Se inicia el cisma acaciano. Alta traición eclesiástica
Los obispos de Oriente y los de Occidente, especialmente los de
Roma, tení an un interé s comú n, que era por lo demá s el que má s divisio-
nes creaba entre ellos: el interé s por la polí tica de poder, unido siempre a
la polí tica personal. El Manual de la Historia de la Iglesia constata con
razó n que el inextricable embrollo de la Iglesia oriental «no se podí a re-
solver con fó rmulas teoló gicas, pues su origen estaba en otra parte. Habí a
que habé rselas con determinadas personalidades» (Beck). Es decir: con
intereses de poder polí tico y personal, muy vinculados, desde que el mun-
do es mundo, a los de la «gran polí tica». Ello contribuí a a hacer má s in-
trincados los antagonismos. 40
Cuando todaví a practicaba una polí tica religiosa ortodoxa, Zenó n de-
puso a Pedro Mongos, pero no lo desterró pese a los muchos requerimien-
tos del papa. Ahora, que pretendí a mediar, reconciliar y ganarse tambié n
las simpatí as de sus subditos monofisitas, necesitaba nuevamente a Pedro
y lo repuso en su sede tras la muerte de Salophakiolos. Pues el mismo
Henotikon, aquella moderada fó rmula de unificació n con la que el empe-
rador pensaba zanjar las disputas clericales y obtener la unificació n de
las Iglesias de Oriente, habí a sido elaborado por Pedro Mongos (482-
490), una mente osada y tenaz, juntamente con Acacio. 41
Candidato del papa era Juan Talaia, quien, debido a su vinculació n
con Iló n, hubo de jurar ante el emperador, el senado y en presencia del
patriarca que nunca se harí a ordenar obispo. Quebrantando el juramento
se hizo, con todo, ordenar obispo como sucesor de Salophakiolos en Ale-
jandrí a. Zenó n lo sustituyó, indignado, por Pedro Mongos. Y mientras los
monjes compañ eros de Talaia estigmatizaron a Pedro como hereje, pues
era monofisita aunque partidario del Henotikon, Talaia por su parte se di-
rigió al influyente general Iló n precisamente cuando é ste urdí a planes de
rebelió n contra el soberano. Iló n se asoció para ello con el patriarca de An-
tioquí a, Calandió n, e intentó contactar con el dominador de Italia, Odoa-
cro. El papa estaba ya en tratos con é ste. Talaia huyó por Antioquí a don-
de coincidió con Iló n, a quien ya habí a enviado presentes cuando aú n
administraba la sede alejandrina (Bacht, S. J. ). Desde Antioquí a prosi-
guió su fuga hasta Roma, pues, aconsejado por Calandió n y el general,
habí a apelado al papa. El 10 de marzo de 483, Simplicio murió tras larga
enfermedad poco antes de que llegase Talaia, pero su sucesor, Fé lix,
elegido bajo la presió n de Odoacro, tambié n atacó con dureza al empera-
dor: ¡ justo en el momento en que Iló n se sublevaba contra é l en Asia se-
cundado por el patriarca de Antioquí a, el aliado de Talaia y del papa! 42
El papa Fé lix III (483-492) -«tercero» pese a que Fé lix II fue antipa-
pa- fue el primer papa descendiente de la alta nobleza romana. Fue el
primero que ascendió al cargo tras la caí da del Imperio de Occidente. Era
seguramente el candidato de Odoacro y se mostró dispuesto -o hizo que
lo estaba- a trabajar con los nuevos amos germá nicos. Casado antes de
su carrera eclesiá stica, tení a varios hijos. É l mismo era hijo de un sacer-
dote y (presumiblemente) tatarabuelo de Gregorio «el Grande». 43
El nuevo pontí fice protestó acuciado por Talaia. Lo hizo con bastante
má s resolució n que su dé bil y servil predecesor. Era inexperto en asuntos
curiales, pero tení a una eficaz cancillerí a, con Gelasio, el futuro papa, a su
frente. El mismo añ o 483 envió a Bizancio una embajada con los obispos.
Vital de Trento y Miseno de Cumas y, sin atacar directamente al Henoti-
kon, expuso al soberano que la «recta ví a media» era Calcedonia, sabien-
do que para el emperador lo era el Henotikon. En otro escrito, mixtura de
arrogancia, mordacidad apenas encubierta y bien escogidos pasajes de la
Biblia intentó, inú tilmente, que Acacio «se justificase, a la mayor breve-
dad, ante San Pedro» y su sí nodo. Acacio, que ampliaba ené rgicamente
su propia posició n de poder, no abrigaba ese propó sito. Su rango en la
Iglesia imperial era má s o menos el del papa, pero en cuanto que «papa»
de Oriente, no se sentí a ya igual, sino bastante superior. De hecho los
obispos romanos, pese a la cada vez má s dura polé mica, a su lucha por
los principios y a sus muchas pretensiones, estaban condenados, jurí dica,
tá ctica y, en cierto modo, espiritualmente, a cierta impotencia. Eran, casi,
una quantité né gligeable, al menos frente a los soberanos de Oriente. De
ahí que, apenas desembarcados en Abidos, los legados de Roma fuesen
encerrados y sobornados por Acacio. Mudaron miserablemente de opi-
nió n e incluso asistieron a la misa celebrada por el patriarca. El papa res-
pondió con la excomunió n y anatematizació n irrevocable de Acacio «que
me ha encarcelado a mí en la persona de los mí os» en un sí nodo romano.
Anatema extensivo a todo obispo, sacerdote, monje o seglar que tuviese
trato con é l: el primer gran cisma entre Oriente y Occidente. «Dios ha
privado a Acacio de su dignidad obispal mediante veredicto proveniente
del cielo», declaraba solemnemente la sentencia condenatoria. «Has de
saber que fuiste excluido de la dignidad obispal y del nú mero de los cre-
yentes y que nunca te liberará s de los indestructibles lazos del anatema. »
La condena de deposició n emitida por el sí nodo y suscrita por los 77 si*
nodales la llevó a Constantinopla el Defensor Ecciesiae Tutus (segú n otra
versió n, los monjes akoimetas opositores, fieles a Roma, fijaron la bula
condenatoria al palio arzobispal de Acacio durante la misa dominical, lo
que provocó que el sé quito de é ste abatiese a golpes a unos y encarcelase
a los otros). Tutus, sin embargo, fue asimismo sometido a presiones y so"
bomado teniendo que ser despedido por el papa al igual que los legados
Vidal y Miseno. Habí a comunicado con Acacio en misa solemne y reco-
nocido al monofisita Pedro Mongos como patriarca de Alejandrí a. Só lo
once añ os má s tarde fue readmitido Miseno por el papa Gelasio para no
arriesgar que el arrepentido muriese por enfermedad o vejez sin reconci-
liarse con la Iglesia. El otro legado, Vital, habí a muerto ya... 44
Fé lix escribió entonces al emperador una carta en cuyo inicio expre-
saba ya su temor por la «salud del alma» del soberano y a cuyo té rmino
volví a a conminar por «tribunal de Dios» -todo ello en un tono inaudito
hasta entonces, de mordaz condensació n y frí amente cortante, inspirada
evidentemente por el responsable de la cancillerí a papal, Gelasio- para
que el emperador, en las cuestiones atañ entes a Dios, sometiese (subdere)
su voluntad a los obispos de Cristo, de quienes tení a que aprender, y no
enseñ ar, y para que no jugase el papel de amo de la Iglesia, sino que la
obedeciese, pues era voluntad de Dios «que su majestad, en muestra de
pí a devoció n, incline su cerviz ante esa Iglesia»: pretensió n de domina-
ció n papal anunciada ya para siglos venideros y expresada en una frase
que se hallará reiteradamente en muchas codificaciones canó nicas. Ni el
regente, que estimaba má s la lealtad de Egipto y de Siria que el aplauso
de Roma, ni Acacio, que borró tranquilamente el nombre del papa -quien
lo calificaba de «serpiente», de «bubó n de pus» y de «enfermo cancero-
so» -, acció n que simbolizaba su exclusió n de la Iglesia, se preocuparon
lo má s mí nimo por la opinió n de Simplicio. Razó n para que el sí nodo ro-
mano del 5 de octubre de 485 se quejase de «que nuestras perlas son
arrojadas a los cerdos y los perros... Satá n ha sido reducido, pero sigue
operando». El papa depuso, pues, y excomulgó a los tres patriarcas remi-
tié ndose a un derecho consuetudinario, aplicado, desde mucho tienptpo
atrá s, en Italia. La consecuencia fue un cisma que separó a Roma de
Constantinopla durante 35 añ os (484-519). 45
Só lo hay que leer en su debido contexto esos pasajes de increí ble pe-
tulancia para hacerse una idea de lo que se permití a un clero romano, que
se encumbraba má s y má s a base de trapacerí as, frente a un emperador
cuya voluntad no coincidí a con la de aqué l. «Quede clara constancia -es-
cribí a Fé lix (Gelasio)- de que tambié n para el á mbito de Vuestra propia
jurisdicció n serí a sumamente saludable que Vos, en las cuestiones atañ en-
tes a Dios, sometieseis Vuestra imperial voluntad a los obispos de Cristo,
como ordena la ley divina, sin pretender que aqué lla prevalezca (praefe-
rre) sobre aqué llos. No sois Vos quien ha de enseñ ar los sagrados miste-
rios, sino aprenderlos de Vuestros ministros. Debé is obediencia a la bien
fundamentada autoridad de la Iglesia y no intentar imponerle normas me-
ramente humanas. No debé is pretender disponer despó ticamente (domi-
nan) sobre las santas instituciones de la Iglesia, pues es Dios mismo
quien ha dispuesto que Vuestra Majestad incline piadosamente su cerviz
ante la Iglesia. »46
Roma nunca cuestionó la ortodoxia del Henotikon.
Es bien significativo que la epí stola papal para nada se refiera a la
querella monofisimo-difisismo. Pues lo que estaba realmente enjuego no
era la fe, sino, una vez má s, el prestigio y el poder. «Sin esa porfí a entre
los dos papas, el de la Vieja y el de la Nueva Roma es probable que aque-
lla querella entre Oriente y Occidente, que durarí a 35 añ os y que se ini-
ció con Fé lix III, ni siquiera hubiera surgido» (Haller). Se trataba de las
pretensiones hegemó nicas de Constantinopla. Roma deseaba la disputa,
la provocó adrede, a todo trance. De ahí que se enfrentase, arrogante
como nunca, al emperador y al patriarca. Se permití a tales alardes de va-
lor, desde luego, bajo la protecció n de dos «herejes» germá nicos, prime-
ro Odoacro y despué s Teodorico. Roma rechazó todos los intentos de ave-
nencia del emperador y ¡ se alió, incluso, con las tropas sublevadas con-
tra é l! 47
El rebelde fue en este caso aquel Iló n que, bajo el poder del usurpador
Basilisco, salió en campañ a para aplastar al destronado Zenó n, pero lo
aupó nuevamente al trono. Iló n, isaurio como Zenó n y promovido por
é ste a general, no llevó, desde luego, una vida excesivamente feliz como
consejero de la retomada majestad, pues fue ví ctima de tres intentos de
asesinato (en 477, 478 y 481: en el tercero perdió una oreja, pero volvió a
escapar con vida), si bien Zenó n negó rotundamente tener nada que ver
con los atentados y expresó en cada caso su viva simpatí a al tenaz super-
viviente. Durante bastante tiempo evitaron ambos la lucha abierta com-
portá ndose como si fuesen aú n «jefes de forajidos en las montañ as de su
patria natal» (Schwartz). El servicio al lado de Zenó n se tomó excesiva-
mente arriesgado para Iló n; consiguió que se le nombrase comandante de
Siria y allí, con ayuda de la emperatriz viuda, Verina, proclamó antiem-
perador al general Leoncio. 48
La oposició n calcedoniana hizo tambié n causa comú n con Iló n. Antes
que nadie Juan Talaia de Alejandrí a, a quien Zenó n declaró reo de alta
traició n, perjuro y capaz de los hechos má s abominables. Talaia habí a es-
tablecido estrechos ví nculos con Iló n y má s tarde con el tambié n conjura-
do exarca de Egipto. Finalmente, imitando a Atanasio, huyó tambié n a
Roma, donde é l conspiraba contra el emperador y el papa urdí a la ruptu-
ra con Constantinopla. Poco despué s se les unió tambié n Calandió n el ar-
chicató lico patriarca de Antioquí a, ciudad donde residí a el antiemperador
Leoncio, pero tras la derrota de é ste -su gloria duró só lo dos meses- Ca-
landió n fue deportado convicto de alta traició n. Iló n, que intentó en vano
involucrar al rey Odoacro, usurpador del trono italiano, fue derrotado
con su antiemperador, entregado a Leó n y ejecutado en 488. No tardó
mucho, sin embargo, Odoacro en declararse independiente de Constanti-
nopla y en aliarse a los vá ndalos de Á frica. 49
A partir de ese momento el papado inició una serie de virajes de un
oportunismo de dimensió n histé rico-universal y mientras sus ví ctimas
fueron cayendo una tras otra, é l se fue acrecentando y robusteciendo. Pri-
mero se volvió contra la Roma de Oriente aliá ndose con los godos. Des-
pué s aniquiló a los godos y a los vá ndalos unido a la Roma de Oriente;
Seguidamente volvió a enfrentarse a la Roma de Oriente unié ndose a los
longobardos. Y luego, obtenida ya su «libertad» combatió a los longo-
bardos, sus liberadores, con ayuda de los francos. En este volumen po-
dremos seguir de cerca ú nicamente el primero y segundo acto de esta
desvergonzada comedia.
En Occidente, donde imperaban el desbarajuste y el caos, circunstan-
cí as tanto má s favorables para los papas, se fueron sucediendo, tras la
muerte de Valentiniano III, toda una serie de emperadores fantasmales
hasta un total de nueve en tan só lo veinte añ os. Seis de ellos fueron casi
seguro asesinados, y entre ellos Mayorano, que murió violentamente jun-
to al Ira, tras apenas cuatro añ os de gobierno, y Artemio, a quien mataron
en Roma el 11 de julio de 472. El hacha del verdugo y el veneno hicieron
estragos. Era el general Ricimero quien detentaba las riendas del poder,
auté ntico «fabricante de emperadores» y má s poderoso que Estilicen o
que el mismo Aecio. De hecho fue é l quien, vastago amano de un prí n-
cipe suevo y de una hija del rey ostrogodo Walia, preparó el futuro do-
minio de reyes germá nicos en Italia aunque no pudiera aú n abrigar la
esperanza de reinar é l mismo. Despué s, la ú ltima figura fantasmal del
Imperio occidental, el niñ o de cuatro añ os Ró mulo Augú stulo, fue des-
tronado por el esciro Odoacro, cuyo padre Edeco tení a una destacada po-
sició n en el ejé rcito de Atila. Ró mulo se retiró, consolado con una renta,
y Odoacro (476-493) fue el primer rey germano que gobernó sobre toda
Italia. Es discutible hasta qué punto obtuvo el reconocimiento de Cons-
tantinopla. El padre de Ró mulo, Orestes, antiguo secretario de Atila, y
su hermano Paulus perdieron la vida por orden de Odoacro el 28 de agos-
to y el 4 de septiembre, respectivamente. El emperador Julio Nepote,
huido en 475, protestó cuatro añ os má s desde Dalmacia hasta que fue
asesinado en una casa de campo cerca de Salona, en mayo de 480. Tal
fue el ocaso del Imperio romano de Occidente, hundido, como dice M. E.
Gibbon en su monumental obra Decline and Fall of the Romá n Empire
por el «triunfo de la religió n y de la barbarie». 50
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