El concepto de «propiedad intelectual» tiene miles de años
El fenó meno de la falsificació n -utilizado aquí por lo general en un
sentido má s o menos criminal, o sea, la que se hace con intenció n de men-
tir o engañ ar, unido a una imputació n de culpa- presupone la idea de la
propiedad intelectual, puesto que si é sta no existe no hay una verdadera
falsificació n.
Dado que la ausencia del concepto de «propiedad intelectual» benefi-
ciarí a a muchos cristianos creyentes a la vista de los incontables embus-
tes cristianos, se ha discutido su existencia en la Antigü edad clá sica y el
perí odo resultante de ella, e incluso lo han negado algunos como, por in-
creí ble que parezca, Gustav Mensching. Escribe este autor: «Podrí a pen-
sarse en anotar en la cuenta de las mentiras religiosas tambié n los nume-
rosos escritos que se conocen en la historia de la religió n bajo nombres
falsos. Lo mismo que, por ejemplo, bajo el gran nombre del filó sofo grie-
go Plató n circulan muchos escritos que la ciencia ha considerado má s
tarde como apó crifos, se sabe que dentro del Nuevo Testamento hay es-
critos que no proceden del autor bajo cuyo nombre los seguimos encon-
trando hoy. Muchas epí stolas, pongamos por caso, no son de Pablo,
como por ejemplo la dirigida a los hebreos, las cartas pastorales a Timo-
teo y Tito o la Epí stola a los Efesios. Sin embargo, esta forma de engañ o
premeditado no cae dentro de nuestro contexto, puesto que en aquel tiem-
po no se tení a el concepto de la propiedad literaria ni de la autenticidad
de los textos. Existí a má s bien la tendencia a presentar los propios escri-
tos bajo la gran autoridad de nombres conocidos, ocultando el propio,
para conseguir así que las ideas de uno tuvieran má s fuerza y difusió n.
Segú n los modos de ver actuales, esto serí a un engañ o literario». 6
¡ Y no só lo segú n los actuales!
Si el concepto de «propiedad intelectual» no estaba muy inculcado
en el antiguo Oriente o en Egipto, en los siglos vil y vi se conoce ya en
Grecia, donde el autor de la Ilí ada y la Odisea registró sus epopeyas,
como se ha demostrado hoy. Bien es cierto que la Antigü edad no conoce
ninguna reglamentació n jurí dica, ni ninguna codificació n de esta figura.
El derecho antiguo no protegí a la propiedad intelectual como tal, sino el
«derecho de propiedad sobre la obra», es decir, del manuscrito. Pero ya
que tras una é poca de autorí as anó nimas y de transmisió n de trabajos lite-
rarios en Grecia, durante los siglos vil y vi no só lo se procedió a dar el
nombre de los autores (Hornero, Hesí odo), poetas, lí ricos e incluso de los
pintores de á nforas y los escultores, sino que se critica tambié n la falsifi-
cació n del nombre del autor, de las fuentes o de una carta, el concepto de
la propiedad intelectual, de la individualidad literaria, queda ya asegura-
do para esos primeros siglos y, má s tarde, los cristianos y todo el entorno
judí o y pagano lo conocen desde un principio. Tambié n el libro de papi-
ro, que se difunde por aquel tiempo, posibilita la edició n de determinados
textos con los nombres de los autores. 7
Tambié n los escritos de los filó sofos jó nicos en la Atenas del siglo v
eran auté nticos libros, contá ndose Só crates, Plató n y má s tarde Aristó te-
les entre sus compradores, mostrando los autores una fuerte conciencia
de autorí a, una gran confianza en sí mismos, como por ejemplo Heca-
teo de Mileto al comenzar sus Genealogí as'. «Así habla Hecateo de Mile-
to: escribo lo siguiente, tal como a mi parecer se corresponde con la ver-
dad, puesto que las numerosas afirmaciones de los helenos son en mi
opinió n ridiculas».
El hecho de que ya en el siglo iv se controlaban las obras de los gran-
des autores, en particular cuando sobre ellas se cerní a la amenaza de la
tergiversació n, nos lo demuestra el famoso «ejemplar estatal», en el que
el estadista y orador Licurgo de Atenas hizo registrar alrededor del añ o 330
las obras de tres grandes autores de tragedias en una versió n que desde
esa fecha habí a de ser obligatoria en todas las representaciones. El es-
criba oficial leí a a los actores el texto de sus papeles y ellos debí an co-
rregir en consonancia las copias de que disponí an. «Todas estas medi-
das parecí an necesarias, puesto que los ejemplares que se guardaban en
los archivos y que los autores habí an presentado previamente al solici-
tar la autorizació n para participar en los agones, tení an que renovarse.
Pero era evidente que como sustitutivos no podí an elegirse aquellos tex-
tos que la librerí a poní a a la venta, pues é stos estaban tergiversados con
errores de lectura y a menudo tambié n con intervenciones de los directo-
res y los actores. No sabemos si Licurgo consiguió copias sin falsificar
de los descendientes de los poetas, pero podemos suponer que hizo todo
lo posible para encontrar la mejor solució n en esta discutida cuestió n»
(Erbse). 8
Desde comienzos del helenismo, los textos de muchos autores son vi-
gilados de manera realmente cientí fica, algo que hace posible sobre todo
la fundació n de la gran Biblioteca Alejandrina bajo Tolomeo I Soter
(367-366 a 283-282), amigo de Alejandro Magno y a su vez autor de una
^ historia de este ú ltimo que goza hoy de gran prestigio. Alrededor del añ o
280 a. C. la Biblioteca, que no ahorraba dinero en la adquisició n de ejem-
plares valiosos, poseí a cerca de medio milló n de rollos. La biblioteca de
Serapeió n, má s pequeñ a, unos 40. 000. Actuaron aquí muchos afamados
directores. Se procuraba hacer una selecció n de buenos manuscritos y se
intentaba conseguir un texto perfecto en el mé todo, un texto auté ntico, en
especial de los clá sicos. 9
Tambié n de manera individual los exigentes se esforzaban por conse-
guir una forma pura de su trabajo. Así, en el siglo ii d. C., Galeno, cuyas
obras se falsificaban y ofrecí an bajo otros nombres y se distribuí an en pro-
ducciones apó crifas, redactó dos de sus propios escritos con el fin de ha-
cer reconocibles sus libros y evitar su falsificació n, o al menos confusio-
nes. En el siglo iii, el gran adversario de los cristianos Porfirio descubre
falsificaciones en las literaturas pitagó rica, gnó stica y bí blica. En resumen,
se conocí a bien el fenó meno de la falsificació n y tanto griegos como ro-
manos desarrollaron a este respecto una evidente aversió n, elaboraron
mé todos diferenciados y prestaron una atenció n crí tica. 10
Muchas falsificaciones no pueden ya desvelarse hoy (con seguridad),
pero en muchas otras sigue siendo posible. Hay que basarse en motivos y
tendencias extraliterarias y, por supuesto, en infinidad de otros motivos,
en caracterí sticas extemas e internas, otros testimonios y especialmente
el estudio crí tico del lenguaje, el estilo, la composició n, las citas y las
fuentes utilizadas. No dejan de tener tambié n importancia los anacronis-
mos y los vaticinio ex eventu (profecí as a posteriori). En algunas falsifi-
caciones hay tambié n material auté ntico. Y a la inversa. Mezclas de este
tipo son frecuentes. Las colecciones epistolares falsificadas pueden con-
tener piezas verdaderas o bien, lo que resulta mucho má s frecuente, co-
lecciones auté nticas tienen cartas falsificadas total o parcialmente y natu-
ralmente las verdaderas, pero que incluyen interpolaciones. Los falsarios
avezados mezclan lo falso y lo auté ntico. n No es falso todo lo que pare-
ce. Desde luego no todo es una falsificació n, aunque a primera vista así
lo parezca.
Existe desde luego un seudoanonimato legí timo e inofensivo, practi-
cado a menudo (hasta nuestros dí as), como el de un autor joven y desco-
nocido o uno ya famoso, que se presentan al pú blico bajo otro nombre; el
primero quizá por miedo a dar a conocer sus ideas, no conocidas todaví a
o incluso no admitidas, es decir, por temor a la crí tica; el otro por diver-
tirse. Por supuesto que no es una falsificació n el que una primera figura
elija libremente un seudó nimo, algo bastante inusual en la Antigü edad,
un nombre que no sea idé ntico al de una personalidad conocida, como
hicieron en ocasiones Jenofonte, Timoteo, Yá mblico y otros. En todos
ellos desempeñ a un cierto papel seguramente el deseo de mistificació n,
la vanidad y la presunció n, las ganas de hacerse interesante, de hacerse el
famoso anó nimamente, de escudarse tras la má scara de esa fama e inter-
pretar un papel por el placer de mentir y por amor a la mentira. 12
Muchas veces esos autores tampoco querí an realmente dar gato por
liebre, tan só lo deseaban tomar el pelo, engañ ar con falsas apariencias de
un modo transitorio hasta dejar traslucir la verdad, que el lector quedara
como tonto y que el embaucador, que en realidad no era tal, ni tampoco
un mentiroso, pudiera divertirse por partida doble. Naturalmente, la coin-
cidencia en los nombres de los autores o en los tí tulos de los libros podí a
dar lugar a equivocaciones. Sobre todo en cuanto a las citas, los errores
se cometen con gran facilidad. 13
Lo mismo que una obra bajo seudó nimo no es una falsificació n, tam-
poco lo es una anó nima. Sin embargo, lo será -como sucede con tantas
vidas de santos o pasiones de má rtires- si aparece falsamente como un
documento auté ntico, ó sea, si tiene intenciones extraliterarias. 14
Por el contrario, determinados mé todos literarios, ciertos procedimien-
tos dramá ticos o iró nicos son libres invenciones en el reino de la poesí a,
como las parodias o las utopí as; todas las mistificaciones voluntarias rea-
lizadas por motivos artí sticos no son falsificaciones sino una licencia
literaria perfectamente legí tima. Por ejemplo, cuando un autor escribe fá -
bulas, o cuando pone en boca de una personalidad palabras o frases que
nunca ha dicho ni nunca ha mantenido. O cuando aparece bajo la má sca-
ra de otro, algo de lo que hay infinidad de paradigmas bien conocidos;
como en la é poca moderna las Cartas provinciales de Pascal, en las que
fustiga la moral jesuí ta como un noble parisino. En todos los casos si-
milares se trata só lo de ficciones'literarias, sin la menor intenció n de en-
gañ ar. 15
Serí a ridí culo considerar como falsificació n toda carta aparecida bajo
un nombre falso, aunque sea só lo porque infinidad de misivas o incluso
discursos son el producto de meros ejercicios retó ricos de estudiantes,
por así decir, un entrenamiento literario sin ningú n fin, un juego, produc-
tos que en la Antigü edad se consideraban documentos auté nticos; y sobre
varios de estos textos, como es el caso del de Salustio, los eruditos siguen
discutiendo en la actualidad. Tambié n en la escuela de los filó sofos, de
los mé dicos, se transmití an a menudo los trabajos escolares tomá ndolos
por obras de maestros, como muy bien sabemos en particular del caso de
la escuela pitagó rica. 16
Junto a todo esto y muchas otras cosas similares, en la Antigü edad
tambié n se falsificó sin ningú n escrú pulo y a menudo del modo má s opa-
co y refinado posible. Se practicaban los má s diversos mé todos del em-
buste así como los má s variados medios de certificació n, es decir, «crite-
rios de autenticidad» falsificados, algo que só lo las investigaciones mo-
dernas han sacado a la luz. Ha resultado así evidente «que los autores
antiguos (tambié n los cristianos) se " permití an" el engañ o mucho má s
de lo que se podrí a y se estarí a dispuesto a imaginar segú n los criterios
actuales. En concreto, por ejemplo, no puede preverse con antelació n el
grado de " refinamiento" que cabrí a esperar, ni pretender dar apoyo a te-
sis de autenticidad remitié ndose a las protestas de veracidad de un autor
creí ble y comprometido religiosamente» (Brox). No es suficiente: los
hechos conducen aquí hasta la experiencia de que «cuanto má s concreta
es la forma en que aparece el dato, tanto má s fraudulento es el conteni-
do» (Jachmann). O como escribe Speyer: «Cuanto má s precisos son los
datos, tanto má s falsos son». 17
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