que los restantes obispos -un comportamiento habitual del alto clero en tales casos- se apresuraron a distanciarse de é l. Pero Agus­tí n celebró delirante la aniquilació n, y el á rabe Mascezel, a quien se de­bí a, murió pronto por orden de Estilicos, al parecer por envidia. «Los cristianos africanos son los mejores» (Agustí n). 25

El fracaso de Gildo animó ahora a los cató licos a atacar con mayor decisió n a los donatistas, que no poseí an ya ningú n alto funcionario. No obstante, puesto que en Á frica rara vez los donatistas se hací an cató licos pero sí con mucha frecuencia é stos se convertí an al donatismo, esta con­fesió n mantuvo su mayorí a hasta los añ os noventa de ese siglo. Estaban regidos por unos cuatrocientos obispos. Tambié n Hippo Regio y toda la dió cesis de Agustí n eran predominantemente donatistas; al parecer, é sta fue la ú nica razó n por la que el santo querí a ganar al principio mediante argumentos, por qué preferí a la diplomacia y la discusió n a la violencia. Durante añ os estuvo lisonjeando a los adversarios. El «orador profesio­nal» intentó persuadir a casi todos sus dirigentes. Sin embargo, los «hijos de los má rtires» no querí an estar unidos a los cató licos, la «nidada de


traidores» (obispo Primiano), a una Iglesia que «se ceba con la carne y la sangre de los santos» (obispo Optato), que siempre estaba al lado del Es­tado, de los opulentos. Por el contrario, el donatismo era má s una Iglesia del pueblo, y el donatista estaba convencido de ser miembro de una her­mandad «que está en guerra permanente con el diablo; su destino en este mundo serí a la persecució n, lo mismo que todos los justos habí an sido perseguidos desde Abel» {Reallexikon fü r Antike und Christentuní ).

A lo largo de su trá gica historia, los donatistas colaboraron con un movimiento de campesinos religioso-revolucionario, que infligió veja­ciones a los terratenientes: los circumceliones -temporeros del campo y al mismo tiempo el ala izquierda de esta Iglesia-, que gozaron primero del apoyo de Donato de Bagai y má s tarde del de Gildo. Segú n su adver­sario Agustí n, que los caracterizaba con el salmo de «rá pidos son sus pies para verter la sangre», robaban, saqueaban, prendí an fuego a las ba­sí licas, lanzaban cal y vinagre a los ojos de los cató licos, reclamaban pa­garé s y arrancaban con amenazas su emancipació n. Dirigidos a menudo por clé rigos, incluso obispos, «capitanes de los santos», estos «agonisti-ci» o «milites Christi» (seguidores de má rtires, peregrinos de afició n, te­rroristas) golpeaban a los terratenientes y clé rigos cató licos con mazos llamados «israeles» bajo el grito de guerra de «Alabado sea Dios» (laus deo}, las «trompetas de la masacre» (Agustí n). En todos los «desó rde­nes» que se decí an de ellos, dejaban entrever sin duda una cierta cohe­rencia. Los cató licos «dependí an en grado sumo del apoyo del Imperio romano y de los terratenientes [... ], que les garantizaban privilegios eco­nó micos y protecció n material» (Reallexikon fü r Antike und Christen­tuní ). No era raro tampoco que los explotados se mataran a sí mismos para llegar así al paraí so. Como decí an los donatistas, a causa de la perse­cució n saltaban desde rocas, como por ejemplo los acantilados de Ain Mlila, o a rí os caudalosos, lo que para Agustí n no era má s que «una parte de su comportamiento habitual». 26

La obligació n del martirio, tí pica de la Iglesia donatista, ya la formuló Tertuliano alrededor del añ o 225. Y Cipriano, el santo obispo, que admi­raba personalmente a Tertuliano y que, apoyado por todo el episcopado africano, habí a aseverado, contra el obispo romano Esteban, que ningú n eclesiá stico deberí a celebrar servicios religiosos en estado de pecado, se convirtió por así decirlo en un testigo principal de los cismá ticos. La muerte en martirio de Cipriano, acaecida el 14 de septiembre del añ o 258, su doctrina -rebatida con vehemencia por Agustí n-, así como su concep­to de los sacramentos y de la Iglesia de Tertuliano, sirvieron de especial testimonio para muchos africanos y probablemente forzaron la satisfac­ció n donatista hacia el martirio. En cualquier caso, el centro de sus ofi­cios era el culto a los má rtires. Excavaciones realizadas en el centro de Argelia, que fuera baluarte de los donatistas, han sacado a la luz innume-


 

rabies capillas dedicadas a la adoració n de los má rtires y que sin duda pertenecieron a los cismá ticos. Muchas llevaban citas bí blicas o su divisa «Deo laudes». 21

Se entiende que la inclinació n de los circumceliones hacia el martirio, recurriendo a las palabras del obispo cató lico Opiato de Milevo, no era má s que «cupiditas faisi martyrii»^

Los circumceliones les parecí an elementos subversivos a sus adversa­rios. Cogí an lo que les era imprescindible para vivir y a menudo iban en­cabezados por clé rigos, como el famoso obispo Donato de Bagai. Por tanto, arrancaban con amenazas, robaban, desvalijaban, asesinaban. Co­cinaban sus alimentos con la madera de los altares destruidos, hací an se­ñ ores de los esclavos, y esclavos a los señ ores. Los ataban a ruedas de molino y propagaban tales atrocidades que los propios acreedores se des­hací an de sus documentos de deuda y se daban por satisfechos con salir con vida. De todos modos, acerca de esta ala izquierdista de los donatis­tas -que al parecer estaban escindidos a su vez en diferentes «alas» (Romanelli)-, salvo unas pocas fuentes jurí dicas, só lo nos informan sus rivales, clé rigos y escritores cató licos, tales como Opiato, el obispo de Milevo, que a finales del siglo iv los describe «en tono pací fico» (Kraft), aunque atribuyé ndoles «locura» (dementia), tachá ndoles de «alienados», comparando a sus obispos con «ladrones» {latrones) y burlá ndose de que todaví a querí an ser considerados «santos e inocentes» {sancti et innocen­tes). Los prosé litos dirigidos por tales criaturas son considerados defi­cientes mentales, «insana multitudo», y capaces de cualquier crimen. Sin embargo, fue Agustí n, que constantemente fustigaba el «furor», los ata­ques de la «turbae (agmina, multitudines) circumcellionum» y que no veí a en ellos má s que ladrones, psicó patas e idiotas, quien afirmó que «siempre eran clé rigos sus cabecillas». Sus juicios crean «odio» y «exa­geraciones» (Bü ttner), mientras que la lucha contra los circumceliones, con todos sus rasgos reprobables o incluso criminales, «era objetivamen­te justa» (Diesnes). 29

Los donatistas reaccionaron con igual dureza frente a sus adversarios. Se produjo una fuerte resistencia y numerosos episodios de suicidio, pero tambié n sangrientas venganzas. Unidos a los circumceliones desvalijaron y masacraron, hicieron asaltos nocturnos, incendiaron las casas y las iglesias de los cató licos, lanzaron al fuego los libros «sagrados» y destro­zaron o fundieron sus cá lices para enriquecer sus propias iglesias, cuando no a sí mismos. Si un dirigente donatista se convertí a, como el obispo de Siniti, Má ximo, se amenazaba a sus seguidores. Agustí n relata que un heraldo de los donatistas fue a Siniti, donde Má ximo seguí a ocupando su cargo, y proclamó: «Quien siga en la comunidad eclesiá stica de Má ximo, verá quemada su casa». El airado padre de la Iglesia continú a informan­do só lo de los «hechos má s recientes». «El sacerdote Marcos de Casafa-


lia se ha convertido al catolicismo por propia voluntad, sin ser obligado por nadie. Por eso le persiguen vuestros seguidores, y casi le matan [... ]. Restituto de Victoriana se ha pasado a la Iglesia cató lica sin coacciones de ningú n tipo. Por ese motivo se le arrastró fuera de su casa, se le gol­peó, se le revolcó por el agua, se le vistió con ropajes burlescos [... ]. Mar­ciano de Urga se ha decidido por propia voluntad a favor de la unidad ca­tó lica; por eso, ya que é l habí a huido, vuestros clé rigos han golpeado hasta la muerte a su subdiá cono y le han tapado con piedras, y por eso se han demolido sus casas. »30

Ojo por ojo, diente por diente...

A los prelados numí dicos Urbano de Forma y Fé lix de Idicra se les consideraba particularmente crueles. Un obispo donatista se vanagloria­ba de haber reducido a cenizas con su propia mano cuatro iglesias. A los clé rigos se les maltrataba y se les quemaban los ojos, y se mutilaba tam­bié n a los prelados contrarios. A san Posidio de Calama le golpearon has­ta dejarle inconsciente. «A algunos -dice Agustí n- les sacaron los ojos, a un obispo le cortaron las manos y la lengua. » A varios, afirma, les llega­ron a matar, si bien los donatistas se guardaban de matar obispos, siquie­ra fuese por miedo al castigo. El obispo Maximiano de Bagai, ladró n de una iglesia donatista, se salvó en el ú ltimo instante de morir como un má rtir. Sin embargo, le dieron una paliza, le acuchillaron y destruyeron un altar bajo el que habí a buscado protecció n, propiná ndole ademá s toda suerte de golpes con el pie del altar. Al final, cuando ya se creí a que esta­ba muerto, cubierto de sangre le arrojaron desde la torre, y entonces se produjo un milagro, un montó n de estié rcol impidió que se completara el martirio. 31

Por el contrario, los donatistas, como tantas veces se pone de relieve, incluso por Agustí n, no podí an ser má rtires «porque no viví an la vida de Cristo». Pero ¿ acaso los má rtires propios no resultaban totalmente opor­tunos para el santo? ¿ No serví an para fanatizar a las masas? ¿ Para acre­centar la gloria de la Iglesia cató lica? ¿ No le parecí an precisamente por eso tan molestos los «hé roes» del contrario? Casi suplicante, escribió al cazador imperial de donatistas, el comisario Marcelino: «Si no quiere es­cuchar los ruegos del amigo, escuche al menos el consejo del obispo [... ], no quite esplendor al dolor de los servidores de Dios de la Iglesia cató li­ca, que debe servir de consuelo espiritual para los dé biles, castigando a las mismas penas a sus enemigos y atormentadores». 32

El fondo verdadero del problema donatista, que no só lo condujo a las guerras de religió n de los añ os 340, 347 y 361-363, sino que provocó los grandes levantamientos de 372 y de 397-398, no lo comprendió Agustí n o no quiso comprenderlo. Creyó poder explicar mediante una discusió n teoló gica lo que era menos un problema confesional que social, los pro­fundos contrastes sociales dentro del cristianismo norteafricano, el abis-


 

mo entre una clase superior rica y los que nada poseí an, que no eran en modo alguno só lo las «bandas de circumceliones», sino tambié n los es­clavos y las masas libres que aborrecí an a los dominantes. Mientras que la casta eclesiá stica directiva estaba formada sobre todo por romanos y griegos cató licos, los donatistas, extendidos por todo el norte de Á frica, se reclutaban sobre todo entre el pueblo cartaginé s, o mejor, entre la po-' blació n rural berebere-pú nica. Sin embargo, el suelo y la tierra de Numi-dia y de Maretania Sitifensis, una de las regiones olivareras má s impor­tantes del Mediterrá neo, pertenecí an en su mayor parte al Estado y a los terratenientes privados. Los campesinos, oprimidos por los funcionarios imperiales, estaban cró nicamente endeudados, lo que dio lugar a la apari­ció n de los temporeros errantes para la é poca de la cosecha, que fueron los propagandistas má s activos del donatismo. La gran diferencia de ni- -vel social entre los dos grupos cristianos y la enemistad de los bereberes y los pú nicos contra los romanos, contribuyeron mucho má s al cisma qufe la divergencia religiosa, que en sí era poco importante. 33

Agustí n no supo o no quiso ver esto. Defendí a con todo tesó n los inte­reses de la clase poseedora y dominante. Para é l los donatistas nunca te­ní an razó n, simplemente difamaban y mentí an. Sostení a que buscaban la mentira, que su mentira «llena a toda Á frica», «que la facció n de Donato se apoya siempre en la mentira». Só lo la expansió n del donatismo hizo que el santo guardara al principio moderació n, que practicara una «gue­rra con besos», como caracterizaba el obispo donatista Pertiliano de Cirta la tá ctica cató lica, razó n por la que aú n hoy se puede elogiar a Agustí n:

«aunque en algunas ocasiones [! 1 se desviara de los principios de la no violencia, en otros lugares nos da muestras de có mo se orientaba cons­cientemente por el mensaje del Evangelio para su comportamiento frente a los herejes» (Tomá s, que sin embargo só lo presenta una prueba). 34

Las penas no se aplicaban por igual a todos los «herejes». Si é stos eran numerosos, los castigos eran leves para no arriesgar una resistencia abierta. Así pues, se trataba ú nicamente de una tolerancia arrancada, res­peto por así decirlo en contra de la voluntad, una condescendencia contra «las malas hierbas sin mezclar», como Agustí n llama a los donatistas. «Por tanto les toleramos en este mundo que el Señ or llama su trigal y en el que la Iglesia cató lica está extendida en todos los pueblos, lo mismo que se toleran las malas hierbas entre el trigo [... ] hasta la é poca de la co­secha, de la limpieza de la era... »35

Pero si una «herejí a» contaba só lo con pocos seguidores, se procedí a con dureza contra ella. Así, en el añ o 411, el obispo de Abora en la Proconsularis, donde los cató licos eran mayorí a, confiesa: «Quien entre no­sotros se declara donatista es lapidado». No obstante, a una misma secta se la trataba de diferentes maneras segú n las circunstancias, para lo que no hací a falta demasiada inteligencia y todaví a menos vergü enza. 36


De manera aná loga se diferenciaba en el caso de la vuelta de eclesiá s­ticos «herejes» o cismá ticos. Si habí an cumplido penitencia y abjurado pú blicamente, se levantaba desde luego su excomunió n, pero no su sus­pensió n. Sin embargo, si se trataba de grupos grandes, se exoneraba a los religiosos y se les dejaba el puesto o al menos el rango, para ganar (de nuevo) al rebañ o a travé s de la buena conducta de los pastores. 37

Dada la escasez de sacerdotes, de la que constantemente se quejaban los sí nodos, a los cismá ticos de Á frica no se les habrí a podido conducir sin su clero. Cuando el papa Anastasio advertí a en el añ o 401 contra las «trampas y alevosí as» de los donatistas, un sí nodo africano celebrado en otoñ o agradecí a al «hermano y tambié n obispo Anastasio de Roma» los consejos dados «con paternal y fraternal cariñ o». Pero en vista de las circunstancias se preferí a proceder «de manera benigna y pací fica» (leniter et pacificó ) y, lo mismo que ya se habí a hecho antes, dejar a cada obispo que readmitiera o no con su rango a los clé rigos donatistas que volvieran. 38

Tampoco Agustí n fue partidario inicialmente de la violencia. Cuestio­naba cualquier intento de volver a usarla, como en «los tiempos de Ma­cario»; es probable que esa actitud fuera fruto del estudio de los escritos de la iglesia primitiva y del Nuevo Testamento. Así, comenzó defendiendo la idea de la misió n cristiana, de la conversió n de los disidentes, exclu­yendo cualquier medio de coacció n terrena, y en el añ o 393, cuando to­daví a era «obispo auxiliar», reprobó duramente en una carta dirigida a un donatista cualquier presió n en el campo religioso, negá ndose a leer un es­crito eclesiá stico «mientras esté n presentes los militares, para que nadie de vosotros opine que querí a hacer má s ruido del que conviene con inten­ciones pací ficas. La lectura se hará despué s de la marcha de los soldados, para que todos mis oyentes sepan que no tengo intenció n de obligar a na­die en contra de su voluntad a la comunidad religiosa con nadie [... ]. Por nuestra parte cesará el horror de la violencia terrenal; quisiera que por vues­tra parte cesara el horror de las multitudes errantes. Queremos luchar de manera totalmente objetiva [,.. ]». 39

No, segú n gritaba en sus sermones, «con las autoridades» Agustí n no querí a «tener nada que ver». É l, que con tanta frecuencia entraba en con­tacto con los gobernadores africanos y los militares de alto rango, sentí a al parecer, lo mismo que Marcelino, Bonifacio, Apringio o Dario, una aversió n natural hacia la polí tica. Só lo los malos, repetí a a menudo en sus sermones, se lanzaban con violencia contra el mal. El, por el contra­rio, ofrecí a constantemente a sus oponentes el diá logo personal, la discu­sió n objetiva. Claro está que cuando conoció la maldad de los «herejes» y vio que con algo de fuerza se la podí a mejorar, de lo que ya se encargó el Gobierno de manera creciente a partir del añ o 405, cambió de opinió n. Ahora, al darse cuenta de la inutilidad de sus artes oratorias con los obis-


pos contrarios, afiló peligrosamente su pluma, y tambié n su lengua. Aho­ra consideraba ló gico convertir a los «herejes», aun en contra de su pro­pia voluntad, para su salvació n: «¡ A muchos les gusta que se les obli­gue! ». Sin embargo, si era un cató lico el que tení a que soportar esa fuer­za, era «injusticia» y ese cató lico se convertí a en «má rtir». Pero cuando se castigaba a un disidente, «entonces no se producí a ninguna injusticia». Los donatistas se levantaban «con violencia contra la paz de Cristo», así que no sufrí an «por é l» sino solamente por sus «pecados». «¡ Cuan gran­de es vuestra ofuscació n, pues, a pesar de vuestra mala vida, a pesar de llevar a cabo actos de bandidaje y de ser castigados con toda razó n, toda­ví a pretendé is la gloria del martirio! »40

El tolerante obispo que no querí a tener nada que ver con las autorida­des, pronto se puso detrá s de ellas, las aguijoneó, y consideró que a sus oponentes «se les castigaba con justicia». Si el emperador Constantino dictaba contra ellos «una ley muy estricta», como admite Agustí n, lo ha­cí a «con razó n». No, «no todas las persecuciones son injustas». Y puesto que los donatistas no abjuraban de su doctrina ni abandonaban la tá ctica de lanzar sus distintas facciones unas contra otras o a su clero contra los laicos, no deja de recordarlo con insistencia en la famosa epí stola a los romanos acerca de la autoridad instaurada por Dios. No sin motivo, el autor de un tratado Sobre la tolerancia pone de relieve que la autoridad lleva la espada y que quien se opone a ella se opone a Dios. Por otro lado» Petiliano, obispo de Cirta, uno de sus principales contrincantes, que in­sulta a los cató licos llamá ndoles «almas impú dicas», «má s sucios que toda basura», opinaba que Cristo no habí a perseguido a nadie, puesto que el «amor» no persigue, no empuja al Estado contra los disidentes, no roba ni mata. De todos modos, en cuanto al amor, Agustí n sabí a diferen­ciar: «¡ Amad a los que se equivocan, pero combatid con odio mortal su error! ». O: «Pero sin vacilar hemos de odiar en los malos la maldad y para el amor elegir al ser». O bien: «Rezad por vuestro contrincante, mas rechazad y refutad luchando sus ideas». 41

«Cuando el emperador ordena algo bueno, no es otro que Cristo quien ordena a travé s de é l», afirmaba ahora el santo obispo. Y si «los empera­dores siguen la doctrina verdadera, dictan disposiciones a favor de la ver­dad y en contra de la herejí a, y cualquiera que las ignore atrae sobre sí mismo la perdició n. Acarrea sobre sí el castigo de los hombres [... ]». Esto lo escribe el mismo hombre que, algunas lí neas antes, afirma solem­nemente: «De todos modos no tenemos la menor confianza en ningú n tipo de violencia humana [... ]». Y que en la misma carta vuelve a amena­zar a los donatistas: «Si por arbitraria temeridad forzá is tan violentamen­te a los hombres a dirigirse hacia el error o a perseverar en é l, cuá nto má s debemos oponer entonces resistencia a vuestro frenesí mediante la muy legí tima autoridad, que segú n su proclamació n Dios ha sometido a Cris-


to, a fin de liberar con ella de vuestro despotismo a las almas dignas de compasió n, para que se curen de la antiquí sima ofuscació n y se acostum­bren a la luz de la verdad má s evidente». 42

La fe de los donatistas, no importa lo parecida que fuera, incluso esencialmente idé ntica, no era nada má s que error y violencia. Los cató li­cos, por el contrario, só lo actuaban por pura compasió n, por amor. Y si el castigo alcanzaba a los donatistas no era en virtud de sus enemigos sino por el propio Dios. «Os amamos -afirma el gran amador-, y os deseamos lo que deseamos para nosotros. Si por eso nos tené is un odio tan grande, porque no podemos permitir que os equivoqué is y que os hundá is, decí d­selo a Dios [... ], el propio Dios os lo hace a travé s nuestro, cuando roga­mos, amenazamos, reprendemos, cuando tené is pé rdidas o dolores, cuan­do las leyes de la autoridad terrenal os afectan. ¡ Comprended lo que os sucede! Dios no quiere que os hundá is en una desunió n sacrilega, separa­dos de vuestra madre, la Iglesia cató lica. »43

¡ Entendido! Y tampoco olvidamos, como dice el Handbuch der Kir-chengeschichte, o má s exactamente, el cató lico Baus, «que aquí habla la voz de un hombre que estaba tan impulsado y animado por la responsabi­lidad religiosa de llevar de nuevo a una ecciesia a los hermanos perdidos en el error, que todas las demá s consideraciones quedaban para é l en un segundo plano». ¡ Qué tí pico! Debe exonerar a Agustí n, hacer comprensi­bles su pensamiento y sus actos. Así, a lo largo de dos milenios, se han disculpado constantemente los grandes crí menes de la historia, se han ensalzado, se han glorificado. En nombre de la religió n, en nombre de Dios, se les ha justificado a lo largo de los tiempos; por «responsabili­dad» religiosa se han relegado siempre «a un segundo plano» todas las consideraciones humanas, se las ha enviado a paseo, durante toda la Edad Media cristiana, en la Edad Moderna, incluso en la primera guerra mun­dial, y en la segunda. En é sta, por ejemplo, Hanns Lilje, posteriormente obispo superior y vicepresidente del Consejo de las Iglesias Evangé licas de Alemania, escribí a en un documento con el expresivo tí tulo de Der Krieg ais geistige Leistung (La guerra como obra espiritual): «No debe estar só lo en el broche del cinturó n de los soldados, sino en el corazó n y en la conciencia: \con Dios\ Só lo en nombre de Dios se puede legitimi-zar este sacrificio». 44

Efectivamente, só lo en nombre de Dios se pueden permitir y cometer siempre ciertos crí menes, los má s atroces, como se demostrará con ma­yor claridad cada vez a lo largo de esta historia criminal.

Con una extensa serie de astutas sentencias, sin que falten las corres­pondientes al Antiguo y el Nuevo Testamento, el gran amador exige aho­ra medidas coercitivas contra todos aquellos a los que «hay que salvar» (corrigendi atque sanandi). La coacció n, enseñ a ahora Agustí n, es a veces inevitable, pues aunque a los mejores se les puede manejar con el amor, a


 

la mayorí a, por desgracia, hay que obligarles con el miedo. Por lo tanto, má s valen las heridas del amigo que los besos del enemigo; es mejor amar en la severidad que engañ ar en la benevolencia. ¡ Sí, quien castiga con mayor dureza mostrarí a mayor amor! Tambié n los padres obligan a sus hijos -y los maestros a los discí pulos- a la disciplina y la aplicació n. «Quien guarda el bastó n odia a su hijo», afirma, citando la Biblia. «A un malcriado no se le corrige con palabras. » ¿ Y no persiguió Sara a Hagar? ¿ Y qué hizo Elias con los sacerdotes de Baal? Hací a ya añ os que Agustí n habí a justificado las brutalidades del Antiguo Testamento contra los ma-niqueos, de los que procedí a ese libro de prí ncipes de las tinieblas. Tam­bié n podí a recurrirse al Nuevo Testamento. Pues ¿ acaso no entregó tambié n Pablo algunos a Satá n? «¿ Sabes? », dice al obispo Vicencio, explicá ndo­le el «Evangelio», «a nadie se le puede obligar a la justicia cuando lees có mo hablaba el jefe de familia a sus servidores: " ¡ Quien los encuentre que les obligue a entrar! " », que é l transcribe con mayor efectividad como «que los fuerce» (cogitere intrare). La resistencia só lo demuestra irracionalidad. ¿ No se revuelven tambié n los enfermos febriles, en su delirio, contra sus mé dicos? A la «tolerancia» (toleratio) Agustí n la lla­ma «infructuosa y vana» (infructuosa et vana) y se entusiasma por la conversió n de muchos «mediante la saludable coacció n» (terrore per-culsí ). No era otra cosa que el programa de Fí rmico Materno, «el pro­grama de una declaració n general de guerra» (Hoheisel), lo hubiera leí ­do o no Agustí n. 45

El problema de la honradez apenas le preocupaba. Si antes habí a te­mido la conversió n forzada de «ficti Christiani», la preocupació n se la deja ahora a Dios. Segú n Agustí n, el emperador estaba autorizado a dic­tar leyes en cuestiones de la Iglesia si se hací a en interé s de é sta. La coac­ció n para un buen fin le parecí a vá lida. Trataba de hacer con sus contrin­cantes una obra de caridad, pues querí a lo que ellos mismos querí an en el fondo. «Bajo la coacció n extema», predica el «orador profesional», rico en artimañ as, «se realiza la voluntad interior», remitié ndose a los Hechos de los Apó stoles, 9, 4, a Juan, 6, 44, y finalmente, a partir del añ o 416417, a Lucas, 14, 23, ¡ al Evangelio del amor! Al proceder contra sus enemigos daba la impresió n de estar tambié n «a veces un poco nervioso» (Tomá s), aunque lo que parecí a persecució n, en realidad era só lo amor, se trataba «siempre só lo de amor y exclusivamente de amor» (Marrou). 46

¡ Multitud de sus opiniones lo atestiguan! «Amor, una deliciosa pala­bra, un hecho todaví a má s delicioso [... ], no hay nada mejor de lo que po­damos hablar. » «¡ Deja que el amor eche raí ces en tu corazó n, de ello no puede salir nada que no sea bueno! » «É sta es la valiosa perla, el amor, sin el que nada te sirve por mucho que tengas. » «El amor es fuerza y flor y fruto; el amor es esplendor y belleza, bebida y comida; el amor es [... ]. » Y naturalmente, tambié n el «ir a buscar para que vuelvan» a los donatis-


tas: «La Iglesia los aprieta contra su corazó n y los rodea con maternal ternura, para salvarles», mediante trabajos forzados, fustigaciones, con­fiscació n de bienes, eliminació n del derecho de herencia. Sin embargo, lo ú nico que Agustí n quiere de nuevo es «imponer» a los donatistas «las ventajas de la paz, de la unidad y del amor», «por eso os he sido presen­tado como vuestro enemigo. Manifestá is querer matarme, aunque yo só lo os digo la verdad y, por lo que a mí respecta, no permitiré que os perdá is. Dios nos vengarí a de vosotros y matarí a en vosotros el error [... ]». 47

¡ Dios nos vengarí a de vosotros! El obispo no se considera ni por aso­mo un incitador. Pero, eso sí, cuando le parecí a oportuno exigí a aplicar todo el peso de la ley a los recalcitrantes, no concedié ndoles «gracia ni perdó n». ¡ Mejor dicho, autorizaba la tortura! Efectivamente, el má s fa­moso santo de la Iglesia antigua, quizá s de toda la Iglesia, una «persona tan afable» (Hendrikx), el padre de «infinita bondad» (Grabmann) «y ge­nerosidad» (Kotting), que contra los donatistas «hizo practicar constante­mente la dulzura» (Espenberger), que contra ellos no formula «ninguna palabra hiriente» (Baus), que intenta «preservar de las duras penas del derecho romano» incluso a «los culpables» (Hü mmeler), en suma, el hom­bre que se hace portavoz de la «mansuetudo catholica», de la benevolen­cia cató lica, permite la tortura... ¡ La cosa no era al fin y al cabo tan mala! «Recuerda todos los posibles martirios -consuela Agustí n-. Compá ralos con el infierno y ya puedes imaginarlo todo fá cilmente. El torturador y el torturado son aquí efí meros, allí eternos [... ]. Hemos de temer esas penas igual que tememos a Dios. Lo que aquí sufra el ser humano supone una cura (emendaü ó ) si se corrige. »48

Los cató licos podí an así maltratar cuanto quisieran, carecí a de impor­tancia comparado con el infierno, con ese horror que Dios les harí a cumri plir para toda la eternidad. Era «ligero», «pasajero», ni siquiera una idea, s ¡ tan só lo una «cura»! ¡ Un teó logo nunca se desconcierta! Por eso nos conoce tampoco la vergü enza.

Puesto que los partidarios de Agustí n tení an supremací a, los ié rrate-' nientes cató licos no se molestaban en enviar los circumceliones al obispo^ para que les «instruyera». Simplemente les hací an un pequeñ o proceso in situ, «como a todos los salteadores de caminos» (Agustí n). Sin embargo, é l mismo apremió al general Bonifacio a que arrollara «por todos los me­dios» no só lo a los «visibiles barbaros», sino tambié n a los llamados ene­migos internos, los donatistas y los circumceliones (Diesner). Y mientras que pedí a la intervenció n del Estado «con el afá n de verdad de Pablo y el ansia de amor de Juan» (Lesaar), el santo explicaba casi al uní sono: pero si hay que ajusticiarles, los cató licos no habrí an ayudado; ¡ é stos preferirí an dejarse matar por sus enemigos que enviarlos a la ejecució n! 49

En el Imperio cristiano de aquellos tiempos imperaba todo menos la liberalidad y la libertad personal. Lo que prevalecí a era la esclavitud, se


 

encadenaba a los hijos en lugar de a los padres, por doquier habí a policí a secreta, «y cada dí a podí an oí rse los gritos de aquellos a quienes el tribu­nal torturaba y verse los patí bulos con los ajusticiados caprichosamente» (Chadwick). 50

Es cierto que Agustí n rechazaba la pena de muerte, pero no por moti­vos humanitarios, sino por meras razones teoló gicas y tá cticas: excluí a la posibilidad de la penitencia y ayudaba a que el contrario se convirtiera en má rtir, confirié ndole mayor capacidad de competir. Por otra parte, el obispo sabí a no só lo que los terratenientes cató licos actuaban con los cir­cumceliones «como con todos los salteadores de caminos», sino que asimismo los sicarios del emperador liquidaban automá ticamente a los donatistas que habí an mutilado a sacerdotes cató licos o que habí an destruido iglesias. Agustí n se conformaba en la prá ctica con la pena de muerte. 51

Pero no só lo esto. Segú n é l, el Estado estaba obligado a servir a la Iglesia, obligado a proteger la fe, a combatir a los «herejes». En efecto, Agustí n aseveraba que al apelar a la fuerza del Estado, la Iglesia no utili­zaba una violencia ajena, sino la suya propia, la concedida por Cristo. Y si ya antes habí an corrido «rí os de sangre» contra los donatistas -que, repitamos, desde el punto de vista dogmá tico eran casi armó nicos con el catolicismo-, en su é poca siguieron violentos levantamientos y desó rde­nes: «cuanto mayor es la dureza con que actú a el Estado, tanto má s aplaude Agustí n» (Aland). En una larga epí stola dirigida a Bonifacio, incluso aprobaba la guerra civil contra los donatistas, aunque el gene­ral, procedente del Danubio y que habí a llegado a Á frica a travé s de Mar­sella, pasaba su vida con extranjeros y heterodoxos y, paradó jicamente, tení a que combatir a los cismá ticos con tropas godas, con arrí anos, es decir, «herejes». 52

Aquí se ve al celebrado padre de la Iglesia en toda su magnitud: como autor de escritorio e hipó crita; como un obispo que no só lo ejerció una terrible influencia durante su vida, sino que fue el iniciador del agustinis-mo polí tico, arquetipo de todos los inquisidores ensangrentados de tantos siglos, de su crueldad, perfidia, mojigaterí a; y como precursor del horror, de las relaciones medievales entre Iglesia y Estado. Pues el ejemplo de Agustí n permití a que el «brazo terreno» arrojara a millones de seres hu­manos, incluso niñ os y ancianos, moribundos e invá lidos, a las celdas de tortura, a la noche de las mazmorras, a las llamas de la hoguera..., ¡ para pedir hipó critamente al Estado que respetara sus vidas! Todos los esbi­rros y rufianes, prí ncipes y monjes, obispos y papas que en adelante ca­zarí an, martirizarí an y quemarí an «herejes», podí an apoyarse en Agustí n, y de hecho lo hací an; lo mismo que los reformadores. 53

El propio santo se burlaba de los donatistas en su tiempo: en caso de persecució n deberí an, segú n el Evangelio, «huir a otra ciudad» (Mt, 10, 23).


Efectivamente, dejaba bien claro que el emperador cristiano tení a el de­recho de castigar la «impiedad», que a la vista de la multitud de bienes, castillos, comunidades y ciudades ganadas, no vení a de algunos muertos. No hay é xito posible que no conlleve una cierta cuota de pé rdidas. Sus cí nicos cá lculos con perdidos, salvados y muertos, le recuerdan a Hans-Joachim Diesner «la moderna estrategia imperialista», aunque tambié n la «doctrina de la gracia» de Agustí n. El donatista Ticonio, teó logo lai­co, uno de los principales escritores de su Iglesia, que le excomulgó al­rededor del añ o 380 sin que se convirtiera al catolicismo, como muchos esperaban, un outsider, cuya «categorí a como pensador y cristiano», cuya «audaz independencia de creyente solitario» (Ratzinger) ahora ponderan los cató licos, cató licos que hoy persiguen a su vez, Ticonio, pues, reco­noce en la persecució n a los donatistas el «horror de la desolació n» (Mt, 24, 15). 54

Cuando en el añ o 420 los esbirros estatales buscaban al obispo de Ta-mugadi, Gaudencio, é ste huyó a su hermosa basí lica, se fortificó allí y amenazó con quemarse junto con su comunidad. El jefe de los funciona­rios, un piadoso cristiano, que sin embargo perseguí a a las personas de su misma fe, no sabí a qué partido tomar y consultó a Agustí n. El santo, in­ventor de una doctrina sui gé neris de la predestinació n, replicó: «Mas ya que Dios, segú n secreta pero justa voluntad, ha predestinado a algunos de ellos al castigo eterno, sin ninguna duda es mejor que, aunque algunos se pierdan en su propio fuego, a la mayorí a muchí simo má s numerosa se la reú na y recupere de esa perniciosa divisió n y dispersió n, en vez de que todos juntos deban quemarse en el fuego eterno merecido por la sacrilega divisió n». 55

A ese respecto viene a propó sito lo siguiente: El obispo cató lico de Hippo Diarrhytos (Bizerta) habí a encarcelado durante varios añ os a sus rivales donatistas e incluso habí a intentado que los ajusticiaran. Como conmemoració n de su victoria, construyó una gran basí lica que llevaba su nombre, y Agustí n predicó allí con motivo de la consagració n. 56

Desde hací a ya algú n tiempo, diversos sí nodos africanos vení an dis­cutiendo la readmisió n de los donatistas: en 386 (Cartago), 393 (Hipo-na), 397 (Cartago), 401 (Cartago, un concilio en junio y otro en septiem­bre). Y así, añ o tras añ o, con excepció n de 406, por espacio de una dé cada se celebran concilios, e incluso dos el mismo añ o, como en 408. 57

El obispo Primiano rechazó bruscamente una discusió n sobre religió n propuesta en agosto de 403 por el sí nodo de Cartago. Al añ o siguiente, el Concilio de Cartago pidió al Estado la aplicació n del decreto de los «he­rejes» contra los donatistas, el «recurso al brazo terrenal» (Sieben, jesuí ­ta). Naturalmente, esto se produjo con la ayuda de Agustí n, que siempre que le era posible acudí a a los concilios. Varias leyes estrictas siguieron a estos apremios. Primero, el emperador Honorio, a quien se refirió perso-


 

nalmente el relato de los «actos atroces» cometidos con dos obispos mal­tratados, dispuso en el añ o 405 un drá stico «edicto de la unidad», que equiparaba los donatistas a los «herejes», disolví a en la prá ctica su Igle­sia, prohibí a sus reuniones, entregaba sus templos a los cató licos y exilia­ba a obispos tales como Primiano de Cartago y Petiliano de Cirta, o sea, resumiendo, que privaba a los donatistas de sus dirigentes y medios fi­nancieros. Para Agustí n, un acto providencial; el propio Dios, afirmaba lleno de alegrí a, habí a hablado a travé s de los acontecimientos. De nuevo volví a a ser Agustí n, «desde luego el primer teó rico de la Inquisició n», el que escribí a «la ú nica justificació n completa en la historia de la Iglesia antigua» sobre «el derecho del Estado a reprimir a los no cató licos» (Brown). En la aplicació n de la violencia el santo ú nicamente veí a un «proceso de debilitació n», una «conversió n por el agobio» {per moles­tias eruditio), una «catá strofe controlada», y la comparó a un padre de fa­milia «que castiga al hijo al que ama» y que cada noche de sá bado, «por precaució n», golpea a su familia. 58

Al «edicto de la unidad» de 405 siguieron otros decretos estatales en los añ os 407, 408, 409, 412 y 414. Se ordenó la retirada obligatoria de los donatistas, su Iglesia quedó relegada má s o menos a la clandestinidad y comenzaron pogromos que durarí an varios añ os. Cuando, entre finales de 409 y agosto de 410, por razones de Estado -porque Alarico cruzaba Italia en todas direcciones-, el Gobierno garantizó la libertad de culto de los donatistas, cuatro prelados africanos se apresuraron a acudir a la cor­te de Rá vena y consiguieron la renovació n de las leyes de persecució n, incluyendo la pena de muerte. La Iglesia donatista fue prohibida, y se obligó a sus seguidores a pasarse al catolicismo. «El Señ or ha destrozado los dientes del leó n» (Agustí n). Ciudades enteras, hasta entonces donatis­tas convencidas, se hicieron cató licas, siquiera fuese por temor a las pe­nas y la violencia, como la propia ciudad episcopal de Agustí n, donde antañ o los hornos no podí an cocer el pan para los cató licos. Finalmente, é l mismo expulsó a los donatistas. Sin embargo, cuando el Estado los to­leró transitoriamente durante la invasió n de Alarico y regresaron, al gran santo le parecí an «lobos a los que habrí a que matar a golpes». Só lo por casualidad escapó de una emboscada que le habí an tendido los circumce-liones. 59

En el verano de 411, por indicació n del Gobierno, se celebró en las termas de Gargilio, en Cartago, una «collatio», un coloquio pú blico, de tres sesiones copiadas literalmente, a las que acudieron 286 obispos cató ­licos y 284 donatistas (de un total de unos cuatrocientos). El comisario imperial Flavio Marcelino, amigo de Agustí n y devoto cató lico -al que el emperador cató lico Honorio hizo decapitar dos añ os despué s, el 13 de septiembre de 413, fiesta de san Cipriano (un evidente asesinato legal)-, declaró vencidos a los donatistas «omnium documentorum manifestatio-


ne». ¡ Los cató licos ya lo sabí an de antemano con tanta seguridad que se habí an comprometido a que, en caso de un desarrollo negativo, expulsa­rí an a los donatistas de sus sedes episcopales!

De nada sirvió la apelació n de los vencidos ante el emperador, debido entre otras cosas a la corruptibilidad de Marcelino. El propio inculpado ordenó la disolució n de las asociaciones de circumceliones y prohibió to­das las reuniones de los donatistas, a los que se persiguió cada vez con menos escrú pulos. Se extendió el miedo y se multiplicaron los suicidios, sobre todo entre los circumceliones. La masa de esclavos y colonos, de los que só lo interesaba su fuerza laboral, debí an ser mantenidos en el seno de la Iglesia cató lica, mediante trabajos forzados y el lá tigo de sus señ ores, para el mantenimiento de la «paz cató lica». Algunos «executo-res» imperiales se encargaron de ello. A los ricos se les impusieron ele­vadas multas, de hasta 50 libras de oro (para los ilustres), llegá ndose in­cluso a la confiscació n de todos sus bienes. Ademá s de confiscar sus posesiones y desheredarles, se amenazó al clero donatista, enemigo de la unió n, con expulsarlo del suelo africano. San Agustí n, que enseñ aba que «no a todos todo, pero todos merecen amor y nadie injusticia», expulsó é l mismo de Hipona a su «contraobispo» Macrobio, que habí a regresado allí alrededor del añ o 409 despué s de un destierro de cuatro añ os, y apli­cando la «caritas christiana» siguió exigiendo persecuciones rigurosas -si bien cita los sucesos só lo de manera casual-, sobre todo por enredar­se cada vez má s en su polé mica con Pelagio. En el añ o 414 se privó a los donatistas de todos sus derechos civiles y se amenazó con la pena de muerte a quien celebrara sus servicios religiosos. «Donde hay amor, hay paz» (Agustí n). O como má s tarde afirmaba triunfante el obispo Quodvult-deus de Cartago: «Se ha aplastado a la ví bora, o mejor todaví a: ha sido de­vorada». 60

El comes Africae, Heracliano, se sirvió del fanatismo de los donatis­tas y se constituyó en anticé sar. En el verano de 413, con una gran flota procedente de Á frica, desembarcó en la desembocadura del Tí ber y mar­chó sobre Rá vena. Allí fue derrotado y poco despué s, en Cartago, se le decapitó por orden imperial. 61

Despué s del añ o 418, el tema de los donatistas desaparece durante dé ­cadas de los debates realizados en los sí nodos de los obispos norteafrica-nos. En 420 aparece el ú ltimo escrito antidonatista de Agustí n: Contra Gaudentium. En 429, con la invasió n de los vá ndalos, finalizan tambié n los edictos imperiales antidonatistas, que seguí an pidiendo el aniquila­miento. Sin embargo, el cisma dura hasta el siglo vi, aunque muy debili­tado. Con todo, los tristes restos que lograron escapar a las constantes persecuciones fueron arrasados un siglo despué s, junto con los cató licos, por el Islam. El cristianismo africano estaba minado, en bancarrota; fi­nalmente, separado por completo de Europa en el aspecto religioso, esca-


 

pó de su á rea de influencia para caer en la del Pró ximo oriente. La anta-( ñ o má s importante de las iglesias cristianas, la ú nica del Mediterrá neo,

desapareció sin dejar huella. No quedó nada de ella. «Pero no se debió al I Islam sino a las persecuciones contra los donatistas, las cuales hicieron que en el norte de Á frica se odiara tanto a la Iglesia cató lica que los do­natistas recibieron el Islam como una liberació n y se convirtieron a é l» (Kawerau). 62

Agustí n no luchó solamente contra los donatistas. Basá ndose en el Lí ­ber de haeresibus del santo obispo Filá ster de Brescia, que cita 156 «he­rejí as», las cuales se encarga de extinguir, cataloga en su propia obra De haeresibus un total de 88, desde el mago Simó n a Pelagio y Celestio. Bajo el nú mero 68 condena incluso a un grupo que por motivos religio­sos se obligan a ir descalzos. Pero afirma que todas las sectas nacen de la arrogancia de una hembra animal y, completa el cató lico Van der Meer, «de la hurañ a necedad». 63

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