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El derrocamiento de Pelagio




Má s que por la lucha contra los donatistas, Agustí n se sentí a interior­mente motivado por la prolongada querella con Pelagio, que refutaba de modo convincente su sombrí o complejo del pecado original, junto con la maní a de la predestinació n y de la gracia; el Concilio de Orange del añ o 529 la dogmatizó (en parte literalmente) y el Tridentino la renovó.

Segú n señ alan la mayorí a de las fuentes, Pelagio fue un lego cristiano de origen britá nico. Desde aproximadamente el añ o 384, o algo despué s, impartió sus enseñ anzas en Roma, gozando de gran respeto por su rigi­dez de costumbres, que no só lo postulaba sino que é l mismo predicaba con el ejemplo, alcanzando en aquella ciudad una gran influencia sobre la aristocracia y el clero. Ante el avance de los godos de Alarico, buscó refugio en Á frica en 410, aunque no se detuvo allí sino que continuó su viaje, mientras que su acompañ ante y amigo Celestio, un abogado de gran elocuencia y origen noble, el enfant terrible del movimiento, per­manecí a en Cartago. Sus intervenciones en favor de Pelagio produjeron en esta ciudad una sorpresa cada vez mayor, y en 411 fue excomulgado por un sí nodo, ante el que al parecer se negó a dar una respuesta clara, tras lo cual se trasladó a Efeso y fue consagrado sacerdote. 64

Curiosamente, cuando desembarcó en Hipona en 410, Pelagio se en­contraba en el sé quito de Melania la Joven, su marido Piniano y su madre Albina, es decir, «quizá s la familia má s rica del Imperio romano» (Wer-melinger). Tambié n el padre de la Iglesia Agustí n habí a intensificado sus contactos con esta familia desde hací a poco tiempo. En efecto, é l y otros obispos africanos, Aurelio y Alipio, habí an convencido a los multimillo-


nanos para que no malgastaran sus riquezas con los pobres ¡ sino que las entregaran a la Iglesia cató lica! El inmensamente rico Piniano, bajo las pre­siones del creyente Agustí n, se vio asimismo obligado a prometer que en el futuro só lo se dejarí a bendecir por la iglesia de Hipona, y en dos cartas Agustí n tuvo que exonerar a su comunidad de la sospecha de haber sido motivados por la riqueza de Piniano. La familia se dirige en 417 a Jerusa-lé n, donde gobierna otro padre de la Iglesia, Jeró nimo, y allí finalmente muere Piniano; su mujer entra como superiora en un convento, en el Mon­te de los Olivos, y la Iglesia se convierte en heredera de su gigantesca ri­queza. Melania es incluso elevada a la santidad (festividad: 31 de diciem­bre). «¡ Cuá ntas herencias robaron los monjes! -escribe Helvecio-. Pero las robaban para la Iglesia, y é sta hizo santos para ello. »65

De Pelagio, un literato de gran talento, nos han llegado numerosos tratados breves, cuya autenticidad es objeto de controversias. Sin embar­go, hay al menos tres que parecen auté nticos. El má s importante de sus trabajos. De natura, lo conocemos por el escrito de refutació n de Agustí n, De natura et gratia. Tambié n la obra teoló gica principal de Pelagio, De libero arbitrio, nos la ha transmitido, en varios fragmentos, sobre todo su contrincante, aunque a menudo su teorí a se desfigura en el curso de la controversia. 66

Pelagio, impresionante como personalidad, era un cristiano convenci­do; querí a mantenerse dentro de la Iglesia y lo que menos deseaba era una disputa pú blica. Tení a de su lado a numerosos obispo. No rechazaba las oraciones rogativas ni negaba la ayuda de la gracia, sino que defendí a má s bien la necesidad de las buenas obras, así como la necesidad del li­bre albedrí o, el «liberum arbitrium». Pero para é l no existí a el pecado original. La caí da de Adá n era cuestió n suya mas no hereditaria (aunque fuera un mal ejemplo), y sus descendientes no está n en pecado. Y lo mis­mo que Adá n pudo evitar el pecado, tambié n cualquier persona, opina Pelagio, puede hacerlo só lo con desearlo. Tiene la facultad de decidir en total libertad, de actuar con moralidad segú n sus propias fuerzas, de con­trolarse y perfeccionar su bonum naturae, que no puede perder. «Siempre que tengo que hablar de las reglas para una conducta moral y para llevar una vida santa, pongo primero de relieve la fuerza y la originalidad de la naturaleza humana y demuestro de qué es capaz [... ], a fin de no derrochar mi tiempo llamando a alguien hacia un camino que considera imposi­ble. » Segú n Pelagio, todo ser humano tiene el don de diferenciar entre el bien y el mal. Imitando el ejemplo de Jesú s, todo cristiano debe ganarse la vida eterna mediante su vida terrenal. Sin embargo, Pelagio, que criti­caba del cristianismo medio su minimalismo é tico y que incluso defendí a un puritanismo moral, sabí a que muchos son tanto má s descuidados cuanto menos piensan en su fuerza de voluntad, que justifican sus debili­dades acusando a la naturaleza humana antes que a su voluntad. Era pre-


 

cisamente su experiencia con la pereza moral de los cristianos lo que ha­bí a determinado la postura que Pelagio adoptó, en la que incluí a tambié n muchas veces una crí tica social intensa y de tinte religioso, apelando a los cristianos para que «sintieran las penas de los demá s como si fueran las propias, y derramaran lá grimas por la aflicció n de otros seres hu­manos». 67

Pero esto no era desde luego un tema para el escaldado Agustí n, que preferí a contemplar las cosas a prudente distancia; é l, que no veí a al ser humano, como Pelagio, como un individuo aislado sino devorado por una monstruosa deuda hereditaria, el «pecado original», consideraba a la humanidad como una massa peccati, caí da a causa de la serpiente, «un animal escurridizo, diestro en los caminos sinuosos», caí da por culpa de Eva, «la parte menor [! ] de la pareja humana», pues, al igual que los de­má s padres de la Iglesia, despreciaba a la mujer. Dios impuso a nuestros primeros padres su prohibició n, aunque preveí a «que no la cumplirí an», «má s bien por el motivo», como Agustí n sabí a (de dó nde procedí a ese conocimiento, cabrí a preguntar), «de que no tuvieran disculpa si é l les castigaba». En estricta justicia, toda la humanidad estarí a destinada al in­fierno. No obstante, por una gran misericordia habrí a al menos una mino­rí a elegida para la salvació n, pero la masa serí a rechazada «con toda ra­zó n». «Ahí está Dios lleno de gloria en la legitimidad de su venganza. » Incluso por el lado cató lico se admite que Agustí n «se preocupa poco por poner de relieve una voluntad de salvació n realmente general de Dios, tambié n frente a la humanidad caí da [... ]» (Hendrikx). 68

Segú n el doctor ecciesiae, estamos corrompidos desde Adá n, ya que el pecado original se transmite a travé s del proceso reproductor; de hecho, la prá ctica del bautismo de los niñ os para perdonar los pecados presupo­ne ya é stos en el lactante. Por otra parte, la salvació n de la humanidad de­pende de la gracia de Dios, la voluntad carece de importancia é tica; hay que orientar a los extraviados «segú n los preceptos», naturalmente segú n los de Dios (¡ lo que equivale a decir los de la Iglesia! ). Pero así el ser hu­mano se convierte en una marioneta que se agita en los hilos del Supre­mo, en una má quina con alma que Dios guí a como quiere y hacia don­de quiere, al paraí so o a la perdició n eterna. ¿ Por qué? «¿ Por qué, sino porque ha querido? Pero ¿ por qué lo ha querido? " Hombre, ¿ quié n eres tú, que quieres hablar con Dios? " » É sta es, lo mismo que sucedí a con Pa­blo, la ú ltima consecuencia de la sabidurí a de Agustí n; con ella obtiene por un lado el tí tulo de «doctor de la gracia», mientras que por el otro vuelve a aproximarse a ciertas ideas maniqueí stas. 69

Al igual que ocurrí a con los donatistas, al principio Agustí n no en­contraba nada que objetar a Pelagio, un hombre que disputa con los arrí a­nos y todaví a má s con los maniqueos, que goza de enorme prestigio e in­fluencia, que tiene importantes protectores, lo mismo que Agustí n. Así,


primero le escribió exhortos llenos de admiració n «bien escritos y direc­tamente al asunto», donde le llamaba «nuestro hermano» y «santo»; lo cual, aunque exagerado, habla de unas relaciones amistosas. Todaví a en 412, al iniciar sus crí ticas, trató con respeto a Pelagio, y en 413 le es­cribió amablemente. Es evidente que intentaba no acosar demasiado al amigo del inmensamente rico Piniano, sobre todo porque Agustí n, o su comunidad, se habí a hecho sospechoso de albergar malas intenciones hacia las posesiones de Piniano. Sin embargo, cuando Demetrias, la jo­ven hija de los Probi, una de las familias má s opulentas de Roma, tomó los há bitos, y Jeró nimo y Pelagio, junto con otros importantes autores de la Iglesia, enviaron tratados y consejos, Agustí n volvió a inmiscuirse. Previno en contra de Pelagio y se lanzó ahora -cada vez má s ocupado en la «causa gratiae», su teorí a de la predestinació n, que Jesú s no anuncia y que é l mismo no defendió en sus primeros tiempos-, durante má s de una dé cada y media, hasta el añ o 427, a publicar una docena de escritos polé ­micos contra Pelagio.

Sin embargo, antes que é l (y que Jeró nimo), un discí pulo personal del africano, Orosio, habí a abierto los ataques directos contra Pelagio en su Lí ber Apologé ticas (un libro partidista hasta lo increí ble, segú n señ ala Loofs). Es el primero que aplica a Pelagio el calificativo de «hereje», ademá s de insultarle personalmente, mientras que é ste habla de Orosio como de un «joven que azuza a mis enemigos en mi contra». Despué s de que Celestio de Á frica se dirigiera a Oriente, a É feso, en Asia Menor, Agustí n enví a a Orosio para intentar que tambié n el obispo de Jerusalé n, Juan, condene a su adversario. Sin embargo, Juan acusó a Orosio de «he­rejí a» y dejó a Pelagio en su comunidad como ortodoxo. San Jeró nimo, enemistado con el obispo de Jerusalé n, redactó entonces una amplí sima polé mica, los Dialogi contra Pelagianos, en los que difama a su adver­sario llamá ndole pecador habitual, arrogante fariseo, «perro grasicnto», etc., diá logos que Agustí n ensalza como obra de maravillosa belleza y digna de fe. (En 416 los pelagianos prendieron fuego a los monasterios de Jeró nimo, y la vida de é ste corrió grave peligro. ) Asimismo, dos de­sacreditados obispos galos que estaban desterrados en Oriente, Heros de Arles y Lá zaro de Aix, en un Libellus pasaron a atacar a Pelagio y Ce­lestio. Aunque en diciembre de 415 el sí nodo de Diospolis (la antigua Lidda), en Palestina, absolvió a é stos de error, «só lo unos pocos», escri­bí a Agustí n, «está n versados en la ley del Señ or». Sin embargo, al añ o siguiente, 416, en dos concilios celebrados en Cartago y Milevo, los afri­canos trataron «histé ricamente» (Chadwick) de herejes a los dos amigos por negar el bautismo infantil y la oració n [! ], lo mismo que el papa Ino­cencio I (402-417), en tres escritos que poseí an «todos los signos de una " caza de brujas" » (Brown), como «causantes de un error totalmente sa­crilego y que todos debemos maldecir», el punto de inflexió n decisivo


 

en la gran disputa de los frailes. El propio Agustí n, que exaltaba los á ni­mos por otros lados, redactó una carta y adjuntó tambié n a la «santidad» la «benevolencia de corazó n» {suavitas mitissima corá is), a la «fuente ubé rrima» (largo fontí ) el libro de Pelagio sobre la naturaleza, junto con su propia refutació n. De natura et gratia Dei, con «pasajes principales» subrayados a fin de que su lectura resultara má s có moda para el pontí ­fice. 70

El papa Inocencio I (con toda probabilidad hijo de su antecesor, el papa Anastasio I, que era a su vez descendiente de clé rigos) hojeó De na­tura y, aunque encontró suficientes elementos atentatorios contra Dios, evitó realizar una condena formal del total, pues, sintiera o no é l mismo simpatí a hacia Pelagio, temí a a la falange cerrada de los africanos, que, junto con el Estado, acababan de aniquilar el donatismo. Famos, con frí a arrogancia, aunque no precisamente de forma digna, se desembarazó de los romanos en enero de 417 con tres responsos distintos. Por un lado, no abandonó del todo a Pelagio y Celestio, sino que les dejó abierta, en caso de retractació n -la medicina habitual, el veneno habitual-, la posibili­dad de ser acogidos de nuevo; en las tres cartas se presenta con la pose del mé dico curador. Por otro lado, no molestó a los africanos, sino que confirmó sus resoluciones y condenó la «herejí a», de modo que Agustí n, por lo demá s totalmente ignorado por el papa, en un sermó n del 23 de septiembre de 417 afirmó que el asunto estaba cerrado, «Causa finita est;

utinam aliquando finiatur error! » -como si tambié n el error hubiera lle­gado a su fin-, transformá ndolo má s tarde en el pareado: Roma locuta, causa finita. , 71

Sin embargo, Agustí n habí a echado las campanas al vuelo demasiado pronto. La fuerza con que la «herejí a» -que estaba extendida por el sur de Italia y Sicilia, por el norte de Á frica, en Dalmacia, en Hispania, Galia y Bretañ a, en la isla de Rodas, en Palestina, en Constantinopla- estaba entroncada tambié n en la Ciudad Santa, alrededor de la Santa Sede e incluso en é l mismo, se puso de manifiesto tres meses despué s, tras la muerte de Inocencio I, acaecida el 12 de marzo de ese mismo añ o. 72

El sucesor Zó simo (417-418) recibió en Roma de modo muy amisto­so a Celestio, que, siendo ya sacerdote, partió de Efeso y se dirigió a in­formar personalmente al papa. Le puso a dura prueba y escuchó como Ce­lestio creí a en la necesidad del bautismo de los niñ os y como se sometí a por completo al laudo de la Silla Apostó lica; luego hizo revisar todas las actas y admitió «que no habí a ninguna sombra de duda» en la fe del «he­reje». Declaró nulas las demandas de los obispos Heros y Lá zaro, ene­migos personales del papa, acusó de precipitació n y negligencia al epis­copado africano y exigió una rotunda revisió n de la condena. Poco des­pué s llegó una carta de Pelagio (dirigida todaví a a Inocencio) junto con un nuevo libro suyo, y Zó simo encontró que Pelagio, por el que interce-

 


dí a tambié n con gran energí a el nuevo obispo de Jerusalé n, Praylos, esta­ba asimismo fuera de toda sospecha, era ortodoxo en todas las cuestiones importantes, tení a un elevado cará cter moral y dejaba traslucir su someti­miento a la autoridad papal. Así pues, se dirigió de nuevo a Á frica. «Si hubierais podido estar presentes, queridos hermanos... -escribió Zó si-mo-. ¡ Cuan impresionados está bamos cada uno de nosotros! Apenas nin­guno de los presentes pudo contener las lá grimas ante el hecho de que se pudiera haber inculpado a un hombre de fe tan auté ntica. » El papa habló de falsos testigos y explicó a Agustí n: «El signo de un sentimiento elevado es creer só lo difí cilmente lo malo». Criticaba «esas preguntas capciosas y esos necios debates», la curiosidad, la elocuencia desenfrenada y hasta el abuso de las Santas Escrituras. «Ni siquiera los hombres má s promi­nentes se libran de ello. » Y citaba por su parte la Biblia: «En las muchas palabras no faltará pecado» (Pr, 10, 19). 73

En suma, el papa exigí a a los africanos una total rehabilitació n de am­bos. Pero los acusadores, dolorosamente perplejos, enojados, se revolvie­ron y comenzaron a intrigar y sobornar. A ciertos señ ores el dinero les llega como caí do del cielo, a costa de los pobres. En el curso de la dispu­ta divina, 80 sementales numidios cambiaron de establo, llevados perso­nalmente a la corte de Rá vena por san Alipio (festividad: 15 de agosto), obispo de Tagaste y amigo y discí pulo de san Agustí n; con é l ya habí an colaborado los africanos en la lucha contra los donatistas. Y el mayordo­mo mayor Comes Valerius, un enemigo jurado de los «herejes», lector de Agustí n, pariente de un gran terrateniente de Hipona y má s cató lico que el papa, se mostró complaciente con el dadivoso obispo. Igual que habí a sucedido poco antes con la represió n de los donatistas, se les negó ahora a los pelagianos la discusió n libre y se expulsó a sus obispos. 74

El papa Zó simo quedó fuera de juego en una há bil estratagema del emperador Honorio, y en un escrito dirigido el 30 de abril de 418 a Pala-dio, prefecto pretoriano de Italia, dispuso la expulsió n de Pelagio y Ce-lestio de Roma -el decreto má s duro de finales del Imperio romano- y censuró su «herejí a» como crimen pú blico y sacrilegio, poniendo espe­cial acento en la expulsió n de Roma (! ), donde se produjeron disturbios y violentas disputas entre el clero, se persiguió a todos los pelagianos, se confiscaron sus bienes y se les desterró. Ravenna locuta. Y el papa Zó si­mo, agobiado, cambió de opinió n, obedeció al emperador y anatematizó -una capitulació n en toda regla- a comienzos del verano, mediante una encí clica universal dirigida a todos los obispos, aunque só lo transmitida en fragmentos, la llamada Epistula Tractoria, al britá nico al que hasta ese momento respetaba y protegí a, así como a sus seguidores. Poco antes de su muerte excomulgó tambié n a Juliano de Aeclanum y otros diecio­cho obispos, que se habí an negado a firmar su Tractoria. Así, «las manos de todos los obispos se armaron con la espada de Pedro para decapitar a


 

los impí os», como exclamaba con jú bilo, en Marsella, el monje Pró spero Tiro, un furibundo e incansable simpatizante del agustiniano portador de la gracia, que en ocasiones desfiguraba, «hasta hacerlo irreconocible, un ideario originalmente pelá gico» (Wermelinger). Y con su señ or, tambié n el presbí tero Sixto, que má s tarde serí a papa y era igualmente protector del «hereje», cambió presuroso de frente y colaboró -a espaldas de Zó si­mo (siempre sospechoso)- con Agustí n, que realizaba una bú squeda in­quisitorial de los pelagianos. En el otoñ o de 418, Constancio promulgó un edicto antipelagiano aú n má s duro. Un nuevo escrito de respuesta del emperador, del 9 de junio de 419, amenaza a todos los obispos recalci­trantes con la pé rdida de sus cargos. En 425, otro decreto del emperador Valentiniano III ordena la expulsió n de los pelagianos de la Galia. Poco despué s, el papa Celestino I libera «a las islas britá nicas de la enferme­dad del pelagianismo» (Pró spero). El propio Pelagio, repetidas veces anatematizado, y perseguido por ví a de requisitoria por el Estado, desa­parece sin dejar rastro, mientras que Celestio emerge ora aquí, ora allá, y continú a actuando. Quizá s se ocultó en un monasterio egipcio, quizá s en su patria britá nica, ¡ aunque é l representaba la tradició n y el «doctor gra-tiae» la nueva fe!, pues a favor de Pelagio hablan prá cticamente todas las publicaciones de la Iglesia desde los comienzos hasta su tiempo, mien­tras que a favor de Agustí n tan só lo los textos de Tertuliano (que se vol­vió asimismo «hereje») y algunos de Cipriano y Ambrosio. 75

No es improbable que la rá pida acció n del Estado guarde relació n con un cierto componente sociopolí tico de la controversia teoló gica, aunque Pelagio estuviera respaldado por parte de la alta aristocracia y fuera ami­go de una de las familias má s ricas del Imperio, lo que a ciertos cí rculos cató licos les parecí a aú n má s peligroso. En cualquier caso, el riguroso ideal de pobreza pelagiano, la llamada a renunciar a las riquezas, intran­quilizó a los millonarios en Sicilia. Pues precisamente allí, en Sicilia, ex­puso un compatriota britá nico de Pelagio su tesis central como socialista. Censuraba con acritud el comportamiento de los ricos, la salvaguarda de su poder mediante la brutalidad y la tortura, siendo la repugnancia natu­ral ante la explotació n el resultado de la teorí a segú n la cual só lo es moral la actuació n producida por una decisió n de libre albedrí o. 76

El lema de la disputa pelagiana desempeñ ó un cierto papel en la vida estatal durante má s de cien añ os. El Codex Theodosianus combate bajo el concepto de grafí a el abuso de las leyes por parte del aparato funciona-rial y judicial, los favores y los sobornos. Y muchos tratados de los pela­gianos, en especial el Corpus Pelagianum de Gaspari, atacan la misma corrupció n y caciquismo, al tiempo que defienden la justicia social y una mejor distribució n de los bienes de este mundo, con lo que la importan­cia que dan los pelagianos a la «libre voluntad» les pareció peligrosa para el Estado a los regí menes totalitarios. En cualquier caso, las tendencias


sociopolí ticas siempre se han entrelazado con las teoló gicas en el curso de la historia, inclinando unas veces la balanza en un sentido y otras en el contrario, como seguramente sucedió en la disputa pelagiana, sin que tampoco aquí se pueda negar el trasfondo de crí tica social. 77

En la fase final del conflicto, el joven obispo Juliano de Aeclanum (en Benevent) se convirtió en el gran adversario de Agustí n, del que por edad podrí a haber sido hijo, en el auté ntico portavoz de la oposició n, que a menudo arrinconó al belicoso africano mediante un ataque frontal.

Juliano nació probablemente en Apulia, en la sede obispal de su padre Memor, que era amigo de Agustí n. Siendo sacerdote se casó con Tilia, hija del obispo Emilio de Benevent, y el papa Inocencio le nom­bró en 416 obispo de Aeclanum. A diferencia de la mayorí a de los prelados, tení a una excelente formació n, era muy independiente como pensador y fulminante como polemista. Escribí a para un pú blico «alta­mente intelectual», mientras que Agustí n, a quien le resultaba difí cil refutar al «joven», lo hací a para el clero medio, que siempre constitu­ye mayorí a. 78

Juliano, que se burlaba de Agustí n llamá ndole «patronus asinorum», «patrono de todos los asnos», le trata sin ningú n respeto en sus cartas, en­tre ellas dos dirigidas al papa Zó simo, así como en sus libros a Florus (ocho en total, aunque só lo se conocen en parte gracias a las ré plicas agustinianas), y se muestra iró nico y fulminante, cada vez má s vehemen­te contra el africano y contra las acciones violentas del Estado, que para los pelagianos suponen confesiones de incapacidad espiritual. Aunque teoló gicamente suscribe la teorí a de la gracia, no la ve como contraparti­da de la naturaleza, que serí a tambié n un valioso don del Creador. Pone de relieve el libre albedrí o, ataca la doctrina agustiniana del pecado origi­nal como maniquea, combate la idea de la culpa heredada, de un Dios que se convierte en perseguidor de los recié n nacidos, que arroja al fuego eterno a los niñ os pequeñ os, el Dios de un crimen «que apenas puede uno imaginarse entre los bá rbaros» (Juliano). Sin embargo, no só lo niega ese destino forzado al pecado, sino que se opone asimismo a la condena agustiniana de la concupiscencia en el matrimonio. Juliano era lo sufi­cientemente resuelto como para suavizar el estricto ascetismo de Pelagio y admitir por completo la sexualidad, llamá ndola un sexto sentido del cuerpo, mientras que Agustí n, que mezcla pecado original y concupis­cencia, como un viejo fraile mojigato, se mofa de Juliano, el «experto»:

«Seguramente querrí as que los esposos se lanzaran a la cama cada vez que quisieran, siempre que les acuciara el deseo [... ]». Al final, Juliano no só lo se defiende teoló gicamente con vigor, sino que censura tambié n el soborno de los funcionarios por parte de los africanos, incluso su inci­tació n al pueblo mediante dinero, sus intrigas con las mujeres y los mili­tares. Só lo por miedo a su propia perdició n, Agustí n rechazó todo tipo de


 

diá logo entre los bandos, cualquier tipo de negociació n y de disertació n;

se limitó a esconderse detrá s de las masas y avivar el acoso. 79

A diferencia del hijo de pequeñ oburgueses que era Agustí n, que se alineó decididamente del lado de los ricos, Juliano, descendiente de la clase superior de Apulia, estaba socialmente comprometido. Para luchar contra una hambruna surgida a raí z de la invasió n de los godos, vendió sus posesiones, y con esta medida ganó simpatí as en el sur de Italia. «Du­rante veinte añ os mantuvo casi en solitario un enfrentamiento mortal contra los hombres que suplantaban las opiniones de la Iglesia por las su­yas propias, que le habí an negado la discusió n libre de sus ideas y le ha­bí an expulsado de su sede episcopal, en la que habí a trabajado y se le habí a amado» (Brown). 80

Junto con los dieciocho obispos que se reunieron a su alrededor. Ju­liano, excomulgado en 418 por Zó simo y, como la mayorí a de ellos, ex­pulsado de su cargo, encontró refugio en Oriente. Allí vivió, entre otros, con Nestorio, el patriarca de Constantinopla que pronto serí a acusado de hereje y en cuya caí da se vieron arrastrados tambié n los peticionarios pe­lagianos. Como «hombre destacado», el «Caí n de nuestros dí as», al que el papa Sixto III impidió en el añ o 439 el regreso a su sede episcopal y a quien el papa Leó n I (440-461) volvió a condenar, Juliano de Aeclanum se vio obligado a llevar una vida en constante peregrinaje, y acabó mu­riendo despué s de 450 en Sicilia, tras haber sido profesor particular de una familia pelagiana y haberse pasado media vida exiliado. Los amigos escribieron sobre su lá pida: «Aquí yace Juliano, el obispo cató lico». Tam­bié n en la Galia, Bretañ a e Iliria contaba con partidarios entre el alto cle­ro, que o bien hubieron de retractarse o abandonar sus cargos. Ademá s, un grupo de prelados del norte de Italia se negaron a condenar a Pelagio y Celestio, sin que sepamos nada sobre su destino. 81

Sin embargo, Agustí n consideraba a los pelagianos y celestianos unos «farsantes» inflados que fueron triunfalmente «despedazados». Enco­miaba, al igual que los «gobernantes cristianos», que se impidiera una discusió n libre, porque «con gentes como vosotros imponen su discipli­na». «Hay que enseñ arles, y en mi opinió n será má s sencillo si a la ense­ñ anza de la verdad contribuye el miedo al rigor. » ¡ El viejo tema de Agus­tí n! El poder estatal romano siguió a la Iglesia, habiendo despertado é sta ya a la sazó n en los prí ncipes «un deseo tan grande de cristianizar el mundo, que los emperadores consideraban las misiones de la Iglesia tambié n de importancia para el Imperio», una apreciació n de los jesuí tas Grilmeier y Bacht, para los que, naturalmente, cristianizació n significa sobre todo catolizació n. 82

El querellante no se quedó tranquilo. Agustí n fue hacié ndose cada vez má s severo en sus afirmaciones sobre la predestinació n, la divisió n de la humanidad entre elegidos y condenados. Ya en su lecho de muerte,


atacó en una obra inconclusa a Juliano, aunque su teorí a de la gracia y del pecado no logró arraigar del todo ni siquiera en el seno del catolicis­mo. (El agustinismo estricto que el padre de la Iglesia sostení a en sus postrimeros escritos, nunca fue admitido. )

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