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La disputa sobre la primacía papal continuó hasta la Edad Moderna




Tampoco en los primeros siglos de la Alta Edad Media los concilios
ecumé nicos se doblegaron en modo alguno a las exigencias de represen-
tatividad exclusiva de Roma. La toma de resoluciones se hací a de modo
colegial, y en la proclamació n solemne de los cá nones ni se citaba al
papa. No era é l la instancia jerá rquica superior, competente para una de-
cisió n vinculante en cuestiones de fe, sino el concilio. El teó logo romano
Wilheim de Vries, en el resumen final de su estudio sobre los sí nodos ce-
lebrados durante el primer milenio, afirma: «Segú n estos concilios, lo
normal es que al menos las decisiones en cuestiones de fe y en asuntos
disciplinarios importantes se tomen de modo colegial. Es difí cil ver
có mo una primací a entendida en sentido absolutista puede encontrar apo-
yo en la tradició n del primer milenio». 78

Pero tambié n en el segundo milenio se siguió luchando contra esta
primací a ganada de manera tan desleal, y tan encaprichada del poder. Así
lo hizo la Iglesia griega, por supuesto, así como muchos «herejes», por
ejemplo los cataros, los albigenses, los valdenses, los fraticelli. A princi-
pios del siglo xiv, Marsilio de Padua y Juan de Janduno, este ú ltimo pro-
fesor de la universidad de Parí s. Finalmente, John Wyclif, Hus, Lutero y
todos los restantes reformadores. Pero tambié n continuó la resistencia de
los cató licos. Así, en distintas asambleas eclesiá sticas se intentó limitar o
hacer desaparecer por completo, en favor de los obispos, las ambiciones
de poder romanas; en Pisa, por ejemplo, en Constanza (donde el concilio
allí celebrado, en el decreto Haec sancta synodus del 6 de abril de 1415,
declaró estar por encima del papa) o en Basilea (donde el punto de vista
de que el concilio general está por encima del papa fue elevado a dogma
é l 16 de mayo de 1439). Tambié n se discutió en aquellas é pocas la infali-
bilidad papal en cuestiones de fe, y se pidió el derecho de poder destituir
al papa en caso de prevaricació n o incapacidad para el cargo. A este mis-
mo contexto pertenece la Declaració n del clero francé s (Declaratio cleri
gallicaní )
de 1682, el «galicanismo», que en Alemania se extendió bajo
el nombre de «febronianismo» (por Justinus Febronius, que en realidad


se llamaba Johann Nikolaus von Hontheim, obispo consagrado de Tré ve-
ris, aunque se retractó en 1778). 79

El parecer de que só lo la totalidad de los obispos (episcopalismo), no
ú nicamente el obispo de Roma (curialismo), representa la unidad de la
Iglesia, continuó influyendo tambié n sobre el clero cató lico en la Edad
Moderna, é poca en que Leó n X, en 1516, lo condenó como herejí a (un
papa que, entre paré ntesis, era ya cardenal a los catorce añ os de edad y
que tambié n hizo cardenales a tres de sus primos, entre ellos al bastardo
Giulio, que má s tarde serí a Clemente VII). No hemos de olvidar tampoco
que bajo el papa Leó n, el «dios sol», el nú mero de puestos eclesiá sticos que
podí an adquirirse con dinero ascendió a dos mil doscientos. Auri sacra
fames.
En efecto, el episcopalismo estuvo en su apogeo en los siglos
xvn y xvm. El Vaticano I, sin embargo, le dio el golpe de gracia en el si-
glo xix con la definició n del episcopado universal papal y de la infalibili-
dad del papa.

Pero en el siglo xx -«pues la Iglesia predica por doquier la verdad»,
como dice san Ireneo- los apologistas cató licos quieren hacemos creer
que ya en la é poca «de la conversió n de Constantino», o sea, a comienzos
del siglo iv, o incluso mucho antes, como señ ala la cita que viene a conti-
nuació n, «la existencia del papado, es decir, la posició n dominante del
obispo de Roma, era desde hací a mucho tiempo un hecho consumado»
(Meffert); que los obispos de Roma, segú n indica «con imprimá tur epis-
copal» el capitular catedralicio Joseph Schielle, «desde siempre han ejer-
cido la primací a»; que, segú n el teó logo nazi Lortz, asimismo con las ben-
diciones eclesiá sticas, «siempre han reivindicado la primací a de Roma
sobre todas las Iglesias»; que el poder primado de los papas, afirma -con
imprimá tur- Alois Knó pfler, antiguo consejero secreto de palacio, conse-
jero arzobispal e historiador de la Iglesia en la universidad de Munich, en
la Antigü edad «no só lo fue aceptado por la totalidad de la Iglesia en mul-
titud (! ) de msimfestsicione^spontá neas, sino que no pocas veces fue
exigido [... ]; el obispo de Roma, como cabeza de la Iglesia, [fue] investi-
do siempre (! ) de la má xima autoridad divina, respetado y venerado»;

que tambié n los testimonios «de los santos padres», como anotan los
apologistas Tilomas Specht y Georg Lorenz Bauer, «muestran con toda
claridad que el obispo de Roma o la Iglesia romana poseen la primací a».
En resumidas cuentas, casi la totalidad de la teologí a cató lica romana
sostiene hasta bien entrado el siglo xx (y en buena medida sigue hacié n-
dolo en la actualidad) que: «La primací a del papa romano fue reconoci-
da uná nimemente por los padres de la Iglesia y las asambleas eclesiá sti-
cas»
(F. J. Koch/Siebengartner), una solemne mentira. 80

El hecho cierto es, por el contrario, que la Nota Praevia añ adida (por
indicació n de una «autoridad superior») a la constitució n de la Iglesia
del Vaticano I, adjudica al papa una autoridad que, en cualquier caso,


verbalmente va má s allá del Vaticano I, y que le permite ejercer «su po-
der en cualquier momento a su arbitrio (adplacitum)». Así, en 1967 Pa-
blo VI pudo ser muy consciente «de que el papa es el mayor obstá culo
en el camino del ecumenismo», y afirmar orgulloso dos añ os despué s:

«somos Pedro». 81

Sin embargo, en la Antigü edad la influencia romana sobre la impor-
tante Iglesia de Oriente fue extraordinariamente mí nima y, por ese moti-
vo, apenas tenida en cuenta hasta la fecha. Los sí nodos orientales no co-
nocí an el concepto de papado. En el gran Concilio de Nicea de 325, el
«papa» no estuvo presente ni tuvo ningú n peso. Despué s del Concilio de
Tiro (335) no exigió ningú n derecho especial para su cathedra. En el
Concilio de Serdica (342 o 343) fracasó el intento de convertirle en la
instancia de apelació n en las disputas eclesiá sticas. ¡ Al contrario! Los
obispos orientales no só lo se volvieron contra san «Atanasio y los otros
criminales», sino que tambié n excomulgaron a «Julio de la ciudad de
Roma, como instigador al mal». No era Julio I (337-352) sino Atanasio
el lí der de la ortodoxia. 82 ]

Pero aunque el papado no pudo someter nunca a la Iglesia oriental, en
la Antigü edad tuvo ya las cosas má s fá ciles con la oposició n en Occiden-
te. En efecto, no a pesar de ello sino precisamente porque los obispos ro-
manos no destacaban a nivel teoló gico tanto como otros de Occidente,
como es el caso de Hosio de Có rdoba, Lucifer de Cagliari o Hilario de
Poitiers, precisamente porque se dedicaban menos a la teologí a que al
poder, de manera paulatina -con el estí mulo decisivo que suponí a el tro-
no en la (antigua) capital del Imperio, favorecidos por su importancia, su
riqueza y su esplendor- fueron arrebatando a todos los demá s grandes
obispados occidentales la independencia que tení an al principio: Milá n
(constantemente se sitú a a Ambrosio, no al «papa», en el primer puesto
entre los «obispos de Italia»), Aquilea, Lyon, Toledo, Braga; con lo cual
Italia, Galia, Españ a, Portugal, e incluso Escocia e Irlanda, quedan suje-
tos a los jerarcas romanos. Y con el hundimiento del Imperio romano se
reforzó todaví a má s su posició n de poder en Occidente, gracias a la teo-

logia de Pedro. Finalmente, la Iglesia romana heredó el Imperio romano
fde Occidente), ocupando, por así decirlo, su puesto. 83

 É ste aumento del poder de Roma, a costa de los metropolitas occiden-
tales, así como de los concilios, desde antiguo la má s alta instancia ecle-
siá stica, no se consiguió, bien es verdad, sin lucha.

Lo demuestra el caso, bastante má s antiguo, que ha sido transmitido
por Cipriano y que recuerda al asunto de Apiario, de los dos obispos es-
pañ oles Basí lides y Marcial. Habiendo apostatado durante la persecu-
ció n, fueron relevados de sus sedes, tras lo cual -el primer proceso cono-
cido de este tipo- apelaron a Roma, y el obispo Esteban dio instrucciones
para que se les restituyera en sus cargos. Sin embargo, las comunidades


hispanas se negaron; se dirigieron a Á frica y un sí nodo de allí les dio la
razó n. Se les animaba expresamente a no tratar «con sacerdotes impí os y
manchados» e ignorar el error del obispo romano. 84

La lucha por el poder de Roma se pone asimismo de manifiesto en la
«disputa sobre la Pascua» de Ví ctor I (189-¿ 198? ), por la que el romano,
para exasperació n de san Ireneo, manifestaba que nadie podí a ser cristia-
no cató lico si celebraba la Pascua en un dí a distinto del de Roma. La Pas-
cua comenzaba el domingo siguiente al 14. ° Nisan de los judí os (= prime-
ra luna llena despué s del equinoccio de primavera), aunque, como bien
sabí a Ireneo, ¡ hasta hací a poco tiempo la fiesta no se celebraba todos los
añ os! Muchos obispos, como señ ala el historiador de la Iglesia Eusebio,
atacaron «violentamente» al obispo de Roma. Todas estas luchas se po-
nen asimismo de manifiesto en la «discusió n sobre el bautismo de los he-
rejes» que mantiene Esteban con los africanos, a mediados del siglo ffl. Y
poco despué s la «disputa de Dionisio», una discusió n sobre teologí a tri-
nitaria entablada entre el obispo romano Dionisio (259-268) y su famoso
homó nimo alejandrino, que luchaba contra el subordinacianismo, y en el
curso de la cual apareció por primera vez el concepto de la igualdad de
esencia entre el Padre y el Hijo. 85

Por mucha autoridad que tuviera el pontifex romano, su poder durante
todo este lapso de tiempo, en los siglos n y ni, fue limitado. Pese a la im-
portancia que se le atribuí a, no poseí a ningú n tipo de facultad superior en
cuestiones decisorias y de jurisdicció n, y ni la prá ctica ni el ideario de los
contemporá neos conocí an un papado en el sentido que se le adjudicarí a
má s tarde. Y esto continuó siendo así, en esencia, hasta las ú ltimas dé ca-
das del siglo iv. 86

Naturalmente, con la importancia en aumento de la sede romana, du-
rante todas las é pocas se produjeron cada vez luchas má s intensas a su al-
rededor. Ya durante las persecuciones contra los cristianos (en su mayo-
rí a groseramente exageradas), el puesto fue objeto de codicias, ¡ y eso a
pesar de que los obispos de Romirresidí an, por así decirlo, pared de por
medio con sus perseguidores imperiales! Sin embargo, las rivalidades se
iniciaron en é poca muy temprana, y pronto lo normal fue que hubiera co-
munidades cismá ticas y que muchas veces lucharan entre sí de tal modo
que las calles y las iglesias se llenaban de sangre. Y todo ello por amor a
Cristo...

CAPITULO 6

LAS PRIMERAS RIVALIDADES Y TUMULTOS
EN TORNO A LA SEDE EPISCOPAL ROMANA

«Cuando el obispo de Hipona cerró sus ojos en medio del asalto de los

vá ndalos [... ], se encontraba ya en la Silla de Pedro el sortilegio del
esplendor y del poder. Los regalos de señ ores poderosos permití an a los
señ ores de Roma desmentir la sencillez del pescador de Cafamaú m. El
fervor de los fieles se escandaliza ante sus pompas y su mesa. No eran

las pasiones má s nobles las que dividí an a los electores en partidos. »

joseph bernhart, TEÓ LOGO CATÓ LICO'

- «Con una despreocupació n a menudo sorprendente, los sucesores de
Pedro en la sede episcopal romana se rodeaban [... ] de las galas del
mundo [... ]. Surge de este modo una forma bajo la cual se presenta el
cargo de Pedro, que en su aspecto moná rquico muchas veces se parece
má s al antiguo Imperio que a la imagen bí blica de Pedro. »

peter stockmeier, TEÓ LOGO CATÓ LICO2

«A partir de numerosas cartas de Jeró nimo puede recomponerse una
descripció n de las costumbres de la Roma cristiana, que se parece má s a

una sá tira [... ]; y tambié n este historiador, que no es enemigo de los
cristianos, ha criticado ya el lujo y la ambició n de los obispos romanos.

Es con ocasió n de la sangrienta lucha entre Dá maso y Ursino por la

sede episcopal de Roma cuando se encuentra el famoso pasaje: «Si
contemplo el esplendor de las cosas urbanas, veo que aquellos hombres
con ansias de satisfacer sus deseos debieron de luchar entre sí con toda
la fuerza de sus partidos, puesto que una vez alcanzada su meta podí an
estar seguros de volverse ricos con los regalos de las matronas, de poder
pasear en carroza, de vestirse con suntuosidad y de celebrar banquetes
tan opí paros que sus mesas superaban a las de los prí ncipes. »

ferdinand GREGOROVIUS3


Antipapas los hay en el catolicismo -así se desviví a el alto clero por
la «Santa Sede»- a lo largo de trece siglos, hasta las postrimerí as de la
Edad Media. El primer antipapa -el té rmino no se hace habitual hasta el
siglo xiv (en sustitució n del má s antiguo de pseudopapa, anticristo, cis-
má tico)- aparece a comienzos del siglo m; el ú ltimo, Fé lix V, en el xv.
(Segú n muchos autores, Fé lix fue el nú mero 39; sin embargo, la cifra de
antipapas oscila entre 25 y 40, ya que ni los expertos cristianos acaban de
saber quié n era un auté ntico papa y quié n no. )4

Los antipapas eran prí ncipes de la Iglesia a los que su propia Iglesia
anatematizaba; aunque en realidad no siempre. Fé lix V, por ejemplo, el ri-
quí simo y viudo conde Amadeo VIII de Saboya, elegido antipapa en 1439
en el Concilio de Basilea, obtuvo al final una despedida colmada de ho-
nores, con el tí tulo de «cardenal de Sabina», el primer rango en el denomi-
nado Sacro Colegio Cardenalicio, y, aunque era todo menos pobre, puesto
que a quien tiene hay que darle, una pensió n vitalicia. Por supuesto, mu-
chas veces un antipapa se convierte incluso en santo -y en el (auté ntico)
papa-. En esta Iglesia (casi) nada es imposible. 5

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